DISCURSO DE
BENEDICTO XVI ANTE LAS NACIONES UNIDAS
Abril de 2008
Señor Presidente
Señoras y Señores
Al comenzar mi intervención en esta Asamblea, deseo ante todo expresarle a usted, Señor
Presidente, mi sincera gratitud por sus amables palabras. Quiero agradecer también al
Secretario General, el Señor Ban Ki-moon, por su invitación a visitar la Sede central de
la Organización y por su cordial bienvenida. Saludo a los Embajadores y a los
Diplomáticos de los Estados Miembros, así como a todos los presentes: a través de
ustedes, saludo a los pueblos que representan aquí. Ellos esperan de esta Institución
que lleve adelante la inspiración que condujo a su fundación, la de ser un «centro que
armonice los esfuerzos de las Naciones por alcanzar los fines comunes», de la paz y el
desarrollo (cf. Carta de las Naciones Unidas, art. 1.2-1.4). Como dijo el Papa Juan Pablo
II en 1995, la Organización debería ser "centro moral, en el que todas las naciones
del mundo se sientan como en su casa, desarrollando la conciencia común de ser, por así
decir, una 'familia de naciones' (Discurso ante la Asamblea General de las Naciones
Unidas, Nueva York, 5 de octubre de 1995, 14).
A través de las Naciones Unidas, los Estados han establecido objetivos universales que,
aunque no coincidan con el bien común total de la familia humana, representan sin duda
una parte fundamental de este mismo bien. Los principios fundacionales de la Organización
-el deseo de la paz, la búsqueda de la justicia, el respeto de la dignidad de la persona,
la cooperación y la asistencia humanitaria- expresan las justas aspiraciones del
espíritu humano y constituyen los ideales que deberían estar subyacentes en las
relaciones internacionales. Como mis predecesores Pablo VI y Juan Pablo II han hecho notar
desde esta misma tribuna, se trata de cuestiones que la Iglesia Católica y la Santa Sede
siguen con atención e interés, pues ven en vuestra actividad un ejemplo de cómo los
problemas y conflictos relativos a la comunidad mundial pueden estar sujetos a una
reglamentación común. Las Naciones Unidas encarnan la aspiración a "un grado
superior de ordenamiento internacional" Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 43),
inspirado y gobernado por el principio de subsidiaridad y, por tanto, capaz de responder a
las demandas de la familia humana mediante reglas internacionales vinculantes y
estructuras capaces de armonizar el desarrollo cotidiano de la vida de los pueblos. Esto
es más necesario aún en un tiempo en el que experimentamos la manifiesta paradoja de un
consenso multilateral que sigue padeciendo una crisis a causa de su subordinación a las
decisiones de unos pocos, mientras que los problemas del mundo exigen intervenciones
conjuntas por parte de la comunidad internacional.
Ciertamente, cuestiones de seguridad, los objetivos del desarrollo, la reducción de las
desigualdades locales y globales, la protección del entorno, de los recursos y del clima,
requieren que todos los responsables internacionales actúen conjuntamente y demuestren
una disponibilidad para actuar de buena fe, respetando la ley y promoviendo la solidaridad
con las regiones más débiles del planeta. Pienso particularmente en aquellos Países de
África y de otras partes del mundo que permanecen al margen de un auténtico desarrollo
integral, y corren por tanto el riesgo de experimentar sólo los efectos negativos de la
globalización. En el contexto de las relaciones internacionales, es necesario reconocer
el papel superior que desempeñan las reglas y las estructuras intrínsecamente ordenadas
a promover el bien común y, por tanto, a defender la libertad humana. Dichas reglas no
limitan la libertad. Por el contrario, la promueven cuando prohíben comportamientos y
actos que van contra el bien común, obstaculizan su realización efectiva y, por tanto,
comprometen la dignidad de toda persona humana. En nombre de la libertad debe haber una
correlación entre derechos y deberes, por la cual cada persona está llamada a asumir la
responsabilidad de sus opciones, tomadas al entrar en relación con los otros. Aquí,
nuestro pensamiento se dirige al modo en que a veces se han aplicado los resultados de los
descubrimientos de la investigación científica y tecnológica. No obstante los enormes
beneficios que la humanidad puede recabar de ellos, algunos aspectos de dicha aplicación
representan una clara violación del orden de la creación, hasta el punto en que no
solamente se contradice el carácter sagrado de la vida, sino que la persona humana misma
y la familia se ven despojadas de su identidad natural. Del mismo modo, la acción
internacional dirigida a preservar el entorno y a proteger las diversas formas de vida
sobre la tierra no ha de garantizar solamente un empleo racional de la tecnología y de la
ciencia, sino que debe redescubrir también la auténtica imagen de la creación. Esto
nunca requiere optar entre ciencia y ética: se trata más bien de adoptar un método
científico que respete realmente los imperativos éticos.
