Exhortación apostólica del Papa Francisco sobre el amor en la
familia.
Amoris laetitia (La alegría del amor)
1. La alegría del amor que se vive en las familias es también
el júbilo de la Iglesia. Como han indicado los Padres sinodales, a
pesar de las numerosas señales de crisis del matrimonio, «el deseo de
familia permanece vivo, especialmente entre los jóvenes, y esto motiva
a la Iglesia»[1]. Como respuesta a ese anhelo «el anuncio cristiano
relativo a la familia es verdaderamente una buena noticia»[2].
2. El camino sinodal permitió poner sobre la mesa la situación de las
familias en el mundo actual, ampliar nuestra mirada y reavivar nuestra
conciencia sobre la importancia del matrimonio y la familia. Al mismo
tiempo, la complejidad de los temas planteados nos mostró la necesidad
de seguir profundizando con libertad algunas cuestiones doctrinales,
morales, espirituales y pastorales. La reflexión de los pastores y
teólogos, si es fiel a la Iglesia, honesta, realista y creativa, nos
ayudará a encontrar mayor claridad. Los debates que se dan en los
medios de comunicación o en publicaciones, y aun entre ministros de la
Iglesia, van desde un deseo desenfrenado de cambiar todo sin suficiente
reflexión o fundamentación, a la actitud de pretender resolver todo
aplicando normativas generales o derivando conclusiones excesivas de
algunas reflexiones teológicas.
3. Recordando que el tiempo es superior al espacio, quiero reafirmar
que no todas las discusiones doctrinales, morales o pastorales deben
ser resueltas con intervenciones magisteriales. Naturalmente, en la
Iglesia es necesaria una unidad de doctrina y de praxis, pero ello no
impide que subsistan diferentes maneras de interpretar algunos aspectos
de la doctrina o algunas consecuencias que se derivan de ella. Esto
sucederá hasta que el Espíritu nos lleve a la verdad completa (cf. Jn
16,13), es decir, cuando nos introduzca perfectamente en el misterio de
Cristo y podamos ver todo con su mirada. Además, en cada país o región
se pueden buscar soluciones más inculturadas, atentas a las tradiciones
y a los desafíos locales, porque «las culturas son muy diferentes entre
sí y todo principio general [...] necesita ser inculturado si quiere
ser observado y aplicado»[3].
4. De cualquier manera, debo decir que el camino sinodal ha contenido
una gran belleza y ha brindado mucha luz. Agradezco tantos aportes que
me han ayudado a contemplar los problemas de las familias del mundo en
toda su amplitud. El conjunto de las intervenciones de los Padres, que
escuché con constante atención, me ha parecido un precioso poliedro,
conformado por muchas legítimas preocupaciones y por preguntas honestas
y sinceras. Por ello consideré adecuado redactar una Exhortación
apostólica postsinodal que recoja los aportes de los dos recientes
Sínodos sobre la familia, agregando otras consideraciones que puedan
orientar la reflexión, el diálogo o la praxis pastoral y, a la vez,
ofrezcan aliento, estímulo y ayuda a las familias en su entrega y en
sus dificultades.
5. Esta Exhortación adquiere un sentido especial en el contexto de este
Año Jubilar de la Misericordia. En primer lugar, porque la entiendo
como una propuesta para las familias cristianas, que las estimule a
valorar los dones del matrimonio y de la familia, y a sostener un amor
fuerte y lleno de valores como la generosidad, el compromiso, la
fidelidad o la paciencia. En segundo lugar, porque procura alentar a
todos para que sean signos de misericordia y cercanía allí donde la
vida familiar no se realiza perfectamente o no se desarrolla con paz y
gozo.
6. En el desarrollo del texto, comenzaré con una apertura inspirada en
las Sagradas Escrituras, que otorgue un tono adecuado. A partir de
allí, consideraré la situación actual de las familias en orden a
mantener los pies en la tierra. Después recordaré algunas cuestiones
elementales de la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio y la
familia, para dar lugar así a los dos capítulos centrales, dedicados al
amor. A continuación destacaré algunos caminos pastorales que nos
orienten a construir hogares sólidos y fecundos según el plan de Dios,
y dedicaré un capítulo a la educación de los hijos. Luego me detendré
en una invitación a la misericordia y al discernimiento pastoral ante
situaciones que no responden plenamente a lo que el Señor nos propone,
y por último plantearé breves líneas de espiritualidad familiar.
7. Debido a la riqueza de los dos años de reflexión que aportó el
camino sinodal, esta Exhortación aborda, con diferentes estilos, muchos
y variados temas. Eso explica su inevitable extensión. Por eso no
recomiendo una lectura general apresurada. Podrá ser mejor aprovechada,
tanto por las familias como por los agentes de pastoral familiar, si la
profundizan pacientemente parte por parte o si buscan en ella lo que
puedan necesitar en cada circunstancia concreta. Es probable, por
ejemplo, que los matrimonios se identifiquen más con los capítulos
cuarto y quinto, que los agentes de pastoral tengan especial interés en
el capítulo sexto, y que todos se vean muy interpelados por el capítulo
octavo. Espero que cada uno, a través de la lectura, se sienta llamado
a cuidar con amor la vida de las familias, porque ellas «no son un
problema, son principalmente una oportunidad»[4].
Capítulo primero
A LA LUZ DE LA PALABRA
8. La Biblia está poblada de familias, de generaciones, de historias de
amor y de crisis familiares, desde la primera página, donde entra en
escena la familia de Adán y Eva con su peso de violencia pero también
con la fuerza de la vida que continúa (cf. Gn 4), hasta la última
página donde aparecen las bodas de la Esposa y del Cordero (cf. Ap
21,2.9). Las dos casas que Jesús describe, construidas sobre roca o
sobre arena (cf. Mt 7,24-27), son expresión simbólica de tantas
situaciones familiares, creadas por las libertades de sus miembros,
porque, como escribía el poeta, «toda casa es un candelabro»[5].
Entremos ahora en una de esas casas, guiados por el Salmista, a través
de un canto que todavía hoy se proclama tanto en la liturgia nupcial
judía como en la cristiana:
«¡Dichoso el que teme al Señor,
y sigue sus caminos!
Del trabajo de tus manos comerás,
serás dichoso, te irá bien.
Tu esposa, como parra fecunda,
en medio de tu casa;
tus hijos como brotes de olivo,
alrededor de tu mesa.
Esta es la bendición del hombre
que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén,
todos los días de tu vida;
que veas a los hijos de tus hijos.
¡Paz a Israel!» (Sal 128,1-6).
Tú y tu esposa
9. Atravesemos entonces el umbral de esta casa serena, con su familia
sentada en torno a la mesa festiva. En el centro encontramos la pareja
del padre y de la madre con toda su historia de amor. En ellos se
realiza aquel designio primordial que Cristo mismo evoca con
intensidad: «¿No habéis leído que el Creador en el principio los creó
hombre y mujer?» (Mt 19,4). Y se retoma el mandato del Génesis: «Por
eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y
serán los dos una sola carne» (2,24).
10. Los dos grandiosos primeros capítulos del Génesis nos ofrecen la
representación de la pareja humana en su realidad fundamental. En ese
texto inicial de la Biblia brillan algunas afirmaciones decisivas. La
primera, citada sintéticamente por Jesús, declara: «Dios creó al hombre
a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó» (1,27).
Sorprendentemente, la «imagen de Dios» tiene como paralelo explicativo
precisamente a la pareja «hombre y mujer». ¿Significa esto que Dios
mismo es sexuado o que con él hay una compañera divina, como creían
algunas religiones antiguas? Obviamente no, porque sabemos con cuánta
claridad la Biblia rechazó como idolátricas estas creencias difundidas
entre los cananeos de la Tierra Santa. Se preserva la trascendencia de
Dios, pero, puesto que es al mismo tiempo el Creador, la fecundidad de
la pareja humana es «imagen» viva y eficaz, signo visible del acto
creador.
11. La pareja que ama y genera la vida es la verdadera «escultura»
viviente —no aquella de piedra u oro que el Decálogo prohíbe—, capaz de
manifestar al Dios creador y salvador. Por eso el amor fecundo llega a
ser el símbolo de las realidades íntimas de Dios (cf. Gn 1,28; 9,7;
17,2-5.16; 28,3; 35,11; 48,3-4). A esto se debe el que la narración del
Génesis, siguiendo la llamada «tradición sacerdotal», esté atravesada
por varias secuencias genealógicas (cf. 4,17-22.25-26; 5; 10; 11,10-32;
25,1-4.12-17.19-26; 36), porque la capacidad de generar de la pareja
humana es el camino por el cual se desarrolla la historia de la
salvación. Bajo esta luz, la relación fecunda de la pareja se vuelve
una imagen para descubrir y describir el misterio de Dios, fundamental
en la visión cristiana de la Trinidad que contempla en Dios al Padre,
al Hijo y al Espíritu de amor. El Dios Trinidad es comunión de amor, y
la familia es su reflejo viviente. Nos iluminan las palabras de san
Juan Pablo II: «Nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una
soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad,
filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la
familia divina, es el Espíritu Santo»[6]. La familia no es pues algo
ajeno a la misma esencia divina[7]. Este aspecto trinitario de la
pareja tiene una nueva representación en la teología paulina cuando el
Apóstol la relaciona con el «misterio» de la unión entre Cristo y la
Iglesia (cf. Ef 5,21-33).
12. Pero Jesús, en su reflexión sobre el matrimonio, nos remite a otra
página del Génesis, el capítulo 2, donde aparece un admirable retrato
de la pareja con detalles luminosos. Elijamos sólo dos. El primero es
la inquietud del varón que busca «una ayuda recíproca» (vv. 18.20),
capaz de resolver esa soledad que le perturba y que no es aplacada por
la cercanía de los animales y de todo lo creado. La expresión original
hebrea nos remite a una relación directa, casi «frontal» —los ojos en
los ojos— en un diálogo también tácito, porque en el amor los silencios
suelen ser más elocuentes que las palabras. Es el encuentro con un
rostro, con un «tú» que refleja el amor divino y es «el comienzo de la
fortuna, una ayuda semejante a él y una columna de apoyo» (Si 36,24),
como dice un sabio bíblico. O bien, como exclamará la mujer del Cantar
de los Cantares en una estupenda profesión de amor y de donación en la
reciprocidad: «Mi amado es mío y yo suya [...] Yo soy para mi amado y
mi amado es para mí» (2,16; 6,3).
13. De este encuentro, que sana la soledad, surgen la generación y la
familia. Este es el segundo detalle que podemos destacar: Adán, que es
también el hombre de todos los tiempos y de todas las regiones de
nuestro planeta, junto con su mujer, da origen a una nueva familia,
como repite Jesús citando el Génesis: «Se unirá a su mujer, y serán los
dos una sola carne» (Mt 19,5; cf. Gn 2,24). El verbo «unirse» en el
original hebreo indica una estrecha sintonía, una adhesión física e
interior, hasta el punto que se utiliza para describir la unión con
Dios: «Mi alma está unida a ti» (Sal 63,9), canta el orante. Se evoca
así la unión matrimonial no solamente en su dimensión sexual y corpórea
sino también en su donación voluntaria de amor. El fruto de esta unión
es «ser una sola carne», sea en el abrazo físico, sea en la unión de
los corazones y de las vidas y, quizás, en el hijo que nacerá de los
dos, el cual llevará en sí, uniéndolas no sólo genéticamente sino
también espiritualmente, las dos «carnes».
Tus hijos como brotes de olivo
14. Retomemos el canto del Salmista. Allí aparecen, dentro de la casa
donde el hombre y su esposa están sentados a la mesa, los hijos que los
acompañan «como brotes de olivo» (Sal 128,3), es decir, llenos de
energía y de vitalidad. Si los padres son como los fundamentos de la
casa, los hijos son como las «piedras vivas» de la familia (cf. 1 P
2,5). Es significativo que en el Antiguo Testamento la palabra que
aparece más veces después de la divina (yhwh, el «Señor») es «hijo»
(ben), un vocablo que remite al verbo hebreo que significa «construir»
(banah). Por eso, en el Salmo 127 se exalta el don de los hijos con
imágenes que se refieren tanto a la edificación de una casa, como a la
vida social y comercial que se desarrollaba en la puerta de la ciudad:
«Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; la
herencia que da el Señor son los hijos; su salario, el fruto del
vientre: son saetas en mano de un guerrero los hijos de la juventud;
dichoso el hombre que llena con ellas su aljaba: no quedará derrotado
cuando litigue con su adversario en la plaza» (vv. 1.3-5). Es verdad
que estas imágenes reflejan la cultura de una sociedad antigua, pero la
presencia de los hijos es de todos modos un signo de plenitud de la
familia en la continuidad de la misma historia de salvación, de
generación en generación.
15. Bajo esta luz podemos recoger otra dimensión de la familia. Sabemos
que en el Nuevo Testamento se habla de «la iglesia que se reúne en la
casa» (cf. 1 Co 16,19; Rm 16,5; Col 4,15; Flm 2). El espacio vital de
una familia se podía transformar en iglesia doméstica, en sede de la
Eucaristía, de la presencia de Cristo sentado a la misma mesa. Es
inolvidable la escena pintada en el Apocalipsis: «Estoy a la puerta
llamando: si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos» (3,20).
Así se delinea una casa que lleva en su interior la presencia de Dios,
la oración común y, por tanto, la bendición del Señor. Es lo que se
afirma en el Salmo 128 que tomamos como base: «Que el Señor te bendiga
desde Sión» (v. 5).
16. La Biblia considera también a la familia como la sede de la
catequesis de los hijos. Eso brilla en la descripción de la celebración
pascual (cf. Ex 12,26-27; Dt 6,20-25), y luego fue explicitado en la
haggadah judía, o sea, en la narración dialógica que acompaña el rito
de la cena pascual. Más aún, un Salmo exalta el anuncio familiar de la
fe: «Lo que oímos y aprendimos, lo que nuestros padres nos contaron, no
lo ocultaremos a sus hijos, lo contaremos a la futura generación: las
alabanzas del Señor, su poder, las maravillas que realizó. Porque él
estableció una norma para Jacob, dio una ley a Israel: él mandó a
nuestros padres que lo enseñaran a sus hijos, para que lo supiera la
generación siguiente, y los hijos que nacieran después. Que surjan y lo
cuenten a sus hijos» (Sal 78,3-6). Por lo tanto, la familia es el lugar
donde los padres se convierten en los primeros maestros de la fe para
sus hijos. Es una tarea artesanal, de persona a persona: «Cuando el día
de mañana tu hijo te pregunte [...] le responderás…» (Ex 13,14). Así,
las distintas generaciones entonarán su canto al Señor, «los jóvenes y
también las doncellas, los viejos junto con los niños» (Sal 148,12).
17. Los padres tienen el deber de cumplir con seriedad su misión
educadora, como enseñan a menudo los sabios bíblicos (cf. Pr 3,11-12;
6,20-22; 13,1; 22,15; 23,13-14; 29,17). Los hijos están llamados a
acoger y practicar el mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre» (Ex
20,12), donde el verbo «honrar» indica el cumplimiento de los
compromisos familiares y sociales en su plenitud, sin descuidarlos con
excusas religiosas (cf. Mc 7,11-13). En efecto, «el que honra a su
padre expía sus pecados, el que respeta a su madre acumula tesoros» (Si
3,3-4).
18. El Evangelio nos recuerda también que los hijos no son una
propiedad de la familia, sino que tienen por delante su propio camino
de vida. Si es verdad que Jesús se presenta como modelo de obediencia a
sus padres terrenos, sometiéndose a ellos (cf. Lc 2,51), también es
cierto que él muestra que la elección de vida del hijo y su misma
vocación cristiana pueden exigir una separación para cumplir con su
propia entrega al Reino de Dios (cf. Mt 10,34-37; Lc 9,59-62). Es más,
él mismo a los doce años responde a María y a José que tiene otra
misión más alta que cumplir más allá de su familia histórica (cf. Lc
2,48-50). Por eso exalta la necesidad de otros lazos, muy profundos
también dentro de las relaciones familiares: «Mi madre y mis hermanos
son estos: los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen por obra» (Lc
8,21). Por otra parte, en la atención que él presta a los niños
—considerados en la sociedad del antiguo Oriente próximo como sujetos
sin particulares derechos e incluso como objeto de posesión familiar—
Jesús llega al punto de presentarlos a los adultos casi como maestros,
por su confianza simple y espontánea ante los demás: «En verdad os digo
que si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino
de los cielos. Por lo tanto, el que se haga pequeño como este niño, ese
es el más grande en el reino de los cielos» (Mt 18,3-4).
Un sendero de sufrimiento y de sangre
19. El idilio que manifiesta el Salmo 128 no niega una realidad amarga
que marca todas las Sagradas Escrituras. Es la presencia del dolor, del
mal, de la violencia que rompen la vida de la familia y su íntima
comunión de vida y de amor. Por algo el discurso de Cristo sobre el
matrimonio (cf. Mt 19,3-9) está inserto dentro de una disputa sobre el
divorcio. La Palabra de Dios es testimonio constante de esta dimensión
oscura que se abre ya en los inicios cuando, con el pecado, la relación
de amor y de pureza entre el varón y la mujer se transforma en un
dominio: «Tendrás ansia de tu marido, y él te dominará» (Gn 3,16).
20. Es un sendero de sufrimiento y de sangre que atraviesa muchas
páginas de la Biblia, a partir de la violencia fratricida de Caín sobre
Abel y de los distintos litigios entre los hijos y entre las esposas de
los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob, llegando luego a las tragedias
que llenan de sangre a la familia de David, hasta las múltiples
dificultades familiares que surcan la narración de Tobías o la amarga
confesión de Job abandonado: «Ha alejado de mí a mis parientes, mis
conocidos me tienen por extraño [...] Hasta mi vida repugna a mi
esposa, doy asco a mis propios hermanos» (Jb 19,13.17).
21. Jesús mismo nace en una familia modesta que pronto debe huir a una
tierra extranjera. Él entra en la casa de Pedro donde su suegra está
enferma (Mc 1,30-31), se deja involucrar en el drama de la muerte en la
casa de Jairo o en el hogar de Lázaro (cf. Mc 5,22-24.35-43); escucha
el grito desesperado de la viuda de Naín ante su hijo muerto (cf. Lc
7,11-15), atiende el clamor del padre del epiléptico en un pequeño
pueblo del campo (cf. Mt 9,9-13; Lc 19,1-10. Encuentra a publicanos
como Mateo o Zaqueo en sus propias casas, y también a pecadoras, como
la mujer que irrumpe en la casa del fariseo (cf. Lc 7,36-50). Conoce
las ansias y las tensiones de las familias incorporándolas en sus
parábolas: desde los hijos que dejan sus casas para intentar alguna
aventura (cf. Lc 15,11-32) hasta los hijos difíciles con
comportamientos inexplicables (cf. Mt 21,28-31) o víctimas de la
violencia (cf. Mc 12,1-9). Y se interesa incluso por las bodas que
corren el riesgo de resultar bochornosas por la ausencia de vino (cf.
Jn 2,1-10) o por falta de asistencia de los invitados (cf. Mt 22,1-10),
así como conoce la pesadilla por la pérdida de una moneda en una
familia pobre (cf. Lc 15,8-10).
22. En este breve recorrido podemos comprobar que la Palabra de Dios no
se muestra como una secuencia de tesis abstractas, sino como una
compañera de viaje también para las familias que están en crisis o en
medio de algún dolor, y les muestra la meta del camino, cuando Dios
«enjugará las lágrimas de sus ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni
llanto, ni dolor» (Ap 21,4).
La fatiga de tus manos
23. Al comienzo del Salmo 128, el padre es presentado como un
trabajador, quien con la obra de sus manos puede sostener el bienestar
físico y la serenidad de su familia: «Comerás del trabajo de tus manos,
serás dichoso, te irá bien» (v. 2). Que el trabajo sea una parte
fundamental de la dignidad de la vida humana se deduce de las primeras
páginas de la Biblia, cuando se declara que «Dios tomó al hombre y lo
colocó en el jardín de Edén, para que lo guardara y lo cultivara» (Gn
2,15). Es la representación del trabajador que transforma la materia y
aprovecha las energías de lo creado, dando luz al «pan de vuestros
sudores» (Sal 127,2), además de cultivarse a sí mismo.
24. El trabajo hace posible al mismo tiempo el desarrollo de la
sociedad, el sostenimiento de la familia y también su estabilidad y su
fecundidad: «Que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu
vida; que veas a los hijos de tus hijos» (Sal 128,5-6). En el libro de
los Proverbios también se hace presente la tarea de la madre de
familia, cuyo trabajo se describe en todas sus particularidades
cotidianas, atrayendo la alabanza del esposo y de los hijos (cf.
31,10-31). El mismo Apóstol Pablo se mostraba orgulloso de haber vivido
sin ser un peso para los demás, porque trabajó con sus manos y así se
aseguró el sustento (cf. Hch 18,3; 1 Co 4,12; 9,12). Tan convencido
estaba de la necesidad del trabajo, que estableció una férrea norma
para sus comunidades: «Si alguno no quiere trabajar, que no coma» (2 Ts
3,10; cf. 1 Ts 4,11).
25. Dicho esto, se comprende que la desocupación y la precariedad
laboral se transformen en sufrimiento, como se hace notar en el librito
de Rut y como recuerda Jesús en la parábola de los trabajadores
sentados, en un ocio forzado, en la plaza del pueblo (cf. Mt 20,1-16),
o cómo él lo experimenta en el mismo hecho de estar muchas veces
rodeado de menesterosos y hambrientos. Es lo que la sociedad está
viviendo trágicamente en muchos países, y esta ausencia de fuentes de
trabajo afecta de diferentes maneras a la serenidad de las familias.
26. Tampoco podemos olvidar la degeneración que el pecado introduce en
la sociedad cuando el ser humano se comporta como tirano ante la
naturaleza, devastándola, usándola de modo egoísta y hasta brutal. Las
consecuencias son al mismo tiempo la desertificación del suelo (cf. Gn
3,17-19) y los desequilibrios económicos y sociales, contra los cuales
se levanta con claridad la voz de los profetas, desde Elías (cf. 1 R
21) hasta llegar a las palabras que el mismo Jesús pronuncia contra la
injusticia (cf. Lc 12,13-21; 16,1-31).
La ternura del abrazo
27. Cristo ha introducido como emblema de sus discípulos sobre todo la
ley del amor y del don de sí a los demás (cf. Mt 22,39; Jn 13,34), y lo
hizo a través de un principio que un padre o una madre suelen
testimoniar en su propia existencia: «Nadie tiene amor más grande que
el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Fruto del amor son
también la misericordia y el perdón. En esta línea, es muy emblemática
la escena que muestra a una adúltera en la explanada del templo de
Jerusalén, rodeada de sus acusadores, y luego sola con Jesús que no la
condena y la invita a una vida más digna (cf. Jn 8,1-11).
28. En el horizonte del amor, central en la experiencia cristiana del
matrimonio y de la familia, se destaca también otra virtud, algo
ignorada en estos tiempos de relaciones frenéticas y superficiales: la
ternura. Acudamos al dulce e intenso Salmo 131. Como se advierte
también en otros textos (cf. Ex 4,22; Is 49,15; Sal 27,10), la unión
entre el fiel y su Señor se expresa con rasgos del amor paterno o
materno. Aquí aparece la delicada y tierna intimidad que existe entre
la madre y su niño, un recién nacido que duerme en los brazos de su
madre después de haber sido amamantado. Se trata —como lo expresa la
palabra hebrea gamul— de un niño ya destetado, que se aferra
conscientemente a la madre que lo lleva en su pecho. Es entonces una
intimidad consciente y no meramente biológica. Por eso el salmista
canta: «Tengo mi interior en paz y en silencio, como un niño destetado
en el regazo de su madre» (Sal 131,2). De modo paralelo, podemos acudir
a otra escena, donde el profeta Oseas coloca en boca de Dios como padre
estas palabras conmovedoras: «Cuando Israel era joven, lo amé [...] Yo
enseñe a andar a Efraín, lo alzaba en brazos [...] Con cuerdas humanas,
con correas de amor lo atraía; era para ellos como el que levanta a un
niño contra su mejilla, me inclinaba y le daba de comer» (11,1.3-4).
29. Con esta mirada, hecha de fe y de amor, de gracia y de compromiso,
de familia humana y de Trinidad divina, contemplamos la familia que la
Palabra de Dios confía en las manos del varón, de la mujer y de los
hijos para que conformen una comunión de personas que sea imagen de la
unión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La actividad
generativa y educativa es, a su vez, un reflejo de la obra creadora del
Padre. La familia está llamada a compartir la oración cotidiana, la
lectura de la Palabra de Dios y la comunión eucarística para hacer
crecer el amor y convertirse cada vez más en templo donde habita el
Espíritu.
30. Ante cada familia se presenta el icono de la familia de Nazaret,
con su cotidianeidad hecha de cansancios y hasta de pesadillas, como
cuando tuvo que sufrir la incomprensible violencia de Herodes,
experiencia que se repite trágicamente todavía hoy en tantas familias
de prófugos desechados e inermes. Como los magos, las familias son
invitadas a contemplar al Niño y a la Madre, a postrarse y a adorarlo
(cf. Mt 2,11). Como María, son exhortadas a vivir con coraje y
serenidad sus desafíos familiares, tristes y entusiasmantes, y a
custodiar y meditar en el corazón las maravillas de Dios (cf. Lc
2,19.51). En el tesoro del corazón de María están también todos los
acontecimientos de cada una de nuestras familias, que ella conserva
cuidadosamente. Por eso puede ayudarnos a interpretarlos para reconocer
en la historia familiar el mensaje de Dios.
Capítulo segundo
REALIDAD Y DESAFÍOS DE LAS FAMILIAS
31. El bien de la familia es decisivo para el futuro del mundo y de la
Iglesia. Son incontables los análisis que se han hecho sobre el
matrimonio y la familia, sobre sus dificultades y desafíos actuales. Es
sano prestar atención a la realidad concreta, porque «las exigencias y
llamadas del Espíritu Santo resuenan también en los acontecimientos
mismos de la historia», a través de los cuales «la Iglesia puede ser
guiada a una comprensión más profunda del inagotable misterio del
matrimonio y de la familia»[8]. No pretendo presentar aquí todo lo que
podría decirse sobre los diversos temas relacionados con la familia en
el contexto actual. Pero, dado que los Padres sinodales han dirigido
una mirada a la realidad de las familias de todo el mundo, considero
adecuado recoger algunos de sus aportes pastorales, agregando otras
preocupaciones que provienen de mi propia mirada.
Situación actual de la familia
32. «Fieles a las enseñanzas de Cristo miramos la realidad de la
familia hoy en toda su complejidad, en sus luces y sombras [...] El
cambio antropológico-cultural hoy influye en todos los aspectos de la
vida y requiere un enfoque analítico y diversificado»[9]. En el
contexto de varias décadas atrás, los Obispos de España ya reconocían
una realidad doméstica con más espacios de libertad, «con un reparto
equitativo de cargas, responsabilidades y tareas [...] Al valorar más
la comunicación personal entre los esposos, se contribuye a humanizar
toda la convivencia familiar [...] Ni la sociedad en que vivimos ni
aquella hacia la que caminamos permiten la pervivencia indiscriminada
de formas y modelos del pasado»[10]. Pero «somos conscientes de la
dirección que están tomando los cambios antropológico-culturales, en
razón de los cuales los individuos son menos apoyados que en el pasado
por las estructuras sociales en su vida afectiva y familiar»[11].
33. Por otra parte, «hay que considerar el creciente peligro que
representa un individualismo exasperado que desvirtúa los vínculos
familiares y acaba por considerar a cada componente de la familia como
una isla, haciendo que prevalezca, en ciertos casos, la idea de un
sujeto que se construye según sus propios deseos asumidos con carácter
absoluto»[12]. «Las tensiones inducidas por una cultura individualista
exagerada de la posesión y del disfrute generan dentro de las familias
dinámicas de intolerancia y agresividad»[13]. Quisiera agregar el ritmo
de vida actual, el estrés, la organización social y laboral, porque son
factores culturales que ponen en riesgo la posibilidad de opciones
permanentes. Al mismo tiempo, encontramos fenómenos ambiguos. Por
ejemplo, se aprecia una personalización que apuesta por la autenticidad
en lugar de reproducir comportamientos pautados. Es un valor que puede
promover las distintas capacidades y la espontaneidad, pero que, mal
orientado, puede crear actitudes de permanente sospecha, de huida de
los compromisos, de encierro en la comodidad, de arrogancia. La
libertad para elegir permite proyectar la propia vida y cultivar lo
mejor de uno mismo, pero si no tiene objetivos nobles y disciplina
personal, degenera en una incapacidad de donarse generosamente. De
hecho, en muchos países donde disminuye el número de matrimonios, crece
el número de personas que deciden vivir solas, o que conviven sin
cohabitar. Podemos destacar también un loable sentido de justicia;
pero, mal entendido, convierte a los ciudadanos en clientes que sólo
exigen prestaciones de servicios.
34. Si estos riesgos se trasladan al modo de entender la familia, esta
puede convertirse en un lugar de paso, al que uno acude cuando le
parece conveniente para sí mismo, o donde uno va a reclamar derechos,
mientras los vínculos quedan abandonados a la precariedad voluble de
los deseos y las circunstancias. En el fondo, hoy es fácil confundir la
genuina libertad con la idea de que cada uno juzga como le parece, como
si más allá de los individuos no hubiera verdades, valores, principios
que nos orienten, como si todo fuera igual y cualquier cosa debiera
permitirse. En ese contexto, el ideal matrimonial, con un compromiso de
exclusividad y de estabilidad, termina siendo arrasado por las
conveniencias circunstanciales o por los caprichos de la sensibilidad.
Se teme la soledad, se desea un espacio de protección y de fidelidad,
pero al mismo tiempo crece el temor a ser atrapado por una relación que
pueda postergar el logro de las aspiraciones personales.
35. Los cristianos no podemos renunciar a proponer el matrimonio con el
fin de no contradecir la sensibilidad actual, para estar a la moda, o
por sentimientos de inferioridad frente al descalabro moral y humano.
Estaríamos privando al mundo de los valores que podemos y debemos
aportar. Es verdad que no tiene sentido quedarnos en una denuncia
retórica de los males actuales, como si con eso pudiéramos cambiar
algo. Tampoco sirve pretender imponer normas por la fuerza de la
autoridad. Nos cabe un esfuerzo más responsable y generoso, que
consiste en presentar las razones y las motivaciones para optar por el
matrimonio y la familia, de manera que las personas estén mejor
dispuestas a responder a la gracia que Dios les ofrece.
36. Al mismo tiempo tenemos que ser humildes y realistas, para
reconocer que a veces nuestro modo de presentar las convicciones
cristianas, y la forma de tratar a las personas, han ayudado a provocar
lo que hoy lamentamos, por lo cual nos corresponde una saludable
reacción de autocrítica. Por otra parte, con frecuencia presentamos el
matrimonio de tal manera que su fin unitivo, el llamado a crecer en el
amor y el ideal de ayuda mutua, quedó opacado por un acento casi
excluyente en el deber de la procreación. Tampoco hemos hecho un buen
acompañamiento de los nuevos matrimonios en sus primeros años, con
propuestas que se adapten a sus horarios, a sus lenguajes, a sus
inquietudes más concretas. Otras veces, hemos presentado un ideal
teológico del matrimonio demasiado abstracto, casi artificiosamente
construido, lejano de la situación concreta y de las posibilidades
efectivas de las familias reales. Esta idealización excesiva, sobre
todo cuando no hemos despertado la confianza en la gracia, no ha hecho
que el matrimonio sea más deseable y atractivo, sino todo lo contrario.
37. Durante mucho tiempo creímos que con sólo insistir en cuestiones
doctrinales, bioéticas y morales, sin motivar la apertura a la gracia,
ya sosteníamos suficientemente a las familias, consolidábamos el
vínculo de los esposos y llenábamos de sentido sus vidas compartidas.
Tenemos dificultad para presentar al matrimonio más como un camino
dinámico de desarrollo y realización que como un peso a soportar toda
la vida. También nos cuesta dejar espacio a la conciencia de los
fieles, que muchas veces responden lo mejor posible al Evangelio en
medio de sus límites y pueden desarrollar su propio discernimiento ante
situaciones donde se rompen todos los esquemas. Estamos llamados a
formar las conciencias, pero no a pretender sustituirlas.
38. Debemos agradecer que la mayor parte de la gente valora las
relaciones familiares que quieren permanecer en el tiempo y que
aseguran el respeto al otro. Por eso, se aprecia que la Iglesia ofrezca
espacios de acompañamiento y asesoramiento sobre cuestiones
relacionadas con el crecimiento del amor, la superación de los
conflictos o la educación de los hijos. Muchos estiman la fuerza de la
gracia que experimentan en la Reconciliación sacramental y en la
Eucaristía, que les permite sobrellevar los desafíos del matrimonio y
la familia. En algunos países, especialmente en distintas partes de
África, el secularismo no ha logrado debilitar algunos valores
tradicionales, y en cada matrimonio se produce una fuerte unión entre
dos familias ampliadas, donde todavía se conserva un sistema bien
definido de gestión de conflictos y dificultades. En el mundo actual
también se aprecia el testimonio de los matrimonios que no sólo han
perdurado en el tiempo, sino que siguen sosteniendo un proyecto común y
conservan el afecto. Esto abre la puerta a una pastoral positiva,
acogedora, que posibilita una profundización gradual de las exigencias
del Evangelio. Sin embargo, muchas veces hemos actuado a la defensiva,
y gastamos las energías pastorales redoblando el ataque al mundo
decadente, con poca capacidad proactiva para mostrar caminos de
felicidad. Muchos no sienten que el mensaje de la Iglesia sobre el
matrimonio y la familia haya sido un claro reflejo de la predicación y
de las actitudes de Jesús que, al mismo tiempo que proponía un ideal
exigente, nunca perdía la cercanía compasiva con los frágiles, como la
samaritana o la mujer adúltera.
39. Esto no significa dejar de advertir la decadencia cultural que no
promueve el amor y la entrega. Las consultas previas a los dos últimos
sínodos sacaron a la luz diversos síntomas de la «cultura de lo
provisorio». Me refiero, por ejemplo, a la velocidad con la que las
personas pasan de una relación afectiva a otra. Creen que el amor, como
en las redes sociales, se puede conectar o desconectar a gusto del
consumidor e incluso bloquear rápidamente. Pienso también en el temor
que despierta la perspectiva de un compromiso permanente, en la
obsesión por el tiempo libre, en las relaciones que miden costos y
beneficios y se mantienen únicamente si son un medio para remediar la
soledad, para tener protección o para recibir algún servicio. Se
traslada a las relaciones afectivas lo que sucede con los objetos y el
medio ambiente: todo es descartable, cada uno usa y tira, gasta y
rompe, aprovecha y estruja mientras sirva. Después, ¡adiós! El
narcisismo vuelve a las personas incapaces de mirar más allá de sí
mismas, de sus deseos y necesidades. Pero quien utiliza a los demás
tarde o temprano termina siendo utilizado, manipulado y abandonado con
la misma lógica. Llama la atención que las rupturas se dan muchas veces
en adultos mayores que buscan una especie de «autonomía», y rechazan el
ideal de envejecer juntos cuidándose y sosteniéndose.
40. «Aun a riesgo de simplificar, podríamos decir que existe una
cultura tal que empuja a muchos jóvenes a no poder formar una familia
porque están privados de oportunidades de futuro. Sin embargo, esa
misma cultura concede a muchos otros, por el contrario, tantas
oportunidades, que también ellos se ven disuadidos de formar una
familia»[14]. En algunos países, muchos jóvenes «a menudo son llevados
a posponer la boda por problemas de tipo económico, laboral o de
estudio. A veces, por otras razones, como la influencia de las
ideologías que desvalorizan el matrimonio y la familia, la experiencia
del fracaso de otras parejas a la cual ellos no quieren exponerse, el
miedo hacia algo que consideran demasiado grande y sagrado, las
oportunidades sociales y las ventajas económicas derivadas de la
convivencia, una concepción puramente emocional y romántica del amor,
el miedo de perder su libertad e independencia, el rechazo de todo lo
que es concebido como institucional y burocrático»[15]. Necesitamos
encontrar las palabras, las motivaciones y los testimonios que nos
ayuden a tocar las fibras más íntimas de los jóvenes, allí donde son
más capaces de generosidad, de compromiso, de amor e incluso de
heroísmo, para invitarles a aceptar con entusiasmo y valentía el
desafío del matrimonio.
41. Los Padres sinodales se refirieron a las actuales «tendencias
culturales que parecen imponer una efectividad sin límites, [...] una
afectividad narcisista, inestable y cambiante que no ayuda siempre a
los sujetos a alcanzar una mayor madurez». Han dicho que están
preocupados por «una cierta difusión de la pornografía y de la
comercialización del cuerpo, favorecida entre otras cosas por un uso
desequilibrado de Internet», y por «la situación de las personas que se
ven obligadas a practicar la prostitución. En este contexto, «los
cónyuges se sienten a menudo inseguros, indecisos y les cuesta
encontrar los modos para crecer. Son muchos los que suelen quedarse en
los estadios primarios de la vida emocional y sexual. La crisis de los
esposos desestabiliza la familia y, a través de las separaciones y los
divorcios, puede llegar a tener serias consecuencias para los adultos,
los hijos y la sociedad, debilitando al individuo y los vínculos
sociales»[16]. Las crisis matrimoniales frecuentemente «se afrontan de
un modo superficial y sin la valentía de la paciencia, del diálogo
sincero, del perdón recíproco, de la reconciliación y también del
sacrificio. Los fracasos dan origen a nuevas relaciones, nuevas
parejas, nuevas uniones y nuevos matrimonios, creando situaciones
familiares complejas y problemáticas para la opción cristiana»[17].
42. «Asimismo, el descenso demográfico, debido a una mentalidad
antinatalista y promovido por las políticas mundiales de salud
reproductiva, no sólo determina una situación en la que el sucederse de
las generaciones ya no está asegurado, sino que se corre el riesgo de
que con el tiempo lleve a un empobrecimiento económico y a una pérdida
de esperanza en el futuro. El avance de las biotecnologías también ha
tenido un fuerte impacto sobre la natalidad»[18]. Pueden agregarse
otros factores como «la industrialización, la revolución sexual, el
miedo a la superpoblación, los problemas económicos. La sociedad de
consumo también puede disuadir a las personas de tener hijos sólo para
mantener su libertad y estilo de vida»[19]. Es verdad que la conciencia
recta de los esposos, cuando han sido muy generosos en la comunicación
de la vida, puede orientarlos a la decisión de limitar el número de
hijos por motivos suficientemente serios, pero también, «por amor a
esta dignidad de la conciencia, la Iglesia rechaza con todas sus
fuerzas las intervenciones coercitivas del Estado en favor de la
anticoncepción, la esterilización e incluso del aborto»[20]. Estas
medidas son inaceptables incluso en lugares con alta tasa de natalidad,
pero llama la atención que los políticos las alienten también en
algunos países que sufren el drama de una tasa de natalidad muy baja.
Como indicaron los Obispos de Corea, esto es «actuar de un modo
contradictorio y descuidando el propio deber»[21].
43. El debilitamiento de la fe y de la práctica religiosa en algunas
sociedades afecta a las familias y las deja más solas con sus
dificultades. Los Padres afirmaron que «una de las mayores pobrezas de
la cultura actual es la soledad, fruto de la ausencia de Dios en la
vida de las personas y de la fragilidad de las relaciones. Asimismo,
hay una sensación general de impotencia frente a la realidad
socioeconómica que a menudo acaba por aplastar a las familias [...] Con
frecuencia, las familias se sienten abandonadas por el desinterés y la
poca atención de las instituciones. Las consecuencias negativas desde
el punto de vista de la organización social son evidentes: de la crisis
demográfica a las dificultades educativas, de la fatiga a la hora de
acoger la vida naciente a sentir la presencia de los ancianos como un
peso, hasta el difundirse de un malestar afectivo que a veces llega a
la violencia. El Estado tiene la responsabilidad de crear las
condiciones legislativas y laborales para garantizar el futuro de los
jóvenes y ayudarlos a realizar su proyecto de formar una familia»[22].
44. La falta de una vivienda digna o adecuada suele llevar a postergar
la formalización de una relación. Hay que recordar que «la familia
tiene derecho a una vivienda decente, apta para la vida familiar y
proporcionada al número de sus miembros, en un ambiente físicamente
sano, que ofrezca los servicios básicos para la vida de la familia y de
la comunidad»[23]. Una familia y un hogar son dos cosas que se reclaman
mutuamente. Este ejemplo muestra que tenemos que insistir en los
derechos de la familia, y no sólo en los derechos individuales. La
familia es un bien del cual la sociedad no puede prescindir, pero
necesita ser protegida[24]. La defensa de estos derechos es «una
llamada profética en favor de la institución familiar que debe ser
respetada y defendida contra toda agresión»[25], sobre todo en el
contexto actual donde suele ocupar poco espacio en los proyectos
políticos. Las familias tienen, entre otros derechos, el de «poder
contar con una adecuada política familiar por parte de las autoridades
públicas en el terreno jurídico, económico, social y fiscal»[26]. A
veces son dramáticas las angustias de las familias cuando, frente a la
enfermedad de un ser querido, no tienen acceso a servicios adecuados de
salud, o cuando se prolonga el tiempo sin acceder a un empleo digno.
«Las coerciones económicas excluyen el acceso de la familia a la
educación, la vida cultural y la vida social activa. El actual sistema
económico produce diversas formas de exclusión social. Las familias
sufren en particular los problemas relativos al trabajo. Las
posibilidades para los jóvenes son pocas y la oferta de trabajo es muy
selectiva y precaria. Las jornadas de trabajo son largas y, a menudo,
agravadas por largos tiempos de desplazamiento. Esto no ayuda a los
miembros de la familia a encontrarse entre ellos y con los hijos, a fin
de alimentar cotidianamente sus relaciones»[27].
45. «Son muchos los niños que nacen fuera del matrimonio, especialmente
en algunos países, y muchos los que después crecen con uno solo de los
padres o en un contexto familiar ampliado o reconstituido [...] Por
otro lado, la explotación sexual de la infancia constituye una de las
realidades más escandalosas y perversas de la sociedad actual.
Asimismo, en las sociedades golpeadas por la violencia a causa de la
guerra, del terrorismo o de la presencia del crimen organizado, se dan
situaciones familiares deterioradas y, sobre todo en las grandes
metrópolis y en sus periferias, crece el llamado fenómeno de los niños
de la calle»[28]. El abuso sexual de los niños se torna todavía más
escandaloso cuando ocurre en los lugares donde deben ser protegidos,
particularmente en las familias y en las escuelas y en las comunidades
e instituciones cristianas[29].
46. Las migraciones «representan otro signo de los tiempos que hay que
afrontar y comprender con toda la carga de consecuencias sobre la vida
familiar»[30]. El último Sínodo ha dado una gran importancia a esta
problemática, al expresar que «atañe, en modalidades diversas, a
poblaciones enteras en varias partes del mundo. La Iglesia ha tenido en
este ámbito un papel importante. La necesidad de mantener y desarrollar
este testimonio evangélico (cf. Mt 25,35) aparece hoy más urgente que
nunca [...] La movilidad humana, que corresponde al movimiento
histórico natural de los pueblos, puede revelarse una auténtica
riqueza, tanto para la familia que emigra como para el país que la
acoge. Otra cosa es la migración forzada de las familias como
consecuencia de situaciones de guerra, persecuciones, pobreza,
injusticia, marcada por las vicisitudes de un viaje que a menudo pone
en riesgo la vida, traumatiza a las personas y desestabiliza a las
familias. El acompañamiento de los migrantes exige una pastoral
específica, dirigida tanto a las familias que emigran como a los
miembros de los núcleos familiares que permanecen en los lugares de
origen. Esto se debe llevar a cabo respetando sus culturas, la
formación religiosa y humana de la que provienen, así como la riqueza
espiritual de sus ritos y tradiciones, también mediante un cuidado
pastoral específico [...] Las experiencias migratorias resultan
especialmente dramáticas y devastadoras, tanto para las familias como
para las personas, cuando tienen lugar fuera de la legalidad y son
sostenidas por los circuitos internacionales de la trata de personas.
