LA FUNDACIÓN DE LA COMPAÑÍA DE MARÍA

 

Antes de cumplirse el primer aniversario de esta fundación, el 1 de mayo de 1817, Juan Bautista Lalanne se presentó a Guillermo José. Por fin había tomado una decisión. No iba a ingresar en ninguna orden religiosa. Se ponía a su entera disposición para realizar esa idea que llevaba acariciando tanto tiempo. Su director, que tenía cincuenta y seis años por esas fechas, se emocionó.

Durante varios meses Lalanne y sus amigos Collineau y Auguste Brougnon-Perriére se reunieron con frecuencia en la finca San Lorenzo para ir madurando el proyecto. Muy pronto se les unieron dos personas más. El 2 de octubre solicitaban formalmente hacer votos de religión. El 11 de diciembre, ya se les habían agregado otros dos miembros, pronunciaron sus votos. Había nacido la Compañía de María (religiosos marianistas).

La primera comunidad se instaló en una casa de la calle Segur que fue bendecida el 25 de noviembre.

La casa tenía cinco habitaciones: oratorio, sala de estudio, comedor, cocina y dormitorio. Auguste, Lalanne y Daguzan se fueron a vivir allí. El primero era profesor. El segundo había iniciado sus estudios sacerdotales. El tercero era comerciante. El resto del grupo desempeñaba distintos oficios. Canteau y Bidon eran toneleros, Collineau era clérigo y Clouzet comerciante. A medida que iban resolviendo sus situaciones personales se iban integrando en el grupo. Al principio todos continuaron con su trabajo habitual. Lalanne hizo un reglamento de seis artículos para la vida en común. Auguste fue nombrado superior, Collineau se encargaba de la formación y Canteau tuvo que hacerse cargo de la cocina.

Durante casi un año reflexionaron y trabajaron juntos intentando poner las bases de la fundación. Guillermo José, no queriendo interferir, no fue en principio a vivir con ellos, pero mantenía contactos permanentes con todos y cada uno de los miembros. Además, era el director del grupo.

En agosto de 1818 pudo presentar al arzobispo de Burdeos un esbozo de Constituciones de la nueva entidad religiosa. Del 28 de agosto al 5 de septiembre de ese año hicieron juntos ejercicios espirituales. Al término de esos días, Auguste, Bidon, Lalanne, Daguzan y Canteau hicieron los votos perpetuos. El resto lo hizo por tres años. De forma oficial, ya existía la Compañía de María. La «Pequeña Compañía», como le gustaba a su fundador que se llamase.

En Burdeos, donde la Congregación era conocida por todo el mundo, la gente se preguntaba por el trabajo que iba a realizar aquel grupo. Ni ellos mismos lo sabían. Lo único que deseaban era unirse a la tarea apostólica de Guillermo José. Parecía, por tanto, que la Congregación iba a ser su ocupación fundamental.

Algo parecido ocurría en Agen con las Hijas de María Inmaculada.

Un año antes de la fundación, en 1815, Guillermo José le había escrito a la propia Adela: «Vosotras enseñad la religión, formad en la virtud a jóvenes de todo estado y condición.»

Sin embargo, tanto el obispo de Agen como las autoridades civiles le pidieron a la nueva comunidad de religiosas que abrieran un aula de enseñanza gratuita. Así lo hicieron, no sin cierto temor. Inicialmente, sólo admitieron a un grupo muy reducido, con la intención de ir ampliándolo lentamente.

Los siete primeros marianistas pasaron el primer año de vida en común sin abandonar sus antiguos oficios y trabajos. Juntos se dedicaban a la Congregación, pero ésta no les ocupaba nada más que una reducida parte de su tiempo. Se pusieron a pensar en la posibilidad de un trabajo común al que tuvieran que dedicar todo su tiempo y esfuerzo. Como tres de ellos eran profesores de  enseñanza secundaria, enseguida surgió la educación como posible campo de acción.