El reconocimiento de la unidad de la familia humana y la atención a la dignidad innata de
cada hombre y mujer adquiere hoy un nuevo énfasis con el principio de la responsabilidad
de proteger. Este principio ha sido definido sólo recientemente, pero ya estaba
implícitamente presente en los orígenes de las Naciones Unidas y ahora se ha convertido
cada vez más en una característica de la actividad de la Organización. Todo Estado
tiene el deber primario de proteger a la propia población de violaciones graves y
continuas de los derechos humanos, como también de las consecuencias de las crisis
humanitarias, ya sean provocadas por la naturaleza o por el hombre. Si los Estados no son
capaces de garantizar esta protección, la comunidad internacional ha de intervenir con
los medios jurídicos previstos por la Carta de las Naciones Unidas y por otros
instrumentos internacionales. La acción de la comunidad internacional y de sus
instituciones, dando por sentado el respeto de los principios que están a la base del
orden internacional, no tiene por qué ser interpretada nunca como una imposición
injustificada y una limitación de soberanía. Al contrario, es la indiferencia o la falta
de intervención lo que causa un daño real. Lo que se necesita es una búsqueda más
profunda de los medios para prevenir y controlar los conflictos, explorando cualquier vía
diplomática posible y prestando atención y estímulo también a las más tenues señales
de diálogo o deseo de reconciliación.
El principio de la "responsabilidad de proteger" fue considerado por el antiguo
ius gentium como el fundamento de toda actuación de los gobernadores hacia los
gobernados: en tiempos en que se estaba desarrollando el concepto de Estados nacionales
soberanos, el fraile dominico Francisco de Vitoria, calificado con razón como precursor
de la idea de las Naciones Unidas, describió dicha responsabilidad como un aspecto de la
razón natural compartida por todas las Naciones, y como el resultado de un orden
internacional cuya tarea era regular las relaciones entre los pueblos. Hoy como entonces,
este principio ha de hacer referencia a la idea de la persona como imagen del Creador, al
deseo de una absoluta y esencial libertad. Como sabemos, la fundación de las Naciones
Unidas coincidió con la profunda conmoción experimentada por la humanidad cuando se
abandonó la referencia al sentido de la trascendencia y de la razón natural y, en
consecuencia, se violaron gravemente la libertad y la dignidad del hombre. Cuando eso
ocurre, los fundamentos objetivos de los valores que inspiran y gobiernan el orden
internacional se ven amenazados, y minados en su base los principios inderogables e
inviolables formulados y consolidados por las Naciones Unidas. Cuando se está ante nuevos
e insistentes desafíos, es un error retroceder hacia un planteamiento pragmático,
limitado a determinar "un terreno común", minimalista en los contenidos y
débil en su efectividad.
La referencia a la dignidad humana, que es el fundamento y el objetivo de la
responsabilidad de proteger, nos lleva al tema sobre el cual hemos sido invitados a
centrarnos este año, en el que se cumple el 60° aniversario de la Declaración Universal
de los Derechos del Hombre. El documento fue el resultado de una convergencia de
tradiciones religiosas y culturales, todas ellas motivadas por el deseo común de poner a
la persona humana en el corazón de las instituciones, leyes y actuaciones de la sociedad,
y de considerar a la persona humana esencial para el mundo de la cultura, de la religión
y de la ciencia. Los derechos humanos son presentados cada vez más como el lenguaje
común y el sustrato ético de las relaciones internacionales. Al mismo tiempo, la
universalidad, la indivisibilidad y la interdependencia de los derechos humanos sirven
como garantía para la salvaguardia de la dignidad humana. Sin embargo, es evidente que
los derechos reconocidos y enunciados en la Declaración se aplican a cada uno en virtud
del origen común de la persona, la cual sigue siendo el punto más alto del designio
creador de Dios para el mundo y la historia. Estos derechos se basan en la ley natural
inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones.
Arrancar los derechos humanos de este contexto significaría restringir su ámbito y ceder
a una concepción relativista, según la cual el sentido y la interpretación de los
derechos podrían variar, negando su universalidad en nombre de los diferentes contextos
culturales, políticos, sociales e incluso religiosos. Así pues, no se debe permitir que
esta vasta variedad de puntos de vista oscurezca no sólo el hecho de que los derechos son
universales, sino que también lo es la persona humana, sujeto de estos derechos.
