Catequesis sobre la vejez 10. Job. La prueba de la fe, la bendición de la espera
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje bíblico que hemos escuchado cierra el Libro de Job, un
vértice de la literatura universal. Nosotros encontramos a Job en
nuestro camino de catequesis sobre la vejez: lo encontramos como
testigo de la fe que no acepta una “caricatura” de Dios, sino que grita
su protesta frente al mal, para que Dios responda y revele su rostro. Y
Dios al final responde, como siempre de forma sorprendente: muestra a
Job su gloria pero sin aplastarlo, es más, con soberana ternura, como
hace Dios, siempre, con ternura. Es necesario leer bien las páginas de
este libro, sin prejuicios, sin clichés, para captar la fuerza del
grito de Job. Nos hará bien ponernos en su escuela, para vencer la
tentación del moralismo ante la exasperación y el abatimiento por el
dolor de haberlo perdido todo.
En este pasaje conclusivo del libro —nosotros recordamos la historia,
Job que pierde todo en la vida, pierde las riquezas, pierde la familia,
pierde al hijo y pierde también la salud y se queda ahí, herido, en
diálogo con tres amigos, después un cuarto, que vienen a saludarlo:
esta es la historia— y en este pasaje de hoy, el pasaje conclusivo del
libro, cuando finalmente Dios toma la palabra (y este diálogo de Job
con sus amigos es como un camino para llegar al momento que Dios da su
palabra) Job es alabado porque ha comprendido el misterio de la ternura
de Dios escondida detrás de su silencio. Dios reprende a los amigos de
Job que suponían que sabían todo, sabían de Dios y del dolor y,
habiendo venido a consolar a Job, terminaron juzgándolo con sus
esquemas preconcebidos. ¡Dios nos guarde de este pietismo hipócrita y
presuntuoso! Dios nos guarde de esa religiosidad moralista y de esa
religiosidad de preceptos que nos da una cierta presunción y lleva al
fariseísmo y a la hipocresía.
Así se expresa el Señor respecto a ellos. Dice el Señor: «Mi ira se ha
encendido contra [vosotros] […], porque no habéis hablado con verdad de
mí, como mi siervo Job. […]: esto es lo que dice el Señor a los amigos
de Job. «Mi siervo Job intercederá por vosotros y, en atención a él, no
os castigaré por no haber hablado con verdad de mí, como mi siervo Job»
(42,7-8). La declaración de Dios nos sorprende, porque hemos leído las
páginas encendidas de la protesta de Job, que nos han dejado
consternados. Sin embargo —dice el Señor— Job habló bien, también
cuando estaba enfadado e incluso enfadado contra Dios, pero habló bien,
porque se negó a aceptar que Dios es un “Perseguidor”, Dios es otra
cosa. Y como recompensa, Dios le devuelve a Job el doble de todos sus
bienes, después de pedirle que ore por esos malos amigos suyos.
El punto de inflexión de la conversión de la fe se produce precisamente
en el culmen del desahogo de Job, donde dice: «Yo sé que vive mi
redentor, que se alzará el último sobre el polvo, que después que me
dejen sin piel, ya sin carne, veré a Dios. Sí, seré yo quien lo veré,
mis ojos lo verán, que no un extraño» (19,25-27). Este pasaje es
bellísimo. A mí me viene a la mente el final de ese oratorio genial de
Haendel, el Mesías, después de esa fiesta del Aleluya lentamente el
soprano canta este pasaje: “Yo sé que mi Redentor vive”, con paz. Y
así, después de toda esa cosa de dolor y de alegría de Job, la voz del
Señor es otra cosa. “Yo sé que mi Redentor vive”: es algo bellísimo.
Podemos interpretarlo así: “Mi Dios, yo sé que Tú no eres el
Perseguidor. Mi Dios vendrá y me hará justicia”. Es la fe sencilla en
la resurrección de Dios, la fe sencilla en Jesucristo, la fe sencilla
que el Señor siempre nos espera y vendrá.