También cuando conciernen a las mujeres o a los niños no acompañados,
obligados a permanencias prolongadas en lugares de pasaje entre un país
y otro, en campos de refugiados, donde no es posible iniciar un camino
de integración. La extrema pobreza, y otras situaciones de
desintegración, inducen a veces a las familias incluso a vender a sus
propios hijos para la prostitución o el tráfico de órganos»[31]. «Las
persecuciones de los cristianos, así como las de las minorías étnicas y
religiosas, en muchas partes del mundo, especialmente en Oriente Medio,
son una gran prueba: no sólo para la Iglesia, sino también para toda la
comunidad internacional. Todo esfuerzo debe ser apoyado para facilitar
la permanencia de las familias y de las comunidades cristianas en sus
países de origen»[32].
47. Los Padres también dedicaron especial atención «a las familias de
las personas con discapacidad, en las cuales dicho hándicap, que
irrumpe en la vida, genera un desafío, profundo e inesperado, y
desbarata los equilibrios, los deseos y las expectativas [...] Merecen
una gran admiración las familias que aceptan con amor la difícil prueba
de un niño discapacitado. Ellas dan a la Iglesia y a la sociedad un
valioso testimonio de fidelidad al don de la vida. La familia podrá
descubrir, junto con la comunidad cristiana, nuevos gestos y lenguajes,
formas de comprensión y de identidad, en el camino de acogida y cuidado
del misterio de la fragilidad. Las personas con discapacidad son para
la familia un don y una oportunidad para crecer en el amor, en la ayuda
recíproca y en la unidad [...] La familia que acepta con los ojos de la
fe la presencia de personas con discapacidad podrá reconocer y
garantizar la calidad y el valor de cada vida, con sus necesidades, sus
derechos y sus oportunidades. Dicha familia proveerá asistencia y
cuidados, y promoverá compañía y afecto, en cada fase de la vida»[33].
Quiero subrayar que la atención dedicada tanto a los migrantes como a
las personas con discapacidades es un signo del Espíritu. Porque ambas
situaciones son paradigmáticas: ponen especialmente en juego cómo se
vive hoy la lógica de la acogida misericordiosa y de la integración de
los más frágiles.
48. «La mayoría de las familias respeta a los ancianos, los rodea de
cariño y los considera una bendición. Un agradecimiento especial hay
que dirigirlo a las asociaciones y movimientos familiares que trabajan
en favor de los ancianos, en lo espiritual y social [...] En las
sociedades altamente industrializadas, donde su número va en aumento,
mientras que la tasa de natalidad disminuye, estos corren el riesgo de
ser percibidos como un peso. Por otro lado, los cuidados que requieren
a menudo ponen a dura prueba a sus seres queridos»[34]. «Valorar la
fase conclusiva de la vida es todavía más necesario hoy, porque en la
sociedad actual se trata de cancelar de todos los modos posibles el
momento del tránsito. La fragilidad y la dependencia del anciano a
veces son injustamente explotadas para sacar ventaja económica.
Numerosas familias nos enseñan que se pueden afrontar los últimos años
de la vida valorizando el sentido del cumplimiento y la integración de
toda la existencia en el misterio pascual. Un gran número de ancianos
es acogido en estructuras eclesiales, donde pueden vivir en un ambiente
sereno y familiar en el plano material y espiritual. La eutanasia y el
suicidio asistido son graves amenazas para las familias de todo el
mundo. Su práctica es legal en muchos países. La Iglesia, mientras se
opone firmemente a estas prácticas, siente el deber de ayudar a las
familias que cuidan de sus miembros ancianos y enfermos»[35].
49. Quiero destacar la situación de las familias sumidas en la miseria,
castigadas de tantas maneras, donde los límites de la vida se viven de
forma lacerante. Si todos tienen dificultades, en un hogar muy pobre se
vuelven más duras[36]. Por ejemplo, si una mujer debe criar sola a su
hijo, por una separación o por otras causas, y debe trabajar sin la
posibilidad de dejarlo con otra persona, el niño crece en un abandono
que lo expone a todo tipo de riesgos, y su maduración personal queda
comprometida. En las difíciles situaciones que viven las personas más
necesitadas, la Iglesia debe tener un especial cuidado para comprender,
consolar, integrar, evitando imponerles una serie de normas como si
fueran una roca, con lo cual se consigue el efecto de hacer que se
sientan juzgadas y abandonadas precisamente por esa Madre que está
llamada a acercarles la misericordia de Dios. De ese modo, en lugar de
ofrecer la fuerza sanadora de la gracia y la luz del Evangelio, algunos
quieren «adoctrinarlo», convertirlo en «piedras muertas para lanzarlas
contra los demás»[37].
Algunos desafíos
50. Las respuestas recibidas a las dos consultas efectuadas durante el
camino sinodal, mencionaron las más diversas situaciones que plantean
nuevos desafíos. Además de las ya indicadas, muchos se han referido a
la función educativa, que se ve dificultada, entre otras causas, porque
los padres llegan a su casa cansados y sin ganas de conversar, en
muchas familias ya ni siquiera existe el hábito de comer juntos, y
crece una gran variedad de ofertas de distracción además de la adicción
a la televisión. Esto dificulta la transmisión de la fe de padres a
hijos. Otros indicaron que las familias suelen estar enfermas por una
enorme ansiedad. Parece haber más preocupación por prevenir problemas
futuros que por compartir el presente. Esto, que es una cuestión
cultural, se agrava debido a un futuro profesional incierto, a la
inseguridad económica, o al temor por el porvenir de los hijos.
51. También se mencionó la drogodependencia como una de las plagas de
nuestra época, que hace sufrir a muchas familias, y no pocas veces
termina destruyéndolas. Algo semejante ocurre con el alcoholismo, el
juego y otras adicciones. La familia podría ser el lugar de la
prevención y de la contención, pero la sociedad y la política no
terminan de percatarse de que una familia en riesgo «pierde la
capacidad de reacción para ayudar a sus miembros [...] Notamos las
graves consecuencias de esta ruptura en familias destrozadas, hijos
desarraigados, ancianos abandonados, niños huérfanos de padres vivos,
adolescentes y jóvenes desorientados y sin reglas»[38]. Como indicaron
los Obispos de México, hay tristes situaciones de violencia familiar
que son caldo de cultivo para nuevas formas de agresividad social,
porque «las relaciones familiares también explican la predisposición a
una personalidad violenta. Las familias que influyen para ello son las
que tienen una comunicación deficiente; en las que predominan actitudes
defensivas y sus miembros no se apoyan entre sí; en las que no hay
actividades familiares que propicien la participación; en las que las
relaciones de los padres suelen ser conflictivas y violentas, y en las
que las relaciones paterno-filiales se caracterizan por actitudes
hostiles. La violencia intrafamiliar es escuela de resentimiento y odio
en las relaciones humanas básicas»[39].
52. Nadie puede pensar que debilitar a la familia como sociedad natural
fundada en el matrimonio es algo que favorece a la sociedad. Ocurre lo
contrario: perjudica la maduración de las personas, el cultivo de los
valores comunitarios y el desarrollo ético de las ciudades y de los
pueblos. Ya no se advierte con claridad que sólo la unión exclusiva e
indisoluble entre un varón y una mujer cumple una función social plena,
por ser un compromiso estable y por hacer posible la fecundidad.
Debemos reconocer la gran variedad de situaciones familiares que pueden
brindar cierta estabilidad, pero las uniones de hecho o entre personas
del mismo sexo, por ejemplo, no pueden equipararse sin más al
matrimonio. Ninguna unión precaria o cerrada a la comunicación de la
vida nos asegura el futuro de la sociedad. Pero ¿quiénes se ocupan hoy
de fortalecer los matrimonios, de ayudarles a superar los riesgos que
los amenazan, de acompañarlos en su rol educativo, de estimular la
estabilidad de la unión conyugal?
53. «En algunas sociedades todavía está en vigor la práctica de la
poligamia; en otros contextos permanece la práctica de los matrimonios
combinados [...] En numerosos contextos, y no sólo occidentales, se
está ampliamente difundiendo la praxis de la convivencia que precede al
matrimonio, así como convivencias no orientadas a asumir la forma de un
vínculo institucional»[40]. En varios países, la legislación facilita
el avance de una multiplicidad de alternativas, de manera que un
matrimonio con notas de exclusividad, indisolubilidad y apertura a la
vida termina apareciendo como una oferta anticuada entre muchas otras.
Avanza en muchos países una deconstrucción jurídica de la familia que
tiende a adoptar formas basadas casi exclusivamente en el paradigma de
la autonomía de la voluntad. Si bien es legítimo y justo que se
rechacen viejas formas de familia «tradicional», caracterizadas por el
autoritarismo e incluso por la violencia, esto no debería llevar al
desprecio del matrimonio sino al redescubrimiento de su verdadero
sentido y a su renovación. La fuerza de la familia «reside
esencialmente en su capacidad de amar y enseñar a amar. Por muy herida
que pueda estar una familia, esta puede crecer gracias al amor»[41].
54. En esta breve mirada a la realidad, deseo resaltar que, aunque hubo
notables mejoras en el reconocimiento de los derechos de la mujer y en
su participación en el espacio público, todavía hay mucho que avanzar
en algunos países. No se terminan de erradicar costumbres inaceptables.
Destaco la vergonzosa violencia que a veces se ejerce sobre las
mujeres, el maltrato familiar y distintas formas de esclavitud que no
constituyen una muestra de fuerza masculina sino una cobarde
degradación. La violencia verbal, física y sexual que se ejerce contra
las mujeres en algunos matrimonios contradice la naturaleza misma de la
unión conyugal. Pienso en la grave mutilación genital de la mujer en
algunas culturas, pero también en la desigualdad del acceso a puestos
de trabajo dignos y a los lugares donde se toman las decisiones. La
historia lleva las huellas de los excesos de las culturas patriarcales,
donde la mujer era considerada de segunda clase, pero recordemos
también el alquiler de vientres o «la instrumentalización y
mercantilización del cuerpo femenino en la actual cultura
mediática»[42]. Hay quienes consideran que muchos problemas actuales
han ocurrido a partir de la emancipación de la mujer. Pero este
argumento no es válido, «es una falsedad, no es verdad. Es una forma de
machismo»[43]. La idéntica dignidad entre el varón y la mujer nos mueve
a alegrarnos de que se superen viejas formas de discriminación, y de
que en el seno de las familias se desarrolle un ejercicio de
reciprocidad. Si surgen formas de feminismo que no podamos considerar
adecuadas, igualmente admiramos una obra del Espíritu en el
reconocimiento más claro de la dignidad de la mujer y de sus derechos.
55. El varón «juega un papel igualmente decisivo en la vida familiar,
especialmente en la protección y el sostenimiento de la esposa y los
hijos [...] Muchos hombres son conscientes de la importancia de su
papel en la familia y lo viven con el carácter propio de la naturaleza
masculina. La ausencia del padre marca severamente la vida familiar, la
educación de los hijos y su integración en la sociedad. Su ausencia
puede ser física, afectiva, cognitiva y espiritual. Esta carencia priva
a los niños de un modelo apropiado de conducta paterna»[44].
56. Otro desafío surge de diversas formas de una ideología,
genéricamente llamada gender, que «niega la diferencia y la
reciprocidad natural de hombre y de mujer. Esta presenta una sociedad
sin diferencias de sexo, y vacía el fundamento antropológico de la
familia. Esta ideología lleva a proyectos educativos y directrices
legislativas que promueven una identidad personal y una intimidad
afectiva radicalmente desvinculadas de la diversidad biológica entre
hombre y mujer. La identidad humana viene determinada por una opción
individualista, que también cambia con el tiempo»[45]. Es inquietante
que algunas ideologías de este tipo, que pretenden responder a ciertas
aspiraciones a veces comprensibles, procuren imponerse como un
pensamiento único que determine incluso la educación de los niños. No
hay que ignorar que «el sexo biológico (sex) y el papel sociocultural
del sexo (gender), se pueden distinguir pero no separar»[46]. Por otra
parte, «la revolución biotecnológica en el campo de la procreación
humana ha introducido la posibilidad de manipular el acto generativo,
convirtiéndolo en independiente de la relación sexual entre hombre y
mujer. De este modo, la vida humana, así como la paternidad y la
maternidad, se han convertido en realidades componibles y
descomponibles, sujetas principalmente a los deseos de los individuos o
de las parejas»[47]. Una cosa es comprender la fragilidad humana o la
complejidad de la vida, y otra cosa es aceptar ideologías que pretenden
partir en dos los aspectos inseparables de la realidad. No caigamos en
el pecado de pretender sustituir al Creador. Somos creaturas, no somos
omnipotentes. Lo creado nos precede y debe ser recibido como don. Al
mismo tiempo, somos llamados a custodiar nuestra humanidad, y eso
significa ante todo aceptarla y respetarla como ha sido creada.
57. Doy gracias a Dios porque muchas familias, que están lejos de
considerarse perfectas, viven en el amor, realizan su vocación y siguen
adelante, aunque caigan muchas veces a lo largo del camino. A partir de
las reflexiones sinodales no queda un estereotipo de la familia ideal,
sino un interpelante «collage» formado por tantas realidades
diferentes, colmadas de gozos, dramas y sueños. Las realidades que nos
preocupan son desafíos. No caigamos en la trampa de desgastarnos en
lamentos autodefensivos, en lugar de despertar una creatividad
misionera. En todas las situaciones, «la Iglesia siente la necesidad de
decir una palabra de verdad y de esperanza [...] Los grandes valores
del matrimonio y de la familia cristiana corresponden a la búsqueda que
impregna la existencia humana»[48]. Si constatamos muchas dificultades,
ellas son —como dijeron los Obispos de Colombia— un llamado a «liberar
en nosotros las energías de la esperanza traduciéndolas en sueños
proféticos, acciones transformadoras e imaginación de la caridad»[49].
Capítulo tercero
LA MIRADA PUESTA EN JESÚS: VOCACIÓN DE LA FAMILIA
58. Ante las familias, y en medio de ellas, debe volver a resonar
siempre el primer anuncio, que es «lo más bello, lo más grande, lo más
atractivo y al mismo tiempo lo más necesario»[50], y «debe ocupar el
centro de la actividad evangelizadora»[51]. Es el anuncio principal,
«ese que siempre hay que volver a escuchar de diversas maneras y ese
que siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra»[52].
Porque «nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más denso y más
sabio que ese anuncio» y «toda formación cristiana es ante todo la
profundización del kerygma»[53].
59. Nuestra enseñanza sobre el matrimonio y la familia no puede dejar
de inspirarse y de transfigurarse a la luz de este anuncio de amor y de
ternura, para no convertirse en una mera defensa de una doctrina fría y
sin vida. Porque tampoco el misterio de la familia cristiana puede
entenderse plenamente si no es a la luz del infinito amor del Padre,
que se manifestó en Cristo, que se entregó hasta el fin y vive entre
nosotros. Por eso, quiero contemplar a Cristo vivo presente en tantas
historias de amor, e invocar el fuego del Espíritu sobre todas las
familias del mundo.
60. Dentro de ese marco, este breve capítulo recoge una síntesis de la
enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia. También aquí
citaré varios aportes presentados por los Padres sinodales en sus
consideraciones sobre la luz que nos ofrece la fe. Ellos partieron de
la mirada de Jesús e indicaron que él «miró a las mujeres y a los
hombres con los que se encontró con amor y ternura, acompañando sus
pasos con verdad, paciencia y misericordia, al anunciar las exigencias
del Reino de Dios»[54]. Así también, el Señor nos acompaña hoy en
nuestro interés por vivir y transmitir el Evangelio de la familia.
Jesús recupera y lleva a su plenitud el proyecto divino
61. Frente a quienes prohibían el matrimonio, el Nuevo Testamento
enseña que «todo lo que Dios ha creado es bueno; no hay que desechar
nada» (1 Tt 4,4). El matrimonio es un «don» del Señor (cf. 1 Co 7,7).
Al mismo tiempo, por esa valoración positiva, se pone un fuerte énfasis
en cuidar este don divino: «Respeten el matrimonio, el lecho nupcial»
(Hb 13,4). Ese regalo de Dios incluye la sexualidad: «No os privéis uno
del otro» (1 Co 7,5).
62. Los Padres sinodales recordaron que Jesús «refiriéndose al designio
primigenio sobre el hombre y la mujer, reafirma la unión indisoluble
entre ellos, si bien diciendo que “por la dureza de vuestro corazón os
permitió Moisés repudiar a vuestras mujeres; pero, al principio, no era
así” (Mt 19,8). La indisolubilidad del matrimonio —“lo que Dios ha
unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19,6)— no hay que entenderla
ante todo como un “yugo” impuesto a los hombres sino como un “don”
hecho a las personas unidas en matrimonio [...] La condescendencia
divina acompaña siempre el camino humano, sana y transforma el corazón
endurecido con su gracia, orientándolo hacia su principio, a través del
camino de la cruz. De los Evangelios emerge claramente el ejemplo de
Jesús, que [...] anunció el mensaje concerniente al significado del
matrimonio como plenitud de la revelación que recupera el proyecto
originario de Dios (cf. Mt 19,3)»[55].
63. «Jesús, que reconcilió cada cosa en sí misma, volvió a llevar el
matrimonio y la familia a su forma original (cf. Mc 10,1-12). La
familia y el matrimonio fueron redimidos por Cristo (cf. Ef 5,21-32),
restaurados a imagen de la Santísima Trinidad, misterio del que brota
todo amor verdadero. La alianza esponsal, inaugurada en la creación y
revelada en la historia de la salvación, recibe la plena revelación de
su significado en Cristo y en su Iglesia. De Cristo, mediante la
Iglesia, el matrimonio y la familia reciben la gracia necesaria para
testimoniar el amor de Dios y vivir la vida de comunión. El Evangelio
de la familia atraviesa la historia del mundo, desde la creación del
hombre a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26-27) hasta el
cumplimiento del misterio de la Alianza en Cristo al final de los
siglos con las bodas del Cordero (cf. Ap 19,9)»[56].
64. «El ejemplo de Jesús es un paradigma para la Iglesia [...] Él
inició su vida pública con el milagro en la fiesta nupcial en Caná (cf.
Jn 2,1-11) [...] Compartió momentos cotidianos de amistad con la
familia de Lázaro y sus hermanas (cf. Lc 10,38) y con la familia de
Pedro (cf. Mt 8,14). Escuchó el llanto de los padres por sus hijos,
devolviéndoles la vida (cf. Mc 5,41; Lc 7,14-15), y mostrando así el
verdadero sentido de la misericordia, la cual implica el
restablecimiento de la Alianza (cf. Juan Pablo II, Dives in
misericordia, 4). Esto aparece claramente en los encuentros con la
mujer samaritana (cf. Jn 4,1-30) y con la adúltera (cf. Jn 8,1-11), en
los que la percepción del pecado se despierta de frente al amor
gratuito de Jesús»[57].
65. La encarnación del Verbo en una familia humana, en Nazaret,
conmueve con su novedad la historia del mundo. Necesitamos sumergirnos
en el misterio del nacimiento de Jesús, en el sí de María al anuncio
del ángel, cuando germinó la Palabra en su seno; también en el sí de
José, que dio el nombre a Jesús y se hizo cargo de María; en la fiesta
de los pastores junto al pesebre, en la adoración de los Magos; en fuga
a Egipto, en la que Jesús participa en el dolor de su pueblo exiliado,
perseguido y humillado; en la religiosa espera de Zacarías y en la
alegría que acompaña el nacimiento de Juan el Bautista, en la promesa
cumplida para Simeón y Ana en el templo, en la admiración de los
doctores de la ley escuchando la sabiduría de Jesús adolescente. Y
luego, penetrar en los treinta largos años donde Jesús se ganaba el pan
trabajando con sus manos, susurrando la oración y la tradición creyente
de su pueblo y educándose en la fe de sus padres, hasta hacerla
fructificar en el misterio del Reino. Este es el misterio de la Navidad
y el secreto de Nazaret, lleno de perfume a familia. Es el misterio que
tanto fascinó a Francisco de Asís, a Teresa del Niño Jesús y a Carlos
de Foucauld, del cual beben también las familias cristianas para
renovar su esperanza y su alegría.
66. «La alianza de amor y fidelidad, de la cual vive la Sagrada Familia
de Nazaret, ilumina el principio que da forma a cada familia, y la hace
capaz de afrontar mejor las vicisitudes de la vida y de la historia.
Sobre esta base, cada familia, a pesar de su debilidad, puede llegar a
ser una luz en la oscuridad del mundo. “Lección de vida doméstica.
Enseñe Nazaret lo que es la familia, su comunión de amor, su sencilla y
austera belleza, su carácter sagrado e inviolable; enseñe lo dulce e
insustituible que es su pedagogía; enseñe lo fundamental e insuperable
de su sociología” (Pablo VI, Discurso en Nazaret, 5 enero 1964)»[58].
La familia en los documentos de la Iglesia
67. El Concilio Ecuménico Vaticano II, en la Constitución pastoral
Gaudium et spes, se ocupó de «la promoción de la dignidad del
matrimonio y la familia» (cf. 47-52). Definió el matrimonio como
comunidad de vida y de amor (cf. 48), poniendo el amor en el centro de
la familia [...] El “verdadero amor entre marido y mujer” (49) implica
la entrega mutua, incluye e integra la dimensión sexual y la
afectividad, conformemente al designio divino (cf. 48-49). Además,
subraya el arraigo en Cristo de los esposos: Cristo Señor “sale al
encuentro de los esposos cristianos en el sacramento del matrimonio”
(48), y permanece con ellos. En la encarnación, él asume el amor
humano, lo purifica, lo lleva a plenitud, y dona a los esposos, con su
Espíritu, la capacidad de vivirlo, impregnando toda su vida de fe,
esperanza y caridad. De este modo, los esposos son consagrados y,
mediante una gracia propia, edifican el Cuerpo de Cristo y constituyen
una iglesia doméstica (cf. Lumen gentium, 11), de manera que la
Iglesia, para comprender plenamente su misterio, mira a la familia
cristiana, que lo manifiesta de modo genuino»[59].
68. Luego, «siguiendo las huellas del Concilio Vaticano II, el beato
Pablo VI profundizó la doctrina sobre el matrimonio y la familia. En
particular, con la Encíclica Humanae vitae, puso de relieve el vínculo
íntimo entre amor conyugal y procreación: “El amor conyugal exige a los
esposos una conciencia de su misión de paternidad responsable sobre la
que hoy tanto se insiste con razón y que hay que comprender exactamente
[...] El ejercicio responsable de la paternidad exige, por tanto, que
los cónyuges reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios,
para consigo mismos, para con la familia y la sociedad, en una justa
jerarquía de valores” (10). En la Exhortación apostólica Evangelii
nuntiandi, el beato Pablo VI evidenció la relación entre la familia y
la Iglesia»[60].
69. «San Juan Pablo II dedicó especial atención a la familia mediante
sus catequesis sobre el amor humano, la Carta a las familias
Gratissimam sane y sobre todo con la Exhortación apostólica Familiaris
consortio. En esos documentos, el Pontífice definió a la familia “vía
de la Iglesia”; ofreció una visión de conjunto sobre la vocación al
amor del hombre y la mujer; propuso las líneas fundamentales para la
pastoral de la familia y para la presencia de la familia en la
sociedad. En particular, tratando de la caridad conyugal (cf.
Familiaris consortio, 13), describió el modo cómo los cónyuges, en su
mutuo amor, reciben el don del Espíritu de Cristo y viven su llamada a
la santidad»[61].
70. «Benedicto XVI, en la Encíclica Deus caritas est, retomó el tema de
la verdad del amor entre hombre y mujer, que se ilumina plenamente sólo
a la luz del amor de Cristo crucificado (cf. n. 2). Él recalca que “el
matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el
icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de
amar de Dios se convierte en la medida del amor humano” (11). Además,
en la Encíclica Caritas in veritate, pone de relieve la importancia del
amor como principio de vida en la sociedad (cf. n. 44), lugar en el que
se aprende la experiencia del bien común»[62].
El sacramento del matrimonio
71. «La Sagrada Escritura y la Tradición nos revelan la Trinidad con
características familiares. La familia es imagen de Dios, que [...] es
comunión de personas. En el bautismo, la voz del Padre llamó a Jesús
Hijo amado, y en este amor podemos reconocer al Espíritu Santo (cf. Mc
1,10-11). Jesús, que reconcilió en sí cada cosa y ha redimido al hombre
del pecado, no sólo volvió a llevar el matrimonio y la familia a su
forma original, sino que también elevó el matrimonio a signo
sacramental de su amor por la Iglesia (cf. Mt 19,1-12; Mc 10,1-12; Ef
5,21-32). En la familia humana, reunida en Cristo, está restaurada la
“imagen y semejanza” de la Santísima Trinidad (cf. Gn 1,26), misterio
del que brota todo amor verdadero. De Cristo, mediante la Iglesia, el
matrimonio y la familia reciben la gracia necesaria para testimoniar el
Evangelio del amor de Dios»[63].
72. El sacramento del matrimonio no es una convención social, un rito
vacío o el mero signo externo de un compromiso. El sacramento es un don
para la santificación y la salvación de los esposos, porque «su
recíproca pertenencia es representación real, mediante el signo
sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia. Los esposos
son por tanto el recuerdo permanente para la Iglesia de lo que acaeció
en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la
salvación, de la que el sacramento les hace partícipes»[64]. El
matrimonio es una vocación, en cuanto que es una respuesta al llamado
específico a vivir el amor conyugal como signo imperfecto del amor
entre Cristo y la Iglesia. Por lo tanto, la decisión de casarse y de
crear una familia debe ser fruto de un discernimiento vocacional.
73. «El don recíproco constitutivo del matrimonio sacramental arraiga
en la gracia del bautismo, que establece la alianza fundamental de toda
persona con Cristo en la Iglesia. En la acogida mutua, y con la gracia
de Cristo, los novios se prometen entrega total, fidelidad y apertura a
la vida, y además reconocen como elementos constitutivos del matrimonio
los dones que Dios les ofrece, tomando en serio su mutuo compromiso, en
su nombre y frente a la Iglesia. Ahora bien, la fe permite asumir los
bienes del matrimonio como compromisos que se pueden sostener mejor
mediante la ayuda de la gracia del sacramento [...] Por lo tanto, la
mirada de la Iglesia se dirige a los esposos como al corazón de toda la
familia, que a su vez dirige su mirada hacia Jesús»[65]. El sacramento
no es una «cosa» o una «fuerza», porque en realidad Cristo mismo
«mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los
esposos cristianos (cf. Gaudium et spes, 48). Permanece con ellos, les
da la fuerza de seguirle tomando su cruz, de levantarse después de sus
caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los
otros»[66]. El matrimonio cristiano es un signo que no sólo indica
cuánto amó Cristo a su Iglesia en la Alianza sellada en la cruz, sino
que hace presente ese amor en la comunión de los esposos. Al unirse
ellos en una sola carne, representan el desposorio del Hijo de Dios con
la naturaleza humana. Por eso «en las alegrías de su amor y de su vida
familiar les da, ya aquí, un gusto anticipado del banquete de las bodas
del Cordero»[67]. Aunque «la analogía entre la pareja marido-mujer y
Cristo-Iglesia» es una «analogía imperfecta»[68], invita a invocar al
Señor para que derrame su propio amor en los límites de las relaciones
conyugales.
74. La unión sexual, vivida de modo humano y santificada por el
sacramento, es a su vez camino de crecimiento en la vida de la gracia
para los esposos. Es el «misterio nupcial»[69]. El valor de la unión de
los cuerpos está expresado en las palabras del consentimiento, donde se
aceptaron y se entregaron el uno al otro para compartir toda la vida.
Esas palabras otorgan un significado a la sexualidad y la liberan de
cualquier ambigüedad. Pero, en realidad, toda la vida en común de los
esposos, toda la red de relaciones que tejerán entre sí, con sus hijos
y con el mundo, estará impregnada y fortalecida por la gracia del
sacramento que brota del misterio de la Encarnación y de la Pascua,
donde Dios expresó todo su amor por la humanidad y se unió íntimamente
a ella. Nunca estarán solos con sus propias fuerzas para enfrentar los
desafíos que se presenten. Ellos están llamados a responder al don de
Dios con su empeño, su creatividad, su resistencia y su lucha
cotidiana, pero siempre podrán invocar al Espíritu Santo que ha
consagrado su unión, para que la gracia recibida se manifieste
nuevamente en cada nueva situación.
75. Según la tradición latina de la Iglesia, en el sacramento del
matrimonio los ministros son el varón y la mujer que se casan[70],
quienes, al manifestar su consentimiento y expresarlo en su entrega
corpórea, reciben un gran don. Su consentimiento y la unión de sus
cuerpos son los instrumentos de la acción divina que los hace una sola
carne. En el bautismo quedó consagrada su capacidad de unirse en
matrimonio como ministros del Señor para responder al llamado de Dios.
Por eso, cuando dos cónyuges no cristianos se bautizan, no es necesario
que renueven la promesa matrimonial, y basta que no la rechacen, ya que
por el bautismo que reciben esa unión se vuelve automáticamente
sacramental. El Derecho canónico también reconoce la validez de algunos
matrimonios que se celebran sin un ministro ordenado[71]. En efecto, el
orden natural ha sido asumido por la redención de Jesucristo, de tal
manera que, «entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial
válido que no sea por eso mismo sacramento»[72]. La Iglesia puede
exigir la publicidad del acto, la presencia de testigos y otras
condiciones que han ido variando a lo largo de la historia, pero eso no
quita a los dos que se casan su carácter de ministros del sacramento ni
debilita la centralidad del consentimiento del varón y la mujer, que es
lo que de por sí establece el vínculo sacramental. De todos modos,
necesitamos reflexionar más acerca de la acción divina en el rito
nupcial, que aparece muy destacada en las Iglesias orientales, al
resaltar la importancia de la bendición sobre los contrayentes como
signo del don del Espíritu.
Semillas del Verbo y situaciones imperfectas
76. «El Evangelio de la familia alimenta también estas semillas que
todavía esperan madurar, y tiene que hacerse cargo de los árboles que
han perdido vitalidad y necesitan que no se les descuide»[73], de
manera que, partiendo del don de Cristo en el sacramento, «sean
conducidos pacientemente más allá hasta llegar a un conocimiento más
rico y a una integración más plena de este misterio en su vida»[74].
77. Asumiendo la enseñanza bíblica, según la cual todo fue creado por
Cristo y para Cristo (cf. Col 1,16), los Padres sinodales recordaron
que «el orden de la redención ilumina y cumple el de la creación. El
matrimonio natural, por lo tanto, se comprende plenamente a la luz de
su cumplimiento sacramental: sólo fijando la mirada en Cristo se conoce
profundamente la verdad de las relaciones humanas. “En realidad, el
misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado [...] Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del
misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al
propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación” (Gaudium et
spes, 22). Resulta particularmente oportuno comprender en clave
cristocéntrica [...] el bien de los cónyuges (bonum coniugum)»[75], que
incluye la unidad, la apertura a la vida, la fidelidad y la
indisolubilidad, y dentro del matrimonio cristiano también la ayuda
mutua en el camino hacia la más plena amistad con el Señor. «El
discernimiento de la presencia de los semina Verbi en las otras
culturas (cf. Ad gentes divinitus, 11) también se puede aplicar a la
realidad matrimonial y familiar. Fuera del verdadero matrimonio natural
también hay elementos positivos en las formas matrimoniales de otras
tradiciones religiosas»[76], aunque tampoco falten las sombras. Podemos
decir que «toda persona que quiera traer a este mundo una familia, que
enseñe a los niños a alegrarse por cada acción que tenga como propósito
vencer el mal —una familia que muestra que el Espíritu está vivo y
actuante— encontrará gratitud y estima, no importando el pueblo, o la
religión o la región a la que pertenezca»[77].
78. «La mirada de Cristo, cuya luz alumbra a todo hombre (cf. Jn1,9;
Gaudium et spes, 22) inspira el cuidado pastoral de la Iglesia hacia
los fieles que simplemente conviven, quienes han contraído matrimonio
sólo civil o los divorciados vueltos a casar. Con el enfoque de la
pedagogía divina, la Iglesia mira con amor a quienes participan en su
vida de modo imperfecto: pide para ellos la gracia de la conversión;
les infunde valor para hacer el bien, para hacerse cargo con amor el
uno del otro y para estar al servicio de la comunidad en la que viven y
trabajan [...] Cuando la unión alcanza una estabilidad notable mediante
un vínculo público —y está connotada de afecto profundo, de
responsabilidad por la prole, de capacidad de superar las pruebas—
puede ser vista como una oportunidad para acompañar hacia el sacramento
del matrimonio, allí donde sea posible»[78].
79. «Frente a situaciones difíciles y familias heridas, siempre es
necesario recordar un principio general: “Los pastores, por amor a la
verdad, están obligados a discernir bien las situaciones” (Familiaris
consortio, 84). El grado de responsabilidad no es igual en todos los
casos, y puede haber factores que limitan la capacidad de decisión. Por
lo tanto, al mismo tiempo que la doctrina se expresa con claridad, hay
que evitar los juicios que no toman en cuenta la complejidad de las
diversas situaciones, y hay que estar atentos al modo en que las
personas viven y sufren a causa de su condición»[79].
Transmisión de la vida y educación de los hijos
80. El matrimonio es en primer lugar una «íntima comunidad conyugal de
vida y amor»[80], que constituye un bien para los mismos esposos[81], y
la sexualidad «está ordenada al amor conyugal del hombre y la
mujer»[82]. Por eso, también «los esposos a los que Dios no ha
concedido tener hijos pueden llevar una vida conyugal plena de sentido,
humana y cristianamente»[83]. No obstante, esta unión está ordenada a
la generación «por su propio carácter natural»[84]. El niño que llega
«no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos; brota del
corazón mismo de ese don recíproco, del que es fruto y
cumplimiento»[85]. No aparece como el final de un proceso, sino que
está presente desde el inicio del amor como una característica esencial
que no puede ser negada sin mutilar al mismo amor. Desde el comienzo,
el amor rechaza todo impulso de cerrarse en sí mismo, y se abre a una
fecundidad que lo prolonga más allá de su propia existencia. Entonces,
ningún acto genital de los esposos puede negar este significado[86],
aunque por diversas razones no siempre pueda de hecho engendrar una
nueva vida.
81. El hijo reclama nacer de ese amor, y no de cualquier manera, ya que
él «no es un derecho sino un don»[87], que es «el fruto del acto
específico del amor conyugal de sus padres»[88]. Porque «según el orden
de la creación, el amor conyugal entre un hombre y una mujer y la
transmisión de la vida están ordenados recíprocamente (cf. Gn 1,27-28).
De esta manera, el Creador hizo al hombre y a la mujer partícipes de la
obra de su creación y, al mismo tiempo, los hizo instrumentos de su
amor, confiando a su responsabilidad el futuro de la humanidad a través
de la transmisión de la vida humana»[89].
82. Los Padres sinodales han mencionado que «no es difícil constatar
que se está difundiendo una mentalidad que reduce la generación de la
vida a una variable de los proyectos individuales o de los
cónyuges»[90]. La enseñanza de la Iglesia «ayuda a vivir de manera
armoniosa y consciente la comunión entre los cónyuges, en todas sus
dimensiones, junto a la responsabilidad generativa. Es preciso
redescubrir el mensaje de la Encíclica Humanae vitae de Pablo VI, que
hace hincapié en la necesidad de respetar la dignidad de la persona en
la valoración moral de los métodos de regulación de la natalidad [...]
La opción de la adopción y de la acogida expresa una fecundidad
particular de la experiencia conyugal»[91]. Con particular gratitud, la
Iglesia «sostiene a las familias que acogen, educan y rodean con su
afecto a los hijos diversamente hábiles»[92].
83. En este contexto, no puedo dejar de decir que, si la familia es el
santuario de la vida, el lugar donde la vida es engendrada y cuidada,
constituye una contradicción lacerante que se convierta en el lugar
donde la vida es negada y destrozada. Es tan grande el valor de una
vida humana, y es tan inalienable el derecho a la vida del niño
inocente que crece en el seno de su madre, que de ningún modo se puede
plantear como un derecho sobre el propio cuerpo la posibilidad de tomar
decisiones con respecto a esa vida, que es un fin en sí misma y que
nunca puede ser un objeto de dominio de otro ser humano. La familia
protege la vida en todas sus etapas y también en su ocaso. Por eso, «a
quienes trabajan en las estructuras sanitarias se les recuerda la
obligación moral de la objeción de conciencia. Del mismo modo, la
Iglesia no sólo siente la urgencia de afirmar el derecho a la muerte
natural, evitando el ensañamiento terapéutico y la eutanasia», sino
también «rechaza con firmeza la pena de muerte»[93].
84. Los Padres quisieron enfatizar también que «uno de los desafíos
fundamentales frente al que se encuentran las familias de hoy es
seguramente el desafío educativo, todavía más arduo y complejo a causa
de la realidad cultural actual y de la gran influencia de los medios de
comunicación»[94]. «La Iglesia desempeña un rol precioso de apoyo a las
familias, partiendo de la iniciación cristiana, a través de comunidades
acogedoras»[95]. Pero me parece muy importante recordar que la
educación integral de los hijos es «obligación gravísima», a la vez que
«derecho primario» de los padres[96]. No es sólo una carga o un peso,
sino también un derecho esencial e insustituible que están llamados a
defender y que nadie debería pretender quitarles. El Estado ofrece un
servicio educativo de manera subsidiaria, acompañando la función
indelegable de los padres, que tienen derecho a poder elegir con
libertad el tipo de educación —accesible y de calidad— que quieran dar
a sus hijos según sus convicciones. La escuela no sustituye a los
padres sino que los complementa. Este es un principio básico:
«Cualquier otro colaborador en el proceso educativo debe actuar en
nombre de los padres, con su consenso y, en cierta medida, incluso por
encargo suyo»[97]. Pero «se ha abierto una brecha entre familia y
sociedad, entre familia y escuela, el pacto educativo hoy se ha roto; y
así, la alianza educativa de la sociedad con la familia ha entrado en
crisis»[98].
85. La Iglesia está llamada a colaborar, con una acción pastoral
adecuada, para que los propios padres puedan cumplir con su misión
educativa. Siempre debe hacerlo ayudándoles a valorar su propia
función, y a reconocer que quienes han recibido el sacramento del
matrimonio se convierten en verdaderos ministros educativos, porque
cuando forman a sus hijos edifican la Iglesia[99], y al hacerlo aceptan
una vocación que Dios les propone[100].
La familia y la Iglesia
86. «Con íntimo gozo y profunda consolación, la Iglesia mira a las
familias que permanecen fieles a las enseñanzas del Evangelio,
agradeciéndoles el testimonio que dan y alentándolas. Gracias a ellas,
en efecto, se hace creíble la belleza del matrimonio indisoluble y fiel
para siempre. En la familia, “que se podría llamar iglesia doméstica”
(Lumen gentium, 11), madura la primera experiencia eclesial de la
comunión entre personas, en la que se refleja, por gracia, el misterio
de la Santa Trinidad. “Aquí se aprende la paciencia y el gozo del
trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso reiterado, y
sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de la
propia vida” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1657)»[101].
87. La Iglesia es familia de familias, constantemente enriquecida por
la vida de todas las iglesias domésticas. Por lo tanto, «en virtud del
sacramento del matrimonio cada familia se convierte, a todos los
efectos, en un bien para la Iglesia. En esta perspectiva, ciertamente
también será un don valioso, para el hoy de la Iglesia, considerar la
reciprocidad entre familia e Iglesia: la Iglesia es un bien para la
familia, la familia es un bien para la Iglesia. Custodiar este don
sacramental del Señor corresponde no sólo a la familia individualmente
sino a toda la comunidad cristiana»[102].
88. El amor vivido en las familias es una fuerza constante para la vida
de la Iglesia. «El fin unitivo del matrimonio es una llamada constante
a acrecentar y profundizar este amor. En su unión de amor los esposos
experimentan la belleza de la paternidad y la maternidad; comparten
proyectos y fatigas, deseos y aficiones; aprenden a cuidarse el uno al
otro y a perdonarse mutuamente. En este amor celebran sus momentos
felices y se apoyan en los episodios difíciles de su historia de vida
[...] La belleza del don recíproco y gratuito, la alegría por la vida
que nace y el cuidado amoroso de todos sus miembros, desde los pequeños
a los ancianos, son sólo algunos de los frutos que hacen única e
insustituible la respuesta a la vocación de la familia»[103], tanto
para la Iglesia como para la sociedad entera.
Capítulo cuarto
EL AMOR EN EL MATRIMONIO
89. Todo lo dicho no basta para manifestar el evangelio del matrimonio
y de la familia si no nos detenemos especialmente a hablar de amor.
Porque no podremos alentar un camino de fidelidad y de entrega
recíproca si no estimulamos el crecimiento, la consolidación y la
profundización del amor conyugal y familiar. En efecto, la gracia del
sacramento del matrimonio está destinada ante todo «a perfeccionar el
amor de los cónyuges»[104]. También aquí se aplica que, «podría tener
fe como para mover montañas; si no tengo amor, no soy nada. Podría
repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no
tengo amor, de nada me sirve» (1 Co 13,2-3). Pero la palabra «amor»,
una de las más utilizadas, aparece muchas veces desfigurada[105].
Nuestro amor cotidiano
90. En el así llamado himno de la caridad escrito por san Pablo, vemos
algunas características del amor verdadero:
«El amor es paciente,
es servicial;
el amor no tiene envidia,
no hace alarde,
no es arrogante,
no obra con dureza,
no busca su propio interés,
no se irrita,
no lleva cuentas del mal,
no se alegra de la injusticia,
sino que goza con la verdad.
Todo lo disculpa,
todo lo cree,
todo lo espera,
todo lo soporta» (1 Co 13,4-7).
Esto se vive y se cultiva en medio de la vida que comparten todos los
días los esposos, entre sí y con sus hijos. Por eso es valioso
detenerse a precisar el sentido de las expresiones de este texto, para
intentar una aplicación a la existencia concreta de cada familia.
Paciencia
91. La primera expresión utilizada es makrothymei. La traducción no es
simplemente que «todo lo soporta», porque esa idea está expresada al
final del v. 7. El sentido se toma de la traducción griega del Antiguo
Testamento, donde dice que Dios es «lento a la ira» (Ex 34,6; Nm
14,18). Se muestra cuando la persona no se deja llevar por los impulsos
y evita agredir. Es una cualidad del Dios de la Alianza que convoca a
su imitación también dentro de la vida familiar. Los textos en los que
Pablo usa este término se deben leer con el trasfondo del Libro de la
Sabiduría (cf. 11,23; 12,2.15-18); al mismo tiempo que se alaba la
moderación de Dios para dar espacio al arrepentimiento, se insiste en
su poder que se manifiesta cuando actúa con misericordia. La paciencia
de Dios es ejercicio de la misericordia con el pecador y manifiesta el
verdadero poder.