La vida de la comunidad, tanto en el ámbito interior como en el internacional, muestra
claramente cómo el respeto de los derechos y las garantías que se derivan de ellos son
las medidas del bien común que sirven para valorar la relación entre justicia e
injusticia, desarrollo y pobreza, seguridad y conflicto. La promoción de los derechos
humanos sigue siendo la estrategia más eficaz para extirpar las desigualdades entre
Países y grupos sociales, así como para aumentar la seguridad. Es cierto que las
víctimas de la opresión y la desesperación, cuya dignidad humana se ve impunemente
violada, pueden ceder fácilmente al impulso de la violencia y convertirse ellas mismas en
transgresoras de la paz. Sin embargo, el bien común que los derechos humanos permiten
conseguir no puede lograrse simplemente con la aplicación de procedimientos correctos ni
tampoco a través de un simple equilibrio entre derechos contrapuestos. La Declaración
Universal tiene el mérito de haber permitido confluir en un núcleo fundamental de
valores y, por lo tanto, de derechos, a diferentes culturas, expresiones jurídicas y
modelos institucionales. No obstante, hoy es preciso redoblar los esfuerzos ante las
presiones para reinterpretar los fundamentos de la Declaración y comprometer con ello su
íntima unidad, facilitando así su alejamiento de la protección de la dignidad humana
para satisfacer meros intereses, con frecuencia particulares. La Declaración fue adoptada
como un "ideal común" (preámbulo) y no puede ser aplicada por partes
separadas, según tendencias u opciones selectivas que corren simplemente el riesgo de
contradecir la unidad de la persona humana y por tanto la indivisibilidad de los derechos
humanos.
La experiencia nos enseña que a menudo la legalidad prevalece sobre la justicia cuando la
insistencia sobre los derechos humanos los hace aparecer como resultado exclusivo de
medidas legislativas o decisiones normativas tomadas por las diversas agencias de los que
están en el poder. Cuando se presentan simplemente en términos de legalidad, los
derechos corren el riesgo de convertirse en proposiciones frágiles, separadas de la
dimensión ética y racional, que es su fundamento y su fin. Por el contrario, la
Declaración Universal ha reforzado la convicción de que el respeto de los derechos
humanos está enraizado principalmente en la justicia que no cambia, sobre la cual se basa
también la fuerza vinculante de las proclamaciones internacionales. Este aspecto se ve
frecuentemente desatendido cuando se intenta privar a los derechos de su verdadera
función en nombre de una mísera perspectiva utilitarista. Puesto que los derechos y los
consiguientes deberes provienen naturalmente de la interacción humana, es fácil olvidar
que son el fruto de un sentido común de la justicia, basado principalmente sobre la
solidaridad entre los miembros de la sociedad y, por tanto, válidos para todos los
tiempos y todos los pueblos. Esta intuición fue expresada ya muy pronto, en el siglo V,
por Agustín de Hipona, uno de los maestros de nuestra herencia intelectual. Decía que la
máxima no hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti "en modo alguno puede
variar, por mucha que sea la diversidad de las naciones" (De doctrina christiana,
III, 14). Por tanto, los derechos humanos han de ser respetados como expresión de
justicia, y no simplemente porque pueden hacerse respetar mediante la voluntad de los
legisladores.
Señoras y Señores,
con el transcurrir de la historia surgen situaciones nuevas y se intenta conectarlas a
nuevos derechos. El discernimiento, es decir, la capacidad de distinguir el bien del mal,
se hace más esencial en el contexto de exigencias que conciernen a la vida misma y al
comportamiento de las personas, de las comunidades y de los pueblos. Al afrontar el tema
de los derechos, puesto que en él están implicadas situaciones importantes y realidades
profundas, el discernimiento es al mismo tiempo una virtud indispensable y fructuosa.
Así, el discernimiento muestra cómo el confiar de manera exclusiva a cada Estado, con
sus leyes e instituciones, la responsabilidad última de conjugar las aspiraciones de
personas, comunidades y pueblos enteros puede tener a veces consecuencias que excluyen la
posibilidad de un orden social respetuoso de la dignidad y los derechos de la persona. Por
otra parte, una visión de la vida enraizada firmemente en la dimensión religiosa puede
ayudar a conseguir dichos fines, puesto que el reconocimiento del valor trascendente de
todo hombre y toda mujer favorece la conversión del corazón, que lleva al compromiso de
resistir a la violencia, al terrorismo y a la guerra, y de promover la justicia y la paz.
Además, esto proporciona el contexto apropiado para ese diálogo interreligioso que las
Naciones Unidas están llamadas a apoyar, del mismo modo que apoyan el diálogo en otros
campos de la actividad humana. El diálogo debería ser reconocido como el medio a través
del cual los diversos sectores de la sociedad pueden articular su propio punto de vista y
construir el consenso sobre la verdad en relación a los valores u objetivos particulares.