En aquella época ser maestro no era lo mismo que hoy. Nadie quería serlo. No existían métodos ni centros, para la formación de maestros. Algunos ni siquiera sabían leer. Además, simultaneaban la enseñanza con mil cosas más. Desde el punto de vista social, era una ocupación considerada casi despreciable. Por otro lado, apenas había centros dedicados a la enseñanza secundaria. Entre la primaria y la enseñanza superior había una laguna que nadie parecía interesado en llenar. Auguste, Lalanne y Collineau eran profesores de uno de los pocos centros de este tipo que existían en Burdeos: el Instituto de Mons. Estebenet, que atravesaba una situación económica crítica. Parecía una ocasión providencial para que la Compañía de María tuviera su primera obra propia. No fue difícil llegar a un acuerdo con el propietario, con el que acordaron una renta vitalicia de mil quinientos francos anuales. Así fue como los religiosos marianistas iniciaron su trabajo en la educación.

Años después, en 1820, le ofrecieron a Guillermo José la dirección de una escuela primaria en Agen. No estaba previsto trabajar en ese campo, que ya parecía cubierto por otras congregaciones religiosas. No era fácil renunciar a esta oferta, aun dejando claro que la Compañía de María no deseaba dedicarse de forma única ni especial a este nivel de educación. A finales de ese mismo año tres religiosos partieron a pie de Burdeos con dirección a Agen. Así hicieron los ciento veinte kilómetros que separan las dos ciudades. Una vez allí, se hicieron cargo de la escuela.

Fue tal el éxito logrado en Agen, que todo parecía indicar que ese y no otro era el camino del futuro.

Mientras tanto se iban perfilando los detalles característicos de la nueva congregación religiosa. Guillermo José y su secretario, el abogado David Monier, trabajaban en ello, tomando a veces como referencia las constituciones de las Hijas de María Inmaculada. Los marianistas no llevarían hábito. Su vestido sería modesto y similar al de los seglares, que en aquella época llevaban levita y sombrero de copa. Su signo distintivo sería un anillo que simbolizada el compromiso adquirido con la Virgen María. A los tres votos de religión añadirían el de estabilidad, para reforzar dicho compromiso. En su composición habría sacerdotes y no sacerdotes, pero todos con idéntico carácter de religiosos. Guillermo José estaba convencido de la necesidad de una nueva estructura para hacer frente a las realidades del momento. Para él, lo esencial de la vida religiosa no estaba en nada exterior, sino en algo mucho más profundo, que se podía mantener sin apariencias externas. Uno de los motivos por los que fue llamada a Agen la Compañía de María reforzaba esta idea. La población no quería recibir a los Hermanos de las Escuelas Cristianas porque sus hábitos suscitaban recelo. Un mes después de su apertura, la escuela gratuita de Agen contaba ya con ciento cuarenta y ocho alumnos, a los que se les exigía un certificado de pobreza, aunque muchos párrocos se lo proporcionaban a familias de la burguesía para que sus hijos pudieran asistir a la escuela. Al finalizar el curso de 1820, la Compañía de María la formaban quince religiosos.

Tras una serie de circunstancias y coincidencias, dos hermanos alsacianos, Luis y Carlos Rothéa, conocieron la Compañía e ingresaron en ella, siendo Carlos ya sacerdote. Ellos fueron los que la dieron a conocer en su país natal y los que iniciaron una serie de fundaciones en Alsacia, lo que hizo que numerosos aspirantes de la región ingresasen en la Compañía..

No obstante, la fundación más significativa, y al tiempo accidentada, fue la de Saint-Remy (Franco-Condado). M. Bardenet había adquirido el castillo de Saint-Remy y la finca de ciento cincuenta Has. que la rodeaba. El edificio era enorme, pero estaba totalmente abandonado y precisaba de grandes reparaciones para hacerlo habitable. Su idea era conseguir que se instalara allí una comunidad religiosa y con ese objetivo se la ofreció a Guillermo José. A éste le daba cierto miedo abrir una comunidad tan lejos, con las dificultades que los contactos y los viajes tenían en aquella época. De todas formas, envió a su secretario M. Monier para que, sobre el terreno, le asesorara antes de tomar ninguna decisión. M. Monier se entusiasmó de tal manera que, sin más precauciones, firmó el contrato. Inmediatamente después se dio cuenta de que había embarcado a la Compañía en una aventura difícil de sostener. Pero ya no tenía arreglo. El día del Carmen de 1823, diez marianistas se dispusieron a emprender un viaje de más de doscientas leguas en un coche de alquiler en el que sólo cabían ocho, teniendo que ir dos andando, por turnos.