92. Tener paciencia no es dejar que nos maltraten continuamente, o
tolerar agresiones físicas, o permitir que nos traten como objetos. El
problema es cuando exigimos que las relaciones sean celestiales o que
las personas sean perfectas, o cuando nos colocamos en el centro y
esperamos que sólo se cumpla la propia voluntad. Entonces todo nos
impacienta, todo nos lleva a reaccionar con agresividad. Si no
cultivamos la paciencia, siempre tendremos excusas para responder con
ira, y finalmente nos convertiremos en personas que no saben convivir,
antisociales, incapaces de postergar los impulsos, y la familia se
volverá un campo de batalla. Por eso, la Palabra de Dios nos exhorta:
«Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y
toda la maldad» (Ef 4,31). Esta paciencia se afianza cuando reconozco
que el otro también tiene derecho a vivir en esta tierra junto a mí,
así como es. No importa si es un estorbo para mí, si altera mis planes,
si me molesta con su modo de ser o con sus ideas, si no es todo lo que
yo esperaba. El amor tiene siempre un sentido de profunda compasión que
lleva a aceptar al otro como parte de este mundo, también cuando actúa
de un modo diferente a lo que yo desearía.
Actitud de servicio
93. Sigue la palabra jrestéuetai, que es única en toda la Biblia,
derivada de jrestós (persona buena, que muestra su bondad en sus
obras). Pero, por el lugar en que está, en estricto paralelismo con el
verbo precedente, es un complemento suyo. Así, Pablo quiere aclarar que
la «paciencia» nombrada en primer lugar no es una postura totalmente
pasiva, sino que está acompañada por una actividad, por una reacción
dinámica y creativa ante los demás. Indica que el amor beneficia y
promueve a los demás. Por eso se traduce como «servicial».
94. En todo el texto se ve que Pablo quiere insistir en que el amor no
es sólo un sentimiento, sino que se debe entender en el sentido que
tiene el verbo «amar» en hebreo: es «hacer el bien». Como decía san
Ignacio de Loyola, «el amor se debe poner más en las obras que en las
palabras»[106]. Así puede mostrar toda su fecundidad, y nos permite
experimentar la felicidad de dar, la nobleza y la grandeza de donarse
sobreabundantemente, sin medir, sin reclamar pagos, por el solo gusto
de dar y de servir.
Sanando la envidia
95. Luego se rechaza como contraria al amor una actitud expresada como
zeloi (celos, envidia). Significa que en el amor no hay lugar para
sentir malestar por el bien de otro (cf. Hch 7,9; 17,5). La envidia es
una tristeza por el bien ajeno, que muestra que no nos interesa la
felicidad de los demás, ya que estamos exclusivamente concentrados en
el propio bienestar. Mientras el amor nos hace salir de nosotros
mismos, la envidia nos lleva a centrarnos en el propio yo. El verdadero
amor valora los logros ajenos, no los siente como una amenaza, y se
libera del sabor amargo de la envidia. Acepta que cada uno tiene dones
diferentes y distintos caminos en la vida. Entonces, procura descubrir
su propio camino para ser feliz, dejando que los demás encuentren el
suyo.
96. En definitiva, se trata de cumplir aquello que pedían los dos
últimos mandamientos de la Ley de Dios: «No codiciarás los bienes de tu
prójimo. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su
esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de él» (Ex 20,17). El
amor nos lleva a una sentida valoración de cada ser humano,
reconociendo su derecho a la felicidad. Amo a esa persona, la miro con
la mirada de Dios Padre, que nos regala todo «para que lo disfrutemos»
(1 Tm 6,17), y entonces acepto en mi interior que pueda disfrutar de un
buen momento. Esta misma raíz del amor, en todo caso, es lo que me
lleva a rechazar la injusticia de que algunos tengan demasiado y otros
no tengan nada, o lo que me mueve a buscar que también los descartables
de la sociedad puedan vivir un poco de alegría. Pero eso no es envidia,
sino deseos de equidad.
Sin hacer alarde ni agrandarse
97. Sigue el término perpereuotai, que indica la vanagloria, el ansia
de mostrarse como superior para impresionar a otros con una actitud
pedante y algo agresiva. Quien ama, no sólo evita hablar demasiado de
sí mismo, sino que además, porque está centrado en los demás, sabe
ubicarse en su lugar sin pretender ser el centro. La palabra siguiente
—physioutai— es muy semejante, porque indica que el amor no es
arrogante. Literalmente expresa que no se «agranda» ante los demás, e
indica algo más sutil. No es sólo una obsesión por mostrar las propias
cualidades, sino que además se pierde el sentido de la realidad. Se
considera más grande de lo que es, porque se cree más «espiritual» o
«sabio». Pablo usa este verbo otras veces, por ejemplo para decir que
«la ciencia hincha, el amor en cambio edifica» (1 Co 8,1). Es decir,
algunos se creen grandes porque saben más que los demás, y se dedican a
exigirles y a controlarlos, cuando en realidad lo que nos hace grandes
es el amor que comprende, cuida, protege al débil. En otro versículo
también lo aplica para criticar a los que se «agrandan» (cf. 1 Co
4,18), pero en realidad tienen más palabrería que verdadero «poder» del
Espíritu (cf. 1 Co 4,19).
98. Es importante que los cristianos vivan esto en su modo de tratar a
los familiares poco formados en la fe, frágiles o menos firmes en sus
convicciones. A veces ocurre lo contrario: los supuestamente más
adelantados dentro de su familia, se vuelven arrogantes e
insoportables. La actitud de humildad aparece aquí como algo que es
parte del amor, porque para poder comprender, disculpar o servir a los
demás de corazón, es indispensable sanar el orgullo y cultivar la
humildad. Jesús recordaba a sus discípulos que en el mundo del poder
cada uno trata de dominar a otro, y por eso les dice: «No ha de ser así
entre vosotros» (Mt 20,26). La lógica del amor cristiano no es la de
quien se siente más que otros y necesita hacerles sentir su poder, sino
que «el que quiera ser el primero entre vosotros, que sea vuestro
servidor» (Mt 20,27). En la vida familiar no puede reinar la lógica del
dominio de unos sobre otros, o la competición para ver quién es más
inteligente o poderoso, porque esa lógica acaba con el amor. También
para la familia es este consejo: «Tened sentimientos de humildad unos
con otros, porque Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los
humildes» (1 P 5,5).
Amabilidad
99. Amar también es volverse amable, y allí toma sentido la palabra
asjemonéi. Quiere indicar que el amor no obra con rudeza, no actúa de
modo descortés, no es duro en el trato. Sus modos, sus palabras, sus
gestos, son agradables y no ásperos ni rígidos. Detesta hacer sufrir a
los demás. La cortesía «es una escuela de sensibilidad y desinterés»,
que exige a la persona «cultivar su mente y sus sentidos, aprender a
sentir, hablar y, en ciertos momentos, a callar»[107]. Ser amable no es
un estilo que un cristiano puede elegir o rechazar. Como parte de las
exigencias irrenunciables del amor, «todo ser humano está obligado a
ser afable con los que lo rodean»[108]. Cada día, «entrar en la vida
del otro, incluso cuando forma parte de nuestra vida, pide la
delicadeza de una actitud no invasora, que renueve la confianza y el
respeto [...] El amor, cuando es más íntimo y profundo, tanto más exige
el respeto de la libertad y la capacidad de esperar que el otro abra la
puerta de su corazón»[109].
100. Para disponerse a un verdadero encuentro con el otro, se requiere
una mirada amable puesta en él. Esto no es posible cuando reina un
pesimismo que destaca defectos y errores ajenos, quizás para compensar
los propios complejos. Una mirada amable permite que no nos detengamos
tanto en sus límites, y así podamos tolerarlo y unirnos en un proyecto
común, aunque seamos diferentes. El amor amable genera vínculos,
cultiva lazos, crea nuevas redes de integración, construye una trama
social firme. Así se protege a sí mismo, ya que sin sentido de
pertenencia no se puede sostener una entrega por los demás, cada uno
termina buscando sólo su conveniencia y la convivencia se torna
imposible. Una persona antisocial cree que los demás existen para
satisfacer sus necesidades, y que cuando lo hacen sólo cumplen con su
deber. Por lo tanto, no hay lugar para la amabilidad del amor y su
lenguaje. El que ama es capaz de decir palabras de aliento, que
reconfortan, que fortalecen, que consuelan, que estimulan. Veamos, por
ejemplo, algunas palabras que decía Jesús a las personas: «¡Ánimo
hijo!» (Mt 9,2). «¡Qué grande es tu fe!» (Mt 15,28). «¡Levántate!» (Mc
5,41). «Vete en paz» (Lc 7,50). «No tengáis miedo» (Mt 14,27). No son
palabras que humillan, que entristecen, que irritan, que desprecian. En
la familia hay que aprender este lenguaje amable de Jesús.
Desprendimiento
101. Hemos dicho muchas veces que para amar a los demás primero hay que
amarse a sí mismo. Sin embargo, este himno al amor afirma que el amor
«no busca su propio interés», o «no busca lo que es de él». También se
usa esta expresión en otro texto: «No os encerréis en vuestros
intereses, sino buscad todos el interés de los demás» (Flp 2,4). Ante
una afirmación tan clara de las Escrituras, hay que evitar darle
prioridad al amor a sí mismo como si fuera más noble que el don de sí a
los demás. Una cierta prioridad del amor a sí mismo sólo puede
entenderse como una condición psicológica, en cuanto quien es incapaz
de amarse a sí mismo encuentra dificultades para amar a los demás: «El
que es tacaño consigo mismo, ¿con quién será generoso? [...] Nadie peor
que el avaro consigo mismo» (Si 14,5-6).
102. Pero el mismo santo Tomás de Aquino ha explicado que «pertenece
más a la caridad querer amar que querer ser amado»[110] y que, de
hecho, «las madres, que son las que más aman, buscan más amar que ser
amadas»[111]. Por eso, el amor puede ir más allá de la justicia y
desbordarse gratis, «sin esperar nada a cambio» (Lc 6,35), hasta llegar
al amor más grande, que es «dar la vida» por los demás (Jn 15,13).
¿Todavía es posible este desprendimiento que permite dar gratis y dar
hasta el fin? Seguramente es posible, porque es lo que pide el
Evangelio: «Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis» (Mt 10,8).
Sin violencia interior
103. Si la primera expresión del himno nos invitaba a la paciencia que
evita reaccionar bruscamente ante las debilidades o errores de los
demás, ahora aparece otra palabra —paroxýnetai—, que se refiere a una
reacción interior de indignación provocada por algo externo. Se trata
de una violencia interna, de una irritación no manifiesta que nos
coloca a la defensiva ante los otros, como si fueran enemigos molestos
que hay que evitar. Alimentar esa agresividad íntima no sirve para
nada. Sólo nos enferma y termina aislándonos. La indignación es sana
cuando nos lleva a reaccionar ante una grave injusticia, pero es dañina
cuando tiende a impregnar todas nuestras actitudes ante los otros.
104. El Evangelio invita más bien a mirar la viga en el propio ojo (cf.
Mt 7,5), y los cristianos no podemos ignorar la constante invitación de
la Palabra de Dios a no alimentar la ira: «No te dejes vencer por el
mal» (Rm 12,21). «No nos cansemos de hacer el bien» (Ga 6,9). Una cosa
es sentir la fuerza de la agresividad que brota y otra es consentirla,
dejar que se convierta en una actitud permanente: «Si os indignáis, no
llegareis a pecar; que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro
enojo» (Ef 4,26). Por ello, nunca hay que terminar el día sin hacer las
paces en la familia. Y, «¿cómo debo hacer las paces? ¿Ponerme de
rodillas? ¡No! Sólo un pequeño gesto, algo pequeño, y vuelve la armonía
familiar. Basta una caricia, sin palabras. Pero nunca terminar el día
en familia sin hacer las paces»[112]. La reacción interior ante una
molestia que nos causen los demás debería ser ante todo bendecir en el
corazón, desear el bien del otro, pedir a Dios que lo libere y lo sane:
«Responded con una bendición, porque para esto habéis sido llamados:
para heredar una bendición» (1 P 3,9). Si tenemos que luchar contra un
mal, hagámoslo, pero siempre digamos «no» a la violencia interior.
Perdón
105. Si permitimos que un mal sentimiento penetre en nuestras entrañas,
dejamos lugar a ese rencor que se añeja en el corazón. La frase
logízetai to kakón significa «toma en cuenta el mal», «lo lleva
anotado», es decir, es rencoroso. Lo contrario es el perdón, un perdón
que se fundamenta en una actitud positiva, que intenta comprender la
debilidad ajena y trata de buscarle excusas a la otra persona, como
Jesús cuando dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»
(Lc 23,34). Pero la tendencia suele ser la de buscar más y más culpas,
la de imaginar más y más maldad, la de suponer todo tipo de malas
intenciones, y así el rencor va creciendo y se arraiga. De ese modo,
cualquier error o caída del cónyuge puede dañar el vínculo amoroso y la
estabilidad familiar. El problema es que a veces se le da a todo la
misma gravedad, con el riesgo de volverse crueles ante cualquier error
ajeno. La justa reivindicación de los propios derechos, se convierte en
una persistente y constante sed de venganza más que en una sana defensa
de la propia dignidad.
106. Cuando hemos sido ofendidos o desilusionados, el perdón es posible
y deseable, pero nadie dice que sea fácil. La verdad es que «la
comunión familiar puede ser conservada y perfeccionada sólo con un gran
espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y generosa
disponibilidad de todos y cada uno a la comprensión, a la tolerancia,
al perdón, a la reconciliación. Ninguna familia ignora que el egoísmo,
el desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con violencia y a
veces hieren mortalmente la propia comunión: de aquí las múltiples y
variadas formas de división en la vida familiar»[113].
107. Hoy sabemos que para poder perdonar necesitamos pasar por la
experiencia liberadora de comprendernos y perdonarnos a nosotros
mismos. Tantas veces nuestros errores, o la mirada crítica de las
personas que amamos, nos han llevado a perder el cariño hacia nosotros
mismos. Eso hace que terminemos guardándonos de los otros, escapando
del afecto, llenándonos de temores en las relaciones interpersonales.
Entonces, poder culpar a otros se convierte en un falso alivio. Hace
falta orar con la propia historia, aceptarse a sí mismo, saber convivir
con las propias limitaciones, e incluso perdonarse, para poder tener
esa misma actitud con los demás.
108. Pero esto supone la experiencia de ser perdonados por Dios,
justificados gratuitamente y no por nuestros méritos. Fuimos alcanzados
por un amor previo a toda obra nuestra, que siempre da una nueva
oportunidad, promueve y estimula. Si aceptamos que el amor de Dios es
incondicional, que el cariño del Padre no se debe comprar ni pagar,
entonces podremos amar más allá de todo, perdonar a los demás aun
cuando hayan sido injustos con nosotros. De otro modo, nuestra vida en
familia dejará de ser un lugar de comprensión, acompañamiento y
estímulo, y será un espacio de permanente tensión o de mutuo castigo.
Alegrarse con los demás
109. La expresión jairei epi te adikía indica algo negativo afincado en
el secreto del corazón de la persona. Es la actitud venenosa del que se
alegra cuando ve que se le hace injusticia a alguien. La frase se
complementa con la siguiente, que lo dice de modo positivo: sygjairei
te alétheia: se regocija con la verdad. Es decir, se alegra con el bien
del otro, cuando se reconoce su dignidad, cuando se valoran sus
capacidades y sus buenas obras. Eso es imposible para quien necesita
estar siempre comparándose o compitiendo, incluso con el propio
cónyuge, hasta el punto de alegrarse secretamente por sus fracasos.
110. Cuando una persona que ama puede hacer un bien a otro, o cuando ve
que al otro le va bien en la vida, lo vive con alegría, y de ese modo
da gloria a Dios, porque «Dios ama al que da con alegría» (2 Co 9,7).
Nuestro Señor aprecia de manera especial a quien se alegra con la
felicidad del otro. Si no alimentamos nuestra capacidad de gozar con el
bien del otro y, sobre todo, nos concentramos en nuestras propias
necesidades, nos condenamos a vivir con poca alegría, ya que como ha
dicho Jesús «hay más felicidad en dar que en recibir» (Hch 20,35). La
familia debe ser siempre el lugar donde alguien, que logra algo bueno
en la vida, sabe que allí lo van a celebrar con él.
Disculpa todo
111. El elenco se completa con cuatro expresiones que hablan de una
totalidad: «todo». Disculpa todo, cree todo, espera todo, soporta todo.
De este modo, se remarca con fuerza el dinamismo contracultural del
amor, capaz de hacerle frente a cualquier cosa que pueda amenazarlo.
112. En primer lugar se dice que todo lo disculpa panta stegei. Se
diferencia de «no tiene en cuenta el mal», porque este término tiene
que ver con el uso de la lengua; puede significar «guardar silencio»
sobre lo malo que puede haber en otra persona. Implica limitar el
juicio, contener la inclinación a lanzar una condena dura e implacable:
«No condenéis y no seréis condenados» (Lc 6,37). Aunque vaya en contra
de nuestro habitual uso de la lengua, la Palabra de Dios nos pide: «No
habléis mal unos de otros, hermanos» (St 4,11). Detenerse a dañar la
imagen del otro es un modo de reforzar la propia, de descargar los
rencores y envidias sin importar el daño que causemos. Muchas veces se
olvida de que la difamación puede ser un gran pecado, una seria ofensa
a Dios, cuando afecta gravemente la buena fama de los demás,
ocasionándoles daños muy difíciles de reparar. Por eso, la Palabra de
Dios es tan dura con la lengua, diciendo que «es un mundo de iniquidad»
que «contamina a toda la persona» (St 3,6), como un «mal incansable
cargado de veneno mortal» (St 3,8). Si «con ella maldecimos a los
hombres, creados a semejanza de Dios» (St 3,9), el amor cuida la imagen
de los demás, con una delicadeza que lleva a preservar incluso la buena
fama de los enemigos. En la defensa de la ley divina nunca debemos
olvidarnos de esta exigencia del amor.
113. Los esposos que se aman y se pertenecen, hablan bien el uno del
otro, intentan mostrar el lado bueno del cónyuge más allá de sus
debilidades y errores. En todo caso, guardan silencio para no dañar su
imagen. Pero no es sólo un gesto externo, sino que brota de una actitud
interna. Tampoco es la ingenuidad de quien pretende no ver las
dificultades y los puntos débiles del otro, sino la amplitud de miras
de quien coloca esas debilidades y errores en su contexto. Recuerda que
esos defectos son sólo una parte, no son la totalidad del ser del otro.
Un hecho desagradable en la relación no es la totalidad de esa
relación. Entonces, se puede aceptar con sencillez que todos somos una
compleja combinación de luces y de sombras. El otro no es sólo eso que
a mí me molesta. Es mucho más que eso. Por la misma razón, no le exijo
que su amor sea perfecto para valorarlo. Me ama como es y como puede,
con sus límites, pero que su amor sea imperfecto no significa que sea
falso o que no sea real. Es real, pero limitado y terreno. Por eso, si
le exijo demasiado, me lo hará saber de alguna manera, ya que no podrá
ni aceptará jugar el papel de un ser divino ni estar al servicio de
todas mis necesidades. El amor convive con la imperfección, la
disculpa, y sabe guardar silencio ante los límites del ser amado.
Confía
114. Panta pisteuei, «todo lo cree», por el contexto, no se debe
entender «fe» en el sentido teológico, sino en el sentido corriente de
«confianza». No se trata sólo de no sospechar que el otro esté
mintiendo o engañando. Esa confianza básica reconoce la luz encendida
por Dios, que se esconde detrás de la oscuridad, o la brasa que todavía
arde debajo de las cenizas.
115. Esta misma confianza hace posible una relación de libertad. No es
necesario controlar al otro, seguir minuciosamente sus pasos, para
evitar que escape de nuestros brazos. El amor confía, deja en libertad,
renuncia a controlarlo todo, a poseer, a dominar. Esa libertad, que
hace posible espacios de autonomía, apertura al mundo y nuevas
experiencias, permite que la relación se enriquezca y no se convierta
en un círculo cerrado sin horizontes. Así, los cónyuges, al
reencontrarse, pueden vivir la alegría de compartir lo que han recibido
y aprendido fuera del círculo familiar. Al mismo tiempo, hace posible
la sinceridad y la transparencia, porque cuando uno sabe que los demás
confían en él y valoran la bondad básica de su ser, entonces sí se
muestra tal cual es, sin ocultamientos. Alguien que sabe que siempre
sospechan de él, que lo juzgan sin compasión, que no lo aman de manera
incondicional, preferirá guardar sus secretos, esconder sus caídas y
debilidades, fingir lo que no es. En cambio, una familia donde reina
una básica y cariñosa confianza, y donde siempre se vuelve a confiar a
pesar de todo, permite que brote la verdadera identidad de sus
miembros, y hace que espontáneamente se rechacen el engaño, la falsedad
o la mentira.
Espera
116. Panta elpízei: no desespera del futuro. Conectado con la palabra
anterior, indica la espera de quien sabe que el otro puede cambiar.
Siempre espera que sea posible una maduración, un sorpresivo brote de
belleza, que las potencialidades más ocultas de su ser germinen algún
día. No significa que todo vaya a cambiar en esta vida. Implica aceptar
que algunas cosas no sucedan como uno desea, sino que quizás Dios
escriba derecho con las líneas torcidas de una persona y saque algún
bien de los males que ella no logre superar en esta tierra.
117. Aquí se hace presente la esperanza en todo su sentido, porque
incluye la certeza de una vida más allá de la muerte. Esa persona, con
todas sus debilidades, está llamada a la plenitud del cielo. Allí,
completamente transformada por la resurrección de Cristo, ya no
existirán sus fragilidades, sus oscuridades ni sus patologías. Allí el
verdadero ser de esa persona brillará con toda su potencia de bien y de
hermosura. Eso también nos permite, en medio de las molestias de esta
tierra, contemplar a esa persona con una mirada sobrenatural, a la luz
de la esperanza, y esperar esa plenitud que un día recibirá en el Reino
celestial, aunque ahora no sea visible.
Soporta todo
118. Panta hypoménei significa que sobrelleva con espíritu positivo
todas las contrariedades. Es mantenerse firme en medio de un ambiente
hostil. No consiste sólo en tolerar algunas cosas molestas, sino en
algo más amplio: una resistencia dinámica y constante, capaz de superar
cualquier desafío. Es amor a pesar de todo, aun cuando todo el contexto
invite a otra cosa. Manifiesta una cuota de heroísmo tozudo, de
potencia en contra de toda corriente negativa, una opción por el bien
que nada puede derribar. Esto me recuerda aquellas palabras de Martin
Luther King, cuando volvía a optar por el amor fraterno aun en medio de
las peores persecuciones y humillaciones: «La persona que más te odia,
tiene algo bueno en él; incluso la nación que más odia, tiene algo
bueno en ella; incluso la raza que más odia, tiene algo bueno en ella.
Y cuando llegas al punto en que miras el rostro de cada hombre y ves
muy dentro de él lo que la religión llama la “imagen de Dios”,
comienzas a amarlo “a pesar de”. No importa lo que haga, ves la imagen
de Dios allí. Hay un elemento de bondad del que nunca puedes deshacerte
[...] Otra manera para amar a tu enemigo es esta: cuando se presenta la
oportunidad para que derrotes a tu enemigo, ese es el momento en que
debes decidir no hacerlo [...] Cuando te elevas al nivel del amor, de
su gran belleza y poder, lo único que buscas derrotar es los sistemas
malignos. A las personas atrapadas en ese sistema, las amas, pero
tratas de derrotar ese sistema [...] Odio por odio sólo intensifica la
existencia del odio y del mal en el universo. Si yo te golpeo y tú me
golpeas, y te devuelvo el golpe y tú me lo devuelves, y así
sucesivamente, es evidente que se llega hasta el infinito. Simplemente
nunca termina. En algún lugar, alguien debe tener un poco de sentido, y
esa es la persona fuerte. La persona fuerte es la persona que puede
romper la cadena del odio, la cadena del mal [...] Alguien debe tener
suficiente religión y moral para cortarla e inyectar dentro de la
propia estructura del universo ese elemento fuerte y poderoso del
amor»[114].
119. En la vida familiar hace falta cultivar esa fuerza del amor, que
permite luchar contra el mal que la amenaza. El amor no se deja dominar
por el rencor, el desprecio hacia las personas, el deseo de lastimar o
de cobrarse algo. El ideal cristiano, y de modo particular en la
familia, es amor a pesar de todo. A veces me admira, por ejemplo, la
actitud de personas que han debido separarse de su cónyuge para
protegerse de la violencia física y, sin embargo, por la caridad
conyugal que sabe ir más allá de los sentimientos, han sido capaces de
procurar su bien, aunque sea a través de otros, en momentos de
enfermedad, de sufrimiento o de dificultad. Eso también es amor a pesar
de todo.
Crecer en la caridad conyugal
120. El himno de san Pablo, que hemos recorrido, nos permite dar paso a
la caridad conyugal. Es el amor que une a los esposos[115],
santificado, enriquecido e iluminado por la gracia del sacramento del
matrimonio. Es una «unión afectiva»[116], espiritual y oblativa, pero
que recoge en sí la ternura de la amistad y la pasión erótica, aunque
es capaz de subsistir aun cuando los sentimientos y la pasión se
debiliten. El Papa Pío XI enseñaba que ese amor permea todos los
deberes de la vida conyugal y «tiene cierto principado de
nobleza»[117]. Porque ese amor fuerte, derramado por el Espíritu Santo,
es reflejo de la Alianza inquebrantable entre Cristo y la humanidad que
culminó en la entrega hasta el fin, en la cruz: «El Espíritu que
infunde el Señor renueva el corazón y hace al hombre y a la mujer
capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor conyugal alcanza de este
modo la plenitud a la que está ordenado interiormente, la caridad
conyugal»[118].
121. El matrimonio es un signo precioso, porque «cuando un hombre y una
mujer celebran el sacramento del matrimonio, Dios, por decirlo así, se
“refleja” en ellos, imprime en ellos los propios rasgos y el carácter
indeleble de su amor. El matrimonio es la imagen del amor de Dios por
nosotros. También Dios, en efecto, es comunión: las tres Personas del
Padre, Hijo y Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en
unidad perfecta. Y es precisamente este el misterio del matrimonio:
Dios hace de los dos esposos una sola existencia»[119]. Esto tiene
consecuencias muy concretas y cotidianas, porque los esposos, «en
virtud del sacramento, son investidos de una auténtica misión, para que
puedan hacer visible, a partir de las cosas sencillas, ordinarias, el
amor con el que Cristo ama a su Iglesia, que sigue entregando la vida
por ella»[120].
122. Sin embargo, no conviene confundir planos diferentes: no hay que
arrojar sobre dos personas limitadas el tremendo peso de tener que
reproducir de manera perfecta la unión que existe entre Cristo y su
Iglesia, porque el matrimonio como signo implica «un proceso dinámico,
que avanza gradualmente con la progresiva integración de los dones de
Dios»[121].
Toda la vida, todo en común
123. Después del amor que nos une a Dios, el amor conyugal es la
«máxima amistad»[122]. Es una unión que tiene todas las características
de una buena amistad: búsqueda del bien del otro, reciprocidad,
intimidad, ternura, estabilidad, y una semejanza entre los amigos que
se va construyendo con la vida compartida. Pero el matrimonio agrega a
todo ello una exclusividad indisoluble, que se expresa en el proyecto
estable de compartir y construir juntos toda la existencia. Seamos
sinceros y reconozcamos las señales de la realidad: quien está
enamorado no se plantea que esa relación pueda ser sólo por un tiempo;
quien vive intensamente la alegría de casarse no está pensando en algo
pasajero; quienes acompañan la celebración de una unión llena de amor,
aunque frágil, esperan que pueda perdurar en el tiempo; los hijos no
sólo quieren que sus padres se amen, sino también que sean fieles y
sigan siempre juntos. Estos y otros signos muestran que en la
naturaleza misma del amor conyugal está la apertura a lo definitivo. La
unión que cristaliza en la promesa matrimonial para siempre, es más que
una formalidad social o una tradición, porque arraiga en las
inclinaciones espontáneas de la persona humana. Y, para los creyentes,
es una alianza ante Dios que reclama fidelidad: «El Señor es testigo
entre tú y la esposa de tu juventud, a la que tú traicionaste, siendo
que era tu compañera, la mujer de tu alianza [...] No traiciones a la
esposa de tu juventud. Pues yo odio el repudio» (Ml 2,14.15-16).
124. Un amor débil o enfermo, incapaz de aceptar el matrimonio como un
desafío que requiere luchar, renacer, reinventarse y empezar siempre de
nuevo hasta la muerte, no puede sostener un nivel alto de compromiso.
Cede a la cultura de lo provisorio, que impide un proceso constante de
crecimiento. Pero «prometer un amor para siempre es posible cuando se
descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos, que nos sostiene
y nos permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona
amada»[123]. Que ese amor pueda atravesar todas las pruebas y
mantenerse fiel en contra de todo, supone el don de la gracia que lo
fortalece y lo eleva. Como decía san Roberto Belarmino: «El hecho de
que uno solo se una con una sola en un lazo indisoluble, de modo que no
puedan separarse, cualesquiera sean las dificultades, y aun cuando se
haya perdido la esperanza de la prole, esto no puede ocurrir sin un
gran misterio»[124].
125. El matrimonio, además, es una amistad que incluye las notas
propias de la pasión, pero orientada siempre a una unión cada vez más
firme e intensa. Porque «no ha sido instituido solamente para la
procreación» sino para que el amor mutuo «se manifieste, progrese y
madure según un orden recto»[125]. Esta amistad peculiar entre un
hombre y una mujer adquiere un carácter totalizante que sólo se da en
la unión conyugal. Precisamente por ser totalizante, esta unión también
es exclusiva, fiel y abierta a la generación. Se comparte todo, aun la
sexualidad, siempre con el respeto recíproco. El Concilio Vaticano II
lo expresó diciendo que «un tal amor, asociando a la vez lo humano y lo
divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos,
comprobado por sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su
vida»[126].
Alegría y belleza
126. En el matrimonio conviene cuidar la alegría del amor. Cuando la
búsqueda del placer es obsesiva, nos encierra en una sola cosa y nos
incapacita para encontrar otro tipo de satisfacciones. La alegría, en
cambio, amplía la capacidad de gozar y nos permite encontrar gusto en
realidades variadas, aun en las etapas de la vida donde el placer se
apaga. Por eso decía santo Tomás que se usa la palabra «alegría» para
referirse a la dilatación de la amplitud del corazón[127]. La alegría
matrimonial, que puede vivirse aun en medio del dolor, implica aceptar
que el matrimonio es una necesaria combinación de gozos y de esfuerzos,
de tensiones y de descanso, de sufrimientos y de liberaciones, de
satisfacciones y de búsquedas, de molestias y de placeres, siempre en
el camino de la amistad, que mueve a los esposos a cuidarse: «se
prestan mutuamente ayuda y servicio»[128].
127. El amor de amistad se llama «caridad» cuando se capta y aprecia el
«alto valor» que tiene el otro[129]. La belleza —el «alto valor» del
otro, que no coincide con sus atractivos físicos o psicológicos— nos
permite gustar lo sagrado de su persona, sin la imperiosa necesidad de
poseerlo. En la sociedad de consumo el sentido estético se empobrece, y
así se apaga la alegría. Todo está para ser comprado, poseído o
consumido; también las personas. La ternura, en cambio, es una
manifestación de este amor que se libera del deseo de la posesión
egoísta. Nos lleva a vibrar ante una persona con un inmenso respeto y
con un cierto temor de hacerle daño o de quitarle su libertad. El amor
al otro implica ese gusto de contemplar y valorar lo bello y sagrado de
su ser personal, que existe más allá de mis necesidades. Esto me
permite buscar su bien también cuando sé que no puede ser mío o cuando
se ha vuelto físicamente desagradable, agresivo o molesto. Por eso,
«del amor por el cual a uno le es grata otra persona depende que le dé
algo gratis»[130].
128. La experiencia estética del amor se expresa en esa mirada que
contempla al otro como un fin en sí mismo, aunque esté enfermo, viejo o
privado de atractivos sensibles. La mirada que valora tiene una enorme
importancia, y retacearla suele hacer daño. ¡Cuántas cosas hacen a
veces los cónyuges y los hijos para ser mirados y tenidos en cuenta!
Muchas heridas y crisis se originan cuando dejamos de contemplarnos.
Eso es lo que expresan algunas quejas y reclamos que se escuchan en las
familias: «Mi esposo no me mira, para él parece que soy invisible».
«Por favor, mírame cuando te hablo». «Mi esposa ya no me mira, ahora
sólo tiene ojos para sus hijos». «En mi casa yo no le importo a nadie,
y ni siquiera me ven, como si no existiera». El amor abre los ojos y
permite ver, más allá de todo, cuánto vale un ser humano.
129. La alegría de ese amor contemplativo tiene que ser cultivada.
Puesto que estamos hechos para amar, sabemos que no hay mayor alegría
que un bien compartido: «Da y recibe, disfruta de ello» (Si 14,16). Las
alegrías más intensas de la vida brotan cuando se puede provocar la
felicidad de los demás, en un anticipo del cielo. Cabe recordar la
feliz escena del film La fiesta de Babette, donde la generosa cocinera
recibe un abrazo agradecido y un elogio: «¡Cómo deleitarás a los
ángeles!». Es dulce y reconfortante la alegría de provocar deleite en
los demás, de verlos disfrutar. Ese gozo, efecto del amor fraterno, no
es el de la vanidad de quien se mira a sí mismo, sino el del amante que
se complace en el bien del ser amado, que se derrama en el otro y se
vuelve fecundo en él.
130. Por otra parte, la alegría se renueva en el dolor. Como decía san
Agustín: «Cuanto mayor fue el peligro en la batalla, tanto mayor es el
gozo en el triunfo»[131]. Después de haber sufrido y luchado juntos,
los cónyuges pueden experimentar que valió la pena, porque consiguieron
algo bueno, aprendieron algo juntos, o porque pueden valorar más lo que
tienen. Pocas alegrías humanas son tan hondas y festivas como cuando
dos personas que se aman han conquistado juntos algo que les costó un
gran esfuerzo compartido.
Casarse por amor
131. Quiero decir a los jóvenes que nada de todo esto se ve perjudicado
cuando el amor asume el cauce de la institución matrimonial. La unión
encuentra en esa institución el modo de encauzar su estabilidad y su
crecimiento real y concreto. Es verdad que el amor es mucho más que un
consentimiento externo o que una especie de contrato matrimonial, pero
también es cierto que la decisión de dar al matrimonio una
configuración visible en la sociedad, con unos determinados
compromisos, manifiesta su relevancia: muestra la seriedad de la
identificación con el otro, indica una superación del individualismo
adolescente, y expresa la firme opción de pertenecerse el uno al otro.
Casarse es un modo de expresar que realmente se ha abandonado el nido
materno para tejer otros lazos fuertes y asumir una nueva
responsabilidad ante otra persona. Esto vale mucho más que una mera
asociación espontánea para la gratificación mutua, que sería una
privatización del matrimonio. El matrimonio como institución social es
protección y cauce para el compromiso mutuo, para la maduración del
amor, para que la opción por el otro crezca en solidez, concretización
y profundidad, y a su vez para que pueda cumplir su misión en la
sociedad. Por eso, el matrimonio va más allá de toda moda pasajera y
persiste. Su esencia está arraigada en la naturaleza misma de la
persona humana y de su carácter social. Implica una serie de
obligaciones, pero que brotan del mismo amor, de un amor tan decidido y
generoso que es capaz de arriesgar el futuro.
132. Optar por el matrimonio de esta manera, expresa la decisión real y
efectiva de convertir dos caminos en un único camino, pase lo que pase
y a pesar de cualquier desafío. Por la seriedad que tiene este
compromiso público de amor, no puede ser una decisión apresurada, pero
por esa misma razón tampoco se la puede postergar indefinidamente.
Comprometerse con otro de un modo exclusivo y definitivo siempre tiene
una cuota de riesgo y de osada apuesta. El rechazo de asumir este
compromiso es egoísta, interesado, mezquino, no acaba de reconocer los
derechos del otro y no termina de presentarlo a la sociedad como digno
de ser amado incondicionalmente. Por otro lado, quienes están
verdaderamente enamorados tienden a manifestar a los otros su amor. El
amor concretizado en un matrimonio contraído ante los demás, con todos
los compromisos que se derivan de esta institucionalización, es
manifestación y resguardo de un «sí» que se da sin reservas y sin
restricciones. Ese sí es decirle al otro que siempre podrá confiar, que
no será abandonado cuando pierda atractivo, cuando haya dificultades o
cuando se ofrezcan nuevas opciones de placer o de intereses egoístas.
Amor que se manifiesta y crece
133. El amor de amistad unifica todos los aspectos de la vida
matrimonial, y ayuda a los miembros de la familia a seguir adelante en
todas las etapas. Por eso, los gestos que expresan ese amor deben ser
constantemente cultivados, sin mezquindad, llenos de palabras
generosas. En la familia «es necesario usar tres palabras. Quisiera
repetirlo. Tres palabras: permiso, gracias, perdón. ¡Tres palabras
clave!»[132]. «Cuando en una familia no se es entrometido y se pide
“permiso”, cuando en una familia no se es egoísta y se aprende a decir
“gracias”, y cuando en una familia uno se da cuenta que hizo algo malo
y sabe pedir “perdón”, en esa familia hay paz y hay alegría»[133]. No
seamos mezquinos en el uso de estas palabras, seamos generosos para
repetirlas día a día, porque «algunos silencios pesan, a veces incluso
en la familia, entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre
hermanos»[134]. En cambio, las palabras adecuadas, dichas en el momento
justo, protegen y alimentan el amor día tras día.
134. Todo esto se realiza en un camino de permanente crecimiento. Esta
forma tan particular de amor que es el matrimonio, está llamada a una
constante maduración, porque hay que aplicarle siempre aquello que
santo Tomás de Aquino decía de la caridad: «La caridad, en razón de su
naturaleza, no tiene límite de aumento, ya que es una participación de
la infinita caridad, que es el Espíritu Santo [...] Tampoco por parte
del sujeto se le puede prefijar un límite, porque al crecer la caridad,
sobrecrece también la capacidad para un aumento superior»[135]. San
Pablo exhortaba con fuerza: «Que el Señor os haga progresar y
sobreabundar en el amor de unos con otros» (1 Ts 3,12); y añade: «En
cuanto al amor mutuo [...] os exhortamos, hermanos, a que sigáis
progresando más y más» (1 Ts 4,9-10). Más y más. El amor matrimonial no
se cuida ante todo hablando de la indisolubilidad como una obligación,
o repitiendo una doctrina, sino afianzándolo gracias a un crecimiento
constante bajo el impulso de la gracia. El amor que no crece comienza a
correr riesgos, y sólo podemos crecer respondiendo a la gracia divina
con más actos de amor, con actos de cariño más frecuentes, más
intensos, más generosos, más tiernos, más alegres. El marido y la mujer
«experimentando el sentido de su unidad y lográndola más plenamente
cada día»[136]. El don del amor divino que se derrama en los esposos es
al mismo tiempo un llamado a un constante desarrollo de ese regalo de
la gracia.
135. No hacen bien algunas fantasías sobre un amor idílico y perfecto,
privado así de todo estímulo para crecer. Una idea celestial del amor
terreno olvida que lo mejor es lo que todavía no ha sido alcanzado, el
vino madurado con el tiempo. Como recordaron los Obispos de Chile, «no
existen las familias perfectas que nos propone la propaganda falaz y
consumista. En ellas no pasan los años, no existe la enfermedad, el
dolor ni la muerte [...] La propaganda consumista muestra una fantasía
que nada tiene que ver con la realidad que deben afrontar, en el día a
día, los jefes y jefas de hogar»[137]. Es más sano aceptar con realismo
los límites, los desafíos o la imperfección, y escuchar el llamado a
crecer juntos, a madurar el amor y a cultivar la solidez de la unión,
pase lo que pase.
Diálogo
136. El diálogo es una forma privilegiada e indispensable de vivir,
expresar y madurar el amor en la vida matrimonial y familiar. Pero
supone un largo y esforzado aprendizaje. Varones y mujeres, adultos y
jóvenes, tienen maneras distintas de comunicarse, usan un lenguaje
diferente, se mueven con otros códigos. El modo de preguntar, la forma
de responder, el tono utilizado, el momento y muchos factores más,
pueden condicionar la comunicación. Además, siempre es necesario
desarrollar algunas actitudes que son expresión de amor y hacen posible
el diálogo auténtico.
137. Darse tiempo, tiempo de calidad, que consiste en escuchar con
paciencia y atención, hasta que el otro haya expresado todo lo que
necesitaba. Esto requiere la ascesis de no empezar a hablar antes del
momento adecuado. En lugar de comenzar a dar opiniones o consejos, hay
que asegurarse de haber escuchado todo lo que el otro necesita decir.
Esto implica hacer un silencio interior para escuchar sin ruidos en el
corazón o en la mente: despojarse de toda prisa, dejar a un lado las
propias necesidades y urgencias, hacer espacio. Muchas veces uno de los
cónyuges no necesita una solución a sus problemas, sino ser escuchado.
Tiene que sentir que se ha percibido su pena, su desilusión, su miedo,
su ira, su esperanza, su sueño. Pero son frecuentes lamentos como
estos: «No me escucha. Cuando parece que lo está haciendo, en realidad
está pensando en otra cosa». «Hablo y siento que está esperando que
termine de una vez». «Cuando hablo intenta cambiar de tema, o me da
respuestas rápidas para cerrar la conversación».
138. Desarrollar el hábito de dar importancia real al otro. Se trata de
valorar su persona, de reconocer que tiene derecho a existir, a pensar
de manera autónoma y a ser feliz. Nunca hay que restarle importancia a
lo que diga o reclame, aunque sea necesario expresar el propio punto de
vista. Subyace aquí la convicción de que todos tienen algo que aportar,
porque tienen otra experiencia de la vida, porque miran desde otro
punto de vista, porque han desarrollado otras preocupaciones y tienen
otras habilidades e intuiciones. Es posible reconocer la verdad del
otro, el valor de sus preocupaciones más hondas y el trasfondo de lo
que dice, incluso detrás de palabras agresivas. Para ello hay que
tratar de ponerse en su lugar e interpretar el fondo de su corazón,
detectar lo que le apasiona, y tomar esa pasión como punto de partida
para profundizar en el diálogo.
139. Amplitud mental, para no encerrarse con obsesión en unas pocas
ideas, y flexibilidad para poder modificar o completar las propias
opiniones. Es posible que, de mi pensamiento y del pensamiento del otro
pueda surgir una nueva síntesis que nos enriquezca a los dos. La unidad
a la que hay que aspirar no es uniformidad, sino una «unidad en la
diversidad», o una «diversidad reconciliada». En ese estilo
enriquecedor de comunión fraterna, los diferentes se encuentran, se
respetan y se valoran, pero manteniendo diversos matices y acentos que
enriquecen el bien común. Hace falta liberarse de la obligación de ser
iguales. También se necesita astucia para advertir a tiempo las
«interferencias» que puedan aparecer, de manera que no destruyan un
proceso de diálogo. Por ejemplo, reconocer los malos sentimientos que
vayan surgiendo y relativizarlos para que no perjudiquen la
comunicación. Es importante la capacidad de expresar lo que uno siente
sin lastimar; utilizar un lenguaje y un modo de hablar que pueda ser
más fácilmente aceptado o tolerado por el otro, aunque el contenido sea
exigente; plantear los propios reclamos pero sin descargar la ira como
forma de venganza, y evitar un lenguaje moralizante que sólo busque
agredir, ironizar, culpar, herir. Muchas discusiones en la pareja no
son por cuestiones muy graves. A veces se trata de cosas pequeñas, poco
trascendentes, pero lo que altera los ánimos es el modo de decirlas o
la actitud que se asume en el diálogo.