Pertenece a la naturaleza de las religiones, libremente practicadas, el que puedan
entablar autónomamente un diálogo de pensamiento y de vida. Si también a este nivel la
esfera religiosa se mantiene separada de la acción política, se producirán grandes
beneficios para las personas y las comunidades. Por otra parte, las Naciones Unidas pueden
contar con los resultados del diálogo entre las religiones y beneficiarse de la
disponibilidad de los creyentes para poner sus propias experiencias al servicio del bien
común. Su cometido es proponer una visión de la fe, no en términos de intolerancia,
discriminación y conflicto, sino de total respeto de la verdad, la coexistencia, los
derechos y la reconciliación.
Obviamente, los derechos humanos deben incluir el derecho a la libertad religiosa,
entendido como expresión de una dimensión que es al mismo tiempo individual y
comunitaria, una visión que manifiesta la unidad de la persona, aun distinguiendo
claramente entre la dimensión de ciudadano y la de creyente. La actividad de las Naciones
Unidas en los años recientes ha asegurado que el debate público ofrezca espacio a puntos
de vista inspirados en una visión religiosa en todas sus dimensiones, incluyendo la de
rito, culto, educación, difusión de informaciones, así como la libertad de profesar o
elegir una religión. Es inconcebible, por tanto, que los creyentes tengan que suprimir
una parte de sí mismos -su fe- para ser ciudadanos activos. Nunca debería ser necesario
renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos. Los derechos asociados con la
religión necesitan protección sobre todo si se los considera en conflicto con la
ideología secular predominante o con posiciones de una mayoría religiosa de naturaleza
exclusiva. No se puede limitar la plena garantía de la libertad religiosa al libre
ejercicio del culto, sino que se ha de tener en la debida consideración la dimensión
pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes contribuyan la
construcción del orden social. A decir verdad, ya lo están haciendo, por ejemplo, a
través de su implicación influyente y generosa en una amplia red de iniciativas, que van
desde las universidades a las instituciones científicas, escuelas, centros de atención
médica y a organizaciones caritativas al servicio de los más pobres y marginados. El
rechazo a reconocer la contribución a la sociedad que está enraizada en la dimensión
religiosa y en la búsqueda del Absoluto -expresión por su propia naturaleza de la
comunión entre personas- privilegiaría efectivamente un planteamiento individualista y
fragmentaría la unidad de la persona.
Mi presencia en esta Asamblea es una muestra de estima por las Naciones Unidas y es
considerada como expresión de la esperanza en que la Organización sirva cada vez más
como signo de unidad entre los Estados y como instrumento al servicio de toda la familia
humana. Manifiesta también la voluntad de la Iglesia Católica de ofrecer su propia
aportación a la construcción de relaciones internacionales en un modo en que se permita
a cada persona y a cada pueblo percibir que son un elemento capaz de marcar la diferencia.
Además, la Iglesia trabaja para obtener dichos objetivos a través de la actividad
internacional de la Santa Sede, de manera coherente con la propia contribución en la
esfera ética y moral y con la libre actividad de los propios fieles. Ciertamente, la
Santa Sede ha tenido siempre un puesto en las asambleas de las Naciones, manifestando así
el propio carácter específico en cuanto sujeto en el ámbito internacional. Como han
confirmado recientemente las Naciones Unidas, la Santa Sede ofrece así su propia
contribución según las disposiciones de la ley internacional, ayuda a definirla y a ella
se remite.
Las Naciones Unidas siguen siendo un lugar privilegiado en el que la Iglesia está
comprometida a llevar su propia experiencia "en humanidad", desarrollada a lo
largo de los siglos entre pueblos de toda raza y cultura, y a ponerla a disposición de
todos los miembros de la comunidad internacional. Esta experiencia y actividad, orientadas
a obtener la libertad para todo creyente, intentan aumentar también la protección que se
ofrece a los derechos de la persona. Dichos derechos están basados y plasmados en la
naturaleza trascendente de la persona, que permite a hombres y mujeres recorrer su camino
de fe y su búsqueda de Dios en este mundo. El reconocimiento de esta dimensión debe ser
reforzado si queremos fomentar la esperanza de la humanidad en un mundo mejor, y crear
condiciones propicias para la paz, el desarrollo, la cooperación y la garantía de los
derechos de las generaciones futuras.
En mi reciente Encíclica Spe salvi, he subrayado "que la búsqueda, siempre nueva y
fatigosa, de rectos ordenamientos para las realidades humanas es una tarea de cada
generación" (n. 25). Para los cristianos, esta tarea está motivada por la esperanza
que proviene de la obra salvadora de Jesucristo. Precisamente por eso la Iglesia se alegra
de estar asociada con la actividad de esta ilustre Organización, a la cual está confiada
la responsabilidad de promover la paz y la buena voluntad en todo el mundo. Queridos
amigos, os doy las gracias por la oportunidad de dirigirme hoy a vosotros y prometo la
ayuda de mis oraciones para el desarrollo de vuestra noble tarea.
Antes de despedirme de esta asamblea, deseo saludar a todas las naciones aquí
representadas en las lenguas oficiales.
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