Al llegar a Saint-Remy se encontraron con que el edificio únicamente tenía las paredes. Allí no había nada. La comunidad contaba con seis francos para hacer frente a todas las necesidades. Los comienzos fueron durísimos. Frío, hambre, mucho trabajo..., pero, a pesar de todo, siguieron luchando y manteniendo no sólo un gran espíritu, sino incluso un buen humor y una alegría llamativos.

Los habitantes de la región quedaron sorprendidos del estilo y la forma de vivir de aquellos religiosos. Pronto se presentaron postulantes que deseaban ingresar en la Compañía de María. Pero, ¿qué iban a hacer en Saint-Remy? La pregunta no tenía facil respuesta. Al principio pensaron instalar una casa de retiros. Luego, sin tener aún decidido el futuro, colaboraron cuanto pudieron en el apostolado, aportando sus experiencias. Por fin, decidieron abrir una escuela normal para la formación de maestros.

En muy pocos años la obra de Saint-Remy llegó a ser la más variada e importante de la Compañía. Además de la escuela normal se abrieron en seguida un noviciado, una casa de ejercicios, una escuela de artes y oficios y una comunidad de marianistas dedicados al trabajo manual y a la contemplación, a la que ellos mismos llamaron «La pequeña Trapa». Todo este conjunto de actividades hizo que Saint-Remy fuera no sólo la comunidad más numerosa de la Compañía de María, sino también un foco importante de irradiación, tanto en el Franco Condado como en Alsacia. Pero, por encima de todo, la variedad de obras de Saint Remy constituía la realización de uno de los principios fundamentales que Guillermo José había querido inculcar a la Compañía de María: la universalidad en el apostolado. Allí se trabajaba con todas las edades y todas las clases sociales. Nadie estaba excluido. Guillermo José no queda someter la acción de la Compañía a las directrices del Estado. Quería para ella una total libertad de acción. Por eso era reacio a solicitar la aprobación civil de la misma. Sin embargo, la realidad se imponía. La única manera de lograr ayuda para obras, de por sí deficitarias, era la obtención de dicho reconocimiento civil. El Estado tenía el monopolio de la enseñanza, pero aceptaba la ayuda y colaboración de otras instituciones. Además, sin ese trámite legal, los religiosos jóvenes quedaban sometidos a siete años de servicio militar. Todo ello, junto a la insistencia de M. Monier, decidió a Guillermo José a solicitar el reconocimiento civil de la Compañía. Para ello preparó unos estatutos y envió al P. Caillet a París para lograr su aprobación ante el ministro de Educación, que era en ese momento el arzobispo Mons. Frayssinous. El 16 de noviembre de 1825, un Real Decreto reconocía oficialmente la existencia de la Compañía de María.

La gran expansión de los primeros años, el éxito en las obras iniciadas, el aumento de vocaciones... parecían presagiar años tranquilos y sin grandes dificultades. Pronto, sin embargo, iba a aparecer lo que el propio Guillermo José denominaba «la prueba de Dios».

Las dificultades iban a surgir en cuatro frentes distintos. Primero sería la Revolución de 1830. Luego el abandono de la Compañía de algunos de los religiosos de más prestigio. Más adelante, la falta de entendimiento entre Guillermo José y el Instituto de Hijas de María Inmaculada. Y, entremezcladas con los tres, las graves dificultades económicas debidas al rápido desarrollo y a los numerosos compromisos contraídos.

En 1830, al huir el rey Carlos X, subió al trono Luis Felipe de Orleans. En ese momento se desencadenaron una serie de acontecimientos, motivados en parte por un cierto sentido antirreligioso contenido durante la Restauración. En París hubo saqueos de iglesias y barricadas en las calles. En Burdeos la cosa no pasó de unas cuantas manifestaciones. Pero el ambiente estaba cargado. Se temían conspiraciones de origen monárquico, y tanto la Congregación como la propia persona de Guillermo José eran vistas como sospechosas. Su domicilio fue registrado minuciosamente, pero, al no encontrar nada comprometedor, se le permitió viajar a Agen, como tenía previsto. Lo que nadie, ni él mismo, sabía es que iba a tardar cinco años en volver a Burdeos.