140. Tener gestos de preocupación por el otro y demostraciones de
afecto. El amor supera las peores barreras. Cuando se puede amar a
alguien, o cuando nos sentimos amados por él, logramos entender mejor
lo que quiere expresar y hacernos entender. Superar la fragilidad que
nos lleva a tenerle miedo al otro, como si fuera un «competidor». Es
muy importante fundar la propia seguridad en opciones profundas,
convicciones o valores, y no en ganar una discusión o en que nos den la
razón.
141. Finalmente, reconozcamos que para que el diálogo valga la pena hay
que tener algo que decir, y eso requiere una riqueza interior que se
alimenta en la lectura, la reflexión personal, la oración y la apertura
a la sociedad. De otro modo, las conversaciones se vuelven aburridas e
inconsistentes. Cuando ninguno de los cónyuges se cultiva y no existe
una variedad de relaciones con otras personas, la vida familiar se
vuelve endogámica y el diálogo se empobrece.
Amor apasionado
142. El Concilio Vaticano II enseña que este amor conyugal «abarca el
bien de toda la persona, y, por tanto, puede enriquecer con una
dignidad peculiar las expresiones del cuerpo y del espíritu, y
ennoblecerlas como signos especiales de la amistad conyugal»[138]. Por
algo será que un amor sin placer ni pasión no es suficiente para
simbolizar la unión del corazón humano con Dios: «Todos los místicos
han afirmado que el amor sobrenatural y el amor celeste encuentran los
símbolos que buscan en el amor matrimonial, más que en la amistad, más
que en el sentimiento filial o en la dedicación a una causa. Y el
motivo está justamente en su totalidad»[139]. ¿Por qué entonces no
detenernos a hablar de los sentimientos y de la sexualidad en el
matrimonio?
El mundo de las emociones
143. Deseos, sentimientos, emociones, eso que los clásicos llamaban
«pasiones», tienen un lugar importante en el matrimonio. Se producen
cuando «otro» se hace presente y se manifiesta en la propia vida. Es
propio de todo ser viviente tender hacia otra cosa, y esta tendencia
tiene siempre señales afectivas básicas: el placer o el dolor, la
alegría o la pena, la ternura o el temor. Son el presupuesto de la
actividad psicológica más elemental. El ser humano es un viviente de
esta tierra, y todo lo que hace y busca está cargado de pasiones.
144. Jesús, como verdadero hombre, vivía las cosas con una carga de
emotividad. Por eso le dolía el rechazo de Jerusalén (cf. Mt 23,37), y
esta situación le arrancaba lágrimas (cf. Lc 19,41). También se
compadecía ante el sufrimiento de la gente (cf. Mc 6,34). Viendo llorar
a los demás, se conmovía y se turbaba (cf. Jn 11,33), y él mismo
lloraba la muerte de un amigo (cf. Jn 11,35). Estas manifestaciones de
su sensibilidad mostraban hasta qué punto su corazón humano estaba
abierto a los demás.
145. Experimentar una emoción no es algo moralmente bueno ni malo en sí
mismo[140]. Comenzar a sentir deseo o rechazo no es pecaminoso ni
reprochable. Lo que es bueno o malo es el acto que uno realice movido o
acompañado por una pasión. Pero si los sentimientos son promovidos,
buscados y, a causa de ellos, cometemos malas acciones, el mal está en
la decisión de alimentarlos y en los actos malos que se sigan. En la
misma línea, sentir gusto por alguien no significa de por sí que sea un
bien. Si con ese gusto yo busco que esa persona se convierta en mi
esclava, el sentimiento estará al servicio de mi egoísmo. Creer que
somos buenos sólo porque «sentimos cosas» es un tremendo engaño. Hay
personas que se sienten capaces de un gran amor sólo porque tienen una
gran necesidad de afecto, pero no saben luchar por la felicidad de los
demás y viven encerrados en sus propios deseos. En ese caso, los
sentimientos distraen de los grandes valores y ocultan un egocentrismo
que no hace posible cultivar una vida sana y feliz en familia.
146. Por otra parte, si una pasión acompaña al acto libre, puede
manifestar la profundidad de esa opción. El amor matrimonial lleva a
procurar que toda la vida emotiva se convierta en un bien para la
familia y esté al servicio de la vida en común. La madurez llega a una
familia cuando la vida emotiva de sus miembros se transforma en una
sensibilidad que no domina ni oscurece las grandes opciones y los
valores sino que sigue a su libertad[141], brota de ella, la enriquece,
la embellece y la hace más armoniosa para bien de todos.
Dios ama el gozo de sus hijos
147. Esto requiere un camino pedagógico, un proceso que incluye
renuncias. Es una convicción de la Iglesia que muchas veces ha sido
rechazada, como si fuera enemiga de la felicidad humana. Benedicto XVI
recogía este cuestionamiento con gran claridad: «La Iglesia, con sus
preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso
de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí
donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece
una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino?»[142]. Pero él
respondía que, si bien no han faltado exageraciones o ascetismos
desviados en el cristianismo, la enseñanza oficial de la Iglesia, fiel
a las Escrituras, no rechazó «el eros como tal, sino que declaró guerra
a su desviación destructora, puesto que la falsa divinización del eros
[...] lo priva de su dignidad divina y lo deshumaniza»[143].
148. La educación de la emotividad y del instinto es necesaria, y para
ello a veces es indispensable ponerse algún límite. El exceso, el
descontrol, la obsesión por un solo tipo de placeres, terminan por
debilitar y enfermar al placer mismo[144], y dañan la vida de la
familia. De verdad se puede hacer un hermoso camino con las pasiones,
lo cual significa orientarlas cada vez más en un proyecto de
autodonación y de plena realización de sí mismo, que enriquece las
relaciones interpersonales en el seno familiar. No implica renunciar a
instantes de intenso gozo[145], sino asumirlos como entretejidos con
otros momentos de entrega generosa, de espera paciente, de cansancio
inevitable, de esfuerzo por un ideal. La vida en familia es todo eso y
merece ser vivida entera.
149. Algunas corrientes espirituales insisten en eliminar el deseo para
liberarse del dolor. Pero nosotros creemos que Dios ama el gozo del ser
humano, que él creó todo «para que lo disfrutemos» (1 Tm 6,17). Dejemos
brotar la alegría ante su ternura cuando nos propone: «Hijo, trátate
bien [...] No te prives de pasar un día feliz» (Si 14,11.14). Un
matrimonio también responde a la voluntad de Dios siguiendo esta
invitación bíblica: «Alégrate en el día feliz» (Qo 7,14). La cuestión
es tener la libertad para aceptar que el placer encuentre otras formas
de expresión en los distintos momentos de la vida, de acuerdo con las
necesidades del amor mutuo. En ese sentido, se puede acoger la
propuesta de algunos maestros orientales que insisten en ampliar la
consciencia, para no quedar presos en una experiencia muy limitada que
nos cierre las perspectivas. Esa ampliación de la consciencia no es la
negación o destrucción del deseo sino su dilatación y su
perfeccionamiento.
Dimensión erótica del amor
150. Todo esto nos lleva a hablar de la vida sexual del matrimonio.
Dios mismo creó la sexualidad, que es un regalo maravilloso para sus
creaturas. Cuando se la cultiva y se evita su descontrol, es para
impedir que se produzca el «empobrecimiento de un valor
auténtico»[146]. San Juan Pablo II rechazó que la enseñanza de la
Iglesia lleve a «una negación del valor del sexo humano», o que
simplemente lo tolere «por la necesidad misma de la procreación»[147].
La necesidad sexual de los esposos no es objeto de menosprecio, y «no
se trata en modo alguno de poner en cuestión esa necesidad»[148].
151. A quienes temen que en la educación de las pasiones y de la
sexualidad se perjudique la espontaneidad del amor sexuado, san Juan
Pablo II les respondía que el ser humano «está llamado a la plena y
madura espontaneidad de las relaciones», que «es el fruto gradual del
discernimiento de los impulsos del propio corazón»[149]. Es algo que se
conquista, ya que todo ser humano «debe aprender con perseverancia y
coherencia lo que es el significado del cuerpo».[150] La sexualidad no
es un recurso para gratificar o entretener, ya que es un lenguaje
interpersonal donde el otro es tomado en serio, con su sagrado e
inviolable valor. Así, «el corazón humano se hace partícipe, por
decirlo así, de otra espontaneidad»[151]. En este contexto, el erotismo
aparece como manifestación específicamente humana de la sexualidad. En
él se puede encontrar «el significado esponsalicio del cuerpo y la
auténtica dignidad del don»[152]. En sus catequesis sobre la teología
del cuerpo humano, enseñó que la corporeidad sexuada «es no sólo fuente
de fecundidad y procreación», sino que posee «la capacidad de expresar
el amor: ese amor precisamente en el que el hombre-persona se convierte
en don»[153]. El más sano erotismo, si bien está unido a una búsqueda
de placer, supone la admiración, y por eso puede humanizar los impulsos.
152. Entonces, de ninguna manera podemos entender la dimensión erótica
del amor como un mal permitido o como un peso a tolerar por el bien de
la familia, sino como don de Dios que embellece el encuentro de los
esposos. Siendo una pasión sublimada por un amor que admira la dignidad
del otro, llega a ser una «plena y limpísima afirmación amorosa», que
nos muestra de qué maravillas es capaz el corazón humano y así, por un
momento, «se siente que la existencia humana ha sido un éxito»[154].
Violencia y manipulación
153. Dentro del contexto de esta visión positiva de la sexualidad, es
oportuno plantear el tema en su integridad y con un sano realismo.
Porque no podemos ignorar que muchas veces la sexualidad se
despersonaliza y también se llena de patologías, de tal modo que «pasa
a ser cada vez más ocasión e instrumento de afirmación del propio yo y
de satisfacción egoísta de los propios deseos e instintos»[155]. En
esta época se vuelve muy riesgoso que la sexualidad también sea poseída
por el espíritu venenoso del «usa y tira». El cuerpo del otro es con
frecuencia manipulado, como una cosa que se retiene mientras brinda
satisfacción y se desprecia cuando pierde atractivo. ¿Acaso se pueden
ignorar o disimular las constantes formas de dominio, prepotencia,
abuso, perversión y violencia sexual, que son producto de una
desviación del significado de la sexualidad y que sepultan la dignidad
de los demás y el llamado al amor debajo de una oscura búsqueda de sí
mismo?
154. No está de más recordar que, aun dentro del matrimonio, la
sexualidad puede convertirse en fuente de sufrimiento y de
manipulación. Por eso tenemos que reafirmar con claridad que «un acto
conyugal impuesto al cónyuge sin considerar su situación actual y sus
legítimos deseos, no es un verdadero acto de amor; y prescinde por
tanto de una exigencia del recto orden moral en las relaciones entre
los esposos»[156]. Los actos propios de la unión sexual de los cónyuges
responden a la naturaleza de la sexualidad querida por Dios si son
vividos «de modo verdaderamente humano»[157]. Por eso, san Pablo
exhortaba: «Que nadie falte a su hermano ni se aproveche de él» (1 Ts
4,6). Si bien él escribía en una época en que dominaba una cultura
patriarcal, donde la mujer se consideraba un ser completamente
subordinado al varón, sin embargo enseñó que la sexualidad debe ser una
cuestión de conversación entre los cónyuges: planteó la posibilidad de
postergar las relaciones sexuales por un tiempo, pero «de común
acuerdo» (1 Co 7,5).
155. San Juan Pablo II hizo una advertencia muy sutil cuando dijo que
el hombre y la mujer están «amenazados por la insaciabilidad»[158]. Es
decir, están llamados a una unión cada vez más intensa, pero el riesgo
está en pretender borrar las diferencias y esa distancia inevitable que
hay entre los dos. Porque cada uno posee una dignidad propia e
intransferible. Cuando la preciosa pertenencia recíproca se convierte
en un dominio, «cambia esencialmente la estructura de comunión en la
relación interpersonal»[159]. En la lógica del dominio, el dominador
también termina negando su propia dignidad[160], y en definitiva deja
«de identificarse subjetivamente con el propio cuerpo»[161], ya que le
quita todo significado. Vive el sexo como evasión de sí mismo y como
renuncia a la belleza de la unión.
156. Es importante ser claros en el rechazo de toda forma de
sometimiento sexual. Por ello conviene evitar toda interpretación
inadecuada del texto de la carta a los Efesios donde se pide que «las
mujeres estén sujetas a sus maridos» (Ef 5,22). San Pablo se expresa
aquí en categorías culturales propias de aquella época, pero nosotros
no debemos asumir ese ropaje cultural, sino el mensaje revelado que
subyace en el conjunto de la perícopa. Retomemos la sabia explicación
de san Juan Pablo II: «El amor excluye todo género de sumisión, en
virtud de la cual la mujer se convertiría en sierva o esclava del
marido [...] La comunidad o unidad que deben formar por el matrimonio
se realiza a través de una recíproca donación, que es también una mutua
sumisión»[162]. Por eso se dice también que «los maridos deben amar a
sus mujeres como a sus propios cuerpos» (Ef 5,28). En realidad el texto
bíblico invita a superar el cómodo individualismo para vivir referidos
a los demás, «sujetos los unos a los otros» (Ef 5,21). En el
matrimonio, esta recíproca «sumisión» adquiere un significado especial,
y se entiende como una pertenencia mutua libremente elegida, con un
conjunto de notas de fidelidad, respeto y cuidado. La sexualidad está
de modo inseparable al servicio de esa amistad conyugal, porque se
orienta a procurar que el otro viva en plenitud.
157. Sin embargo, el rechazo de las desviaciones de la sexualidad y del
erotismo nunca debería llevarnos a su desprecio ni a su descuido. El
ideal del matrimonio no puede configurarse sólo como una donación
generosa y sacrificada, donde cada uno renuncia a toda necesidad
personal y sólo se preocupa por hacer el bien al otro sin satisfacción
alguna. Recordemos que un verdadero amor sabe también recibir del otro,
es capaz de aceptarse vulnerable y necesitado, no renuncia a acoger con
sincera y feliz gratitud las expresiones corpóreas del amor en la
caricia, el abrazo, el beso y la unión sexual. Benedicto XVI era claro
al respecto: «Si el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera
rechazar la carne como si fuera una herencia meramente animal, espíritu
y cuerpo perderían su dignidad»[163]. Por esta razón, «el hombre
tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No
puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar
amor, debe a su vez recibirlo como don»[164]. Esto supone, de todos
modos, recordar que el equilibrio humano es frágil, que siempre
permanece algo que se resiste a ser humanizado y que en cualquier
momento puede desbocarse de nuevo, recuperando sus tendencias más
primitivas y egoístas.
Matrimonio y virginidad
158. «Muchas personas que viven sin casarse, no sólo se dedican a su
familia de origen, sino que a menudo cumplen grandes servicios en su
círculo de amigos, en la comunidad eclesial y en la vida profesional
[...] Muchos, asimismo, ponen sus talentos al servicio de la comunidad
cristiana bajo la forma de la caridad y el voluntariado. Luego están
los que no se casan porque consagran su vida por amor a Cristo y a los
hermanos. Su dedicación enriquece extraordinariamente a la familia, en
la Iglesia y en la sociedad»[165].
159. La virginidad es una forma de amar. Como signo, nos recuerda la
premura del Reino, la urgencia de entregarse al servicio evangelizador
sin reservas (cf. 1 Co 7,32), y es un reflejo de la plenitud del cielo
donde «ni los hombres se casarán ni las mujer tomarán esposo» (Mt
22,30). San Pablo la recomendaba porque esperaba un pronto regreso de
Jesucristo, y quería que todos se concentraran sólo en la
evangelización: «El momento es apremiante» (1 Co 7,29). Sin embargo,
dejaba claro que era una opinión personal o un deseo suyo (cf. 1 Co
7,6-8) y no un pedido de Cristo: «No tengo precepto del Señor» (1 Co
7,25). Al mismo tiempo, reconocía el valor de los diferentes llamados:
«cada cual tiene su propio don de Dios, unos de un modo y otros de
otro» (1 Co 7,7). En este sentido, san Juan Pablo II dijo que los
textos bíblicos «no dan fundamento ni para sostener la “inferioridad”
del matrimonio, ni la “superioridad” de la virginidad o del
celibato»[166] en razón de la abstención sexual. Más que hablar de la
superioridad de la virginidad en todo sentido, parece adecuado mostrar
que los distintos estados de vida se complementan, de tal manera que
uno puede ser más perfecto en algún sentido y otro puede serlo desde
otro punto de vista. Alejandro de Hales, por ejemplo, expresaba que, en
un sentido, el matrimonio puede considerarse superior a los demás
sacramentos, porque simboliza algo tan grande como «la unión de Cristo
con la Iglesia o la unión de la naturaleza divina con la humana»[167].
160. Por lo tanto, «no se trata de disminuir el valor del matrimonio en
beneficio de la continencia»,[168], y «no hay base alguna para una
supuesta contraposición [...] Si, de acuerdo con una cierta tradición
teológica, se habla del estado de perfeción (status perfectionis), se
hace no a causa de la continencia misma, sino con relación al conjunto
de la vida fundada sobre los consejos evangélicos»[169]. Pero una
persona casada puede vivir la caridad en un altísimo grado. Entonces,
«llega a esa perfección que brota de la caridad, mediante la fidelidad
al espíritu de esos consejos. Esta perfección es posible y accesible a
cada uno de los hombres»[170].
161. La virginidad tiene el valor simbólico del amor que no necesita
poseer al otro, y refleja así la libertad del Reino de los Cielos. Es
una invitación a los esposos para que vivan su amor conyugal en la
perspectiva del amor definitivo a Cristo, como un camino común hacia la
plenitud del Reino. A su vez, el amor de los esposos tiene otros
valores simbólicos: por una parte, es un peculiar reflejo de la
Trinidad. La Trinidad es unidad plena, pero en la cual existe también
la distinción. Además, la familia es un signo cristológico, porque
manifiesta la cercanía de Dios que comparte la vida del ser humano
uniéndose a él en la Encarnación, en la Cruz y en la Resurrección: cada
cónyuge se hace «una sola carne» con el otro y se ofrece a sí mismo
para compartirlo todo con él hasta el fin. Mientras la virginidad es un
signo «escatológico» de Cristo resucitado, el matrimonio es un signo
«histórico» para los que caminamos en la tierra, un signo del Cristo
terreno que aceptó unirse a nosotros y se entregó hasta darnos su
sangre. La virginidad y el matrimonio son, y deben ser, formas
diferentes de amar, porque «el hombre no puede vivir sin amor. Él
permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de
sentido si no se le revela el amor»[171].
162. El celibato corre el peligro de ser una cómoda soledad, que da
libertad para moverse con autonomía, para cambiar de lugares, de tareas
y de opciones, para disponer del propio dinero, para frecuentar
personas diversas según la atracción del momento. En ese caso,
resplandece el testimonio de las personas casadas. Quienes han sido
llamados a la virginidad pueden encontrar en algunos matrimonios un
signo claro de la generosa e inquebrantable fidelidad de Dios a su
Alianza, que estimule sus corazones a una disponibilidad más concreta y
oblativa. Porque hay personas casadas que mantienen su fidelidad cuando
su cónyuge se ha vuelto físicamente desagradable, o cuando no satisface
las propias necesidades, a pesar de que muchas ofertas inviten a la
infidelidad o al abandono. Una mujer puede cuidar a su esposo enfermo y
allí, junto a la Cruz, vuelve a dar el «sí» de su amor hasta la muerte.
En ese amor se manifiesta de un modo deslumbrante la dignidad del
amante, dignidad como reflejo de la caridad, puesto que es propio de la
caridad amar, más que ser amado[172]. También podemos advertir en
muchas familias una capacidad de servicio oblativo y tierno ante hijos
difíciles e incluso desagradecidos. Esto hace de esos padres un signo
del amor libre y desinteresado de Jesús. Todo esto se convierte en una
invitación a las personas célibes para que vivan su entrega por el
Reino con mayor generosidad y disponibilidad. Hoy, la secularización ha
desdibujado el valor de una unión para toda la vida y ha debilitado la
riqueza de la entrega matrimonial, por lo cual «es preciso profundizar
en los aspectos positivos del amor conyugal»[173].
La transformación del amor
163. La prolongación de la vida hace que se produzca algo que no era
común en otros tiempos: la relación íntima y la pertenencia mutua deben
conservarse por cuatro, cinco o seis décadas, y esto se convierte en
una necesidad de volver a elegirse una y otra vez. Quizás el cónyuge ya
no está apasionado por un deseo sexual intenso que le mueva hacia la
otra persona, pero siente el placer de pertenecerle y que le
pertenezca, de saber que no está solo, de tener un «cómplice», que
conoce todo de su vida y de su historia y que comparte todo. Es el
compañero en el camino de la vida con quien se pueden enfrentar las
dificultades y disfrutar las cosas lindas. Eso también produce una
satisfacción que acompaña al querer propio del amor conyugal. No
podemos prometernos tener los mismos sentimientos durante toda la vida.
En cambio, sí podemos tener un proyecto común estable, comprometernos a
amarnos y a vivir unidos hasta que la muerte nos separe, y vivir
siempre una rica intimidad. El amor que nos prometemos supera toda
emoción, sentimiento o estado de ánimo, aunque pueda incluirlos. Es un
querer más hondo, con una decisión del corazón que involucra toda la
existencia. Así, en medio de un conflicto no resuelto, y aunque muchos
sentimientos confusos den vueltas por el corazón, se mantiene viva cada
día la decisión de amar, de pertenecerse, de compartir la vida entera y
de permanecer amando y perdonando. Cada uno de los dos hace un camino
de crecimiento y de cambio personal. En medio de ese camino, el amor
celebra cada paso y cada nueva etapa.
164. En la historia de un matrimonio, la apariencia física cambia, pero
esto no es razón para que la atracción amorosa se debilite. Alguien se
enamora de una persona entera con una identidad propia, no sólo de un
cuerpo, aunque ese cuerpo, más allá del desgaste del tiempo, nunca deje
de expresar de algún modo esa identidad personal que ha cautivado el
corazón. Cuando los demás ya no puedan reconocer la belleza de esa
identidad, el cónyuge enamorado sigue siendo capaz de percibirla con el
instinto del amor, y el cariño no desaparece. Reafirma su decisión de
pertenecerle, la vuelve a elegir, y expresa esa elección en una
cercanía fiel y cargada de ternura. La nobleza de su opción por ella,
por ser intensa y profunda, despierta una forma nueva de emoción en el
cumplimiento de esa misión conyugal. Porque «la emoción provocada por
otro ser humano como persona [...] no tiende de por sí al acto
conyugal»[174]. Adquiere otras expresiones sensibles, porque el amor
«es una única realidad, si bien con diversas dimensiones; según los
casos, una u otra puede destacar más»[175]. El vínculo encuentra nuevas
modalidades y exige la decisión de volver a amasarlo una y otra vez.
Pero no sólo para conservarlo, sino para desarrollarlo. Es el camino de
construirse día a día. Pero nada de esto es posible si no se invoca al
Espíritu Santo, si no se clama cada día pidiendo su gracia, si no se
busca su fuerza sobrenatural, si no se le reclama con deseo que derrame
su fuego sobre nuestro amor para fortalecerlo, orientarlo y
transformarlo en cada nueva situación.
Capítulo quinto
AMOR QUE SE VUELVE FECUNDO
165. El amor siempre da vida. Por eso, el amor conyugal «no se agota
dentro de la pareja [...] Los cónyuges, a la vez que se dan entre sí,
dan más allá de sí mismos la realidad del hijo, reflejo viviente de su
amor, signo permanente de la unidad conyugal y síntesis viva e
inseparable del padre y de la madre»[176].
Acoger una nueva vida
166. La familia es el ámbito no sólo de la generación sino de la
acogida de la vida que llega como regalo de Dios. Cada nueva vida «nos
permite descubrir la dimensión más gratuita del amor, que jamás deja de
sorprendernos. Es la belleza de ser amados antes: los hijos son amados
antes de que lleguen»[177]. Esto nos refleja el primado del amor de
Dios que siempre toma la iniciativa, porque los hijos «son amados antes
de haber hecho algo para merecerlo»[178]. Sin embargo, «numerosos niños
desde el inicio son rechazados, abandonados, les roban su infancia y su
futuro. Alguno se atreve a decir, casi para justificarse, que fue un
error hacer que vinieran al mundo. ¡Esto es vergonzoso! [...] ¿Qué
hacemos con las solemnes declaraciones de los derechos humanos o de los
derechos del niño, si luego castigamos a los niños por los errores de
los adultos?»[179]. Si un niño llega al mundo en circunstancias no
deseadas, los padres, u otros miembros de la familia, deben hacer todo
lo posible por aceptarlo como don de Dios y por asumir la
responsabilidad de acogerlo con apertura y cariño. Porque «cuando se
trata de los niños que vienen al mundo, ningún sacrificio de los
adultos será considerado demasiado costoso o demasiado grande, con tal
de evitar que un niño piense que es un error, que no vale nada y que ha
sido abandonado a las heridas de la vida y a la prepotencia de los
hombres»[180]. El don de un nuevo hijo, que el Señor confía a papá y
mamá, comienza con la acogida, prosigue con la custodia a lo largo de
la vida terrena y tiene como destino final el gozo de la vida eterna.
Una mirada serena hacia el cumplimiento último de la persona humana,
hará a los padres todavía más conscientes del precioso don que les ha
sido confiado. En efecto, a ellos les ha concedido Dios elegir el
nombre con el que él llamará cada uno de sus hijos por toda la
eternidad[181].
167. Las familias numerosas son una alegría para la Iglesia. En ellas,
el amor expresa su fecundidad generosa. Esto no implica olvidar una
sana advertencia de san Juan Pablo II, cuando explicaba que la
paternidad responsable no es «procreación ilimitada o falta de
conciencia de lo que implica educar a los hijos, sino más bien la
facultad que los esposos tienen de usar su libertad inviolable de modo
sabio y responsable, teniendo en cuenta tanto las realidades sociales y
demográficas, como su propia situación y sus deseos legítimos»[182].
El amor en la espera propia del embarazo
168. El embarazo es una época difícil, pero también es un tiempo
maravilloso. La madre acompaña a Dios para que se produzca el milagro
de una nueva vida. La maternidad surge de una «particular potencialidad
del organismo femenino, que con peculiaridad creadora sirve a la
concepción y a la generación del ser humano»[183]. Cada mujer participa
del «misterio de la creación, que se renueva en la generación
humana»[184]. Es como dice el Salmo: «Tú me has tejido en el seno
materno» (139,13). Cada niño que se forma dentro de su madre es un
proyecto eterno del Padre Dios y de su amor eterno: «Antes de formarte
en el vientre, te escogí; antes de que salieras del seno materno, te
consagré» (Jr 1,5). Cada niño está en el corazón de Dios desde siempre,
y en el momento en que es concebido se cumple el sueño eterno del
Creador. Pensemos cuánto vale ese embrión desde el instante en que es
concebido. Hay que mirarlo con esos ojos de amor del Padre, que mira
más allá de toda apariencia.
169. La mujer embarazada puede participar de ese proyecto de Dios
soñando a su hijo: «Toda mamá y todo papá soñó a su hijo durante nueve
meses [...] No es posible una familia sin soñar. Cuando en una familia
se pierde la capacidad de soñar los chicos no crecen, el amor no crece,
la vida se debilita y se apaga»[185]. Dentro de ese sueño, para un
matrimonio cristiano, aparece necesariamente el bautismo. Los padres lo
preparan con su oración, entregando su hijo a Jesús ya antes de su
nacimiento.
170. Con los avances de las ciencias hoy se puede saber de antemano qué
color de cabellos tendrá el niño y qué enfermedades podrá sufrir en el
futuro, porque todas las características somáticas de esa persona están
inscritas en su código genético ya en el estado embrionario. Pero sólo
el Padre que lo creó lo conoce en plenitud. Sólo él conoce lo más
valioso, lo más importante, porque él sabe quién es ese niño, cuál es
su identidad más honda. La madre que lo lleva en su seno necesita pedir
luz a Dios para poder conocer en profundidad a su propio hijo y para
esperarlo tal cual es. Algunos padres sienten que su niño no llega en
el mejor momento. Les hace falta pedirle al Señor que los sane y los
fortalezca para aceptar plenamente a ese hijo, para que puedan
esperarlo de corazón. Es importante que ese niño se sienta esperado. Él
no es un complemento o una solución para una inquietud personal. Es un
ser humano, con un valor inmenso, y no puede ser usado para el propio
beneficio. Entonces, no es importante si esa nueva vida te servirá o
no, si tiene características que te agradan o no, si responde o no a
tus proyectos y a tus sueños. Porque «los hijos son un don. Cada uno es
único e irrepetible [...] Se ama a un hijo porque es hijo, no porque es
hermoso o porque es de una o de otra manera; no, porque es hijo. No
porque piensa como yo o encarna mis deseos. Un hijo es un hijo»[186].
El amor de los padres es instrumento del amor del Padre Dios que espera
con ternura el nacimiento de todo niño, lo acepta sin condiciones y lo
acoge gratuitamente.
171. A cada mujer embarazada quiero pedirle con afecto: Cuida tu
alegría, que nada te quite el gozo interior de la maternidad. Ese niño
merece tu alegría. No permitas que los miedos, las preocupaciones, los
comentarios ajenos o los problemas apaguen esa felicidad de ser
instrumento de Dios para traer una nueva vida al mundo. Ocúpate de lo
que haya que hacer o preparar, pero sin obsesionarte, y alaba como
María: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu
en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su sierva» (Lc
1,46-48). Vive ese sereno entusiasmo en medio de tus molestias, y ruega
al Señor que cuide tu alegría para que puedas transmitirla a tu niño.
Amor de madre y de padre
172. «Los niños, apenas nacidos, comienzan a recibir como don, junto a
la comida y los cuidados, la confirmación de las cualidades
espirituales del amor. Los actos de amor pasan a través del don del
nombre personal, el lenguaje compartido, las intenciones de las
miradas, las iluminaciones de las sonrisas. Aprenden así que la belleza
del vínculo entre los seres humanos apunta a nuestra alma, busca
nuestra libertad, acepta la diversidad del otro, lo reconoce y lo
respeta como interlocutor [...] y esto es amor, que trae una chispa del
amor de Dios»[187]. Todo niño tiene derecho a recibir el amor de una
madre y de un padre, ambos necesarios para su maduración íntegra y
armoniosa. Como dijeron los Obispos de Australia, ambos «contribuyen,
cada uno de una manera distinta, a la crianza de un niño. Respetar la
dignidad de un niño significa afirmar su necesidad y derecho natural a
una madre y a un padre»[188]. No se trata sólo del amor del padre y de
la madre por separado, sino también del amor entre ellos, percibido
como fuente de la propia existencia, como nido que acoge y como
fundamento de la familia. De otro modo, el hijo parece reducirse a una
posesión caprichosa. Ambos, varón y mujer, padre y madre, son
«cooperadores del amor de Dios Creador y en cierta manera sus
intérpretes»[189]. Muestran a sus hijos el rostro materno y el rostro
paterno del Señor. Además, ellos juntos enseñan el valor de la
reciprocidad, del encuentro entre diferentes, donde cada uno aporta su
propia identidad y sabe también recibir del otro. Si por alguna razón
inevitable falta uno de los dos, es importante buscar algún modo de
compensarlo, para favorecer la adecuada maduración del hijo.
173. El sentimiento de orfandad que viven hoy muchos niños y jóvenes es
más profundo de lo que pensamos. Hoy reconocemos como muy legítimo, e
incluso deseable, que las mujeres quieran estudiar, trabajar,
desarrollar sus capacidades y tener objetivos personales. Pero, al
mismo tiempo, no podemos ignorar la necesidad que tienen los niños de
la presencia materna, especialmente en los primeros meses de vida. La
realidad es que «la mujer está ante el hombre como madre, sujeto de la
nueva vida humana que se concibe y se desarrolla en ella, y de ella
nace al mundo»[190]. El debilitamiento de la presencia materna con sus
cualidades femeninas es un riesgo grave para nuestra tierra. Valoro el
feminismo cuando no pretende la uniformidad ni la negación de la
maternidad. Porque la grandeza de la mujer implica todos los derechos
que emanan de su inalienable dignidad humana, pero también de su genio
femenino, indispensable para la sociedad[191]. Sus capacidades
específicamente femeninas —en particular la maternidad— le otorgan
también deberes, porque su ser mujer implica también una misión
peculiar en esta tierra, que la sociedad necesita proteger y preservar
para bien de todos.
174. De hecho, «las madres son el antídoto más fuerte ante la difusión
del individualismo egoísta [...] Son ellas quienes testimonian la
belleza de la vida»[192]. Sin duda, «una sociedad sin madres sería una
sociedad inhumana, porque las madres saben testimoniar siempre, incluso
en los peores momentos, la ternura, la entrega, la fuerza moral. Las
madres transmiten a menudo también el sentido más profundo de la
práctica religiosa: en las primeras oraciones, en los primeros gestos
de devoción que aprende un niño[...] Sin las madres, no sólo no habría
nuevos fieles, sino que la fe perdería buena parte de su calor sencillo
y profundo. [...] Queridísimas mamás, gracias, gracias por lo que sois
en la familia y por lo que dais a la Iglesia y al mundo»[193].
175. La madre, que ampara al niño con su ternura y su compasión, le
ayuda a despertar la confianza, a experimentar que el mundo es un lugar
bueno que lo recibe, y esto permite desarrollar una autoestima que
favorece la capacidad de intimidad y la empatía. La figura paterna, por
otra parte, ayuda a percibir los límites de la realidad, y se
caracteriza más por la orientación, por la salida hacia el mundo más
amplio y desafiante, por la invitación al esfuerzo y a la lucha. Un
padre con una clara y feliz identidad masculina, que a su vez combine
en su trato con la mujer el afecto y la protección, es tan necesario
como los cuidados maternos. Hay roles y tareas flexibles, que se
adaptan a las circunstancias concretas de cada familia, pero la
presencia clara y bien definida de las dos figuras, femenina y
masculina, crea el ámbito más adecuado para la maduración del niño.
176. Se dice que nuestra sociedad es una «sociedad sin padres». En la
cultura occidental, la figura del padre estaría simbólicamente ausente,
desviada, desvanecida. Aun la virilidad pareciera cuestionada. Se ha
producido una comprensible confusión, porque «en un primer momento esto
se percibió como una liberación: liberación del padre-patrón, del padre
como representante de la ley que se impone desde fuera, del padre como
censor de la felicidad de los hijos y obstáculo a la emancipación y
autonomía de los jóvenes. A veces, en el pasado, en algunas casas,
reinaba el autoritarismo, en ciertos casos nada menos que el
maltrato»[194]. Pero, «como sucede con frecuencia, se pasa de un
extremo a otro. El problema de nuestros días no parece ser ya tanto la
presencia entrometida del padre, sino más bien su ausencia, el hecho de
no estar presente. El padre está algunas veces tan concentrado en sí
mismo y en su trabajo, y a veces en sus propias realizaciones
individuales, que olvida incluso a la familia. Y deja solos a los
pequeños y a los jóvenes»[195]. La presencia paterna, y por tanto su
autoridad, se ve afectada también por el tiempo cada vez mayor que se
dedica a los medios de comunicación y a la tecnología de la
distracción. Hoy, además, la autoridad está puesta bajo sospecha y los
adultos son crudamente cuestionados. Ellos mismos abandonan las
certezas y por eso no dan orientaciones seguras y bien fundadas a sus
hijos. No es sano que se intercambien los roles entre padres e hijos,
lo cual daña el adecuado proceso de maduración que los niños necesitan
recorrer y les niega un amor orientador que les ayude a madurar[196].
177. Dios pone al padre en la familia para que, con las características
valiosas de su masculinidad, «sea cercano a la esposa, para compartir
todo, alegrías y dolores, cansancios y esperanzas. Y que sea cercano a
los hijos en su crecimiento: cuando juegan y cuando tienen ocupaciones,
cuando están despreocupados y cuando están angustiados, cuando se
expresan y cuando son taciturnos, cuando se lanzan y cuando tienen
miedo, cuando dan un paso equivocado y cuando vuelven a encontrar el
camino; padre presente, siempre. Decir presente no es lo mismo que
decir controlador. Porque los padres demasiado controladores anulan a
los hijos»[197]. Algunos padres se sienten inútiles o innecesarios,
pero la verdad es que «los hijos necesitan encontrar un padre que los
espera cuando regresan de sus fracasos. Harán de todo por no admitirlo,
para no hacerlo ver, pero lo necesitan»[198]. No es bueno que los niños
se queden sin padres y así dejen de ser niños antes de tiempo.
Fecundidad ampliada
178. Muchas parejas de esposos no pueden tener hijos. Sabemos lo mucho
que se sufre por ello. Por otro lado, sabemos también que «el
matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación [...]
Por ello, aunque la prole, tan deseada, muchas veces falte, el
matrimonio, como amistad y comunión de la vida toda, sigue existiendo y
conserva su valor e indisolubilidad»[199]. Además, «la maternidad no es
una realidad exclusivamente biológica, sino que se expresa de diversas
maneras»[200].
179. La adopción es un camino para realizar la maternidad y la
paternidad de una manera muy generosa, y quiero alentar a quienes no
pueden tener hijos a que sean magnánimos y abran su amor matrimonial
para recibir a quienes están privados de un adecuado contexto familiar.
Nunca se arrepentirán de haber sido generosos. Adoptar es el acto de
amor de regalar una familia a quien no la tiene. Es importante insistir
en que la legislación pueda facilitar los trámites de adopción, sobre
todo en los casos de hijos no deseados, en orden a prevenir el aborto o
el abandono. Los que asumen el desafío de adoptar y acogen a una
persona de manera incondicional y gratuita, se convierten en
mediaciones de ese amor de Dios que dice: «Aunque tu madre te olvidase,
yo jamás te olvidaría» (Is 49,15).
180. «La opción de la adopción y de la acogida expresa una fecundidad
particular de la experiencia conyugal, no sólo en los casos de esposos
con problemas de fertilidad [...] Frente a situaciones en las que el
hijo es querido a cualquier precio, como un derecho a la propia
autoafirmación, la adopción y la acogida, entendidas correctamente,
muestran un aspecto importante del ser padres y del ser hijos, en
cuanto ayudan a reconocer que los hijos, tanto naturales como adoptados
o acogidos, son otros sujetos en sí mismos y que hace falta recibirlos,
amarlos, hacerse cargo de ellos y no sólo traerlos al mundo. El interés
superior del niño debe primar en los procesos de adopción y
acogida»[201]. Por otra parte, «se debe frenar el tráfico de niños
entre países y continentes mediante oportunas medidas legislativas y el
control estatal»[202].
181. Conviene también recordar que la procreación o la adopción no son
las únicas maneras de vivir la fecundidad del amor. Aun la familia con
muchos hijos está llamada a dejar su huella en la sociedad donde está
inserta, para desarrollar otras formas de fecundidad que son como la
prolongación del amor que la sustenta. No olviden las familias
cristianas que «la fe no nos aleja del mundo, sino que nos introduce
más profundamente en él [...] Cada uno de nosotros tiene un papel
especial que desempeñar en la preparación de la venida del Reino de
Dios»[203]. La familia no debe pensar a sí misma como un recinto
llamado a protegerse de la sociedad. No se queda a la espera, sino que
sale de sí en la búsqueda solidaria. Así se convierte en un nexo de
integración de la persona con la sociedad y en un punto de unión entre
lo público y lo privado. Los matrimonios necesitan adquirir una clara y
convencida conciencia sobre sus deberes sociales. Cuando esto sucede,
el afecto que los une no disminuye, sino que se llena de nueva luz,
como lo expresan los siguientes versos:
«Tus manos son mi caricia
mis acordes cotidianos
te quiero porque tus manos
trabajan por la justicia.
Si te quiero es porque sos
mi amor mi cómplice y todo
y en la calle codo a codo
somos mucho más que dos».[204]
182. Ninguna familia puede ser fecunda si se concibe como demasiado
diferente o «separada». Para evitar este riesgo, recordemos que la
familia de Jesús, llena de gracia y de sabiduría, no era vista como una
familia «rara», como un hogar extraño y alejado del pueblo. Por eso
mismo a la gente le costaba reconocer la sabiduría de Jesús y decía:
«¿De dónde saca todo eso? [...] ¿No es este el carpintero, el hijo de
María?» (Mc 6,2-3). «¿No es el hijo del carpintero?» (Mc 6,2-3). «¿No
es este el hijo del carpintero?» (Mt 13,55). Esto confirma que era una
familia sencilla, cercana a todos, integrada con normalidad en el
pueblo. Jesús tampoco creció en una relación cerrada y absorbente con
María y con José, sino que se movía gustosamente en la familia
ampliada, que incluía a los parientes y amigos. Eso explica que, cuando
volvían de Jerusalén, sus padres aceptaban que el niño de doce años se
perdiera en la caravana un día entero, escuchando las narraciones y
compartiendo las preocupaciones de todos: «Creyendo que estaba en la
caravana, anduvieron el camino de un día» (Lc 2,44). Sin embargo a
veces sucede que algunas familias cristianas, por el lenguaje que usan,
por el modo de decir las cosas, por el estilo de su trato, por la
repetición constante de dos o tres temas, son vistas como lejanas, como
separadas de la sociedad, y hasta sus propios parientes se sienten
despreciados o juzgados por ellas.
183. Un matrimonio que experimente la fuerza del amor, sabe que ese
amor está llamado a sanar las heridas de los abandonados, a instaurar
la cultura del encuentro, a luchar por la justicia. Dios ha confiado a
la familia el proyecto de hacer «doméstico» el mundo[205], para que
todos lleguen a sentir a cada ser humano como un hermano: «Una mirada
atenta a la vida cotidiana de los hombres y mujeres de hoy muestra
inmediatamente la necesidad que hay por todos lados de una robusta
inyección de espíritu familiar [...] No sólo la organización de la vida
común se topa cada vez más con una burocracia del todo extraña a las
uniones humanas fundamentales, sino, incluso, las costumbres sociales y
políticas muestran a menudo signos de degradación»[206]. En cambio, las
familias abiertas y solidarias hacen espacio a los pobres, son capaces
de tejer una amistad con quienes lo están pasando peor que ellas. Si
realmente les importa el Evangelio, no pueden olvidar lo que dice
Jesús: «Que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis hermanos
más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). En definitiva, viven lo
que se nos pide con tanta elocuencia en este texto: «Cuando des una
comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus
parientes, ni a tus vecinos ricos. Porque si luego ellos te invitan a
ti, esa será tu recompensa. Cuando des un banquete, llama a los pobres,
a los lisiados, a los cojos, a los ciegos, y serás dichoso» (Lc
14,12-14). ¡Serás dichoso! He aquí el secreto de una familia feliz.
184. Con el testimonio, y también con la palabra, las familias hablan
de Jesús a los demás, transmiten la fe, despiertan el deseo de Dios, y
muestran la belleza del Evangelio y del estilo de vida que nos propone.
Así, los matrimonios cristianos pintan el gris del espacio público
llenándolo del color de la fraternidad, de la sensibilidad social, de
la defensa de los frágiles, de la fe luminosa, de la esperanza activa.