La parábola del libro de Job representa de forma dramática y ejemplar
lo que en la vida sucede realmente. Es decir que sobre una persona,
sobre una familia o sobre un pueblo se abaten pruebas demasiado
pesadas, pruebas desproporcionadas respecto a la pequeñez y fragilidad
humana. En la vida a menudo, come se dice, “llueve sobre mojado”. Y
algunas personas se ven abrumadas por una suma de males que parece
verdaderamente excesiva e injusta. Y muchas personas son así.
Todos hemos conocido personas así. Nos ha impresionado su grito, pero a
menudo nos hemos quedado también admirados frente a la firmeza de su fe
y de su amor en su silencio. Pienso en los padres de niños con graves
discapacidades, o en quien vive una enfermedad permanente o al familiar
que está al lado… Situaciones a menudo agravadas por la escasez de
recursos económicos. En ciertas coyunturas de la historia, este cúmulo
de pesos parecen darse como una cita colectiva. Es lo que ha sucedido
en estos años con la pandemia del Covid-19 y lo que está sucediendo
ahora con la guerra en Ucrania.
¿Podemos justificar estos “excesos” como una racionalidad superior de
la naturaleza y de la historia? ¿Podemos bendecirlos religiosamente
como respuesta justificada a las culpas de las víctimas, que se lo han
merecido? No, no podemos. Existe una especie de derecho de la víctima a
la protesta, en relación con el misterio del mal, derecho que Dios
concede a cualquiera, es más, que Él mismo, después de todo, inspira. A
veces yo encuentro gente que se me acerca y me dice: “Pero, Padre, yo
he protestado contra Dios porque tengo este problema, ese otro…”. Pero,
sabes, que la protesta es una forma de oración, cuando se hace así.
Cuando los niños, los chicos protestan contra los padres, es una forma
de llamar su atención y pedir que les cuiden. Si tú tienes en el
corazón alguna llaga, algún dolor y quieres protestar, protesta también
contra Dios, Dios te escucha, Dios es Padre, Dios no se asusta de
nuestra oración de protesta, ¡no! Dios entiende. Pero sé libre, sé
libre en tu oración, ¡no encarceles tu oración en los esquemas
preconcebidos! La oración debe ser así, espontánea, como esa de un hijo
con el padre, que le dice todo lo que le viene a la boca porque sabe
que el padre lo entiende. El “silencio” de Dios, en el primer momento
del drama, significa esto. Dios no va a rehuir la confrontación, pero
al principio deja a Job el desahogo de su protesta, y Dios escucha.
Quizás, a veces, deberíamos aprender de Dios este respeto y esta
ternura. Y a Dios no le gusta esa enciclopedia —llamémosla así— de
explicaciones, de reflexiones que hacen los amigos de Job. Eso es zumo
de lengua, que no es adecuado: es esa religiosidad que explica todo,
pero el corazón permanece frío. A Dios no le gusta esto. Le gusta más
la protesta de Job o el silencio de Job.
La profesión de fe de Job —que emerge precisamente en su incesante
llamamiento a Dios, a una justicia suprema— se completa al final con la
experiencia casi mística, diría yo, que le hace decir: «Yo te conocía
solo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (42,5). ¡Cuánta gente,
cuántos de nosotros después de una experiencia un poco mala, un poco
oscura, da el paso y conoce a Dios mejor que antes! Y podemos decir,
como Job: “Yo te conocía de oídas, mas ahora te han visto mis ojos,
porque te he encontrado”. Este testimonio es particularmente creíble si
la vejez se hace cargo, en su progresiva fragilidad y pérdida. ¡Los
ancianos han visto muchas en la vida! Y han visto también la
inconsistencia de las promesas de los hombres. Hombres de ley, hombres
de ciencia, hombres de religión incluso, que confunden al perseguidor
con la víctima, imputando a esta la responsabilidad plena del propio
dolor. ¡Se equivocan!