Se cerraron los dos noviciados de Burdeos y las escuelas normales de Courtefontaine y Saint-Remy. En el registro del domicilio de Guillermo José lo único que encontraron fueron cuatro medallas de la Inmaculada, semejantes a las halladas en casa de M. Estebenet, complicado en actividades políticas. Como dichas medallas eran las habituales de los congregantes, no era de extrañar que las tuvieran personas vinculadas a la Congregación. La policía pensó inicialmente que eran la contraseña de un movimiento subversivo, pero, al darse cuenta de lo ridículo de esta suposición, no presentó cargo alguno contra Guillermo José. Las dificultades que la Revolución traía consigo fueron motivo de la vacilación y defección de muchos religiosos. Sin embargo, eran dos los que preocupaban especialmente al fundador: M. Auguste y M. Collineau. El primero de ellos se oponía a las obras de primera enseñanza. Director del colegio de Burdeos, había contraído deudas difíciles de saldar. El segundo no quería dedicarse a la enseñanza. Ambos pertenecían al grupo de siete con que se inició la Compañía de María. Guillermo José quería entrañablemente a los dos y eran sus consejeros. Decidieron abandonar la Compañía y para ello contaron con la ayuda del arzobispo de Burdeos que les dispensó fácilmente de sus compromisos, e incluso nombró a M. Collineau, que era sacerdote, canónigo honorario de Burdeos. Monseñor  de Cheverus había sucedido en el arzobispado bordelés a monseñor D'Aviau. Este último había sido gran amigo de Guillermo José y un gran animador de todas sus actividades. Pero el nuevo arzobispo apenas le conocía. Tal vez por ello, se puso del lado de aquellos que abandonaban la Compañía. El asunto de las deudas de M. Auguste era uno de los temas más dolorosos para el fundador. Al no estar claro lo que aquel había aportado en el momento de la fundación y al exigir una indemnización al abandonar la Compañía, el asunto se fue complicando con el tiempo, dando origen a constantes fricciones.

Las dificultades con las religiosas marianistas comenzaron en 1831. La nueva superiora no conocía a Guillermo José suficientemente y le exigió una separación de contabilidades entre la Compañía de María y el Instituto de Hijas de María Inmaculada. Un año más tarde el vicario de la diócesis de Agen prohibía la presencia del P. Chaminade en el convento de las monjas si no iba acompañado por otro sacerdote. La tensión seguía creciendo y las religiosas recurrieron al arbitraje de M. Collineau, que había abandonado la Compañía de María poco tiempo antes. A pesar de todo, seguía teniendo un gran aprecio por el P. Chaminade y supo actuar con tacto. El obispo, ya anciano, intervino, acogiendo con todo cariño a Guillermo José. incluso celebraron juntos un acto de reconciliación con el que terminaba el problema. A partir de entonces las relaciones volvieron a ser de lo más cordial, quedando olvidadas todas las dificultades anteriores.

Una gran amistad unía a Guillermo José y al P. Lalanne, que fue el primer marianista y una de las personas de su confianza. Pero aún siendo una excelente persona y, sobre todo, un gran educador de ideas geniales, era también un administrador desastroso con constantes problemas económicos.

Sin abandonar la Compañía de María, estuvo un tiempo separado de la misma, para tratar de poner en orden y resolver sus dificultades financieras. Esta situación hizo sufrir enormemente a Guillermo José. Lalanne, de fuerte temperamento, fue muy duro en sus juicios y comentarios sobre el fundador. También esta vez volvió todo a su cauce normal y se restablecieron las relaciones amistosas de siempre.