Su fecundidad se amplía y se traduce en miles de maneras de hacer
presente el amor de Dios en la sociedad.
Discernir el cuerpo
185. En esta línea es conveniente tomar muy en serio un texto bíblico
que suele ser interpretado fuera de su contexto, o de una manera muy
general, con lo cual se puede descuidar su sentido más inmediato y
directo, que es marcadamente social. Se trata de 1 Co 11,17-34, donde
san Pablo enfrenta una situación vergonzosa de la comunidad. Allí,
algunas personas acomodadas tendían a discriminar a los pobres, y esto
se producía incluso en el ágape que acompañaba a la celebración de la
Eucaristía. Mientras los ricos gustaban sus manjares, los pobres se
quedaban mirando y sin tener qué comer: Así, «uno pasa hambre, el otro
está borracho. ¿No tenéis casas donde comer y beber? ¿O tenéis en tan
poco a la Iglesia de Dios que humilláis a los pobres?» (vv. 21-22).
186. La Eucaristía reclama la integración en un único cuerpo eclesial.
Quien se acerca al Cuerpo y a la Sangre de Cristo no puede al mismo
tiempo ofender este mismo Cuerpo provocando escandalosas divisiones y
discriminaciones entre sus miembros. Se trata, pues, de «discernir» el
Cuerpo del Señor, de reconocerlo con fe y caridad, tanto en los signos
sacramentales como en la comunidad, de otro modo, se come y se bebe la
propia condenación (cf. v. 11, 29). Este texto bíblico es una seria
advertencia para las familias que se encierran en su propia comodidad y
se aíslan, pero más particularmente para las familias que permanecen
indiferentes ante el sufrimiento de las familias pobres y más
necesitadas. La celebración eucarística se convierte así en un
constante llamado para «que cada cual se examine» (v. 28) en orden a
abrir las puertas de la propia familia a una mayor comunión con los
descartables de la sociedad, y, entonces sí, recibir el Sacramento del
amor eucarístico que nos hace un sólo cuerpo. No hay que olvidar que
«la “mística” del Sacramento tiene un carácter social»[207]. Cuando
quienes comulgan se resisten a dejarse impulsar en un compromiso con
los pobres y sufrientes, o consienten distintas formas de división, de
desprecio y de inequidad, la Eucaristía es recibida indignamente. En
cambio, las familias que se alimentan de la Eucaristía con adecuada
disposición refuerzan su deseo de fraternidad, su sentido social y su
compromiso con los necesitados.
La vida en la familia grande
187. El pequeño núcleo familiar no debería aislarse de la familia
ampliada, donde están los padres, los tíos, los primos, e incluso los
vecinos. En esa familia grande puede haber algunos necesitados de
ayuda, o al menos de compañía y de gestos de afecto, o puede haber
grandes sufrimientos que necesitan un consuelo[208]. El individualismo
de estos tiempos a veces lleva a encerrarse en un pequeño nido de
seguridad y a sentir a los otros como un peligro molesto. Sin embargo,
ese aislamiento no brinda más paz y felicidad, sino que cierra el
corazón de la familia y la priva de la amplitud de la existencia.
Ser hijos
188. En primer lugar, hablemos de los propios padres. Jesús recordaba a
los fariseos que el abandono de los padres está en contra de la Ley de
Dios (cf. Mc 7,8-13). A nadie le hace bien perder la conciencia de ser
hijo. En cada persona, «incluso cuando se llega a la edad de adulto o
anciano, también si se convierte en padre, si ocupa un sitio de
responsabilidad, por debajo de todo esto permanece la identidad de
hijo. Todos somos hijos. Y esto nos reconduce siempre al hecho de que
la vida no nos la hemos dado nosotros mismos sino que la hemos
recibido. El gran don de la vida es el primer regalo que nos ha sido
dado»[209].
189. Por eso, «el cuarto mandamiento pide a los hijos [...] que honren
al padre y a la madre (cf. Ex 20,12). Este mandamiento viene
inmediatamente después de los que se refieren a Dios mismo. En efecto,
encierra algo sagrado, algo divino, algo que está en la raíz de
cualquier otro tipo de respeto entre los hombres. Y en la formulación
bíblica del cuarto mandamiento se añade: “para que se prolonguen tus
días en la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar”. El vínculo
virtuoso entre las generaciones es garantía de futuro, y es garantía de
una historia verdaderamente humana. Una sociedad de hijos que no honran
a sus padres es una sociedad sin honor [...] Es una sociedad destinada
a poblarse de jóvenes desapacibles y ávidos»[210].
190. Pero la moneda tiene otra cara: «Abandonará el hombre a su padre y
a su madre» (Gn 2,24), dice la Palabra de Dios. Esto a veces no se
cumple, y el matrimonio no termina de asumirse porque no se ha hecho
esa renuncia y esa entrega. Los padres no deben ser abandonados ni
descuidados, pero para unirse en matrimonio hay que dejarlos, de manera
que el nuevo hogar sea la morada, la protección, la plataforma y el
proyecto, y sea posible convertirse de verdad en «una sola carne»
(ibíd.). En algunos matrimonios ocurre que se ocultan muchas cosas al
propio cónyuge que, en cambio se hablan con los propios padres, hasta
el punto que importan más las opiniones de los padres que los
sentimientos y las opiniones del cónyuge. No es fácil sostener esta
situación por mucho tiempo, y sólo cabe de manera provisoria, mientras
se crean las condiciones para crecer en la confianza y en la
comunicación. El matrimonio desafía a encontrar una nueva manera de ser
hijos.
Los ancianos
191. «No me rechaces ahora en la vejez, me van faltando las fuerzas, no
me abandones» (Sal 71,9). Es el clamor del anciano, que teme el olvido
y el desprecio. Así como Dios nos invita a ser sus instrumentos para
escuchar la súplica de los pobres, también espera que escuchemos el
grito de los ancianos[211]. Esto interpela a las familias y a las
comunidades, porque «la Iglesia no puede y no quiere conformarse a una
mentalidad de intolerancia, y mucho menos de indiferencia y desprecio,
respecto a la vejez. Debemos despertar el sentido colectivo de
gratitud, de aprecio, de hospitalidad, que hagan sentir al anciano
parte viva de su comunidad. Los ancianos son hombres y mujeres, padres
y madres que estuvieron antes que nosotros en el mismo camino, en
nuestra misma casa, en nuestra diaria batalla por una vida digna»[212].
Por eso, «¡cuánto quisiera una Iglesia que desafía la cultura del
descarte con la alegría desbordante de un nuevo abrazo entre los
jóvenes y los ancianos!»[213].
192. San Juan Pablo II nos invitó a prestar atención al lugar del
anciano en la familia, porque hay culturas que, «como consecuencia de
un desordenado desarrollo industrial y urbanístico, han llevado y
siguen llevando a los ancianos a formas inaceptables de
marginación»[214]. Los ancianos ayudan a percibir «la continuidad de
las generaciones», con «el carisma de servir de puente»[215]. Muchas
veces son los abuelos quienes aseguran la transmisión de los grandes
valores a sus nietos, y «muchas personas pueden reconocer que deben
precisamente a sus abuelos la iniciación a la vida cristiana»[216]. Sus
palabras, sus caricias o su sola presencia, ayudan a los niños a
reconocer que la historia no comienza con ellos, que son herederos de
un viejo camino y que es necesario respetar el trasfondo que nos
antecede. Quienes rompen lazos con la historia tendrán dificultades
para tejer relaciones estables y para reconocer que no son los dueños
de la realidad. Entonces, «la atención a los ancianos habla de la
calidad de una civilización. ¿Se presta atención al anciano en una
civilización? ¿Hay sitio para el anciano? Esta civilización seguirá
adelante si sabe respetar la sabiduría, la sabiduría de los
ancianos»[217].
193. La ausencia de memoria histórica es un serio defecto de nuestra
sociedad. Es la mentalidad inmadura del «ya fue». Conocer y poder tomar
posición frente a los acontecimientos pasados es la única posibilidad
de construir un futuro con sentido. No se puede educar sin memoria:
«Recordad aquellos días primeros» (Hb 10,32). Las narraciones de los
ancianos hacen mucho bien a los niños y jóvenes, ya que los conectan
con la historia vivida tanto de la familia como del barrio y del país.
Una familia que no respeta y atiende a sus abuelos, que son su memoria
viva, es una familia desintegrada; pero una familia que recuerda es una
familia con porvenir. Por lo tanto, «en una civilización en la que no
hay sitio para los ancianos o se los descarta porque crean problemas,
esta sociedad lleva consigo el virus de la muerte»[218], ya que «se
arranca de sus propias raíces»[219]. El fenómeno de la orfandad
contemporánea, en términos de discontinuidad, desarraigo y caída de las
certezas que dan forma a la vida, nos desafía a hacer de nuestras
familias un lugar donde los niños puedan arraigarse en el suelo de una
historia colectiva.
Ser hermanos
194. La relación entre los hermanos se profundiza con el paso del
tiempo, y «el vínculo de fraternidad que se forma en la familia entre
los hijos, si se da en un clima de educación abierto a los demás, es
una gran escuela de libertad y de paz. En la familia, entre hermanos,
se aprende la convivencia humana [...] Tal vez no siempre somos
conscientes de ello, pero es precisamente la familia la que introduce
la fraternidad en el mundo. A partir de esta primera experiencia de
hermandad, nutrida por los afectos y por la educación familiar, el
estilo de la fraternidad se irradia como una promesa sobre toda la
sociedad»[220].
195. Crecer entre hermanos brinda la hermosa experiencia de cuidarnos,
de ayudar y de ser ayudados. Por eso, «la fraternidad en la familia
resplandece de modo especial cuando vemos el cuidado, la paciencia, el
afecto con los cuales se rodea al hermanito o a la hermanita más
débiles, enfermos, o con discapacidad»[221]. Hay que reconocer que
«tener un hermano, una hermana que te quiere, es una experiencia
fuerte, impagable, insustituible»[222], pero hay que enseñar con
paciencia a los hijos a tratarse como hermanos. Ese aprendizaje, a
veces costoso, es una verdadera escuela de sociabilidad. En algunos
países existe una fuerte tendencia a tener un solo hijo, con lo cual la
experiencia de ser hermano comienza a ser poco común. En los casos en
que no se haya podido tener más de un hijo, habrá que encontrar las
maneras de que el niño no crezca solo o aislado.
Un corazón grande
196. Además del círculo pequeño que conforman los cónyuges y sus hijos,
está la familia grande que no puede ser ignorada. Porque «el amor entre
el hombre y la mujer en el matrimonio y, de forma derivada y más
amplia, el amor entre los miembros de la misma familia —entre padres e
hijos, entre hermanos y hermanas, entre parientes y familiares— está
animado e impulsado por un dinamismo interior e incesante que conduce
la familia a una comunión cada vez más profunda e intensa, fundamento y
alma de la comunidad conyugal y familiar»[223]. Allí también se
integran los amigos y las familias amigas, e incluso las comunidades de
familias que se apoyan mutuamente en sus dificultades, en su compromiso
social y en su fe.
197. Esta familia grande debería integrar con mucho amor a las madres
adolescentes, a los niños sin padres, a las mujeres solas que deben
llevar adelante la educación de sus hijos, a las personas con alguna
discapacidad que requieren mucho afecto y cercanía, a los jóvenes que
luchan contra una adicción, a los solteros, separados o viudos que
sufren la soledad, a los ancianos y enfermos que no reciben el apoyo de
sus hijos, y en su seno tienen cabida «incluso los más desastrosos en
las conductas de su vida»[224]. También puede ayudar a compensar las
fragilidades de los padres, o detectar y denunciar a tiempo posibles
situaciones de violencia o incluso de abuso sufridas por los niños,
dándoles un amor sano y una tutela familiar cuando sus padres no pueden
asegurarla.
198. Finalmente, no se puede olvidar que en esta familia grande están
también el suegro, la suegra y todos los parientes del cónyuge. Una
delicadeza propia del amor consiste en evitar verlos como competidores,
como seres peligrosos, como invasores. La unión conyugal reclama
respetar sus tradiciones y costumbres, tratar de comprender su
lenguaje, contener las críticas, cuidarlos e integrarlos de alguna
manera en el propio corazón, aun cuando haya que preservar la legítima
autonomía y la intimidad de la pareja. Estas actitudes son también un
modo exquisito de expresar la generosidad de la entrega amorosa al
propio cónyuge.
Capítulo sexto
ALGUNAS PERSPECTIVAS PASTORALES
199. El diálogo del camino sinodal llevaron a plantear la necesidad de
desarrollar nuevos caminos pastorales, que procuraré recoger ahora de
manera general. Serán las distintas comunidades quienes deberán
elaborar propuestas más prácticas y eficaces, que tengan en cuenta
tanto las enseñanzas de la Iglesia como las necesidades y los desafíos
locales. Sin pretender presentar aquí una pastoral de la familia,
quiero detenerme sólo a recoger algunos de los grandes desafíos
pastorales.
Anunciar el Evangelio de la familia hoy
200. Los Padres sinodales insistieron en que las familias cristianas,
por la gracia del sacramento nupcial, son los principales sujetos de la
pastoral familiar, sobre todo aportando «el testimonio gozoso de los
cónyuges y de las familias, iglesias domésticas»[225]. Por ello,
remarcaron que «se trata de hacer experimentar que el Evangelio de la
familia es alegría que “llena el corazón y la vida entera”, porque en
Cristo somos “liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior,
del aislamiento” (Evangelii gaudium, 1). A la luz de la parábola del
sembrador (cf. Mt 13,3-9), nuestra tarea es cooperar en la siembra: lo
demás es obra de Dios. Tampoco hay que olvidar que la Iglesia que
predica sobre la familia es signo de contradicción»[226], pero los
matrimonios agradecen que los pastores les ofrezcan motivaciones para
una valiente apuesta por un amor fuerte, sólido, duradero, capaz de
hacer frente a todo lo que se le cruce por delante. La Iglesia quiere
llegar a las familias con humilde comprensión, y su deseo «es acompañar
a cada una y a todas las familias para que puedan descubrir la mejor
manera de superar las dificultades que se encuentran en su
camino»[227]. No basta incorporar una genérica preocupación por la
familia en los grandes proyectos pastorales. Para que las familias
puedan ser cada vez más sujetos activos de la pastoral familiar, se
requiere «un esfuerzo evangelizador y catequístico dirigido a la
familia»[228], que la oriente en este sentido.
201. «Esto exige a toda la Iglesia una conversión misionera: es
necesario no quedarse en un anuncio meramente teórico y desvinculado de
los problemas reales de las personas»[229]. La pastoral familiar «debe
hacer experimentar que el Evangelio de la familia responde a las
expectativas más profundas de la persona humana: a su dignidad y a la
realización plena en la reciprocidad, en la comunión y en la
fecundidad. No se trata solamente de presentar una normativa, sino de
proponer valores, respondiendo a la necesidad que se constata hoy,
incluso en los países más secularizados, de tales valores»[230].
También «se ha subrayado la necesidad de una evangelización que
denuncie con franqueza los condicionamientos culturales, sociales,
políticos y económicos, como el espacio excesivo concedido a la lógica
de mercado, que impiden una auténtica vida familiar, determinando
discriminaciones, pobreza, exclusiones y violencia. Para ello, hay que
entablar un diálogo y una cooperación con las estructuras sociales, así
como alentar y sostener a los laicos que se comprometen, como
cristianos, en el ámbito cultural y sociopolítico»[231].
202. «La principal contribución a la pastoral familiar la ofrece la
parroquia, que es una familia de familias, donde se armonizan los
aportes de las pequeñas comunidades, movimientos y asociaciones
eclesiales»[232]. Junto con una pastoral específicamente orientada a
las familias, se nos plantea la necesidad de «una formación más
adecuada de los presbíteros, los diáconos, los religiosos y las
religiosas, los catequistas y otros agentes pastorales»[233]. En las
respuestas a las consultas enviadas a todo el mundo, se ha destacado
que a los ministros ordenados les suele faltar formación adecuada para
tratar los complejos problemas actuales de las familias. En este
sentido, también puede ser útil la experiencia de la larga tradición
oriental de los sacerdotes casados.
203. Los seminaristas deberían acceder a una formación
interdisciplinaria más amplia sobre noviazgo y matrimonio, y no sólo en
cuanto a la doctrina. Además, la formación no siempre les permite
desplegar su mundo psicoafectivo. Algunos llevan sobre sus vidas la
experiencia de su propia familia herida, con ausencia de padres y con
inestabilidad emocional. Habrá que garantizar durante la formación una
maduración para que los futuros ministros posean el equilibrio psíquico
que su tarea les exige. Los vínculos familiares son fundamentales para
fortalecer la sana autoestima de los seminaristas. Por ello es
importante que las familias acompañen todo el proceso del seminario y
del sacerdocio, ya que ayudan a fortalecerlo de un modo realista. En
ese sentido, es saludable la combinación de algún tiempo de vida en el
seminario con otro de vida en parroquias, que permita tomar mayor
contacto con la realidad concreta de las familias. En efecto, a lo
largo de su vida pastoral el sacerdote se encuentra sobre todo con
familias. «La presencia de los laicos y de las familias, en particular
la presencia femenina, en la formación sacerdotal, favorece el aprecio
por la variedad y complementariedad de las diversas vocaciones en la
Iglesia»[234].
204. Las respuestas a las consultas también expresan con insistencia la
necesidad de la formación de agentes laicos de pastoral familiar con
ayuda de psicopedagogos, médicos de familia, médicos comunitarios,
asistentes sociales, abogados de minoridad y familia, con apertura a
recibir los aportes de la psicología, la sociología, la sexología, e
incluso el counseling. Los profesionales, en especial quienes tienen
experiencia de acompañamiento, ayudan a encarnar las propuestas
pastorales en las situaciones reales y en las inquietudes concretas de
las familias. «Los caminos y cursos de formación destinados
específicamente a los agentes de pastoral podrán hacerles idóneos para
inserir el mismo camino de preparación al matrimonio en la dinámica más
amplia de la vida eclesial»[235]. Una buena capacitación pastoral es
importante «sobre todo a la vista de las situaciones particulares de
emergencia derivadas de los casos de violencia doméstica y el abuso
sexual»[236]. Todo esto de ninguna manera disminuye, sino que
complementa, el valor fundamental de la dirección espiritual, de los
inestimables recursos espirituales de la Iglesia y de la Reconciliación
sacramental.
Guiar a los prometidos en el camino de preparación al matrimonio
205. Los Padres sinodales han dicho de diversas maneras que necesitamos
ayudar a los jóvenes a descubrir el valor y la riqueza del
matrimonio[237]. Deben poder percibir el atractivo de una unión plena
que eleva y perfecciona la dimensión social de la existencia, otorga a
la sexualidad su mayor sentido, a la vez que promueve el bien de los
hijos y les ofrece el mejor contexto para su maduración y educación.
206. «La compleja realidad social y los desafíos que la familia está
llamada a afrontar hoy requieren un compromiso mayor de toda la
comunidad cristiana en la preparación de los prometidos al matrimonio.
Es preciso recordar la importancia de las virtudes. Entre estas, la
castidad resulta condición preciosa para el crecimiento genuino del
amor interpersonal. Respecto a esta necesidad, los Padres sinodales
eran concordes en subrayar la exigencia de una mayor implicación de
toda la comunidad, privilegiando el testimonio de las familias, además
de un arraigo de la preparación al matrimonio en el camino de
iniciación cristiana, haciendo hincapié en el nexo del matrimonio con
el bautismo y los otros sacramentos. Del mismo modo, se puso de relieve
la necesidad de programas específicos para la preparación próxima al
matrimonio que sean una auténtica experiencia de participación en la
vida eclesial y profundicen en los diversos aspectos de la vida
familiar»[238].
207. Invito a las comunidades cristianas a reconocer que acompañar el
camino de amor de los novios es un bien para ellas mismas. Como bien
dijeron los Obispos de Italia, los que se casan son para su comunidad
cristiana «un precioso recurso, porque, empeñándose con sinceridad para
crecer en el amor y en el don recíproco, pueden contribuir a renovar el
tejido mismo de todo el cuerpo eclesial: la particular forma de amistad
que ellos viven puede volverse contagiosa, y hacer crecer en la amistad
y en la fraternidad a la comunidad cristiana de la cual forman
parte»[239]. Hay diversas maneras legítimas de organizar la preparación
próxima al matrimonio, y cada Iglesia local discernirá lo que sea
mejor, procurando una formación adecuada que al mismo tiempo no aleje a
los jóvenes del sacramento. No se trata de darles todo el Catecismo ni
de saturarlos con demasiados temas. Porque aquí también vale que «no el
mucho saber harta y satisface al alma, sino el sentir y gustar de las
cosas interiormente»[240]. Interesa más la calidad que la cantidad, y
hay que dar prioridad —junto con un renovado anuncio del kerygma— a
aquellos contenidos que, comunicados de manera atractiva y cordial, les
ayuden a comprometerse en un camino de toda la vida «con gran ánimo y
liberalidad»[241]. Se trata de una suerte de «iniciación» al sacramento
del matrimonio que les aporte los elementos necesarios para poder
recibirlo con las mejores disposiciones y comenzar con cierta solidez
la vida familiar.
208. Conviene encontrar además las maneras, a través de las familias
misioneras, de las propias familias de los novios y de diversos
recursos pastorales, de ofrecer una preparación remota que haga madurar
el amor que se tienen, con un acompañamiento cercano y testimonial.
Suelen ser muy útiles los grupos de novios y las ofertas de charlas
opcionales sobre una variedad de temas que interesan realmente a los
jóvenes. No obstante, son indispensables algunos momentos
personalizados, porque el principal objetivo es ayudar a cada uno para
que aprenda a amar a esta persona concreta con la que pretende
compartir toda la vida. Aprender a amar a alguien no es algo que se
improvisa ni puede ser el objetivo de un breve curso previo a la
celebración del matrimonio. En realidad, cada persona se prepara para
el matrimonio desde su nacimiento. Todo lo que su familia le aportó
debería permitirle aprender de la propia historia y capacitarle para un
compromiso pleno y definitivo. Probablemente quienes llegan mejor
preparados al casamiento son quienes han aprendido de sus propios
padres lo que es un matrimonio cristiano, donde ambos se han elegido
sin condiciones, y siguen renovando esa decisión. En ese sentido, todas
las acciones pastorales tendientes a ayudar a los matrimonios a crecer
en el amor y a vivir el Evangelio en la familia, son una ayuda
inestimable para que sus hijos se preparen para su futura vida
matrimonial. Tampoco hay que olvidar los valiosos recursos de la
pastoral popular. Para dar un sencillo ejemplo, recuerdo el día de san
Valentín, que en algunos países es mejor aprovechado por los
comerciantes que por la creatividad de los pastores.
209. La preparación de los que ya formalizaron un noviazgo, cuando la
comunidad parroquial logra acompañarlos con un buen tiempo de
anticipación, también debe darles la posibilidad de reconocer
incompatibilidades o riesgos. De este modo se puede llegar a advertir
que no es razonable apostar por esa relación, para no exponerse a un
fracaso previsible que tendrá consecuencias muy dolorosas. El problema
es que el deslumbramiento inicial lleva a tratar de ocultar o de
relativizar muchas cosas, se evita discrepar, y así sólo se patean las
dificultades para adelante. Los novios deberían ser estimulados y
ayudados para que puedan hablar de lo que cada uno espera de un
eventual matrimonio, de su modo de entender lo que es el amor y el
compromiso, de lo que se desea del otro, del tipo de vida en común que
se quisiera proyectar. Estas conversaciones pueden ayudar a ver que en
realidad los puntos de contacto son escasos, y que la mera atracción
mutua no será suficiente para sostener la unión. Nada es más volátil,
precario e imprevisible que el deseo, y nunca hay que alentar una
decisión de contraer matrimonio si no se han ahondado otras
motivaciones que otorguen a ese compromiso posibilidades reales de
estabilidad.
210. En todo caso, si se reconocen con claridad los puntos débiles del
otro, es necesario que haya una confianza realista en la posibilidad de
ayudarle a desarrollar lo mejor de su persona para contrarrestar el
peso de sus fragilidades, con un firme interés en promoverlo como ser
humano. Esto implica aceptar con sólida voluntad la posibilidad de
afrontar algunas renuncias, momentos difíciles y situaciones
conflictivas, y la decisión firme de prepararse para ello. Se deben
detectar las señales de peligro que podría tener la relación, para
encontrar antes del casamiento recursos que permitan afrontarlas con
éxito. Lamentablemente, muchos llegan a las nupcias sin conocerse. Sólo
se han distraído juntos, han hecho experiencias juntos, pero no han
enfrentado el desafío de mostrarse a sí mismos y de aprender quién es
en realidad el otro.
211. Tanto la preparación próxima como el acompañamiento más
prolongado, deben asegurar que los novios no vean el casamiento como el
final del camino, sino que asuman el matrimonio como una vocación que
los lanza hacia adelante, con la firme y realista decisión de atravesar
juntos todas las pruebas y momentos difíciles. La pastoral
prematrimonial y la pastoral matrimonial deben ser ante todo una
pastoral del vínculo, donde se aporten elementos que ayuden tanto a
madurar el amor como a superar los momentos duros. Estos aportes no son
únicamente convicciones doctrinales, ni siquiera pueden reducirse a los
preciosos recursos espirituales que siempre ofrece la Iglesia, sino que
también deben ser caminos prácticos, consejos bien encarnados, tácticas
tomadas de la experiencia, orientaciones psicológicas. Todo esto
configura una pedagogía del amor que no puede ignorar la sensibilidad
actual de los jóvenes, en orden a movilizarlos interiormente. A su vez,
en la preparación de los novios, debe ser posible indicarles lugares y
personas, consultorías o familias disponibles, donde puedan acudir en
busca de ayuda cuando surjan dificultades. Pero nunca hay que olvidar
la propuesta de la Reconciliación sacramental, que permite colocar los
pecados y los errores de la vida pasada, y de la misma relación, bajo
el influjo del perdón misericordioso de Dios y de su fuerza sanadora.
Preparación de la celebración
212. La preparación próxima al matrimonio tiende a concentrarse en las
invitaciones, la vestimenta, la fiesta y los innumerables detalles que
consumen tanto el presupuesto como las energías y la alegría. Los
novios llegan agobiados y agotados al casamiento, en lugar de dedicar
las mejores fuerzas a prepararse como pareja para el gran paso que van
a dar juntos. Esta mentalidad se refleja también en algunas uniones de
hecho que nunca llegan al casamiento porque piensan en festejos
demasiado costosos, en lugar de dar prioridad al amor mutuo y a su
formalización ante los demás. Queridos novios: «Tened la valentía de
ser diferentes, no os dejéis devorar por la sociedad del consumo y de
la apariencia. Lo que importa es el amor que os une, fortalecido y
santificado por la gracia. Vosotros sois capaces de optar por un
festejo austero y sencillo, para colocar el amor por encima de todo».
Los agentes de pastoral y la comunidad entera pueden ayudar a que esta
prioridad se convierta en lo normal y no en la excepción.
213. En la preparación más inmediata es importante iluminar a los
novios para vivir con mucha hondura la celebración litúrgica,
ayudándoles a percibir y vivir el sentido de cada gesto. Recordemos que
un compromiso tan grande como el que expresa el consentimiento
matrimonial, y la unión de los cuerpos que consuma el matrimonio,
cuando se trata de dos bautizados, sólo pueden interpretarse como
signos del amor del Hijo de Dios hecho carne y unido con su Iglesia en
alianza de amor. En los bautizados, las palabras y los gestos se
convierten en un lenguaje elocuente de la fe. El cuerpo, con los
significados que Dios ha querido infundirle al crearlo «se convierte en
el lenguaje de los ministros del sacramento, conscientes de que en el
pacto conyugal se manifiesta y se realiza el misterio»[242].
214. A veces, los novios no perciben el peso teológico y espiritual del
consentimiento, que ilumina el significado de todos los gestos
posteriores. Hace falta destacar que esas palabras no pueden ser
reducidas al presente; implican una totalidad que incluye el futuro:
«hasta que la muerte los separe». El sentido del consentimiento muestra
que «libertad y fidelidad no se oponen, más bien se sostienen
mutuamente, tanto en las relaciones interpersonales, como en las
sociales. Efectivamente, pensemos en los daños que producen, en la
civilización de la comunicación global, la inflación de promesas
incumplidas [...] El honor de la palabra dada, la fidelidad a la
promesa, no se pueden comprar ni vender. No se pueden imponer con la
fuerza, pero tampoco custodiar sin sacrificio»[243].
215. Los obispos de Kenia advirtieron que, «demasiado centrados en el
día de la boda, los futuros esposos se olvidan de que están
preparándose para un compromiso que dura toda la vida»[244]. Hay que
ayudar a advertir que el sacramento no es sólo un momento que luego
pasa a formar parte del pasado y de los recuerdos, porque ejerce su
influencia sobre toda la vida matrimonial, de manera permanente[245].
El significado procreativo de la sexualidad, el lenguaje del cuerpo, y
los gestos de amor vividos en la historia de un matrimonio, se
convierten en una «ininterrumpida continuidad del lenguaje litúrgico» y
«la vida conyugal viene a ser, en algún sentido, liturgia»[246].
216. También se puede meditar con las lecturas bíblicas y enriquecer la
comprensión de los anillos que se intercambian, o de otros signos que
formen parte del rito. Pero no sería bueno que se llegue al casamiento
sin haber orado juntos, el uno por el otro, pidiendo ayuda a Dios para
ser fieles y generosos, preguntándole juntos a Dios qué es lo que él
espera de ellos, e incluso consagrando su amor ante una imagen de
María. Quienes los acompañen en la preparación del matrimonio deberían
orientarlos para que sepan vivir esos momentos de oración que pueden
hacerles mucho bien. «La liturgia nupcial es un evento único, que se
vive en el contexto familiar y social de una fiesta. Jesús inició sus
milagros en el banquete de bodas de Caná: el vino bueno del milagro del
Señor, que anima el nacimiento de una nueva familia, es el vino nuevo
de la Alianza de Cristo con los hombres y mujeres de todos los tiempos
[...] Generalmente, el celebrante tiene la oportunidad de dirigirse a
una asamblea compuesta de personas que participan poco en la vida
eclesial o que pertenecen a otra confesión cristiana o comunidad
religiosa. Por lo tanto, se trata de una ocasión imperdible para
anunciar el Evangelio de Cristo»[247].
Acompañar en los primeros años de la vida matrimonial
217. Tenemos que reconocer como un gran valor que se comprenda que el
matrimonio es una cuestión de amor, que sólo pueden casarse los que se
eligen libremente y se aman. No obstante, cuando el amor se convierte
en una mera atracción o en una afectividad difusa, esto hace que los
cónyuges sufran una extraordinaria fragilidad cuando la afectividad
entra en crisis o cuando la atracción física decae. Dado que estas
confusiones son frecuentes, se vuelve imprescindible acompañar en los
primeros años de la vida matrimonial para enriquecer y profundizar la
decisión consciente y libre de pertenecerse y de amarse hasta el fin.
Muchas veces, el tiempo de noviazgo no es suficiente, la decisión de
casarse se precipita por diversas razones y, como si no bastara, la
maduración de los jóvenes se ha retrasado. Entonces, los recién casados
tienen que completar ese proceso que debería haberse realizado durante
el noviazgo.
218. Por otra parte, quiero insistir en que un desafío de la pastoral
matrimonial es ayudar a descubrir que el matrimonio no puede entenderse
como algo acabado. La unión es real, es irrevocable, y ha sido
confirmada y consagrada por el sacramento del matrimonio. Pero al
unirse, los esposos se convierten en protagonistas, dueños de su
historia y creadores de un proyecto que hay que llevar adelante juntos.
La mirada se dirige al futuro que hay que construir día a día con la
gracia de Dios y, por eso mismo, al cónyuge no se le exige que sea
perfecto. Hay que dejar a un lado las ilusiones y aceptarlo como es:
inacabado, llamado a crecer, en proceso. Cuando la mirada hacia el
cónyuge es constantemente crítica, eso indica que no se ha asumido el
matrimonio también como un proyecto de construir juntos, con paciencia,
comprensión, tolerancia y generosidad. Esto lleva a que el amor sea
sustituido poco a poco por una mirada inquisidora e implacable, por el
control de los méritos y derechos de cada uno, por los reclamos, la
competencia y la autodefensa. Así se vuelven incapaces de hacerse cargo
el uno del otro para la maduración de los dos y para el crecimiento de
la unión. A los nuevos matrimonios hay que mostrarles esto con claridad
realista desde el inicio, de manera que tomen conciencia de que «están
comenzando». El sí que se dieron es el inicio de un itinerario, con un
objetivo capaz de superar lo que planteen las circunstancias y los
obstáculos que se interpongan. La bendición recibida es una gracia y un
impulso para ese camino siempre abierto. Suele ayudar el que se sienten
a dialogar para elaborar su proyecto concreto en sus objetivos, sus
instrumentos, sus detalles.
219. Recuerdo un refrán que decía que el agua estancada se corrompe, se
echa a perder. Es lo que pasa cuando esa vida del amor en los primeros
años del matrimonio se estanca, deja de estar en movimiento, deja de
tener esa inquietud que la empuja hacia delante. La danza hacia
adelante con ese amor joven, la danza con esos ojos asombrados hacia la
esperanza, no debe detenerse. En el noviazgo y en los primeros años del
matrimonio la esperanza es la que lleva la fuerza de la levadura, la
que hace mirar más allá de las contradicciones, de los conflictos, de
las coyunturas, la que siempre hace ver más allá. Es la que pone en
marcha toda inquietud para mantenerse en un camino de crecimiento. La
misma esperanza nos invita a vivir a pleno el presente, poniendo el
corazón en la vida familiar, porque la mejor forma de preparar y
consolidar el futuro es vivir bien el presente.
220. El camino implica pasar por distintas etapas que convocan a
donarse con generosidad: del impacto inicial, caracterizado por una
atracción marcadamente sensible, se pasa a la necesidad del otro
percibido como parte de la propia vida. De allí se pasa al gusto de la
pertenencia mutua, luego a la comprensión de la vida entera como un
proyecto de los dos, a la capacidad de poner la felicidad del otro por
encima de las propias necesidades, y al gozo de ver el propio
matrimonio como un bien para la sociedad. La maduración del amor
implica también aprender a «negociar». No es una actitud interesada o
un juego de tipo comercial, sino en definitiva un ejercicio del amor
mutuo, porque esta negociación es un entrelazado de recíprocas ofrendas
y renuncias para el bien de la familia. En cada nueva etapa de la vida
matrimonial hay que sentarse a volver a negociar los acuerdos, de
manera que no haya ganadores y perdedores sino que los dos ganen. En el
hogar las decisiones no se toman unilateralmente, y los dos comparten
la responsabilidad por la familia, pero cada hogar es único y cada
síntesis matrimonial es diferente.
221. Una de las causas que llevan a rupturas matrimoniales es tener
expectativas demasiado altas sobre la vida conyugal. Cuando se descubre
la realidad, más limitada y desafiante que lo que se había soñado, la
solución no es pensar rápida e irresponsablemente en la separación,
sino asumir el matrimonio como un camino de maduración, donde cada uno
de los cónyuges es un instrumento de Dios para hacer crecer al otro. Es
posible el cambio, el crecimiento, el desarrollo de las potencialidades
buenas que cada uno lleva en sí. Cada matrimonio es una «historia de
salvación», y esto supone que se parte de una fragilidad que, gracias
al don de Dios y a una respuesta creativa y generosa, va dando paso a
una realidad cada vez más sólida y preciosa. Quizás la misión más
grande de un hombre y una mujer en el amor sea esa, la de hacerse el
uno al otro más hombre o más mujer. Hacer crecer es ayudar al otro a
moldearse en su propia identidad. Por eso el amor es artesanal. Cuando
uno lee el pasaje de la Biblia sobre la creación del hombre y de la
mujer, ve que Dios primero plasma al hombre (cf. Gn 2,7), después se da
cuenta de que falta algo esencial y plasma a la mujer, y entonces
escucha la sorpresa del varón: «¡Ah, ahora sí, esta sí!». Y luego, uno
parece escuchar ese hermoso diálogo donde el varón y la mujer se van
descubriendo. Porque aun en los momentos difíciles el otro vuelve a
sorprender y se abren nuevas puertas para el reencuentro, como si fuera
la primera vez; y en cada nueva etapa se vuelven a “plasmarse” el uno
al otro. El amor hace que uno espere al otro y ejercite esa paciencia
propia del artesano que se heredó de Dios.
222. El acompañamiento debe alentar a los esposos a ser generosos en la
comunicación de la vida. «De acuerdo con el carácter personal y
humanamente completo del amor conyugal, el camino adecuado para la
planificación familiar presupone un diálogo consensual entre los
esposos, el respeto de los tiempos y la consideración de la dignidad de
cada uno de los miembros de la pareja. En este sentido, es preciso
redescubrir el mensaje de la Encíclica Humanae vitae (cf. 10-14) y la
Exhortación apostólica Familiaris consortio (cf. 14; 28-35) para
contrarrestar una mentalidad a menudo hostil a la vida [...] La
elección responsable de la paternidad presupone la formación de la
conciencia que es “el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en
el que este se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto
más íntimo de aquella” (Gaudium et spes,16). En la medida en que los
esposos traten de escuchar más en su conciencia a Dios y sus
mandamientos (cf. Rm 2,15), y se hagan acompañar espiritualmente, tanto
más su decisión será íntimamente libre de un arbitrio subjetivo y del
acomodamiento a los modos de comportarse en su ambiente»[248]. Sigue en
pie lo dicho con claridad en el Concilio Vaticano II: «Cumplirán su
tarea [...] de común acuerdo y con un esfuerzo común, se formarán un
recto juicio, atendiendo no sólo a su propio bien, sino también al bien
de los hijos, ya nacidos o futuros, discerniendo las condiciones de los
tiempos y del estado de vida, tanto materiales como espirituales, y,
finalmente, teniendo en cuenta el bien de la comunidad familiar, de la
sociedad temporal y de la propia Iglesia. En último término, son los
mismos esposos los que deben formarse este juicio ante Dios»[249]. Por
otra parte, «se ha de promover el uso de los métodos basados en los
“ritmos naturales de fecundidad” (Humanae vitae, 11). También se debe
hacer ver que “estos métodos respetan el cuerpo de los esposos,
fomentan el afecto entre ellos y favorecen la educación de una libertad
auténtica” (Catecismo de la Iglesia Católica,2370), insistiendo siempre
en que los hijos son un maravilloso don de Dios, una alegría para los
padres y para la Iglesia. A través de ellos el Señor renueva el
mundo»[250].
Algunos recursos
223. Los Padres sinodales han indicado que «los primeros años de
matrimonio son un período vital y delicado durante el cual los cónyuges
crecen en la conciencia de los desafíos y del significado del
matrimonio. De aquí la exigencia de un acompañamiento pastoral que
continúe después de la celebración del sacramento (cf. Familiaris
consortio, 3ª parte). Resulta de gran importancia en esta pastoral la
presencia de esposos con experiencia. La parroquia se considera el
lugar donde los cónyuges expertos pueden ofrecer su disponibilidad a
ayudar a los más jóvenes, con el eventual apoyo de asociaciones,
movimientos eclesiales y nuevas comunidades. Hay que alentar a los
esposos a una actitud fundamental de acogida del gran don de los hijos.
Es preciso resaltar la importancia de la espiritualidad familiar, de la
oración y de la participación en la Eucaristía dominical, y alentar a
los cónyuges a reunirse regularmente para que crezca la vida espiritual
y la solidaridad en las exigencias concretas de la vida. Liturgias,
prácticas de devoción y Eucaristías celebradas para las familias, sobre
todo en el aniversario del matrimonio, se citaron como ocasiones
vitales para favorecer la evangelización mediante la familia»[251].
224. Este camino es una cuestión de tiempo. El amor necesita tiempo
disponible y gratuito, que coloque otras cosas en un segundo lugar.
Hace falta tiempo para dialogar, para abrazarse sin prisa, para
compartir proyectos, para escucharse, para mirarse, para valorarse,
para fortalecer la relación. A veces, el problema es el ritmo frenético
de la sociedad, o los tiempos que imponen los compromisos laborales.
Otras veces, el problema es que el tiempo que se pasa juntos no tiene
calidad. Sólo compartimos un espacio físico pero sin prestarnos
atención el uno al otro. Los agentes pastorales y los grupos
matrimoniales deberían ayudar a los matrimonios jóvenes o frágiles a
aprender a encontrarse en esos momentos, a detenerse el uno frente al
otro, e incluso a compartir momentos de silencio que los obliguen a
experimentar la presencia del cónyuge.
225. Los matrimonios que tienen una buena experiencia de aprendizaje en
este sentido pueden aportar los recursos prácticos que les han sido de
utilidad: la programación de los momentos para estar juntos
gratuitamente, los tiempos de recreación con los hijos, las diversas
maneras de celebrar cosas importantes, los espacios de espiritualidad
compartida. Pero también pueden enseñar recursos que ayudan a llenar de
contenido y de sentido esos momentos, para aprender a comunicarse
mejor. Esto es de suma importancia cuando se ha apagado la novedad del
noviazgo. Porque, cuando no se sabe qué hacer con el tiempo compartido,
uno u otro de los cónyuges terminará refugiándose en la tecnología,
inventará otros compromisos, buscará otros brazos, o escapará de una
intimidad incómoda.
226. A los matrimonios jóvenes también hay que estimularlos a crear una
rutina propia, que brinda una sana sensación de estabilidad y de
seguridad, y que se construye con una serie de rituales cotidianos
compartidos. Es bueno darse siempre un beso por la mañana, bendecirse
todas las noches, esperar al otro y recibirlo cuando llega, tener
alguna salida juntos, compartir tareas domésticas. Pero al mismo tiempo
es bueno cortar la rutina con la fiesta, no perder la capacidad de
celebrar en familia, de alegrarse y de festejar las experiencias
lindas. Necesitan sorprenderse juntos por los dones de Dios y alimentar
juntos el entusiasmo por vivir. Cuando se sabe celebrar, esta capacidad
renueva la energía del amor, lo libera de la monotonía, y llena de
color y de esperanza la rutina diaria.
227. Los pastores debemos alentar a las familias a crecer en la fe.
Para ello es bueno animar a la confesión frecuente, la dirección
espiritual, la asistencia a retiros. Pero no hay que dejar de invitar a
crear espacios semanales de oración familiar, porque «la familia que
reza unida permanece unida». A su vez, cuando visitemos los hogares,
deberíamos convocar a todos los miembros de la familia a un momento
para orar unos por otros y para poner la familia en las manos del
Señor. Al mismo tiempo, conviene alentar a cada uno de los cónyuges a
tener momentos de oración en soledad ante Dios, porque cada uno tiene
sus cruces secretas. ¿Por qué no contarle a Dios lo que perturba al
corazón, o pedirle la fuerza para sanar las propias heridas, e implorar
las luces que se necesitan para poder mantener el propio compromiso?
Los Padres sinodales también remarcaron que «la Palabra de Dios es
fuente de vida y espiritualidad para la familia. Toda la pastoral
familiar deberá dejarse modelar interiormente y formar a los miembros
de la iglesia doméstica mediante la lectura orante y eclesial de la
Sagrada Escritura. La Palabra de Dios no sólo es una buena nueva para
la vida privada de las personas, sino también un criterio de juicio y
una luz para el discernimiento de los diversos desafíos que deben
afrontar los cónyuges y las familias»[252].
228. Es posible que uno de los dos cónyuges no sea bautizado, o que no
quiera vivir los compromisos de la fe. En ese caso, el deseo del otro
de vivir y crecer como cristiano hace que la indiferencia de ese
cónyuge sea vivida con dolor. No obstante, es posible encontrar algunos
valores comunes que se puedan compartir y cultivar con entusiasmo. De
todos modos, amar al cónyuge incrédulo, darle felicidad, aliviar sus
sufrimientos y compartir la vida con él es un verdadero camino de
santificación. Por otra parte, el amor es un don de Dios, y allí donde
se derrama hace sentir su fuerza transformadora, de maneras a veces
misteriosas, hasta el punto de que «el marido no creyente queda
santificado por la mujer, y la mujer no creyente queda santifica por el
marido creyente» (1 Co 7,14).
229. Las parroquias, los movimientos, las escuelas y otras
instituciones de la Iglesia pueden desplegar diversas mediaciones para
cuidar y reavivar a las familias. Por ejemplo, a través de recursos
como: reuniones de matrimonios vecinos o amigos, retiros breves para
matrimonios, charlas de especialistas sobre problemáticas muy concretas
de la vida familiar, centros de asesoramiento matrimonial, agentes
misioneros orientados a conversar con los matrimonios sobre sus
dificultades y anhelos, consultorías sobre diferentes situaciones
familiares (adicciones, infidelidad, violencia familiar), espacios de
espiritualidad, talleres de formación para padres con hijos
problemáticos, asambleas familiares. La secretaría parroquial debería
contar con la posibilidad de acoger con cordialidad y de atender las
urgencias familiares, o de derivar fácilmente hacia quienes puedan
ayudarles. También hay un apoyo pastoral que se da en los grupos de
matrimonios, tanto de servicio o de misión, de oración, de formación, o
de apoyo mutuo. Estos grupos brindan la ocasión de dar, de vivir la
apertura de la familia a los demás, de compartir la fe, pero al mismo
tiempo son un medio para fortalecer al matrimonio y hacerlo crecer.
230. Es verdad que muchos matrimonios desaparecen de la comunidad
cristiana después del casamiento, pero muchas veces desperdiciamos
algunas ocasiones en que vuelven a hacerse presentes, donde podríamos
reproponerles de manera atractiva el ideal del matrimonio cristiano y
acercarlos a espacios de acompañamiento: me refiero, por ejemplo, al
bautismo de un hijo, a la primera comunión, o cuando participan de un
funeral o del casamiento de un pariente o amigo. Casi todos los
matrimonios reaparecen en esas ocasiones, que podrían ser mejor
aprovechadas. Otro camino de acercamiento es la bendición de los
hogares o la visita de una imagen de la Virgen, que dan la ocasión para
desarrollar un diálogo pastoral acerca de la situación de la familia.
También puede ser útil asignar a matrimonios más crecidos la tarea de
acompañar a matrimonios más recientes de su propio vecindario, para
visitarlos, acompañarlos en sus comienzos y proponerles un camino de
crecimiento. Con el ritmo de vida actual, la mayoría de los matrimonios
no estarán dispuestos a reuniones frecuentes, y no podemos reducirnos a
una pastoral de pequeñas élites. Hoy, la pastoral familiar debe ser
fundamentalmente misionera, en salida, en cercanía, en lugar de
reducirse a ser una fábrica de cursos a los que pocos asisten.
Iluminar crisis, angustias y dificultades
231. Vaya una palabra a los que en el amor ya han añejado el vino nuevo
del noviazgo. Cuando el vino se añeja con esta experiencia del camino,
allí aparece, florece en toda su plenitud, la fidelidad de los pequeños
momentos de la vida. Es la fidelidad de la espera y de la paciencia.
Esa fidelidad llena de sacrificios y de gozos va como floreciendo en la
edad en que todo se pone añejo y los ojos se ponen brillantes al
contemplar los hijos de sus hijos. Así era desde el principio, pero eso
ya se hizo consciente, asentado, madurado en la sorpresa cotidiana del
redescubrimiento día tras día, año tras año. Como enseñaba san Juan de
la Cruz, «los viejos amadores son los ya ejercitados y probados». Ellos
«ya no tienen aquellos hervores sensitivos ni aquellas furias y fuegos
hervorosos por fuera, sino que gustan la suavidad del vino de amor ya
bien cocido en su sustancia [...] asentado allá dentro en el
alma»[253]. Esto supone haber sido capaces de superar juntos las crisis
y los tiempos de angustia, sin escapar de los desafíos ni esconder las
dificultades.
El desafío de las crisis
232. La historia de una familia está surcada por crisis de todo tipo,
que también son parte de su dramática belleza. Hay que ayudar a
descubrir que una crisis superada no lleva a una relación con menor
intensidad sino a mejorar, asentar y madurar el vino de la unión. No se
convive para ser cada vez menos felices, sino para aprender a ser
felices de un modo nuevo, a partir de las posibilidades que abre una
nueva etapa. Cada crisis implica un aprendizaje que permite incrementar
la intensidad de la vida compartida, o al menos encontrar un nuevo
sentido a la experiencia matrimonial. De ningún modo hay que resignarse
a una curva descendente, a un deterioro inevitable, a una soportable
mediocridad. Al contrario, cuando el matrimonio se asume como una
tarea, que implica también superar obstáculos, cada crisis se percibe
como la ocasión para llegar a beber juntos el mejor vino. Es bueno
acompañar a los cónyuges para que puedan aceptar las crisis que
lleguen, tomar el guante y hacerles un lugar en la vida familiar. Los
matrimonios experimentados y formados deben estar dispuestos a
acompañar a otros en este descubrimiento, de manera que las crisis no
los asusten ni los lleven a tomar decisiones apresuradas. Cada crisis
esconde una buena noticia que hay que saber escuchar afinando el oído
del corazón.
233. La reacción inmediata es resistirse ante el desafío de una crisis,
ponerse a la defensiva por sentir que escapa al propio control, porque
muestra la insuficiencia de la propia manera de vivir, y eso incomoda.
Entonces se usa el recurso de negar los problemas, esconderlos,
relativizar su importancia, apostar sólo al paso del tiempo. Pero eso
retarda la solución y lleva a consumir mucha energía en un ocultamiento
inútil que complicará todavía más las cosas. Los vínculos se van
deteriorando y se va consolidando un aislamiento que daña la intimidad.
En una crisis no asumida, lo que más se perjudica es la comunicación.
De ese modo, poco a poco, alguien que era «la persona que amo» pasa a
ser «quien me acompaña siempre en la vida», luego sólo «el padre o la
madre de mis hijos», y, al final, «un extraño».
234. Para enfrentar una crisis se necesita estar presentes. Es difícil,
porque a veces las personas se aíslan para no manifestar lo que
sienten, se arrinconan en el silencio mezquino y tramposo. En estos
momentos es necesario crear espacios para comunicarse de corazón a
corazón. El problema es que se vuelve más difícil comunicarse así en un
momento de crisis si nunca se aprendió a hacerlo. Es todo un arte que
se aprende en tiempos de calma, para ponerlo en práctica en los tiempos
duros. Hay que ayudar a descubrir las causas más ocultas en los
corazones de los cónyuges, y a enfrentarlas como un parto que pasará y
dejará un nuevo tesoro. Pero las respuestas a las consultas realizadas
remarcan que en situaciones difíciles o críticas la mayoría no acude al
acompañamiento pastoral, ya que no lo siente comprensivo, cercano,
realista, encarnado. Por eso, tratemos ahora de acercarnos a las crisis
matrimoniales con una mirada que no ignore su carga de dolor y de
angustia.
235. Hay crisis comunes que suelen ocurrir en todos los matrimonios,
como la crisis de los comienzos, cuando hay que aprender a
compatibilizar las diferencias y desprenderse de los padres; o la
crisis de la llegada del hijo, con sus nuevos desafíos emocionales; la
crisis de la crianza, que cambia los hábitos del matrimonio; la crisis
de la adolescencia del hijo, que exige muchas energías, desestabiliza a
los padres y a veces los enfrenta entre sí; la crisis del «nido vacío»,
que obliga a la pareja a mirarse nuevamente a sí misma; la crisis que
se origina en la vejez de los padres de los cónyuges, que reclaman más
presencia, cuidados y decisiones difíciles. Son situaciones exigentes,
que provocan miedos, sentimientos de culpa, depresiones o cansancios
que pueden afectar gravemente a la unión.
236. A estas se suman las crisis personales que inciden en la pareja,
relacionadas con dificultades económicas, laborales, afectivas,
sociales, espirituales. Y se agregan circunstancias inesperadas que
pueden alterar la vida familiar, y que exigen un camino de perdón y
reconciliación. Al mismo tiempo que intenta dar el paso del perdón,
cada uno tiene que preguntarse con serena humildad si no ha creado las
condiciones para exponer al otro a cometer ciertos errores. Algunas
familias sucumben cuando los cónyuges se culpan mutuamente, pero «la
experiencia muestra que, con una ayuda adecuada y con la acción de
reconciliación de la gracia, un gran porcentaje de crisis matrimoniales
se superan de manera satisfactoria. Saber perdonar y sentirse
perdonados es una experiencia fundamental en la vida familiar»[254].
«El difícil arte de la reconciliación, que requiere del sostén de la
gracia, necesita la generosa colaboración de familiares y amigos, y a
veces incluso de ayuda externa y profesional»[255].
237. Se ha vuelto frecuente que, cuando uno siente que no recibe lo que
desea, o que no se cumple lo que soñaba, eso parece ser suficiente para
dar fin a un matrimonio. Así no habrá matrimonio que dure. A veces,
para decidir que todo acabó basta una insatisfacción, una ausencia en
un momento en que se necesitaba al otro, un orgullo herido o un temor
difuso. Hay situaciones propias de la inevitable fragilidad humana, a
las cuales se otorga una carga emotiva demasiado grande. Por ejemplo,
la sensación de no ser completamente correspondido, los celos, las
diferencias que surjan entre los dos, el atractivo que despiertan otras
personas, los nuevos intereses que tienden a apoderarse del corazón,
los cambios físicos del cónyuge, y tantas otras cosas que, más que
atentados contra el amor, son oportunidades que invitan a recrearlo una
vez más.
238. En esas circunstancias, algunos tienen la madurez necesaria para
volver a elegir al otro como compañero de camino, más allá de los
límites de la relación, y aceptan con realismo que no pueda satisfacer
todos los sueños acariciados. Evitan considerarse los únicos mártires,
valoran las pequeñas o limitadas posibilidades que les da la vida en
familia y apuestan por fortalecer el vínculo en una construcción que
llevará tiempo y esfuerzo. Porque en el fondo reconocen que cada crisis
es como un nuevo «sí» que hace posible que el amor renazca fortalecido,
transfigurado, madurado, iluminado. A partir de una crisis se tiene la
valentía de buscar las raíces profundas de lo que está ocurriendo, de
volver a negociar los acuerdos básicos, de encontrar un nuevo
equilibrio y de caminar juntos una etapa nueva. Con esta actitud de
constante apertura se pueden afrontar muchas situaciones difíciles. De
todos modos, reconociendo que la reconciliación es posible, hoy
descubrimos que «un ministerio dedicado a aquellos cuya relación
matrimonial se ha roto parece particularmente urgente»[256].
Viejas heridas
239. Es comprensible que en las familias haya muchas crisis cuando
alguno de sus miembros no ha madurado su manera de relacionarse, porque
no ha sanado heridas de alguna etapa de su vida. La propia infancia o
la propia adolescencia mal vividas son caldo de cultivo para crisis
personales que terminan afectando al matrimonio. Si todos fueran
personas que han madurado normalmente, las crisis serían menos
frecuentes o menos dolorosas. Pero el hecho es que a veces las personas
necesitan realizar a los cuarenta años una maduración atrasada que
debería haberse logrado al final de la adolescencia. A veces se ama con
un amor egocéntrico propio del niño, fijado en una etapa donde la
realidad se distorsiona y se vive el capricho de que todo gire en torno
al propio yo. Es un amor insaciable, que grita o llora cuando no tiene
lo que desea. Otras veces se ama con un amor fijado en una etapa
adolescente, marcado por la confrontación, la crítica ácida, el hábito
de culpar a los otros, la lógica del sentimiento y de la fantasía,
donde los demás deben llenar los propios vacíos o seguir los propios
caprichos.
240. Muchos terminan su niñez sin haber sentido jamás que son amados
incondicionalmente, y eso lastima su capacidad de confiar y de
entregarse. Una relación mal vivida con los propios padres y hermanos,
que nunca ha sido sanada, reaparece y daña la vida conyugal. Entonces
hay que hacer un proceso de liberación que jamás se enfrentó. Cuando la
relación entre los cónyuges no funciona bien, antes de tomar decisiones
importantes conviene asegurarse de que cada uno haya hecho ese camino
de curación de la propia historia. Eso exige reconocer la necesidad de
sanar, pedir con insistencia la gracia de perdonar y de perdonarse,
aceptar ayuda, buscar motivaciones positivas y volver a intentarlo una
y otra vez. Cada uno tiene que ser muy sincero consigo mismo para
reconocer que su modo de vivir el amor tiene estas inmadureces. Por más
que parezca evidente que toda la culpa es del otro, nunca es posible
superar una crisis esperando que sólo cambie el otro. También hay que
preguntarse por las cosas que uno mismo podría madurar o sanar para
favorecer la superación del conflicto.
Acompañar después de rupturas y divorcios
241. En algunos casos, la valoración de la dignidad propia y del bien
de los hijos exige poner un límite firme a las pretensiones excesivas
del otro, a una gran injusticia, a la violencia o a una falta de
respeto que se ha vuelto crónica. Hay que reconocer que «hay casos
donde la separación es inevitable. A veces puede llegar a ser incluso
moralmente necesaria, cuando precisamente se trata de sustraer al
cónyuge más débil, o a los hijos pequeños, de las heridas más graves
causadas por la prepotencia y la violencia, el desaliento y la
explotación, la ajenidad y la indiferencia»[257]. Pero «debe
considerarse como un remedio extremo, después de que cualquier intento
razonable haya sido inútil»[258].
242. Los Padres indicaron que «un discernimiento particular es
indispensable para acompañar pastoralmente a los separados, los
divorciados, los abandonados. Hay que acoger y valorar especialmente el
dolor de quienes han sufrido injustamente la separación, el divorcio o
el abandono, o bien, se han visto obligados a romper la convivencia por
los maltratos del cónyuge. El perdón por la injusticia sufrida no es
fácil, pero es un camino que la gracia hace posible. De aquí la
necesidad de una pastoral de la reconciliación y de la mediación, a
través de centros de escucha especializados que habría que establecer
en las diócesis»[259]. Al mismo tiempo, «hay que alentar a las personas
divorciadas que no se han vuelto a casar —que a menudo son testigos de
la fidelidad matrimonial— a encontrar en la Eucaristía el alimento que
las sostenga en su estado. La comunidad local y los pastores deben
acompañar a estas personas con solicitud, sobre todo cuando hay hijos o
su situación de pobreza es grave»[260]. Un fracaso familiar se vuelve
mucho más traumático y doloroso cuando hay pobreza, porque hay muchos
menos recursos para reorientar la existencia. Una persona pobre que
pierde el ámbito de la tutela de la familia queda doblemente expuesta
al abandono y a todo tipo de riesgos para su integridad.
243. A las personas divorciadas que viven en nueva unión, es importante
hacerles sentir que son parte de la Iglesia, que «no están
excomulgadas» y no son tratadas como tales, porque siempre integran la
comunión eclesial[261]. Estas situaciones «exigen un atento
discernimiento y un acompañamiento con gran respeto, evitando todo
lenguaje y actitud que las haga sentir discriminadas, y promoviendo su
participación en la vida de la comunidad. Para la comunidad cristiana,
hacerse cargo de ellos no implica un debilitamiento de su fe y de su
testimonio acerca de la indisolubilidad matrimonial, es más, en ese
cuidado expresa precisamente su caridad»[262].
244. Por otra parte, un gran número de Padres «subrayó la necesidad de
hacer más accesibles y ágiles, posiblemente totalmente gratuitos, los
procedimientos para el reconocimiento de los casos de nulidad»[263]. La
lentitud de los procesos irrita y cansa a la gente. Mis dos recientes
documentos sobre esta materia[264] han llevado a una simplificación de
los procedimientos para una eventual declaración de nulidad
matrimonial. A través de ellos también he querido «hacer evidente que
el mismo Obispo en su Iglesia, de la que es constituido pastor y
cabeza, es por eso mismo juez entre los fieles que se le han
confiado»[265]. Por ello, «la aplicación de estos documentos es una
gran responsabilidad para los Ordinarios diocesanos, llamados a juzgar
ellos mismos algunas causas y a garantizar, en todos los modos, un
acceso más fácil de los fieles a la justicia. Esto implica la
preparación de un número suficiente de personal, integrado por clérigos
y laicos, que se dedique de modo prioritario a este servicio eclesial.
Por lo tanto, será, necesario poner a disposición de las personas
separadas o de las parejas en crisis un servicio de información,
consejo y mediación, vinculado a la pastoral familiar, que también
podrá acoger a las personas en vista de la investigación preliminar del
proceso matrimonial (cf. Mitis Iudex Dominus Iesus, art. 2-3)»[266].
245. Los Padres sinodales también han destacado «las consecuencias de
la separación o del divorcio sobre los hijos, en cualquier caso
víctimas inocentes de la situación»[267]. Por encima de todas las
consideraciones que quieran hacerse, ellos son la primera preocupación,
que no debe ser opacada por cualquier otro interés u objetivo. A los
padres separados les ruego: «Jamás, jamás, jamás tomar el hijo como
rehén. Os habéis separado por muchas dificultades y motivos, la vida os
ha dado esta prueba, pero que no sean los hijos quienes carguen el peso
de esta separación, que no sean usados como rehenes contra el otro
cónyuge. Que crezcan escuchando que la mamá habla bien del papá, aunque
no estén juntos, y que el papá habla bien de la mamá»[268]. Es una
irresponsabilidad dañar la imagen del padre o de la madre con el objeto
de acaparar el afecto del hijo, para vengarse o para defenderse, porque
eso afectará a la vida interior de ese niño y provocará heridas
difíciles de sanar.
246. La Iglesia, aunque comprende las situaciones conflictivas que
deben atravesar los matrimonios, no puede dejar de ser voz de los más
frágiles, que son los hijos que sufren, muchas veces en silencio. Hoy,
«a pesar de nuestra sensibilidad aparentemente evolucionada, y todos
nuestros refinados análisis psicológicos, me pregunto si no nos hemos
anestesiado también respecto a las heridas del alma de los niños [...]
¿Sentimos el peso de la montaña que aplasta el alma de un niño, en las
familias donde se trata mal y se hace el mal, hasta romper el vínculo
de la fidelidad conyugal?»[269]. Estas malas experiencias no ayudan a
que esos niños maduren para ser capaces de compromisos definitivos. Por
esto, las comunidades cristianas no deben dejar solos a los padres
divorciados en nueva unión. Al contrario, deben incluirlos y
acompañarlos en su función educativa. Porque, «¿cómo podremos
recomendar a estos padres que hagan todo lo posible para educar a sus
hijos en la vida cristiana, dándoles el ejemplo de una fe convencida y
practicada, si los tuviésemos alejados de la vida en comunidad, como si
estuviesen excomulgados? Se debe obrar de tal forma que no se sumen
otros pesos además de los que los hijos, en estas situaciones, ya
tienen que cargar»[270]. Ayudar a sanar las heridas de los padres y
ayudarlos espiritualmente, es un bien también para los hijos, quienes
necesitan el rostro familiar de la Iglesia que los apoye en esta
experiencia traumática. El divorcio es un mal, y es muy preocupante el
crecimiento del número de divorcios. Por eso, sin duda, nuestra tarea
pastoral más importante con respecto a las familias, es fortalecer el
amor y ayudar a sanar las heridas, de manera que podamos prevenir el
avance de este drama de nuestra época.
Algunas situaciones complejas
247. «Las problemáticas relacionadas con los matrimonios mixtos
requieren una atención específica. Los matrimonios entre católicos y
otros bautizados “presentan, aun en su particular fisonomía, numerosos
elementos que es necesario valorar y desarrollar, tanto por su valor
intrínseco, como por la aportación que pueden dar al movimiento
ecuménico”. A tal fin, “se debe buscar [...] una colaboración cordial
entre el ministro católico y el no católico, desde el tiempo de la
preparación al matrimonio y a la boda” (Familiaris consortio, 78).
Acerca de la participación eucarística, se recuerda que “la decisión de
permitir o no al contrayente no católico la comunión eucarística debe
ser tomada de acuerdo con las normas vigentes en la materia, tanto para
los cristianos de Oriente como para los otros cristianos, y teniendo en
cuenta esta situación especial, es decir, que reciben el sacramento del
matrimonio dos cristianos bautizados. Aunque los cónyuges de un
matrimonio mixto tienen en común los sacramentos del bautismo y el
matrimonio, compartir la Eucaristía sólo puede ser excepcional y, en
todo caso, deben observarse las disposiciones establecidas” (Consejo
Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directorio
para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo, 25
marzo 1993, 159-160)»[271].
248. «Los matrimonios con disparidad de culto constituyen un lugar
privilegiado de diálogo interreligioso [...] Comportan algunas
dificultades especiales, sea en lo relativo a la identidad cristiana de
la familia, como a la educación religiosa de los hijos [...] El número
de familias compuestas por uniones conyugales con disparidad de culto,
en aumento en los territorios de misión, e incluso en países de larga
tradición cristiana, requiere urgentemente una atención pastoral
diferenciada en función de los diversos contextos sociales y
culturales. En algunos países, donde no existe la libertad de religión,
el cónyuge cristiano es obligado a cambiar de religión para poder
casarse, y no puede celebrar el matrimonio canónico con disparidad de
culto ni bautizar a los hijos. Por lo tanto, debemos reafirmar la
necesidad de que la libertad religiosa sea respetada para todos»[272].
«Se debe prestar especial atención a las personas que se unen en este
tipo de matrimonios, no sólo en el período previo a la boda. Desafíos
peculiares enfrentan las parejas y las familias en las que uno de los
cónyuges es católico y el otro un no-creyente. En estos casos es
necesario testimoniar la capacidad del Evangelio de sumergirse en estas
situaciones para hacer posible la educación en la fe cristiana de los
hijos»[273].
249. «Las situaciones referidas al acceso al bautismo de personas que
están en una condición matrimonial compleja presentan dificultades
particulares. Se trata de personas que contrajeron una unión
matrimonial estable en un momento en que al menos uno de ellos aún no
conocía la fe cristiana. Los obispos están llamados a ejercer, en estos
casos, un discernimiento pastoral acorde con el bien espiritual de
ellos»[274].
250. La Iglesia hace suyo el comportamiento del Señor Jesús que en un
amor ilimitado se ofrece a todas las personas sin excepción[275]. Con
los Padres sinodales, he tomado en consideración la situación de las
familias que viven la experiencia de tener en su seno a personas con
tendencias homosexuales, una experiencia nada fácil ni para los padres
ni para sus hijos. Por eso, deseamos ante todo reiterar que toda
persona, independientemente de su tendencia sexual, ha de ser respetada
en su dignidad y acogida con respeto, procurando evitar «todo signo de
discriminación injusta»[276], y particularmente cualquier forma de
agresión y violencia. Por lo que se refiere a las familias, se trata
por su parte de asegurar un respetuoso acompañamiento, con el fin de
que aquellos que manifiestan una tendencia homosexual puedan contar con
la ayuda necesaria para comprender y realizar plenamente la voluntad de
Dios en su vida[277].
251. En el curso del debate sobre la dignidad y la misión de la
familia, los Padres sinodales han hecho notar que los proyectos de
equiparación de las uniones entre personas homosexuales con el
matrimonio, «no existe ningún fundamento para asimilar o establecer
analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el
designio de Dios sobre el matrimonio y la familia [...] Es inaceptable
que las iglesias locales sufran presiones en esta materia y que los
organismos internacionales condicionen la ayuda financiera a los países
pobres a la introducción de leyes que instituyan el “matrimonio” entre
personas del mismo sexo»[278].
252. Las familias monoparentales tienen con frecuencia origen a partir
de «madres o padres biológicos que nunca han querido integrarse en la
vida familiar, las situaciones de violencia en las cuales uno de los
progenitores se ve obligado a huir con sus hijos, la muerte o el
abandono de la familia por uno de los padres, y otras situaciones.
Cualquiera que sea la causa, el progenitor que vive con el niño debe
encontrar apoyo y consuelo entre las familias que conforman la
comunidad cristiana, así como en los órganos pastorales de las
parroquias. Además, estas familias soportan a menudo otras
problemáticas, como las dificultades económicas, la incertidumbre del
trabajo precario, la dificultad para la manutención de los hijos, la
falta de una vivienda»[279].
Cuando la muerte clava su aguijón
253. A veces la vida familiar se ve desafiada por la muerte de un ser
querido. No podemos dejar de ofrecer la luz de la fe para acompañar a
las familias que sufren en esos momentos[280]. Abandonar a una familia
cuando la lastima una muerte sería una falta de misericordia, perder
una oportunidad pastoral, y esa actitud puede cerrarnos las puertas
para cualquier otra acción evangelizadora.
254. Comprendo la angustia de quien ha perdido una persona muy amada,
un cónyuge con quien ha compartido tantas cosas. Jesús mismo se
conmovió y se echó a llorar en el velatorio de un amigo (cf. Jn
11,33.35). ¿Y cómo no comprender el lamento de quien ha perdido un
hijo? Porque «es como si se detuviese el tiempo: se abre un abismo que
traga el pasado y también el futuro [...] Y a veces se llega incluso a
culpar a Dios. Cuánta gente —los comprendo— se enfada con Dios»[281].
«La viudez es una experiencia particularmente difícil [...] Algunos,
cuando les toca vivir esta experiencia, muestran que saben volcar sus
energías todavía con más entrega en los hijos y los nietos, y
encuentran en esta experiencia de amor una nueva misión educativa [...]
A quienes no cuentan con la presencia de familiares a los que dedicarse
y de los cuales recibir afecto y cercanía, la comunidad cristiana debe
sostenerlos con particular atención y disponibilidad, sobre todo si se
encuentran en condiciones de indigencia»[282].
255. En general, el duelo por los difuntos puede llevar bastante
tiempo, y cuando un pastor quiere acompañar ese proceso, tiene que
adaptarse a las necesidades de cada una de sus etapas. Todo el proceso
está surcado por preguntas, sobre las causas de la muerte, sobre lo que
se podría haber hecho, sobre lo que vive una persona en el momento
previo a la muerte. Con un camino sincero y paciente de oración y de
liberación interior, vuelve la paz. En algún momento del duelo hay que
ayudar a descubrir que quienes hemos perdido un ser querido todavía
tenemos una misión que cumplir, y que no nos hace bien querer prolongar
el sufrimiento, como si eso fuera un homenaje. La persona amada no
necesita nuestro sufrimiento ni le resulta halagador que arruinemos
nuestras vidas. Tampoco es la mejor expresión de amor recordarla y
nombrarla a cada rato, porque es estar pendientes de un pasado que ya
no existe, en lugar de amar a ese ser real que ahora está en el más
allá. Su presencia física ya no es posible, pero si la muerte es algo
potente, «es fuerte el amor como la muerte» (Ct 8,6). El amor tiene una
intuición que le permite escuchar sin sonidos y ver en lo invisible.
Eso no es imaginar al ser querido tal como era, sino poder aceptarlo
transformado, como es ahora. Jesús resucitado, cuando su amiga María
quiso abrazarlo con fuerza, le pidió que no lo tocara (cf. Jn 20,17),
para llevarla a un encuentro diferente.
256. Nos consuela saber que no existe la destrucción completa de los
que mueren, y la fe nos asegura que el Resucitado nunca nos abandonará.
Así podemos impedir que la muerte «envenene nuestra vida, que haga
vanos nuestros afectos, que nos haga caer en el vacío más oscuro»[283].
La Biblia habla de un Dios que nos creó por amor, y que nos ha hecho de
tal manera que nuestra vida no termina con la muerte (cf. Sb 3,2-3).
San Pablo se refiere a un encuentro con Cristo inmediatamente después
de la muerte: «Deseo partir para estar con Cristo» (Flp 1,23). Con él,
después de la muerte nos espera «lo que Dios ha preparado para los que
lo aman» (1 Co 2,9). El prefacio de la Liturgia de los difuntos expresa
bellamente: «Aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la
promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti
creemos, Señor, no termina, se transforma». Porque «nuestros seres
queridos no han desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza
nos asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios»[284].
257. Una manera de comunicarnos con los seres queridos que murieron es
orar por ellos[285]. Dice la Biblia que «rogar por los difuntos» es
«santo y piadoso» (2 M 12,44-45). Orar por ellos «puede no solamente
ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro
favor»[286]. El Apocalipsis presenta a los mártires intercediendo por
los que sufren la injusticia en la tierra (cf. Ap 6,9-11), solidarios
con este mundo en camino. Algunos santos, antes de morir, consolaban a
sus seres queridos prometiéndoles que estarían cerca ayudándoles. Santa
Teresa de Lisieux sentía el deseo de seguir haciendo el bien desde el
cielo[287]. Santo Domingo afirmaba que «sería más útil después de
muerto [...] Más poderoso en obtener gracias»[288]. Son lazos de
amor[289]. porque «la unión de los miembros de la Iglesia peregrina con
los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se
interrumpe [...] Se refuerza con la comunicación de los bienes
espirituales»[290].
258. Si aceptamos la muerte podemos prepararnos para ella. El camino es
crecer en el amor hacia los que caminan con nosotros, hasta el día en
que «ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor» (Ap 21,4). De
ese modo, también nos prepararemos para reencontrar a los seres
queridos que murieron. Así como Jesús entregó el hijo que había muerto
a su madre (cf. Lc 7,15), lo mismo hará con nosotros. No desgastemos
energías quedándonos años y años en el pasado. Mientras mejor vivamos
en esta tierra, más felicidad podremos compartir con los seres queridos
en el cielo. Mientras más logremos madurar y crecer, más cosas lindas
podremos llevarles para el banquete celestial.
Capítulo séptimo
FORTALECER LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS
259. Los padres siempre inciden en el desarrollo moral de sus hijos,
para bien o para mal. Por consiguiente, lo más adecuado es que acepten
esta función inevitable y la realicen de un modo consciente,
entusiasta, razonable y apropiado. Ya que esta función educativa de las
familias es tan importante y se ha vuelto muy compleja, quiero
detenerme especialmente en este punto.
¿Dónde están los hijos?
260. La familia no puede renunciar a ser lugar de sostén, de
acompañamiento, de guía, aunque deba reinventar sus métodos y encontrar
nuevos recursos. Necesita plantearse a qué quiere exponer a sus hijos.
Para ello, no se debe dejar de preguntarse quiénes se ocupan de darles
diversión y entretenimiento, quiénes entran en sus habitaciones a
través de las pantallas, a quiénes los entregan para que los guíen en
su tiempo libre. Sólo los momentos que pasamos con ellos, hablando con
sencillez y cariño de las cosas importantes, y las posibilidades sanas
que creamos para que ellos ocupen su tiempo, permitirán evitar una
nociva invasión. Siempre hace falta una vigilancia. El abandono nunca
es sano. Los padres deben orientar y prevenir a los niños y
adolescentes para que sepan enfrentar situaciones donde pueda haber
riesgos, por ejemplo, de agresiones, de abuso o de drogadicción.
261. Pero la obsesión no es educativa, y no se puede tener un control
de todas las situaciones por las que podría llegar a pasar un hijo.
Aquí vale el principio de que «el tiempo es superior al
espacio»[291].Es decir, se trata de generar procesos más que de dominar
espacios. Si un padre está obsesionado por saber dónde está su hijo y
por controlar todos sus movimientos, sólo buscará dominar su espacio.
De ese modo no lo educará, no lo fortalecerá, no lo preparará para
enfrentar los desafíos. Lo que interesa sobre todo es generar en el
hijo, con mucho amor, procesos de maduración de su libertad, de
capacitación, de crecimiento integral, de cultivo de la auténtica
autonomía. Sólo así ese hijo tendrá en sí mismo los elementos que
necesita para saber defenderse y para actuar con inteligencia y astucia
en circunstancias difíciles. Entonces la gran cuestión no es dónde está
el hijo físicamente, con quién está en este momento, sino dónde está en
un sentido existencial, dónde está posicionado desde el punto de vista
de sus convicciones, de sus objetivos, de sus deseos, de su proyecto de
vida. Por eso, las preguntas que hago a los padres son: «¿Intentamos
comprender “dónde” están los hijos realmente en su camino? ¿Dónde está
realmente su alma, lo sabemos? Y, sobre todo, ¿queremos saberlo?»[292].
262. Si la madurez fuera sólo el desarrollo de algo ya contenido en el
código genético, no habría mucho que hacer. La prudencia, el buen
juicio y la sensatez no dependen de factores meramente cuantitativos de
crecimiento, sino de toda una cadena de elementos que se sintetizan en
el interior de la persona; para ser más exactos, en el centro de su
libertad. Es inevitable que cada hijo nos sorprenda con los proyectos
que broten de esa libertad, que nos rompa los esquemas, y es bueno que
eso suceda. La educación entraña la tarea de promover libertades
responsables, que opten en las encrucijadas con sentido e inteligencia;
personas que comprendan sin recortes que su vida y la de su comunidad
está en sus manos y que esa libertad es un don inmenso.
Formación ética de los hijos
263. Aunque los padres necesitan de la escuela para asegurar una
instrucción básica de sus hijos, nunca pueden delegar completamente su
formación moral. El desarrollo afectivo y ético de una persona requiere
de una experiencia fundamental: creer que los propios padres son dignos
de confianza. Esto constituye una responsabilidad educativa: generar
confianza en los hijos con el afecto y el testimonio, inspirar en ellos
un amoroso respeto. Cuando un hijo ya no siente que es valioso para sus
padres, aunque sea imperfecto, o no percibe que ellos tienen una
preocupación sincera por él, eso crea heridas profundas que originan
muchas dificultades en su maduración. Esa ausencia, ese abandono
afectivo, provoca un dolor más íntimo que una eventual corrección que
reciba por una mala acción.
264. La tarea de los padres incluye una educación de la voluntad y un
desarrollo de hábitos buenos e inclinaciones afectivas a favor del
bien. Esto implica que se presenten como deseables comportamientos a
aprender e inclinaciones a desarrollar. Pero siempre se trata de un
proceso que va de lo imperfecto a lo más pleno. El deseo de adaptarse a
la sociedad, o el hábito de renunciar a una satisfacción inmediata para
adaptarse a una norma y asegurarse una buena convivencia, es ya en sí
mismo un valor inicial que crea disposiciones para trascender luego
hacia valores más altos. La formación moral debería realizarse siempre
con métodos activos y con un diálogo educativo que incorpore la
sensibilidad y el lenguaje propio de los hijos. Además, esta formación
debe realizarse de modo inductivo, de tal manera que el hijo pueda
llegar a descubrir por sí mismo la importancia de determinados valores,
principios y normas, en lugar de imponérselos como verdades
irrefutables.
265. Para obrar bien no basta «juzgar adecuadamente» o saber con
claridad qué se debe hacer —aunque esto sea prioritario—. Muchas veces
somos incoherentes con nuestras propias convicciones, aun cuando sean
sólidas. Por más que la conciencia nos dicte determinado juicio moral,
en ocasiones tienen más poder otras cosas que nos atraen, si no hemos
logrado que el bien captado por la mente se arraigue en nosotros como
profunda inclinación afectiva, como un gusto por el bien que pese más
que otros atractivos, y que nos lleve a percibir que eso que captamos
como bueno lo es también «para nosotros» aquí y ahora. Una formación
ética eficaz implica mostrarle a la persona hasta qué punto le conviene
a ella misma obrar bien. Hoy suele ser ineficaz pedir algo que exige
esfuerzo y renuncias, sin mostrar claramente el bien que se puede
alcanzar con eso.
266. Es necesario desarrollar hábitos. También las costumbres
adquiridas desde niños tienen una función positiva, ayudando a que los
grandes valores interiorizados se traduzcan en comportamientos externos
sanos y estables. Alguien puede tener sentimientos sociables y una
buena disposición hacia los demás, pero si durante mucho tiempo no se
ha habituado por la insistencia de los mayores a decir «por favor»,
«permiso», «gracias», su buena disposición interior no se traducirá
fácilmente en estas expresiones. El fortalecimiento de la voluntad y la
repetición de determinadas acciones construyen la conducta moral, y sin
la repetición consciente, libre y valorada de determinados
comportamientos buenos no se termina de educar dicha conducta. Las
motivaciones, o el atractivo que sentimos hacia determinado valor, no
se convierten en una virtud sin esos actos adecuadamente motivados.
267. La libertad es algo grandioso, pero podemos echarla a perder. La
educación moral es un cultivo de la libertad a través de propuestas,
motivaciones, aplicaciones prácticas, estímulos, premios, ejemplos,
modelos, símbolos, reflexiones, exhortaciones, revisiones del modo de
actuar y diálogos que ayuden a las personas a desarrollar esos
principios interiores estables que mueven a obrar espontáneamente el
bien. La virtud es una convicción que se ha trasformado en un principio
interno y estable del obrar. La vida virtuosa, por lo tanto, construye
la libertad, la fortalece y la educa, evitando que la persona se vuelva
esclava de inclinaciones compulsivas deshumanizantes y antisociales.
Porque la misma dignidad humana exige que cada uno «actúe según una
elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente
desde dentro»[293].
Valor de la sanción como estímulo
268. Asimismo, es indispensable sensibilizar al niño o al adolescente
para que advierta que las malas acciones tienen consecuencias. Hay que
despertar la capacidad de ponerse en el lugar del otro y de dolerse por
su sufrimiento cuando se le ha hecho daño. Algunas sanciones —a las
conductas antisociales agresivas— pueden cumplir en parte esta
finalidad. Es importante orientar al niño con firmeza a que pida perdón
y repare el daño realizado a los demás. Cuando el camino educativo
muestra sus frutos en una maduración de la libertad personal, el propio
hijo en algún momento comenzará a reconocer con gratitud que ha sido
bueno para él crecer en una familia e incluso sufrir las exigencias que
plantea todo proceso formativo.
269. La corrección es un estímulo cuando también se valoran y se
reconocen los esfuerzos y cuando el hijo descubre que sus padres
mantienen viva una paciente confianza. Un niño corregido con amor se
siente tenido en cuenta, percibe que es alguien, advierte que sus
padres reconocen sus posibilidades. Esto no requiere que los padres
sean inmaculados, sino que sepan reconocer con humildad sus límites y
muestren sus propios esfuerzos para ser mejores. Pero uno de los
testimonios que los hijos necesitan de los padres es que no se dejen
llevar por la ira. El hijo que comete una mala acción debe ser
corregido, pero nunca como un enemigo o como aquel con quien se
descarga la propia agresividad. Además, un adulto debe reconocer que
algunas malas acciones tienen que ver con la fragilidad y los límites
propios de la edad. Por eso sería nociva una actitud constantemente
sancionatoria, que no ayudaría a advertir la diferente gravedad de las
acciones y provocaría desánimo e irritación: «Padres, no exasperéis a
vuestros hijos» (Ef 6,4; cf. Col 3,21).
270. Lo fundamental es que la disciplina no se convierta en una
mutilación del deseo, sino en un estímulo para ir siempre más allá.
¿Cómo integrar disciplina con inquietud interior? ¿Cómo hacer para que
la disciplina sea límite constructivo del camino que tiene que
emprender un niño y no un muro que lo anule o una dimensión de la
educación que lo acompleje? Hay que saber encontrar un equilibrio entre
dos extremos igualmente nocivos: uno sería pretender construir un mundo
a medida de los deseos del hijo, que crece sintiéndose sujeto de
derechos pero no de responsabilidades. El otro extremo sería llevarlo a
vivir sin conciencia de su dignidad, de su identidad única y de sus
derechos, torturado por los deberes y pendiente de realizar los deseos
ajenos.
Paciente realismo
271. La educación moral implica pedir a un niño o a un joven sólo
aquellas cosas que no le signifiquen un sacrificio desproporcionado,
reclamarle sólo una cuota de esfuerzo que no provoque resentimiento o
acciones puramente forzadas. El camino ordinario es proponer pequeños
pasos que puedan ser comprendidos, aceptados y valorados, e impliquen
una renuncia proporcionada. De otro modo, por pedir demasiado, no
logramos nada. La persona, apenas pueda librarse de la autoridad,
posiblemente dejará de obrar bien.
272. La formación ética despierta a veces desprecio debido a
experiencias de abandono, de desilusión, de carencia afectiva, o por
una mala imagen de los padres. Se proyectan sobre los valores éticos
las imágenes torcidas de la figura del padre y de la madre, o las
debilidades de los adultos. Por eso, hay que ayudar a los adolescentes
a practicar la analogía: los valores están realizados especialmente en
algunas personas muy ejemplares, pero también se realizan
imperfectamente y en diversos grados. A la vez, puesto que las
resistencias de los jóvenes están muy ligadas a malas experiencias, es
necesario ayudarles a hacer un camino de curación de ese mundo interior
herido, de manera que puedan dar un paso para comprender y
reconciliarse con los seres humanos y con la sociedad.
273. Cuando se proponen valores, hay que ir a poco, avanzar de diversas
maneras de acuerdo con la edad y con las posibilidades concretas de las
personas, sin pretender aplicar metodologías rígidas e inmutables. Los
aportes valiosos de la psicología y de las ciencias de la educación
muestran la necesidad de un proceso gradual en la consecución de
cambios de comportamiento, pero también la libertad requiere cauces y
estímulos, porque abandonarla a sí misma no garantiza la maduración. La
libertad concreta, real, es limitada y condicionada. No es una pura
capacidad de elegir el bien con total espontaneidad. No siempre se
distingue adecuadamente entre acto «voluntario» y acto «libre». Alguien
puede querer algo malo con una gran fuerza de voluntad, pero a causa de
una pasión irresistible o de una mala educación. En ese caso, su
decisión es muy voluntaria, no contradice la inclinación de su querer,
pero no es libre, porque se le ha vuelto casi imposible no optar por
ese mal. Es lo que sucede con un adicto compulsivo a la droga. Cuando
la quiere lo hace con todas sus ganas, pero está tan condicionado que
por el momento no es capaz de tomar otra decisión. Por lo tanto, su
decisión es voluntaria, pero no es libre. No tiene sentido «dejar que
elija con libertad», ya que de hecho no puede elegir, y exponerlo a la
droga sólo aumenta la dependencia. Necesita la ayuda de los demás y un
camino educativo.
La vida familiar como contexto educativo
274. La familia es la primera escuela de los valores humanos, en la que
se aprende el buen uso de la libertad. Hay inclinaciones desarrolladas
en la niñez, que impregnan la intimidad de una persona y permanecen
toda la vida como una emotividad favorable hacia un valor o como un
rechazo espontáneo de determinados comportamientos. Muchas personas
actúan toda la vida de una determinada manera porque consideran valioso
ese modo de actuar que se incorporó en ellos desde la infancia, como
por ósmosis: «A mí me enseñaron así»; «eso es lo que me inculcaron». En
el ámbito familiar también se puede aprender a discernir de manera
crítica los mensajes de los diversos medios de comunicación.
Lamentablemente, muchas veces algunos programas televisivos o ciertas
formas de publicidad inciden negativamente y debilitan valores
recibidos en la vida familiar.