A pesar de todas estas dificultades, Guillermo José no dejó de trabajar durante estos años. Especialmente preocupado por la redacción de las Constituciones, dedicó a esta tarea sus mejores esfuerzos. Para ello, consultó a muchas personas y escuchó con paciencia las críticas, incluso las más descorteses, hechas a los borradores que iba presentando. Se inspiró muchas veces en la Regla de los sacerdotes de San Carlos, de Mussidan, que, a su vez, estaban basadas en el espíritu ignaciano. También la Regla de San Benito le fue de gran ayuda. El primer libro constaba de doscientos cincuenta artículos, que eran prácticamente los mismos que había escrito en 1819. Pero el segundo libro, en el que debía establecerse el gobierno de la Compañía, resultaba más difícil de redactar. No aceptó varias sugerencias sobre la distinción jerárquica entre sacerdotes y laicos, fijando como única diferencia entre los religiosos el destino y el trabajo de cada uno. Era ésta una característica esencial de la Compañía de María que su fundador quería conservar por encima de todo.

El Papa Gregorio XVI publicó el 27 de abril de 1839 el «Decreto Laudatorio», aunque dejó para más adelante la aprobación definitiva. A partir de ese momento, las dos obras de Guillermo José eran ya de derecho pontificio. En septiembre hizo sesenta copias que envió a los superiores de todas las comunidades. Más tarde, en 1847, se realizó la primera impresión de las mismas en la ciudad de Besançon.

La aprobación definitiva de Roma se haría esperar hasta 1891. Los últimos años de la vida de Guillermo José fueron los más duros. En 1841, con el fin de resolver de forma definitiva el tema de las deudas de M. Auguste, dimitió verbalmente como Superior General de la Compañía de María. De esta forma, él se hacía cargo personalmente del asunto y no involucraba a la Compañía. Durante varios años no hubo problema alguno. Seguía participando en las sesiones del Consejo General y se tomaban las decisiones de forma colegiada. Sin embargo, la situación iba a cambiar a partir de febrero de 1844. Guillermo José intentó hacer ver que, como fundador, no podía permitir que se convocara un Capítulo General sin su consentimiento, ya que la dimisión que había presentado se debía a causas circunstanciales y ajenas a su persona. Sus asistentes, que no eran de la misma opinión, enviaron a la Sagrada Congregación de Religiosos un informe en el que no permitieron que Guillermo José incluyera nada. En julio de 1848 llega la respuesta de Roma: el puesto de Superior General está vacante. A pesar de que la mayoría de los religiosos estaban de acuerdo con su fundador, el arzobispo de Burdeos insistió en que se convocase el Capítulo General sin tenerle en cuenta.

El Capítulo se reunió en Saint-Remy. Por aquellas fechas la Compañía contaba con doscientos cincuenta religiosos, de los cuales treinta y ocho eran miembros del Capítulo: treinta y cinco por ser directores de las comunidades existentes y los tres restantes por pertenecer al Consejo General. Las reuniones del Capítulo estuvieron manejadas, en toda la extensión del término, por el P. Narciso Roussel, quien no permitió en ningún momento que nadie defendiera al P. Chaminade ni admitió otro punto de vista que no fuera el suyo. Fue elegido superior el P. Jorge Caillet quien, a pesar de manifestar públicamente su deseo de mantener con el fundador «relaciones de veneración, ternura y reconocimiento», lo primero que hizo nada más llegar a Burdeos fue obligar al P. Chaminade a salir del noviciado y a trasladarse a vivir a la Magdalena, encargando a un religioso que le vigilara. Además, le prohibió todo tipo de correspondencia y, cuando le impuso la separación de sus bienes personales de los de la Compañía, no le dejó consultar ningún documento.

A pesar de todo ello, Guillermo José aceptó la decisión de Roma cuando declaró válido el Capítulo General y el nombramiento de su sucesor y soportó con entereza admirable y, sobre todo, con un gran sentido cristiano, todas las vejaciones a las que le sometieron.

El día 6 de enero de 1850 sufrió un ataque de apoplejía que le paralizó el lado derecho y le hizo perder la facultad de hablar. El P. Collineau le administró la unción de los enfermos y después de una ligera mejoría se fue apagando poco a poco, hasta que el 22 de enero, a las tres de la tarde, expiró mientras intentaba besar el crucifijo.

Sus restos mortales fueron depositados en el panteón de los sacerdotes de la diócesis. Veinte años después fueron trasladados a una tumba nueva en el cementerio de la Cartuja de Burdeos.

El Padre Guillermo José Chaminade fue beatificado por Juan Pablo II el 3 de Septiembre de 2000.

 

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