275. En este tiempo, en el que reinan la ansiedad y la prisa
tecnológica, una tarea importantísima de las familias es educar para la
capacidad de esperar. No se trata de prohibir a los chicos que jueguen
con los dispositivos electrónicos, sino de encontrar la forma de
generar en ellos la capacidad de diferenciar las diversas lógicas y de
no aplicar la velocidad digital a todos los ámbitos de la vida. La
postergación no es negar el deseo sino diferir su satisfacción. Cuando
los niños o los adolescentes no son educados para aceptar que algunas
cosas deben esperar, se convierten en atropelladores, que someten todo
a la satisfacción de sus necesidades inmediatas y crecen con el vicio
del «quiero y tengo». Este es un gran engaño que no favorece la
libertad, sino que la enferma. En cambio, cuando se educa para aprender
a posponer algunas cosas y para esperar el momento adecuado, se enseña
lo que es ser dueño de sí mismo, autónomo ante sus propios impulsos.
Así, cuando el niño experimenta que puede hacerse cargo de sí mismo, se
enriquece su autoestima. A su vez, esto le enseña a respetar la
libertad de los demás. Por supuesto que esto no implica exigirles a los
niños que actúen como adultos, pero tampoco cabe menospreciar su
capacidad de crecer en la maduración de una libertad responsable. En
una familia sana, este aprendizaje se produce de manera ordinaria por
las exigencias de la convivencia.
276. La familia es el ámbito de la socialización primaria, porque es el
primer lugar donde se aprende a colocarse frente al otro, a escuchar, a
compartir, a soportar, a respetar, a ayudar, a convivir. La tarea
educativa tiene que despertar el sentimiento del mundo y de la sociedad
como hogar, es una educación para saber «habitar», más allá de los
límites de la propia casa. En el contexto familiar se enseña a
recuperar la vecindad, el cuidado, el saludo. Allí se rompe el primer
cerco del mortal egoísmo para reconocer que vivimos junto a otros, con
otros, que son dignos de nuestra atención, de nuestra amabilidad, de
nuestro afecto. No hay lazo social sin esta primera dimensión
cotidiana, casi microscópica: el estar juntos en la vecindad,
cruzándonos en distintos momentos del día, preocupándonos por lo que a
todos nos afecta, socorriéndonos mutuamente en las pequeñas cosas
cotidianas. La familia tiene que inventar todos los días nuevas formas
de promover el reconocimiento mutuo.
277. En el hogar también se pueden replantear los hábitos de consumo
para cuidar juntos la casa común: «La familia es el sujeto protagonista
de una ecología integral, porque es el sujeto social primario, que
contiene en su seno los dos principios-base de la civilización humana
sobre la tierra: el principio de comunión y el principio de
fecundidad»[294]. Igualmente, los momentos difíciles y duros de la vida
familiar pueden ser muy educativos. Es lo que sucede, por ejemplo,
cuando llega una enfermedad, porque «ante la enfermedad, incluso en la
familia surgen dificultades, a causa de la debilidad humana. Pero, en
general, el tiempo de la enfermedad hace crecer la fuerza de los
vínculos familiares [...] Una educación que deja de lado la
sensibilidad por la enfermedad humana, aridece el corazón; y hace que
los jóvenes estén “anestesiados” respecto al sufrimiento de los demás,
incapaces de confrontarse con el sufrimiento y vivir la experiencia del
límite»[295].
278. El encuentro educativo entre padres e hijos puede ser facilitado o
perjudicado por las tecnologías de la comunicación y la distracción,
cada vez más sofisticadas. Cuando son bien utilizadas pueden ser útiles
para conectar a los miembros de la familia a pesar de la distancia. Los
contactos pueden ser frecuentes y ayudar a resolver dificultades[296].
Pero debe quedar claro que no sustituyen ni reemplazan la necesidad del
diálogo más personal y profundo que requiere del contacto físico, o al
menos de la voz de la otra persona. Sabemos que a veces estos recursos
alejan en lugar de acercar, como cuando en la hora de la comida cada
uno está concentrado en su teléfono móvil, o como cuando uno de los
cónyuges se queda dormido esperando al otro, que pasa horas entretenido
con algún dispositivo electrónico. En la familia, también esto debe ser
motivo de diálogo y de acuerdos, que permitan dar prioridad al
encuentro de sus miembros sin caer en prohibiciones irracionales. De
cualquier modo, no se pueden ignorar los riesgos de las nuevas formas
de comunicación para los niños y adolescentes, que a veces los
convierten en abúlicos, desconectados del mundo real. Este «autismo
tecnológico» los expone más fácilmente a los manejos de quienes buscan
entrar en su intimidad con intereses egoístas.
279. Tampoco es bueno que los padres se conviertan en seres
omnipotentes para sus hijos, que sólo puedan confiar en ellos, porque
así impiden un adecuado proceso de socialización y de maduración
afectiva. Para hacer efectiva esa prolongación de la paternidad en una
realidad más amplia, «las comunidades cristianas están llamadas a
ofrecer su apoyo a la misión educativa de las familias»[297], de manera
particular a través de la catequesis de iniciación. Para favorecer una
educación integral necesitamos «reavivar la alianza entre la familia y
la comunidad cristiana»[298]. El Sínodo ha querido resaltar la
importancia de la escuela católica, que «desarrolla una función vital
de ayuda a los padres en su deber de educar a los hijos [...] Las
escuelas católicas deberían ser alentadas en su misión de ayudar a los
alumnos a crecer como adultos maduros que pueden ver el mundo a través
de la mirada de amor de Jesús y comprender la vida como una llamada a
servir a Dios»[299]. Para ello «hay que afirmar decididamente la
libertad de la Iglesia de enseñar la propia doctrina y el derecho a la
objeción de conciencia por parte de los educadores»[300].
Sí a la educación sexual
280. El Concilio Vaticano II planteaba la necesidad de «una positiva y
prudente educación sexual» que llegue a los niños y adolescentes
«conforme avanza su edad» y «teniendo en cuenta el progreso de la
psicología, la pedagogía y la didáctica»[301]. Deberíamos preguntarnos
si nuestras instituciones educativas han asumido este desafío. Es
difícil pensar la educación sexual en una época en que la sexualidad
tiende a banalizarse y a empobrecerse. Sólo podría entenderse en el
marco de una educación para el amor, para la donación mutua. De esa
manera, el lenguaje de la sexualidad no se ve tristemente empobrecido,
sino iluminado. El impulso sexual puede ser cultivado en un camino de
autoconocimiento y en el desarrollo de una capacidad de autodominio,
que pueden ayudar a sacar a la luz capacidades preciosas de gozo y de
encuentro amoroso.
281. La educación sexual brinda información, pero sin olvidar que los
niños y los jóvenes no han alcanzado una madurez plena. La información
debe llegar en el momento apropiado y de una manera adecuada a la etapa
que viven. No sirve saturarlos de datos sin el desarrollo de un sentido
crítico ante una invasión de propuestas, ante la pornografía
descontrolada y la sobrecarga de estímulos que pueden mutilar la
sexualidad. Los jóvenes deben poder advertir que están bombardeados por
mensajes que no buscan su bien y su maduración. Hace falta ayudarles a
reconocer y a buscar las influencias positivas, al mismo tiempo que
toman distancia de todo lo que desfigura su capacidad de amar.
Igualmente, debemos aceptar que «la necesidad de un lenguaje nuevo y
más adecuado se presenta especialmente en el tiempo de presentar a los
niños y adolescentes el tema de la sexualidad»[302].
282. Una educación sexual que cuide un sano pudor tiene un valor
inmenso, aunque hoy algunos consideren que es una cuestión de otras
épocas. Es una defensa natural de la persona que resguarda su
interioridad y evita ser convertida en un puro objeto. Sin el pudor,
podemos reducir el afecto y la sexualidad a obsesiones que nos
concentran sólo en la genitalidad, en morbosidades que desfiguran
nuestra capacidad de amar y en diversas formas de violencia sexual que
nos llevan a ser tratados de modo inhumano o a dañar a otros.
283. Con frecuencia la educación sexual se concentra en la invitación a
«cuidarse», procurando un «sexo seguro». Esta expresión transmite una
actitud negativa hacia la finalidad procreativa natural de la
sexualidad, como si un posible hijo fuera un enemigo del cual hay que
protegerse. Así se promueve la agresividad narcisista en lugar de la
acogida. Es irresponsable toda invitación a los adolescentes a que
jueguen con sus cuerpos y deseos, como si tuvieran la madurez, los
valores, el compromiso mutuo y los objetivos propios del matrimonio. De
ese modo se los alienta alegremente a utilizar a otra persona como
objeto de búsquedas compensatorias de carencias o de grandes límites.
Es importante más bien enseñarles un camino en torno a las diversas
expresiones del amor, al cuidado mutuo, a la ternura respetuosa, a la
comunicación rica de sentido. Porque todo eso prepara para un don de sí
íntegro y generoso que se expresará, luego de un compromiso público, en
la entrega de los cuerpos. La unión sexual en el matrimonio aparecerá
así como signo de un compromiso totalizante, enriquecido por todo el
camino previo.
284. No hay que engañar a los jóvenes llevándoles a confundir los
planos: la atracción «crea, por un momento, la ilusión de la “unión”,
pero, sin amor, tal unión deja a los desconocidos tan separados como
antes»[303]. El lenguaje del cuerpo requiere el paciente aprendizaje
que permite interpretar y educar los propios deseos para entregarse de
verdad. Cuando se pretende entregar todo de golpe es posible que no se
entregue nada. Una cosa es comprender las fragilidades de la edad o sus
confusiones, y otra es alentar a los adolescentes a prolongar la
inmadurez de su forma de amar. Pero ¿quién habla hoy de estas cosas?
¿Quién es capaz de tomarse en serio a los jóvenes? ¿Quién les ayuda a
prepararse en serio para un amor grande y generoso? Se toma demasiado a
la ligera la educación sexual.
285. La educación sexual debería incluir también el respeto y la
valoración de la diferencia, que muestra a cada uno la posibilidad de
superar el encierro en los propios límites para abrirse a la aceptación
del otro. Más allá de las comprensibles dificultades que cada uno pueda
vivir, hay que ayudar a aceptar el propio cuerpo tal como ha sido
creado, porque «una lógica de dominio sobre el propio cuerpo se
transforma en una lógica a veces sutil de dominio sobre la creación
[...] También la valoración del propio cuerpo en su femineidad o
masculinidad es necesaria para reconocerse a sí mismo en el encuentro
con el diferente. De este modo es posible aceptar gozosamente el don
específico del otro o de la otra, obra del Dios creador, y enriquecerse
recíprocamente»[304]. Sólo perdiéndole el miedo a la diferencia, uno
puede terminar de liberarse de la inmanencia del propio ser y del
embeleso por sí mismo. La educación sexual debe ayudar a aceptar el
propio cuerpo, de manera que la persona no pretenda «cancelar la
diferencia sexual porque ya no sabe confrontarse con la misma»[305].
286. Tampoco se puede ignorar que en la configuración del propio modo
de ser, femenino o masculino, no confluyen sólo factores biológicos o
genéticos, sino múltiples elementos que tienen que ver con el
temperamento, la historia familiar, la cultura, las experiencias
vividas, la formación recibida, las influencias de amigos, familiares y
personas admiradas, y otras circunstancias concretas que exigen un
esfuerzo de adaptación. Es verdad que no podemos separar lo que es
masculino y femenino de la obra creada por Dios, que es anterior a
todas nuestras decisiones y experiencias, donde hay elementos
biológicos que es imposible ignorar. Pero también es verdad que lo
masculino y lo femenino no son algo rígido. Por eso es posible, por
ejemplo, que el modo de ser masculino del esposo pueda adaptarse de
manera flexible a la situación laboral de la esposa. Asumir tareas
domésticas o algunos aspectos de la crianza de los hijos no lo vuelven
menos masculino ni significan un fracaso, una claudicación o una
vergüenza. Hay que ayudar a los niños a aceptar con normalidad estos
sanos «intercambios», que no quitan dignidad alguna a la figura
paterna. La rigidez se convierte en una sobreactuación de lo masculino
o femenino, y no educa a los niños y jóvenes para la reciprocidad
encarnada en las condiciones reales del matrimonio. Esa rigidez, a su
vez, puede impedir el desarrollo de las capacidades de cada uno, hasta
el punto de llevar a considerar como poco masculino dedicarse al arte o
a la danza y poco femenino desarrollar alguna tarea de conducción. Esto
gracias a Dios ha cambiado, pero en algunos lugares ciertas
concepciones inadecuadas siguen condicionando la legítima libertad y
mutilando el auténtico desarrollo de la identidad concreta de los hijos
o de sus potencialidades.
Transmitir la fe
287. La educación de los hijos debe estar marcada por un camino de
transmisión de la fe, que se dificulta por el estilo de vida actual,
por los horarios de trabajo, por la complejidad del mundo de hoy donde
muchos llevan un ritmo frenético para poder sobrevivir[306]. Sin
embargo, el hogar debe seguir siendo el lugar donde se enseñe a
percibir las razones y la hermosura de la fe, a rezar y a servir al
prójimo. Esto comienza en el bautismo, donde, como decía san Agustín,
las madres que llevan a sus hijos «cooperan con el parto santo»[307].
Después comienza el camino del crecimiento de esa vida nueva. La fe es
don de Dios, recibido en el bautismo, y no es el resultado de una
acción humana, pero los padres son instrumentos de Dios para su
maduración y desarrollo. Entonces «es hermoso cuando las mamás enseñan
a los hijos pequeños a mandar un beso a Jesús o a la Virgen. ¡Cuánta
ternura hay en ello! En ese momento el corazón de los niños se
convierte en espacio de oración»[308]. La transmisión de la fe supone
que los padres vivan la experiencia real de confiar en Dios, de
buscarlo, de necesitarlo, porque sólo de ese modo «una generación
pondera tus obras a la otra, y le cuenta tus hazañas» (Sal 144,4) y «el
padre enseña a sus hijos tu fidelidad» (Is 38,19). Esto requiere que
imploremos la acción de Dios en los corazones, allí donde no podemos
llegar. El grano de mostaza, tan pequeña semilla, se convierte en un
gran arbusto (cf. Mt 13,31-32), y así reconocemos la desproporción
entre la acción y su efecto. Entonces sabemos que no somos dueños del
don sino sus administradores cuidadosos. Pero nuestro empeño creativo
es una ofrenda que nos permite colaborar con la iniciativa de Dios. Por
ello, «han de ser valorados los cónyuges, madres y padres, como sujetos
activos de la catequesis [...] Es de gran ayuda la catequesis familiar,
como método eficaz para formar a los jóvenes padres de familia y hacer
que tomen conciencia de su misión de evangelizadores de su propia
familia»[309].
288. La educación en la fe sabe adaptarse a cada hijo, porque los
recursos aprendidos o las recetas a veces no funcionan. Los niños
necesitan símbolos, gestos, narraciones. Los adolescentes suelen entrar
en crisis con la autoridad y con las normas, por lo cual conviene
estimular sus propias experiencias de fe y ofrecerles testimonios
luminosos que se impongan por su sola belleza. Los padres que quieren
acompañar la fe de sus hijos están atentos a sus cambios, porque saben
que la experiencia espiritual no se impone sino que se propone a su
libertad. Es fundamental que los hijos vean de una manera concreta que
para sus padres la oración es realmente importante. Por eso los
momentos de oración en familia y las expresiones de la piedad popular
pueden tener mayor fuerza evangelizadora que todas las catequesis y que
todos los discursos. Quiero expresar especialmente mi gratitud a todas
las madres que oran incesantemente, como lo hacía Santa Mónica, por los
hijos que se han alejado de Cristo.
289. El ejercicio de transmitir a los hijos la fe, en el sentido de
facilitar su expresión y crecimiento, ayuda a que la familia se vuelva
evangelizadora, y espontáneamente empiece a transmitirla a todos los
que se acercan a ella y aun fuera del propio ámbito familiar. Los hijos
que crecen en familias misioneras a menudo se vuelven misioneros, si
los padres saben vivir esta tarea de tal modo que los demás les sientan
cercanos y amigables, de manera que los hijos crezcan en ese modo de
relacionarse con el mundo, sin renunciar a su fe y a sus convicciones.
Recordemos que el mismo Jesús comía y bebía con los pecadores (cf. Mc
2,16; Mt 11,19), podía detenerse a conversar con la samaritana (cf. Jn
4,7-26), y recibir de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-21), se dejaba ungir
sus pies por una mujer prostituta (cf. Lc 7,36-50), y se detenía a
tocar a los enfermos (cf. Mc 1,40-45; 7,33). Lo mismo hacían sus
apóstoles, que no despreciaban a los demás, no estaban recluidos en
pequeños grupos de selectos, aislados de la vida de su gente. Mientras
las autoridades los acosaban, ellos gozaban de la simpatía «de todo el
pueblo» (Hch 2,47; cf. 4,21.33; 5,13).
290. «La familia se convierte en sujeto de la acción pastoral mediante
el anuncio explícito del Evangelio y el legado de múltiples formas de
testimonio, entre las cuales: la solidaridad con los pobres, la
apertura a la diversidad de las personas, la custodia de la creación,
la solidaridad moral y material hacia las otras familias, sobre todo
hacia las más necesitadas, el compromiso con la promoción del bien
común, incluso mediante la transformación de las estructuras sociales
injustas, a partir del territorio en el cual la familia vive,
practicando las obras de misericordia corporal y espiritual»[310]. Esto
debe situarse en el marco de la convicción más preciosa de los
cristianos: el amor del Padre que nos sostiene y nos promueve,
manifestado en la entrega total de Jesucristo, vivo entre nosotros, que
nos hace capaces de afrontar juntos todas las tormentas y todas las
etapas de la vida. También en el corazón de cada familia hay que hacer
resonar el kerygma, a tiempo y a destiempo, para que ilumine el camino.
Todos deberíamos ser capaces de decir, a partir de lo vivido en
nuestras familias: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene» (1 Jn
4,16). Sólo a partir de esta experiencia, la pastoral familiar podrá
lograr que las familias sean a la vez iglesias domésticas y fermento
evangelizador en la sociedad.
Capítulo octavo
ACOMPAÑAR, DISCERNIR E INTEGRAR LA FRAGILIDAD
291. Los Padres sinodales han expresado que, aunque la Iglesia entiende
que toda ruptura del vínculo matrimonial «va contra la voluntad de
Dios, también es consciente de la fragilidad de muchos de sus
hijos»[311]. Iluminada por la mirada de Jesucristo, «mira con amor a
quienes participan en su vida de modo incompleto, reconociendo que la
gracia de Dios también obra en sus vidas, dándoles la valentía para
hacer el bien, para hacerse cargo con amor el uno del otro y estar al
servicio de la comunidad en la que viven y trabajan»[312]. Por otra
parte, esta actitud se ve fortalecida en el contexto de un Año Jubilar
dedicado a la misericordia. Aunque siempre propone la perfección e
invita a una respuesta más plena a Dios, «la Iglesia debe acompañar con
atención y cuidado a sus hijos más frágiles, marcados por el amor
herido y extraviado, dándoles de nuevo confianza y esperanza, como la
luz del faro de un puerto o de una antorcha llevada en medio de la
gente para iluminar a quienes han perdido el rumbo o se encuentran en
medio de la tempestad»[313]. No olvidemos que, a menudo, la tarea de la
Iglesia se asemeja a la de un hospital de campaña.
292. El matrimonio cristiano, reflejo de la unión entre Cristo y su
Iglesia, se realiza plenamente en la unión entre un varón y una mujer,
que se donan recíprocamente en un amor exclusivo y en libre fidelidad,
se pertenecen hasta la muerte y se abren a la comunicación de la vida,
consagrados por el sacramento que les confiere la gracia para
constituirse en iglesia doméstica y en fermento de vida nueva para la
sociedad. Otras formas de unión contradicen radicalmente este ideal,
pero algunas lo realizan al menos de modo parcial y análogo. Los Padres
sinodales expresaron que la Iglesia no deja de valorar los elementos
constructivos en aquellas situaciones que todavía no corresponden o ya
no corresponden a su enseñanza sobre el matrimonio.[314]
Gradualidad en la pastoral
293. Los Padres también han puesto la mirada en la situación particular
de un matrimonio sólo civil o, salvadas las distancias, aun de una mera
convivencia en la que, «cuando la unión alcanza una estabilidad notable
mediante un vínculo público, está connotada de afecto profundo, de
responsabilidad por la prole, de capacidad de superar las pruebas,
puede ser vista como una ocasión de acompañamiento en la evolución
hacia el sacramento del matrimonio»[315]. Por otra parte, es
preocupante que muchos jóvenes hoy desconfíen del matrimonio y
convivan, postergando indefinidamente el compromiso conyugal, mientras
otros ponen fin al compromiso asumido y de inmediato instauran uno
nuevo. Ellos, «que forman parte de la Iglesia, necesitan una atención
pastoral misericordiosa y alentadora»[316]. Porque a los pastores
compete no sólo la promoción del matrimonio cristiano, sino también «el
discernimiento pastoral de las situaciones de tantas personas que ya no
viven esta realidad», para «entrar en diálogo pastoral con ellas a fin
de poner de relieve los elementos de su vida que puedan llevar a una
mayor apertura al Evangelio del matrimonio en su plenitud»[317]. En el
discernimiento pastoral conviene «identificar elementos que favorezcan
la evangelización y el crecimiento humano y espiritual»[318].
294. «La elección del matrimonio civil o, en otros casos, de la simple
convivencia, frecuentemente no está motivada por prejuicios o
resistencias a la unión sacramental, sino por situaciones culturales o
contingentes»[319]. En estas situaciones podrán ser valorados aquellos
signos de amor que de algún modo reflejan el amor de Dios[320]. Sabemos
que «crece continuamente el número de quienes después de haber vivido
juntos durante largo tiempo piden la celebración del matrimonio en la
Iglesia. La simple convivencia a menudo se elige a causa de la
mentalidad general contraria a las instituciones y a los compromisos
definitivos, pero también porque se espera adquirir una mayor seguridad
existencial (trabajo y salario fijo). En otros países, por último, las
uniones de hecho son muy numerosas, no sólo por el rechazo de los
valores de la familia y del matrimonio, sino sobre todo por el hecho de
que casarse se considera un lujo, por las condiciones sociales, de modo
que la miseria material impulsa a vivir uniones de hecho»[321]. Pero
«es preciso afrontar todas estas situaciones de manera constructiva,
tratando de transformarlas en oportunidad de camino hacia la plenitud
del matrimonio y de la familia a la luz del Evangelio. Se trata de
acogerlas y acompañarlas con paciencia y delicadeza»[322]. Es lo que
hizo Jesús con la samaritana (cf. Jn 4,1-26): dirigió una palabra a su
deseo de amor verdadero, para liberarla de todo lo que oscurecía su
vida y conducirla a la alegría plena del Evangelio.
295. En esta línea, san Juan Pablo II proponía la llamada «ley de
gradualidad» con la conciencia de que el ser humano «conoce, ama y
realiza el bien moral según diversas etapas de crecimiento»[323]. No es
una «gradualidad de la ley», sino una gradualidad en el ejercicio
prudencial de los actos libres en sujetos que no están en condiciones
sea de comprender, de valorar o de practicar plenamente las exigencias
objetivas de la ley. Porque la ley es también don de Dios que indica el
camino, don para todos sin excepción que se puede vivir con la fuerza
de la gracia, aunque cada ser humano «avanza gradualmente con la
progresiva integración de los dones de Dios y de las exigencias de su
amor definitivo y absoluto en toda la vida personal y social»[324].
Discernimiento de las situaciones llamadas «irregulares»[325]
296. El Sínodo se ha referido a distintas situaciones de fragilidad o
imperfección. Al respecto, quiero recordar aquí algo que he querido
plantear con claridad a toda la Iglesia para que no equivoquemos el
camino: «Dos lógicas recorren toda la historia de la Iglesia: marginar
y reintegrar [...] El camino de la Iglesia, desde el concilio de
Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el de la
misericordia y de la integración [...] El camino de la Iglesia es el de
no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a
todas las personas que la piden con corazón sincero [...] Porque la
caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y
gratuita»[326]. Entonces, «hay que evitar los juicios que no toman en
cuenta la complejidad de las diversas situaciones, y hay que estar
atentos al modo en que las personas viven y sufren a causa de su
condición»[327].
297. Se trata de integrar a todos, se debe ayudar a cada uno a
encontrar su propia manera de participar en la comunidad eclesial, para
que se sienta objeto de una misericordia «inmerecida, incondicional y
gratuita». Nadie puede ser condenado para siempre, porque esa no es la
lógica del Evangelio. No me refiero sólo a los divorciados en nueva
unión sino a todos, en cualquier situación en que se encuentren.
Obviamente, si alguien ostenta un pecado objetivo como si fuese parte
del ideal cristiano, o quiere imponer algo diferente a lo que enseña la
Iglesia, no puede pretender dar catequesis o predicar, y en ese sentido
hay algo que lo separa de la comunidad (cf. Mt 18,17). Necesita volver
a escuchar el anuncio del Evangelio y la invitación a la conversión.
Pero aun para él puede haber alguna manera de participar en la vida de
la comunidad, sea en tareas sociales, en reuniones de oración o de la
manera que sugiera su propia iniciativa, junto con el discernimiento
del pastor. Acerca del modo de tratar las diversas situaciones llamadas
«irregulares», los Padres sinodales alcanzaron un consenso general, que
sostengo: «Respecto a un enfoque pastoral dirigido a las personas que
han contraído matrimonio civil, que son divorciados y vueltos a casar,
o que simplemente conviven, compete a la Iglesia revelarles la divina
pedagogía de la gracia en sus vidas y ayudarles a alcanzar la plenitud
del designio que Dios tiene para ellos»[328]. siempre posible con la
fuerza del Espíritu Santo.
298. Los divorciados en nueva unión, por ejemplo, pueden encontrarse en
situaciones muy diferentes, que no han de ser catalogadas o encerradas
en afirmaciones demasiado rígidas sin dejar lugar a un adecuado
discernimiento personal y pastoral. Existe el caso de una segunda unión
consolidada en el tiempo, con nuevos hijos, con probada fidelidad,
entrega generosa, compromiso cristiano, conocimiento de la
irregularidad de su situación y gran dificultad para volver atrás sin
sentir en conciencia que se cae en nuevas culpas. La Iglesia reconoce
situaciones en que «cuando el hombre y la mujer, por motivos serios,
—como, por ejemplo, la educación de los hijos— no pueden cumplir la
obligación de la separación»[329]. También está el caso de los que han
hecho grandes esfuerzos para salvar el primer matrimonio y sufrieron un
abandono injusto, o el de «los que han contraído una segunda unión en
vista a la educación de los hijos, y a veces están subjetivamente
seguros en conciencia de que el precedente matrimonio, irreparablemente
destruido, no había sido nunca válido»[330]. Pero otra cosa es una
nueva unión que viene de un reciente divorcio, con todas las
consecuencias de sufrimiento y de confusión que afectan a los hijos y a
familias enteras, o la situación de alguien que reiteradamente ha
fallado a sus compromisos familiares. Debe quedar claro que este no es
el ideal que el Evangelio propone para el matrimonio y la familia. Los
Padres sinodales han expresado que el discernimiento de los pastores
siempre debe hacerse «distinguiendo adecuadamente»[331], con una mirada
que «discierna bien las situaciones»[332]. Sabemos que no existen
«recetas sencillas»[333].
299. Acojo las consideraciones de muchos Padres sinodales, quienes
quisieron expresar que «los bautizados que se han divorciado y se han
vuelto a casar civilmente deben ser más integrados en la comunidad
cristiana en las diversas formas posibles, evitando cualquier ocasión
de escándalo. La lógica de la integración es la clave de su
acompañamiento pastoral, para que no sólo sepan que pertenecen al
Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, sino que puedan tener una
experiencia feliz y fecunda. Son bautizados, son hermanos y hermanas,
el Espíritu Santo derrama en ellos dones y carismas para el bien de
todos. Su participación puede expresarse en diferentes servicios
eclesiales: es necesario, por ello, discernir cuáles de las diversas
formas de exclusión actualmente practicadas en el ámbito litúrgico,
pastoral, educativo e institucional pueden ser superadas. Ellos no sólo
no tienen que sentirse excomulgados, sino que pueden vivir y madurar
como miembros vivos de la Iglesia, sintiéndola como una madre que les
acoge siempre, los cuida con afecto y los anima en el camino de la vida
y del Evangelio. Esta integración es también necesaria para el cuidado
y la educación cristiana de sus hijos, que deben ser considerados los
más importantes»[334].
300. Si se tiene en cuenta la innumerable diversidad de situaciones
concretas, como las que mencionamos antes, puede comprenderse que no
debía esperarse del Sínodo o de esta Exhortación una nueva normativa
general de tipo canónica, aplicable a todos los casos. Sólo cabe un
nuevo aliento a un responsable discernimiento personal y pastoral de
los casos particulares, que debería reconocer que, puesto que «el grado
de responsabilidad no es igual en todos los casos»[335], las
consecuencias o efectos de una norma no necesariamente deben ser
siempre las mismas[336]. Los presbíteros tienen la tarea de «acompañar
a las personas interesadas en el camino del discernimiento de acuerdo a
la enseñanza de la Iglesia y las orientaciones del Obispo. En este
proceso será útil hacer un examen de conciencia, a través de momentos
de reflexión y arrepentimiento. Los divorciados vueltos a casar
deberían preguntarse cómo se han comportado con sus hijos cuando la
unión conyugal entró en crisis; si hubo intentos de reconciliación;
cómo es la situación del cónyuge abandonado; qué consecuencias tiene la
nueva relación sobre el resto de la familia y la comunidad de los
fieles; qué ejemplo ofrece esa relación a los jóvenes que deben
prepararse al matrimonio. Una reflexión sincera puede fortalecer la
confianza en la misericordia de Dios, que no es negada a nadie»[337].
Se trata de un itinerario de acompañamiento y de discernimiento que
«orienta a estos fieles a la toma de conciencia de su situación ante
Dios. La conversación con el sacerdote, en el fuero interno, contribuye
a la formación de un juicio correcto sobre aquello que obstaculiza la
posibilidad de una participación más plena en la vida de la Iglesia y
sobre los pasos que pueden favorecerla y hacerla crecer. Dado que en la
misma ley no hay gradualidad (cf. Familiaris consortio,34), este
discernimiento no podrá jamás prescindir de las exigencias de verdad y
de caridad del Evangelio propuesto por la Iglesia. Para que esto
suceda, deben garantizarse las condiciones necesarias de humildad,
reserva, amor a la Iglesia y a su enseñanza, en la búsqueda sincera de
la voluntad de Dios y con el deseo de alcanzar una respuesta a ella más
perfecta»[338]. Estas actitudes son fundamentales para evitar el grave
riesgo de mensajes equivocados, como la idea de que algún sacerdote
puede conceder rápidamente «excepciones», o de que existen personas que
pueden obtener privilegios sacramentales a cambio de favores. Cuando se
encuentra una persona responsable y discreta, que no pretende poner sus
deseos por encima del bien común de la Iglesia, con un pastor que sabe
reconocer la seriedad del asunto que tiene entre manos, se evita el
riesgo de que un determinado discernimiento lleve a pensar que la
Iglesia sostiene una doble moral.
Circunstancias atenuantes en el discernimiento pastoral
301. Para entender de manera adecuada por qué es posible y necesario un
discernimiento especial en algunas situaciones llamadas «irregulares»,
hay una cuestión que debe ser tenida en cuenta siempre, de manera que
nunca se piense que se pretenden disminuir las exigencias del
Evangelio. La Iglesia posee una sólida reflexión acerca de los
condicionamientos y circunstancias atenuantes. Por eso, ya no es
posible decir que todos los que se encuentran en alguna situación así
llamada «irregular» viven en una situación de pecado mortal, privados
de la gracia santificante. Los límites no tienen que ver solamente con
un eventual desconocimiento de la norma. Un sujeto, aun conociendo bien
la norma, puede tener una gran dificultad para comprender «los valores
inherentes a la norma»[339] o puede estar en condiciones concretas que
no le permiten obrar de manera diferente y tomar otras decisiones sin
una nueva culpa. Como bien expresaron los Padres sinodales, «puede
haber factores que limitan la capacidad de decisión»[340]. Ya santo
Tomás de Aquino reconocía que alguien puede tener la gracia y la
caridad, pero no poder ejercitar bien alguna de las virtudes[341], de
manera que aunque posea todas las virtudes morales infusas, no
manifiesta con claridad la existencia de alguna de ellas, porque el
obrar exterior de esa virtud está dificultado: «Se dice que algunos
santos no tienen algunas virtudes, en cuanto experimentan dificultad en
sus actos, aunque tengan los hábitos de todas las virtudes»[342],
302. Con respecto a estos condicionamientos, el Catecismo de la Iglesia
Católica se expresa de una manera contundente: «La imputabilidad y la
responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso
suprimidas a causa de la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el
temor, los hábitos, los afectos desordenados y otros factores psíquicos
o sociales»[343], En otro párrafo se refiere nuevamente a
circunstancias que atenúan la responsabilidad moral, y menciona, con
gran amplitud, «la inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos
contraídos, el estado de angustia u otros factores psíquicos o
sociales»[344]. Por esta razón, un juicio negativo sobre una situación
objetiva no implica un juicio sobre la imputabilidad o la culpabilidad
de la persona involucrada[345]. En el contexto de estas convicciones,
considero muy adecuado lo que quisieron sostener muchos Padres
sinodales: «En determinadas circunstancias, las personas encuentran
grandes dificultades para actuar en modo diverso [...] El
discernimiento pastoral, aun teniendo en cuenta la conciencia
rectamente formada de las personas, debe hacerse cargo de estas
situaciones. Tampoco las consecuencias de los actos realizados son
necesariamente las mismas en todos los casos»[346].
303. A partir del reconocimiento del peso de los condicionamientos
concretos, podemos agregar que la conciencia de las personas debe ser
mejor incorporada en la praxis de la Iglesia en algunas situaciones que
no realizan objetivamente nuestra concepción del matrimonio.
Ciertamente, que hay que alentar la maduración de una conciencia
iluminada, formada y acompañada por el discernimiento responsable y
serio del pastor, y proponer una confianza cada vez mayor en la gracia.
Pero esa conciencia puede reconocer no sólo que una situación no
responde objetivamente a la propuesta general del Evangelio. También
puede reconocer con sinceridad y honestidad aquello que, por ahora, es
la respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios, y descubrir con
cierta seguridad moral que esa es la entrega que Dios mismo está
reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque
todavía no sea plenamente el ideal objetivo. De todos modos, recordemos
que este discernimiento es dinámico y debe permanecer siempre abierto a
nuevas etapas de crecimiento y a nuevas decisiones que permitan
realizar el ideal de manera más plena.
Normas y discernimiento
304. Es mezquino detenerse sólo a considerar si el obrar de una persona
responde o no a una ley o norma general, porque eso no basta para
discernir y asegurar una plena fidelidad a Dios en la existencia
concreta de un ser humano. Ruego encarecidamente que recordemos siempre
algo que enseña santo Tomás de Aquino, y que aprendamos a incorporarlo
en el discernimiento pastoral: «Aunque en los principios generales haya
necesidad, cuanto más se afrontan las cosas particulares, tanta más
indeterminación hay [...] En el ámbito de la acción, la verdad o la
rectitud práctica no son lo mismo en todas las aplicaciones
particulares, sino solamente en los principios generales; y en aquellos
para los cuales la rectitud es idéntica en las propias acciones, esta
no es igualmente conocida por todos [...] Cuanto más se desciende a lo
particular, tanto más aumenta la indeterminación»[347]. Es verdad que
las normas generales presentan un bien que nunca se debe desatender ni
descuidar, pero en su formulación no pueden abarcar absolutamente todas
las situaciones particulares. Al mismo tiempo, hay que decir que,
precisamente por esa razón, aquello que forma parte de un
discernimiento práctico ante una situación particular no puede ser
elevado a la categoría de una norma. Ello no sólo daría lugar a una
casuística insoportable, sino que pondría en riesgo los valores que se
deben preservar con especial cuidado[348].
305. Por ello, un pastor no puede sentirse satisfecho sólo aplicando
leyes morales a quienes viven en situaciones «irregulares», como si
fueran rocas que se lanzan sobre la vida de las personas. Es el caso de
los corazones cerrados, que suelen esconderse aun detrás de las
enseñanzas de la Iglesia «para sentarse en la cátedra de Moisés y
juzgar, a veces con superioridad y superficialidad, los casos difíciles
y las familias heridas»[349]. En esta misma línea se expresó la
Comisión Teológica Internacional: «La ley natural no debería ser
presentada como un conjunto ya constituido de reglas que se imponen a
priori al sujeto moral, sino que es más bien una fuente de inspiración
objetiva para su proceso, eminentemente personal, de toma de
decisión»[350]. A causa de los condicionamientos o factores atenuantes,
es posible que, en medio de una situación objetiva de pecado —que no
sea subjetivamente culpable o que no lo sea de modo pleno— se pueda
vivir en gracia de Dios, se pueda amar, y también se pueda crecer en la
vida de la gracia y la caridad, recibiendo para ello la ayuda de la
Iglesia[351]. El discernimiento debe ayudar a encontrar los posibles
caminos de respuesta a Dios y de crecimiento en medio de los límites.
Por creer que todo es blanco o negro a veces cerramos el camino de la
gracia y del crecimiento, y desalentamos caminos de santificación que
dan gloria a Dios. Recordemos que «un pequeño paso, en medio de grandes
límites humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida
exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar
importantes dificultades»[352]. La pastoral concreta de los ministros y
de las comunidades no puede dejar de incorporar esta realidad.
306. En cualquier circunstancia, ante quienes tengan dificultades para
vivir plenamente la ley divina, debe resonar la invitación a recorrer
la via caritatis. La caridad fraterna es la primera ley de los
cristianos (cf. Jn 15,12; Ga 5,14). No olvidemos la promesa de las
Escrituras: «Mantened un amor intenso entre vosotros, porque el amor
tapa multitud de pecados» (1 P 4,8); «expía tus pecados con limosnas, y
tus delitos socorriendo los pobres» (Dn 4,24). «El agua apaga el fuego
ardiente y la limosna perdona los pecados» (Si 3,30). Es también lo que
enseña san Agustín: «Así como, en peligro de incendio, correríamos a
buscar agua para apagarlo [...] del mismo modo, si de nuestra paja
surgiera la llama del pecado, y por eso nos turbamos, cuando se nos
ofrezca la ocasión de una obra llena de misericordia, alegrémonos de
ella como si fuera una fuente que se nos ofrezca en la que podamos
sofocar el incendio»[353].
La lógica de la misericordia pastoral
307. Para evitar cualquier interpretación desviada, recuerdo que de
ninguna manera la Iglesia debe renunciar a proponer el ideal pleno del
matrimonio, el proyecto de Dios en toda su grandeza: «Es preciso
alentar a los jóvenes bautizados a no dudar ante la riqueza que el
sacramento del matrimonio procura a sus proyectos de amor, con la
fuerza del sostén que reciben de la gracia de Cristo y de la
posibilidad de participar plenamente en la vida de la Iglesia»[354]. La
tibieza, cualquier forma de relativismo, o un excesivo respeto a la
hora de proponerlo, serían una falta de fidelidad al Evangelio y
también una falta de amor de la Iglesia hacia los mismos jóvenes.
Comprender las situaciones excepcionales nunca implica ocultar la luz
del ideal más pleno ni proponer menos que lo que Jesús ofrece al ser
humano. Hoy, más importante que una pastoral de los fracasos es el
esfuerzo pastoral para consolidar los matrimonios y así prevenir las
rupturas.
308. Pero de nuestra conciencia del peso de las circunstancias
atenuantes —psicológicas, históricas e incluso biológicas— se sigue
que, «sin disminuir el valor del ideal evangélico, hay que acompañar
con misericordia y paciencia las etapas posibles de crecimiento de las
personas que se van construyendo día a día», dando lugar a «la
misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien posible».[355]
Comprendo a quienes prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a
confusión alguna. Pero creo sinceramente que Jesucristo quiere una
Iglesia atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la
fragilidad: una Madre que, al mismo tiempo que expresa claramente su
enseñanza objetiva, «no renuncia al bien posible, aunque corra el
riesgo de mancharse con el barro del camino»[356]. Los pastores, que
proponen a los fieles el ideal pleno del Evangelio y la doctrina de la
Iglesia, deben ayudarles también a asumir la lógica de la compasión con
los frágiles y a evitar persecuciones o juicios demasiado duros o
impacientes. El mismo Evangelio nos reclama que no juzguemos ni
condenemos (cf. Mt 7,1; Lc 6,37). Jesús «espera que renunciemos a
buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten
mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que
aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de
los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la
vida siempre se nos complica maravillosamente»[357].
309. Es providencial que estas reflexiones se desarrollen en el
contexto de un Año Jubilar dedicado a la misericordia, porque también
frente a las más diversas situaciones que afectan a la familia, «la
Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón
palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el
corazón de toda persona. La Esposa de Cristo hace suyo el
comportamiento del Hijo de Dios que sale a encontrar a todos, sin
excluir ninguno»[358]. Sabe bien que Jesús mismo se presenta como
Pastor de cien ovejas, no de noventa y nueve. Las quiere todas. A
partir de esta consciencia, se hará posible que «a todos, creyentes y
lejanos, pueda llegar el bálsamo de la misericordia como signo del
Reino de Dios que está ya presente en medio de nosotros»[359].
310. No podemos olvidar que «la misericordia no es sólo el obrar del
Padre, sino que ella se convierte en el criterio para saber quiénes son
realmente sus verdaderos hijos. Así entonces, estamos llamados a vivir
de misericordia, porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado
misericordia»[360]. No es una propuesta romántica o una respuesta débil
ante el amor de Dios, que siempre quiere promover a las personas, ya
que «la misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la
Iglesia. Todo en su acción pastoral debería estar revestido por la
ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en su anuncio y en
su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia»[361]. Es
verdad que a veces «nos comportamos como controladores de la gracia y
no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa
paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas»[362].
311. La enseñanza de la teología moral no debería dejar de incorporar
estas consideraciones, porque, si bien es verdad que hay que cuidar la
integridad de la enseñanza moral de la Iglesia, siempre se debe poner
especial cuidado en destacar y alentar los valores más altos y
centrales del Evangelio[363], particularmente el primado de la caridad
como respuesta a la iniciativa gratuita del amor de Dios. A veces nos
cuesta mucho dar lugar en la pastoral al amor incondicional de
Dios[364]. Ponemos tantas condiciones a la misericordia que la vaciamos
de sentido concreto y de significación real, y esa es la peor manera de
licuar el Evangelio. Es verdad, por ejemplo, que la misericordia no
excluye la justicia y la verdad, pero ante todo tenemos que decir que
la misericordia es la plenitud de la justicia y la manifestación más
luminosa de la verdad de Dios. Por ello, siempre conviene considerar
«inadecuada cualquier concepción teológica que en último término ponga
en duda la omnipotencia de Dios y, en especial, su misericordia»[365].
312. Esto nos otorga un marco y un clima que nos impide desarrollar una
fría moral de escritorio al hablar sobre los temas más delicados, y nos
sitúa más bien en el contexto de un discernimiento pastoral cargado de
amor misericordioso, que siempre se inclina a comprender, a perdonar, a
acompañar, a esperar, y sobre todo a integrar. Esa es la lógica que
debe predominar en la Iglesia, para «realizar la experiencia de abrir
el corazón a cuantos viven en las más contradictorias periferias
existenciales»[366]. Invito a los fieles que están viviendo situaciones
complejas, a que se acerquen con confianza a conversar con sus pastores
o con laicos que viven entregados al Señor. No siempre encontrarán en
ellos una confirmación de sus propias ideas o deseos, pero seguramente
recibirán una luz que les permita comprender mejor lo que les sucede y
podrán descubrir un camino de maduración personal. E invito a los
pastores a escuchar con afecto y serenidad, con el deseo sincero de
entrar en el corazón del drama de las personas y de comprender su punto
de vista, para ayudarles a vivir mejor y a reconocer su propio lugar en
la Iglesia.
Capítulo noveno
ESPIRITUALIDAD MATRIMONIAL Y FAMILIAR
313. La caridad adquiere matices diferentes, según el estado de vida al
cual cada uno haya sido llamado. Hace ya varias décadas, cuando el
Concilio Vaticano II se refería al apostolado de los laicos, destacaba
la espiritualidad que brota de la vida familiar. Decía que la
espiritualidad de los laicos «debe asumir características peculiares
por razón del estado de matrimonio y de familia»[367] y que las
preocupaciones familiares no deben ser algo ajeno «a su estilo de vida
espiritual»[368]. Entonces vale la pena que nos detengamos brevemente a
describir algunas notas fundamentales de esta espiritualidad específica
que se desarrolla en el dinamismo de las relaciones de la vida familiar.
Espiritualidad de la comunión sobrenatural
314. Siempre hemos hablado de la inhabitación divina en el corazón de
la persona que vive en gracia. Hoy podemos decir también que la
Trinidad está presente en el templo de la comunión matrimonial. Así
como habita en las alabanzas de su pueblo (cf. Sal 22,4), vive
íntimamente en el amor conyugal que le da gloria.
315. La presencia del Señor habita en la familia real y concreta, con
todos sus sufrimientos, luchas, alegrías e intentos cotidianos. Cuando
se vive en familia, allí es difícil fingir y mentir, no podemos mostrar
una máscara. Si el amor anima esa autenticidad, el Señor reina allí con
su gozo y su paz. La espiritualidad del amor familiar está hecha de
miles de gestos reales y concretos. En esa variedad de dones y de
encuentros que maduran la comunión, Dios tiene su morada. Esa entrega
asocia «a la vez lo humano y lo divino»[369], porque está llena del
amor de Dios. En definitiva, la espiritualidad matrimonial es una
espiritualidad del vínculo habitado por el amor divino.
316. Una comunión familiar bien vivida es un verdadero camino de
santificación en la vida ordinaria y de crecimiento místico, un medio
para la unión íntima con Dios. Porque las exigencias fraternas y
comunitarias de la vida en familia son una ocasión para abrir más y más
el corazón, y eso hace posible un encuentro con el Señor cada vez más
pleno. Dice la Palabra de Dios que «quien aborrece a su hermano está en
las tinieblas» (1 Jn 2,11), «permanece en la muerte» (1 Jn 3,14) y «no
ha conocido a Dios» (1 Jn 4,8). Mi predecesor Benedicto XVI ha dicho
que «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos
ante Dios»[370], y que el amor es en el fondo la única luz que «ilumina
constantemente a un mundo oscuro»[371]. Sólo «si nos amamos unos a
otros, Dios permanece en nosotros, y su amor ha llegado en nosotros a
su plenitud» (1 Jn 4,12). Puesto que «la persona humana tiene una
innata y estructural dimensión social»[372], y «la expresión primera y
originaria de la dimensión social de la persona es el matrimonio y la
familia»[373], la espiritualidad se encarna en la comunión familiar.
Entonces, quienes tienen hondos deseos espirituales no deben sentir que
la familia los aleja del crecimiento en la vida del Espíritu, sino que
es un camino que el Señor utiliza para llevarles a las cumbres de la
unión mística.
Juntos en oración a la luz de la Pascua
317. Si la familia logra concentrarse en Cristo, él unifica e ilumina
toda la vida familiar. Los dolores y las angustias se experimentan en
comunión con la cruz del Señor, y el abrazo con él permite sobrellevar
los peores momentos. En los días amargos de la familia hay una unión
con Jesús abandonado que puede evitar una ruptura. Las familias
alcanzan poco a poco, «con la gracia del Espíritu Santo, su santidad a
través de la vida matrimonial, participando también en el misterio de
la cruz de Cristo, que transforma las dificultades y sufrimientos en
una ofrenda de amor»[374]. Por otra parte, los momentos de gozo, el
descanso o la fiesta, y aun la sexualidad, se experimentan como una
participación en la vida plena de su Resurrección. Los cónyuges
conforman con diversos gestos cotidianos ese «espacio teologal en el
que se puede experimentar la presencia mística del Señor
resucitado»[375].
318. La oración en familia es un medio privilegiado para expresar y
fortalecer esta fe pascual[376]. Se pueden encontrar unos minutos cada
día para estar unidos ante el Señor vivo, decirle las cosas que
preocupan, rogar por las necesidades familiares, orar por alguno que
esté pasando un momento difícil, pedirle ayuda para amar, darle gracias
por la vida y por las cosas buenas, pedirle a la Virgen que proteja con
su manto de madre. Con palabras sencillas, ese momento de oración puede
hacer muchísimo bien a la familia. Las diversas expresiones de la
piedad popular son un tesoro de espiritualidad para muchas familias. El
camino comunitario de oración alcanza su culminación participando
juntos de la Eucaristía, especialmente en medio del reposo dominical.
Jesús llama a la puerta de la familia para compartir con ella la cena
eucarística (cf. Ap 3,20). Allí, los esposos pueden volver siempre a
sellar la alianza pascual que los ha unido y que refleja la Alianza que
Dios selló con la humanidad en la CRUZ[377]. La Eucaristía es el
sacramento de la nueva Alianza donde se actualiza la acción redentora
de Cristo (cf. Lc 22,20). Así se advierten los lazos íntimos que
existen entre la vida matrimonial y la Eucaristía[378]. El alimento de
la Eucaristía es fuerza y estímulo para vivir cada día la alianza
matrimonial como «iglesia doméstica»[379].
Espiritualidad del amor exclusivo y libre
319. En el matrimonio se vive también el sentido de pertenecer por
completo sólo a una persona. Los esposos asumen el desafío y el anhelo
de envejecer y desgastarse juntos y así reflejan la fidelidad de Dios.
Esta firme decisión, que marca un estilo de vida, es una «exigencia
interior del pacto de amor conyugal»[380], porque «quien no se decide a
querer para siempre, es difícil que pueda amar de veras un solo
día»[381]. Pero esto no tendría sentido espiritual si se tratara sólo
de una ley vivida con resignación. Es una pertenencia del corazón, allí
donde sólo Dios ve (cf. Mt 5,28). Cada mañana, al levantarse, se vuelve
a tomar ante Dios esta decisión de fidelidad, pase lo que pase a lo
largo de la jornada. Y cada uno, cuando va a dormir, espera levantarse
para continuar esta aventura, confiando en la ayuda del Señor. Así,
cada cónyuge es para el otro signo e instrumento de la cercanía del
Señor, que no nos deja solos: «Yo estoy con vosotros todos los días,
hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).
320. Hay un punto donde el amor de la pareja alcanza su mayor
liberación y se convierte en un espacio de sana autonomía: cuando cada
uno descubre que el otro no es suyo, sino que tiene un dueño mucho más
importante, su único Señor. Nadie más puede pretender tomar posesión de
la intimidad más personal y secreta del ser amado y sólo él puede
ocupar el centro de su vida. Al mismo tiempo, el principio de realismo
espiritual hace que el cónyuge ya no pretenda que el otro sacie
completamente sus necesidades. Es preciso que el camino espiritual de
cada uno —como bien indicaba Dietrich Bonhoeffer— le ayude a
«desilusionarse» del otro[382], a dejar de esperar de esa persona lo
que sólo es propio del amor de Dios. Esto exige un despojo interior. El
espacio exclusivo que cada uno de los cónyuges reserva a su trato
solitario con Dios, no sólo permite sanar las heridas de la
convivencia, sino que posibilita encontrar en el amor de Dios el
sentido de la propia existencia. Necesitamos invocar cada día la acción
del Espíritu para que esta libertad interior sea posible.
Espiritualidad del cuidado, del consuelo y del estímulo
321. «Los esposos cristianos son mutuamente para sí, para sus hijos y
para los restantes familiares, cooperadores de la gracia y testigos de
la fe»[383]. Dios los llama a engendrar y a cuidar. Por eso mismo, la
familia «ha sido siempre el “hospital” más cercano»[384]. Curémonos,
contengámonos y estimulémonos unos a otros, y vivámoslo como parte de
nuestra espiritualidad familiar. La vida en pareja es una participación
en la obra fecunda de Dios, y cada uno es para el otro una permanente
provocación del Espíritu. El amor de Dios se expresa «a través de las
palabras vivas y concretas con que el hombre y la mujer se declaran su
amor conyugal»[385]. Así, los dos son entre sí reflejos del amor divino
que consuela con la palabra, la mirada, la ayuda, la caricia, el
abrazo. Por eso, «querer formar una familia es animarse a ser parte del
sueño de Dios, es animarse a soñar con él, es animarse a construir con
él, es animarse a jugarse con él esta historia de construir un mundo
donde nadie se sienta solo»[386].
322. Toda la vida de la familia es un «pastoreo» misericordioso. Cada
uno, con cuidado, pinta y escribe en la vida del otro: «Vosotros sois
nuestra carta, escrita en nuestros corazones [...] no con tinta, sino
con el Espíritu de Dios vivo» (2 Co 3,2-3). Cada uno es un «pescador de
hombres» (Lc 5,10) que, en el nombre de Jesús, «echa las redes» (cf. Lc
5,5) en los demás, o un labrador que trabaja en esa tierra fresca que
son sus seres amados, estimulando lo mejor de ellos. La fecundidad
matrimonial implica promover, porque «amar a un ser es esperar de él
algo indefinible e imprevisible; y es, al mismo tiempo, proporcionarle
de alguna manera el medio de responder a esta espera»[387]. Esto es un
culto a Dios, porque es él quien sembró muchas cosas buenas en los
demás esperando que las hagamos crecer.
323. Es una honda experiencia espiritual contemplar a cada ser querido
con los ojos de Dios y reconocer a Cristo en él. Esto reclama una
disponibilidad gratuita que permita valorar su dignidad. Se puede estar
plenamente presente ante el otro si uno se entrega «porque sí»,
olvidando todo lo que hay alrededor. El ser amado merece toda la
atención. Jesús era un modelo porque, cuando alguien se acercaba a
conversar con él, detenía su mirada, miraba con amor (cf. Mc 10,21).
Nadie se sentía desatendido en su presencia, ya que sus palabras y
gestos eran expresión de esta pregunta: «¿Qué quieres que haga por ti?»
(Mc 10,51). Eso se vive en medio de la vida cotidiana de la familia.
Allí recordamos que esa persona que vive con nosotros lo merece todo,
ya que posee una dignidad infinita por ser objeto del amor inmenso del
Padre. Así brota la ternura, capaz de «suscitar en el otro el gozo de
sentirse amado. Se expresa, en particular, al dirigirse con atención
exquisita a los límites del otro, especialmente cuando se presentan de
manera evidente»[388].
324. Bajo el impulso del Espíritu, el núcleo familiar no sólo acoge la
vida generándola en su propio seno, sino que se abre, sale de sí para
derramar su bien en otros, para cuidarlos y buscar su felicidad. Esta
apertura se expresa particularmente en la hospitalidad[389], alentada
por la Palabra de Dios de un modo sugestivo: «no olvidéis la
hospitalidad: por ella algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles» (Hb
13,2). Cuando la familia acoge y sale hacia los demás, especialmente
hacia los pobres y abandonados, es «símbolo, testimonio y participación
de la maternidad de la Iglesia»[390]. El amor social, reflejo de la
Trinidad, es en realidad lo que unifica el sentido espiritual de la
familia y su misión fuera de sí, porque hace presente el kerygma con
todas sus exigencias comunitarias. La familia vive su espiritualidad
propia siendo al mismo tiempo una iglesia doméstica y una célula vital
para transformar el mundo[391].
* * *
325. Las palabras del Maestro (cf. Mt 22,30) y las de san Pablo (cf. 1
Co 7,29-31) sobre el matrimonio, están insertas —no casualmente— en la
dimensión última y definitiva de nuestra existencia, que necesitamos
recuperar. De ese modo, los matrimonios podrán reconocer el sentido del
camino que están recorriendo. Porque, como recordamos varias veces en
esta Exhortación, ninguna familia es una realidad celestial y
confeccionada de una vez para siempre, sino que requiere una progresiva
maduración de su capacidad de amar. Hay un llamado constante que viene
de la comunión plena de la Trinidad, de la unión preciosa entre Cristo
y su Iglesia, de esa comunidad tan bella que es la familia de Nazaret y
de la fraternidad sin manchas que existe entre los santos del cielo.
Pero además, contemplar la plenitud que todavía no alcanzamos, nos
permite relativizar el recorrido histórico que estamos haciendo como
familias, para dejar de exigir a las relaciones interpersonales una
perfección, una pureza de intenciones y una coherencia que sólo
podremos encontrar en el Reino definitivo. También nos impide juzgar
con dureza a quienes viven en condiciones de mucha fragilidad. Todos
estamos llamados a mantener viva la tensión hacia un más allá de
nosotros mismos y de nuestros límites, y cada familia debe vivir en ese
estímulo constante. Caminemos familias, sigamos caminando. Lo que se
nos promete es siempre más. No desesperemos por nuestros límites, pero
tampoco renunciemos a buscar la plenitud de amor y de comunión que se
nos ha prometido.
Oración a la Sagrada Familia
Jesús, María y José
en vosotros contemplamos
el esplendor del verdadero amor,
a vosotros, confiados, nos dirigimos.
Santa Familia de Nazaret,
haz también de nuestras familias
lugar de comunión y cenáculo de oración,
auténticas escuelas del Evangelio
y pequeñas iglesias domésticas.
Santa Familia de Nazaret,
que nunca más haya en las familias episodios
de violencia, de cerrazón y división;
que quien haya sido herido o escandalizado
sea pronto consolado y curado.
Santa Familia de Nazaret,
haz tomar conciencia a todos
del carácter sagrado e inviolable de la familia,
de su belleza en el proyecto de Dios.
Jesús, María y José,
escuchad, acoged nuestra súplica.
Amén.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en el Jubileo extraordinario de la
Misericordia, el 19 de marzo, Solemnidad de San José, del año 2016,
cuarto de mi Pontificado.
Franciscus
________________________________________
[1] III Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos,
Relatio synodi (18 octubre 2014), 2.
[2] XIV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, Relación
final (24 octubre 2015), 3.
[3] Discurso en la clausura de la XIV Asamblea General Ordinaria del
Sínodo de los Obispos (24 octubre 2015): L’Osservatore Romano,ed.
semanal en lengua española, 30 de octubre de 2015, p. 4; cf. Pontificia
Comisión Bíblica, Fe y cultura a la luz de la Biblia. Actas de la
Sesión plenaria 1979 de la Pontificia Comisión Bíblica, Turín 1981;
Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en
el mundo actual, 44; Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7
diciembre 1990), 52:AAS83 (1991), 300; Exhort. ap. Evangelii gaudium
(24 noviembre 2013), 69.117: AAS 105 (2013), 1049.1068-69.
[4] Discurso en el Encuentro con las Familias de Santiago de Cuba (22
septiembre 2015): L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española,
25 de septiembre de 2015, p. 12.
[5] Jorge Luis Borges, «Calle desconocida», en Fervor de Buenos Aires,
Buenos Aires 2011, 23.
[6] Homilía en la Eucaristía celebrada en Puebla de los Ángeles (28
enero 1979), 2: AAS 71 (1979), 184.
[7] Cf. ibíd.
[8] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 4: AAS 74 (1982), 84.
[9] Relatio synodi 2014, 5.
[10]Conferencia Episcopal Española, Matrimonio y familia (6 julio
1979), 3.16.23.
[11] Relación final 2015, 5.
[12] Relatio synodi 2014, 5.
[13] Relación final 2015, 8.
[14] Discurso al Congreso de los Estados Unidos de América (24
septiembre 2015): L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española,
25 de septiembre de 2015, p. 18.
[15] Relación final 2015, 29.
[16] Relatio synodi 2014, 10.
[17] III Asamblea General Extraordinaria del Sínodo de los Obispos,
Mensaje (18 octubre 2014).
[18] Relatio synodi 2014, 10.
[19] Relación final 2015, 7.
[20] Ibíd., 63.
[21]Conferencia de Obispos católicos de Corea, Towards a culture of
life! (15 marzo 2007).
[22] Relatio synodi 2014, 6.
[23] Pontificio Consejo para la Familia, Carta de los derechos de la
familia (22 octubre 1983), art. 11.
[24] Cf. Relación final 2015, 11-12.
[25] Pontificio Consejo para la Familia, Carta de los derechos de la
familia (22 octubre 1983), Intr.
[26] Ibíd., 9.
[27] Relación final 2015, 14.
[28] Relatio synodi 2014, 8.
[29] Cf. Relación final 2015, 78.
[30] Relatio synodi 2014, 8.
[31] Relación final 2015, 23; cf. Mensaje para la Jornada mundial del
emigrante y del refugiado 2016 (12 septiembre 2015): L’Osservatore
Romano,ed. semanal en lengua española, 2 de octubre de 2015, p. 22-23.
[32] Ibíd., 24.
[33] Ibíd., 21.
[34] Ibíd., 17.
[35] Ibíd., 20.
[36] Cf. ibíd., 15.
[37] Discurso en la clausura de la XIV Asamblea General Ordinaria del
Sínodo de los Obispos (24 octubre 2015): L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 30 de octubre de 2015, p. 4.
[38] Conferencia Episcopal Argentina, Navega mar adentro (31 mayo
2003), 42.
[39] Conferencia del Episcopado Mexicano, Que en Cristo nuestra paz
México tenga vida digna (15 febrero 2009), 67.
[40] Relación final 2015, 25.
[41] Ibíd., 10.
[42] Catequesis (22 abril 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 24 de abril de 2015, p. 12.
[43] Catequesis (29 abril 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 1 de mayo de 2015, p. 12.
[44] Relación final 2015, 28.
[45] Ibíd., 8.
[46] Ibíd., 58.
[47] Ibíd., 33.
[48] Relatio synodi 2014, 11.
[49] Conferencia Episcopal de Colombia, A tiempos difíciles,
colombianos nuevos (13 febrero 2003), 3.
[50] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 35: AAS 105
(2013), 1034.
[51] Ibíd., 164: AAS 105 (2013), 1088.
[52] Ibíd.
[53] Ibíd., 165: AAS 105 (2013), 1089.
[54] Relatio synodi 2014, 12.
[55] Ibíd., 14.
[56] Ibíd., 16.
[57] Relación final 2015,41.
[58] Ibíd., 38.
[59] Relatio synodi 2014, 17.
[60] Relación final 2015, 43.
[61] Relatio synodi 2014, 18.
[62] Ibíd., 19.
[63] Relación final 2015, 38.
[64] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 13: AAS 74 (1982), 94.
[65] Relatio synodi 2014, 21.
[66] Catecismo de la Iglesia Católica, 1642.
[67] Ibíd.
[68] Catequesis (6 mayo 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 8 de mayo de 2015, p. 16.
[69] León Magno, Epistula Rustico narbonensi episcopo, inquis. IV: PL
54, 1205A; cf. Incmaro de Reims, Epist. 22: PL 126, 142.
[70] Cf. Pío XII, Carta enc. Mystici Corporis Christi (29 junio 1943):
AAS35 (1943), 202: «Matrimonio enim quo coniuges sibiinvicem sunt
ministri gratiae…»:
[71] Cf. Código de Derecho Canónico, cc. 1116. 1161-1165; Código de los
Cánones de las Iglesias Orientales, cc. 832. 848-852.
[72] Ibíd., c. 1055 § 2.
[73] Relatio synodi 2014, 23.
[74] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 9: AAS 74 (1982), 90.
[75] Relación final 2015, 47.
[76] Ibíd.
[77] Cf. Homilía en la Santa Misa de clausura del VIII Encuentro
Mundial de las Familias en Filadelfia (27 septiembre 2015):
L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 2 de octubre de
2015, p. 20.
[78] Relación final 2015, 53-54.
[79] Ibíd., 51.
[80] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 48.
[81] Cf. Código de Derecho Canónico, c. 1055 § 1: «Ad bonum coniugum
atque ad prolis generationem et educationem ordinatum».
[82] Catecismo de la Iglesia Católica, 2360.
[83] Ibíd., 1654.
[84] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 48.
[85] Catecismo de la Iglesia Católica, 2366.
[86] Cf. Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 11-12: AAS
60 (1968), 488-489.
[87] Catecismo de la Iglesia Católica, 2378.
[88] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Donum vitae
(22 febrero 1987), II, 8: AAS 80 (1988), 97.
[89] Relación final 2015, 63.
[90] Relatio synodi 2014, 57.
[91] Ibíd., 58.
[92] Ibíd., 57.
[93] Relación final 2015, 64.
[94] Relatio synodi 2014, 60.
[95] Ibíd., 61.
[96] Código de Derecho Canónico, c. 1136; cf. Código de los Cánones de
las Iglesias Orientales, c. 627.
[97] Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y
significado (8 diciembre 1995), 23.
[98] Catequesis (20 mayo 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 22 de mayo de 2015, p. 16.
[99] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 38: AAS 74 (1982), 129.
[100] Cf. Discurso a la Asamblea diocesana de Roma (14 junio 2015):
L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 19 de junio de
2015, p. 6.
[101] Relatio synodi 2014, 23.
[102] Relación final 2015, 52.
[103] Ibíd., 49-50.
[104] Catecismo de la Iglesia Católica, 1641.
[105] Cf. Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre
2005), 2: AAS98 (2006), 218.
[106] Ejercicios Espirituales, Contemplación para alcanzar amor, 230.
[107] Octavio Paz, La llama doble, Barcelona 1993, 35.
[108] Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 114, a. 2, ad 1.
[109] Catequesis (13 mayo 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 15 de mayo de 2015, p. 9.
[110] Summa TheologiaeII-II, q. 27, a. 1, ad 2.
[111] Ibíd., II-II, q. 27, a. 1.
[112] Catequesis (13 mayo 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 15 de mayo de 2015, p. 9.
[113] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 21: AAS 74 (1982), 106.
[114] Sermón en la iglesia Bautista de la Avenida Dexter, Montgomery,
Alabama, 17 de noviembre de 1957.
[115] Santo Tomás de Aquino entiende el amor como «vis unitiva» (Summa
Theologiae I, a. 20, 1, ad 3), retomando una expresión de Dionisio Ps.
Areopagita (De divinis nominibus, 4, 12: PG, 709).
[116] Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 27, a. 2.
[117] Carta enc. Casti connubii (31 diciembre 1930): AAS 22 (1930),
547-548.
[118] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 13: AAS 74 (1982), 94.
[119] Catequesis (2 abril 2014):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 4 de abril de 2014, p. 16.
[120] Ibíd.
[121] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 9: AAS 74 (1982), 90.
[122] Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles, III, 123; cf.
Aristóteles, Ética a Nicómaco, 8, 12 (ed. Bywater, Oxford 1984), 174.
[123] Carta enc. Lumen fidei (29 junio 2013), 52: AAS 105 (2013), 590.
[124] De sacramento matrimonii, 1, 2: en Id., Disputationes, III, 5, 3
(ed. Giuliano, Nápoles 1858), 778.
[125] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 50.
[126] Ibíd., 49.
[127] Cf. Summa Theologiae I-II, q. 31, a. 3, ad 3.
[128] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 48.
[129] Cf. Summa Theologiae I-II, q. 26, a. 3.
[130] Ibíd., q. 110, a. 1.
[131] Confesiones, 8, 3, 7: PL 32, 752.
[132] Discurso a las Familias del mundo con ocasión de su peregrinación
a Roma en el Año de la Fe (26 octubre 2013):AAS (2013), 980.
[133] Ángelus (29 diciembre 2013):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 3 de enero de 2014, p. 2.
[134] Discurso a las Familias del mundo con ocasión de su peregrinación
a Roma en el Año de la Fe (26 octubre 2013):AAS (2013), 978.
[135] Summa TheologiaeII-II, q. 24, a. 7.
[136] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 48.
[137] Conferencia Episcopal de Chile, La vida y la familia: regalos de
Dios para cada uno de nosotros (21 octubre 2014).
[138] Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 49.
[139] A. Sertillanges, L’amour chrétien, París 1920, 174.
[140] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 24, a. 1.
[141] Cf. ibíd., q. 59, a. 5.
[142] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 3: AAS 98
(2006), 219-220.
[143] Ibíd., 4: AAS 98 (2006), 220.
[144] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 32, a. 7.
[145]Cf. ibíd., II-II, q. 153, a. 2, ad 2: «Abundantia delectationis
quae est in actu venereo secundum rationem ordinato, non contrariatur
medio virtutis»
[146] Juan Pablo II, Catequesis (22 octubre 1980), 5:L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 26 de octubre de 1980, p. 3.
[147] Ibíd., 3.
[148] Id., Catequesis (24 septiembre 1980), 4:L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 28 de septiembre de 1980, p. 3.
[149] Catequesis (12 noviembre 1980), 2: L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 16 de noviembre de 1980, p. 3.
[150] Ibíd., 4.
[151] Ibíd., 5.
[152] Ibíd., 1: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
16 de noviembre de 1980, p. 3.
[153] Id., Catequesis (16 enero 1980), 1: L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 20 de enero de 1980, p. 3.
[154] Josef Pieper, Über die Liebe, Múnich 2014, 174-175.
[155] Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), 23:
AAS87 (1995), 427.
[156] Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 13: AAS 60
(1968), 489.
[157] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 49.
[158] Catequesis (18 junio 1980), 5: L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 22 de junio de 1980, p. 3.
[159] Ibíd., 6.
[160] Cf. Catequesis (30 julio 1980), 1:L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 3 de agosto de 1980, p. 3.
[161] Catequesis (8 abril 1981), 3: L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 12 de abril de 1981, p. 3.
[162] Catequesis (11 agosto 1982), 4: L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 15 de agosto de 1982, p. 3.
[163] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 5: AAS 98
(2006), 221.
[164] Ibíd., 7: AAS 98 (2006), 224.
[165] Relación final 2015, 22.
[166] Catequesis (14 abril 1982), 1: L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 18 de abril de 1982, p. 3.
[167] Glossa in quatuor libros sententiarum Petri Lombardi, 4, 26, 2
(Quaracchi 1957, 446).
[168] Juan Pablo II, Catequesis (7 abril 1982), 2: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 11 de abril de 1982, p. 3.
[169] Id., Catequesis(14 abril 1982), 3:L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 18 de abril de 1982, p. 3.
[170] Ibíd.
[171] Id., Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 10: AAS 71
(1979), 274.
[172] Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 27, a. 1.
[173] Pontificio Consejo para la Familia, Familia, matrimonio y uniones
de hecho (26 julio 2000), 40.
[174] Juan Pablo II, Catequesis (31 octubre 1984), 6: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 4 de noviembre de 1984, p. 3.
[175] Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005),
8: AAS 98 (2006), 224.
[176] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 14: AAS 74 (1982), 96.
[177] Catequesis (11 febrero 2015): L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 13 de febrero de 2015, p. 12.
[178] Ibíd.
[179] Catequesis (8 abril 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 10 de abril de 2015, p. 16.
[180] Ibíd.
[181] Cf. Conc. Ecum. Vat II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 51: «Sea claro a todos que la vida de los
hombres y la tarea de transmitirla no se limita a este mundo sólo y no
se puede medir ni entender sólo por él, sino que mira siempre al
destino eterno de los hombres».
[182] Juan Pablo II, Carta a la Secretaria General de la Conferencia
internacional de la Organización de Naciones Unidas sobre la población
y el desarrollo (18 marzo 1994): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 8 de abril de 1994, p. 11.
[183] Id., Catequesis (12 marzo 1980), 3: L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 16 de marzo de 1980, p. 3.
[184] Ibíd.
[185] Discurso en el Encuentro con las Familias en Manila (16 enero
2015): AAS 107 (2015), 176.
[186] Catequesis (11 febrero 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 13 de febrero de 2015, p. 12.
[187] Catequesis (14 octubre 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 16 de octubre de 2015, p. 12.
[188] Conferencia de Obispos Católicos de Australia, Carta past. Don’t
Mess with Marriage(24 noviembre 2015), 13.
[189] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 50.
[190] Juan Pablo II, Catequesis (12 marzo 1980), 2: L’Osservatore
Romano,ed. semanal en lengua española, 16 de marzo de 1980, p. 3.
[191] Cf. Id., Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 30-31:
AAS 80 (1988), 1726-1729.
[192] Catequesis (7 enero 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 9 de enero de 2015, p. 16.
[193] Ibíd.
[194] Catequesis (28 enero 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 30 de enero de 2015, p. 16
[195] Ibíd.
[196] Cf. Relación final 2015, 28.
[197] Catequesis (4 febrero 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 6 de febrero de 2015, p. 16.
[198] Ibíd.
[199] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 50.
[200] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe, Documento de Aparecida (29 junio 2007), 457.
[201] Relación final 2015, 65.
[202] Ibíd.
[203] Discurso en el Encuentro con las Familias en Manila (16 enero
2015):AAS 107 (2015), 178.
[204] Mario Benedetti, «Te quiero», en Poemas de otros, Buenos Aires
1993, 316.
[205] Cf. Catequesis (16 septiembre 2015): L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 18 de septiembre de 2015, p. 6.
[206] Catequesis (7 octubre 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 9 de octubre de 2015, p. 2.
[207] Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005),
14: AAS 98 (2006), 228.
[208] Cf. Relación final 2015, 11.
[209] Catequesis (18 marzo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 20 de marzo de 2015, p. 12.
[210] Catequesis (11 febrero 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 13 de febrero de 2015, p. 12.
[211] Cf. Relación final 2015, 17-18.
[212] Catequesis (4 marzo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 6 de marzo de 2015, p. 12.
[213] Catequesis (11 marzo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 13 de marzo de 2015, p.16.
[214] Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 27: AAS 74
(1982), 113.
[215]Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el «Foro
internacional sobre la Tercera Edad» (5 septiembre 1980), 5:
L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 19 de octubre de
1980, p. 16.
[216] Relación final 2015, 18.
[217] Catequesis (4 marzo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 6 de marzo de 2015, p. 12.
[218] Ibíd.
[219] Discurso en el Encuentro con los Ancianos (28 septiembre 2014):
L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 3 de octubre de
2014, p. 6.
[220] Catequesis (18 febrero 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 20 de febrero de 2015, p. 2.
[221] Ibíd.
[222] Ibíd.
[223] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 18: AAS 74 (1982), 101.
[224] Catequesis (7 octubre 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 9 de octubre de 2015, p. 2.
[225] Relatio synodi 2014, 30.
[226] Ibíd., 31.
[227] Relación final 2015, 56.
[228] Ibíd., 89.
[229] Relatio synodi 2014, 32.
[230] Ibíd., 33.
[231] Ibíd., 38.
[232] Relación final 2015, 77.
[233] Ibíd., 61.
[234] Ibíd.
[235] Ibíd.
[236] Ibíd.
[237] Cf. Relatio synodi 2014, 26.
[238] Ibíd., 39.
[239] Conferencia Episcopal Italiana. Orientaciones pastorales sobre la
preparación al matrimonio y a la familia (22 octubre 2012), 1.
[240] Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, anotación 2.
[241] Ibíd., anotación 5.
[242] Juan Pablo II, Catequesis (27 junio 1984), 4: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española,1 de julio de 1984, p. 3.
[243] Catequesis (21 octubre 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 23 de octubre de 2015, p. 16.
[244] Conferencia Episcopal de Kenia, Mensaje de Cuaresma, 18 febrero
2015.
[245] Cf. Pío XI, Carta enc. Casti connubii (31 diciembre 1930): AAS 22
(1930), 583.
[246] Juan Pablo II, Catequesis (4 julio 1984), 3.6: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 8 de julio de 1984, p. 3.
[247] Relación final 2015, 59.
[248]Ibíd., 63.
[249] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 50.
[250] Relación final 2015, 63.
[251] Relatio synodi 2014, 40.
[252] Ibíd., 34.
[253] Cántico Espiritual, B, 25, 11.
[254] Relatio synodi 2014, 44.
[255] Relación final 2015, 81.
[256] Ibíd., 78.
[257] Catequesis (24 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 26 de junio de 2015, p. 16.
[258] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 83: AAS 74 (1982), 184.
[259] Relatio synodi 2014, 47.
[260] Ibíd., 50.
[261] Cf. Catequesis (5 agosto 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 7-14 de agosto de 2015, p. 2.
[262] Relatio synodi 2014, 51; cf. Relación final 2015, 84.
[263] Ibíd., 48.
[264] Cf. Motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus (15 agosto 2015):
L’Osservatore Romano, 9 de septiembre de 2015, pp. 3-4; Motu proprio
Mitis et Misericors Iesus (15 agosto 2015), preámbulo, 3, 1: ibíd., pp.
5-6.
[265] Motu proprio Mitis Iudex Dominus Iesus (15 agosto 2015),
preámbulo, 3: L’Osservatore Romano, 9 de septiembre de 2015, p. 3.
[266] Relación final 2015, 82.
[267] Relatio synodi 2014, 47.
[268] Catequesis (20 mayo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 22 de mayo de 2015, p. 16.
[269] Catequesis (24 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 26 de junio de 2015, p. 16.
[270] Catequesis (5 agosto 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 7-14 de agosto de 2015, p. 2.
[271] Relación final 2015, 72.
[272] Ibíd., 73.
[273] Ibíd., 74.
[274] Ibíd., 75.
[275] Cf. Bula Misericordiae vultus (11 abril 2015), 12: AAS107 (2015),
407.
[276] Catecismo de la Iglesia Católica, 2358; cf. Relación final 2015,
76.
[277] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2358.
[278] Relación final 2015, 76; cf. Congregación para la Doctrina de la
Fe, Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de
las uniones entre personas homosexuales (3 junio 2003), 4.
[279] Relación final 2015, 80.
[280] Cf. ibíd., 20.
[281] Catequesis (17 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 19 de junio de 2015, p. 16.
[282] Relación final 2015, 19.
[283] Catequesis (17 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 19 de junio de 2015, p. 16.
[284] Ibíd.
[285] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 958.
[286] Ibíd.
[287] Cf. Últimas Conversaciones: El «Cuaderno Amarillo» de la Madre
Inés (17 julio 1897): Obras Completas, Burgos 1996, 826. A este
respecto, es significativo el testimonio de las Hermanas del convento
sobre la promesa de santa Teresa de que su salida de este mundo sería
«como una lluvia de rosas» (ibíd., 9 junio, 991).
[288] Jordán de Sajonia, Libellus de principiis Ordinis predicatorum,
93: Monumenta Historica Sancti Patris Nostri Dominici, XVI, Roma 1935,
p. 69.
[289] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 957.
[290] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 49.
[291] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 222: AAS 105
(2013), 1111.
[292] Catequesis (20 mayo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 22 de mayo de 2015, p. 16.
[293] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 17.
[294] Catequesis (30 septiembre 2015): L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 2 de octubre de 2015, p. 2.
[295] Catequesis (10 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 12 de junio de 2015, p. 16.
[296] Cf. Relación final 2015, 67.
[297] Catequesis (20 mayo 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 22 de mayo de 2015, p. 16.
[298] Catequesis (9 septiembre 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 11 de septiembre de 2015, p. 14.
[299] Relación final 2015, 68.
[300] Ibíd., 58.
[301] Conc. Ecum. Vat. II, Declaración Gravissimum educationis, sobre
la educación cristiana de la juventud, 1.
[302] Relación final 2015, 56.
[303] Erich Fromm, The art of Loving, New York 1956, 54.
[304] Carta enc. Laudato siʼ (24 mayo 2015), 155.
[305] Catequesis (15 abril 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 17 de abril de 2015, p. 2.
[306] Cf.Relación final 2015, 13-14.
[307] De sancta virginitate, 7, 7: PL 40, 400.
[308] Catequesis (26 agosto 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 28 de agosto de 2015, p. 12.
[309] Relación final 2015, 89.
[310] Ibíd., 93.
[311] Relatio synodi 2014, 24.
[312] Ibíd., 25.
[313] Ibíd., 28.
[314] Cf. ibíd., 41.43; Relación final 2015, 70.
[315] Relatio synodi 2014, 27.
[316] Ibíd., 26.
[317] Ibíd., 41.
[318] Ibíd.
[319] Relación final 2015, 71.
[320] Cf. ibíd.
[321] Relatio synodi 2014, 42.
[322] Ibíd., 43.
[323] Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 34: AAS 74
(1982), 123.
[324] Ibíd., 9: AAS 74 (1982), 90.
[325] Cf. Catequesis (24 junio 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 26 de junio de 2015, p. 16.
[326] Homilía en la Eucaristía celebrada con los nuevos cardenales (15
febrero 2015): AAS 107 (215), 257.
[327] Relación final 2015, 51.
[328] Relatio synodi 2014, 25.
[329] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 84: AAS 74 (1982), 186. En estas situaciones, muchos, conociendo
y aceptando la posibilidad de convivir «como hermanos» que la Iglesia
les ofrece, destacan que si faltan algunas expresiones de intimidad
«puede poner en peligro no raras veces el bien de la fidelidad y el
bien de la prole» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes,
sobre la Iglesia en el mundo actual, 51).
[330] Ibíd.
[331] Relatio synodi 2014, 26.
[332] Ibíd., 45.
[333] Benedicto XVI, Diálogo con el Papa en la fiesta de los
testimonios. VII Encuentro Mundial de las Familias en Milán (2 junio
2012): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 10 de
junio de 2012, p. 12.
[334] Relación final 2015, 84.
[335] Ibíd., 51.
[336] Tampoco en lo referente a la disciplina sacramental, puesto que
el discernimiento puede reconocer que en una situación particular no
hay culpa grave. Allí se aplica lo que afirmé en otro documento: cf.
Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 44.47: AAS 105
(2013), 1038.1040.
[337] Relación final 2015, 85.
[338] Ibíd., 86.
[339] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 33: AAS 74 (1982), 121.
[340] Relación final 2015, 51.
[341] Cf. Summa Theologiae I-II, q. 65, a. 3, ad 2; De Malo, q. 2, a. 2.
[342] Ibíd., ad 3.
[343] N. 1735.
[344] Ibíd., 2352; cf. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Declaración Iura et bona, sobre la eutanasia (5 mayo 1980), II: AAS 72
(1980), 546. Juan Pablo II, criticando la categoría de «opción
fundamental», reconocía que «sin duda pueden darse situaciones muy
complejas y oscuras bajo el aspecto psicológico, que influyen en la
imputabilidad subjetiva del pecador»: Exhort. ap. Reconciliatio et
paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77 (1985), 223.
[345] Cf. Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, Declaración
sobre la admisibilidad a la sagrada comunión de los divorciados que se
han vuelto a casar (24 junio 2000), 2.
[346] Relación final 2015, 85.
[347] Summa Theologiae I-II, q. 94, a. 4.
[348] En otro texto, refiriéndose al conocimiento general de la norma y
al conocimiento particular del discernimiento práctico, santo Tomás
llega a decir que «si no hay más que uno solo de los dos conocimientos,
es preferible que este sea el conocimiento de la realidad particular
que se acerca más al obrar»: Tomás de Aquino, Sententia libri
Ethicorum, VI, 6 (ed. Leonina, t. XLVII, 354).
[349] Discurso en la clausura de la XIV Asamblea General Ordinaria del
Sínodo de los Obispos (24 octubre 2015): L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 30 de octubre de 2015, p. 4.
[350] En busca de una ética universal: nueva mirada sobre la ley
natural (2009), 59.
[351] En ciertos casos, podría ser también la ayuda de los sacramentos.
Por eso, «a los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe
ser una sala de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor»:
Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 44: AAS 105 (2013),
1038. Igualmente destaco que la Eucaristía «no es un premio para los
perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles»
(ibíd, 47: 1039).
[352] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 44: AAS 105
(2013), 1038-1039.
[353] De catechizandis rudibus, 1, 14, 22: PL 40, 327; cf. Exhort. ap.
Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 193: AAS 105 (2013), 1101.
[354] Relatio synodi 2014, 26.
[355] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 44: AAS 105
(2013), 1038.
[356] Ibíd., 45: AAS 105 (2013), 1039.
[357] Ibíd., 270: AAS 105 (2013), 1128.
[358] Bula Misericordiae vultus (11 abril 2015), 12: AAS 107 (2015),
407.
[359] Ibíd., 5: 402
[360] Ibíd., 9: 405.
[361] Ibíd.,10: 406.
[362] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 47: AAS 105
(2013), 1040.
[363] Cf. ibíd., 36-37: AAS 105 (2013), 1035.
[364] Quizás por escrúpulo, oculto detrás de un gran deseo de fidelidad
a la verdad, algunos sacerdotes exigen a los penitentes un propósito de
enmienda sin sombra alguna, con lo cual la misericordia se esfuma
debajo de la búsqueda de una justicia supuestamente pura. Por ello,
vale la pena recordar la enseñanza de san Juan Pablo II, quien afirmaba
que la previsibilidad de una nueva caída «no prejuzga la autenticidad
del propósito»: Carta al Card. William W. Baum y a los participantes
del curso anual sobre el fuero interno organizado por la Penitenciaría
Apostólica (22 marzo 1996), 5: L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española, 5 de abril de 1996, p. 4
[365] Comisión Teológica Internacional, La esperanza de salvación para
los niños que mueren sin bautismo (19 abril 2007), 2.
[366] Bula Misericordiae vultus (11 abril 2015), 15: AAS 107 (2015),
409.
[367] Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los
laicos, 4.
[368] Ibíd.
[369] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la
Iglesia en el mundo actual, 49.
[370] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 16: AAS 98
(2006), 230.
[371] Ibíd., 39: AAS 98 (2006), 250.
[372] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsin. Christifideles laici (30
diciembre 1988), 40: AAS 81 (1989), 468.
[373] Ibíd.
[374] Relación final 2015, 87.
[375] Juan Pablo II, Exhort. ap. Postsin. Vita consecrata (25 marzo
1996), 42: AAS 88 (1996), 416.
[376] Cf. Relación final 2015, 87.
[377] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 57: AAS 74 (1982), 150.
[378] No olvidemos que la Alianza de Dios con su pueblo se expresa como
un desposorio (cf. Ez 16,8.60; Is 62,5; Os 2,21-22), y la nueva Alianza
también se presenta como un matrimonio (cf. Ap 19,7; 21,2; Ef 5,25).
[379] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 11.
[380] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 11: AAS 74 (1982), 93.
[381] Id., Homilía en la Eucaristía celebrada para las familias en
Córdoba, Argentina (8 abril 1987), 4: L’Osservatore Romano, ed. semanal
en lengua española, 26 de abril de 1987, p. 21.
[382] Cf. Gemeinsames Leben, Múnich 197314, 18.
[383] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el
apostolado de los laicos, 11.
[384] Catequesis(10 junio 2015):L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 12 de junio de 2015, p. 16.
[385] Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 12: AAS 74 (1982), 93.
[386] Discurso en la Fiesta de las Familias y vigilia de oración en
Filadelfia (26 septiembre 2015): L’Osservatore Romano,ed. semanal en
lengua española, 2 de octubre de 2015, p. 16.
[387] Gabriel Marcel, Homo viator: prolégomènes à une métaphysique de
l’espérance, París 1944, 63.
[388] Relación final 2015, 88.
[389] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 44: AAS 74 (1982), 136.
[390] Ibíd., 49: AAS 74 (1982), 141.
[391]Sobre los aspectos sociales de la familia: cf. Pontificio Consejo
«Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia,
248-254.
.
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