Los ancianos que encuentran el camino de este testimonio, que convierte
el resentimiento por la pérdida en la tenacidad por la espera de la
promesa de Dios —hay un cambio, del resentimiento por la pérdida hacia
una tenacidad para seguir la promesa de Dios—, estos ancianos son un
presidio insustituible para la comunidad en el afrontar el exceso del
mal. La mirada de los creyentes que se dirige al Crucificado aprende
precisamente esto. Que podamos aprenderlo también nosotros, de tantos
abuelos y abuelas, de tantos ancianos que, como María, unen su oración,
a veces desgarradora, a la del Hijo de Dios que en la cruz se abandona
al Padre. Miremos a los ancianos, miremos a los viejos, las viejas, las
viejitas; mirémoslos con amor, miremos su experiencia personal. Ellos
han sufrido mucho en la vida, han aprendido mucho en la vida, han
pasado muchas, pero al final tienen esta paz, una paz —yo diría— casi
mística, es decir la paz del encuentro con Dios, tanto que pueden decir
“Yo te conocía de oídas, mas ahora te han visto mis ojos”. Estos viejos
se parecen a esa paz del Hijo de Dios en la cruz que se abandona al
Padre.
Catequesis del Papa Francisco, 20 de abril de 2022
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, con la ayuda de la Palabra de Dios, abrimos un pasaje a través de
la fragilidad de la edad anciana, marcada de forma especial por
las experiencias del desconcierto y del desánimo, de la pérdida y del
abandono, de la desilusión y la duda.
Naturalmente, las experiencias de nuestra fragilidad, frente a las
situaciones dramáticas – a veces trágicas – de la vida, pueden suceder
en todo tiempo de la existencia. Sin embargo, en la edad anciana,
estas pueden suscitar menos impresión e inducir en los otros una
especie de hábito, incluso de molestia.
Cuántas veces hemos oído o hemos pensado que los ancianos molestan o
estos ancianos siempre molestan. No digan que no, porque es sí. Lo
hemos dicho y lo hemos pensado.
Las heridas más graves de la infancia y de la juventud provocan,
justamente, un sentido de injusticia y de rebelión, una fuerza de
reacción y de lucha. Sin embargo, las heridas, también graves, de la
edad anciana están acompañadas, inevitablemente, por la sensación de
que, sea como sea, la vida no se contradice, porque ya ha sido
vivida. Y así los ancianos se alejan un poco también de nuestra
experiencia, queremos alejarlos.
En la común experiencia humana, el amor – como se dice – es
descendiente: no vuelve sobre la vida que está detrás de las espaldas
con la misma fuerza con la que se derrama sobre la vida que está
todavía delante. La gratuidad del amor aparece también en esto: los
padres lo saben desde siempre, los ancianos lo aprenden pronto. A
pesar de eso, la revelación abre un camino para una restitución
diferente del amor: es el camino de honrar a quien nos ha precedido. La
vida de honrar a las personas que nos han precedido, y de aquí honrar a
los
ancianos.
Este amor especial que se abre el camino en la forma del honor –
ternura y respeto al mismo tiempo – destinada a la edad anciana
está sellado por el mandamiento de Dios. «Honrar al padre y a la
madre» es un compromiso solemne, el primero de la “segunda tabla” de
los diez mandamientos.
No se trata solamente del propio padre y de la propia madre. Se trata
de la generación y de las generaciones que preceden, cuya despedida
también puede ser lenta y prolongada, creando un tiempo y un espacio de
convivencia de larga duración con las otras edades de la vida. En otras
palabras, se trata de la vejez de la vida.
Honor es una buena palabra para enmarcar este ámbito de restitución del
amor que concierne a la edad anciana. Nosotros hemos recibido el amor
de nuestros padres, de nuestros abuelos, y ahora nosotros sustituimos
este amor a ellos, a los ancianos, a los abuelos. Nosotros hoy hemos
descubierto el término “dignidad”, para indicar el valor del respeto y
del cuidado de la vida de todos. Dignidad, equivale sustancialmente al
honor. Honorar a los padres y madres, honorar a los ancianos es
reconocer la dignidad que tienen.
Pensemos bien en esta bonita declinación del amor que es el honor. El
cuidado mismo del enfermo, el apoyo a quien no es autosuficiente,
la garantía del sustento, les puede faltar el honor. El honor
falla cuando el exceso de confianza, en vez de decantarse como
delicadeza y afecto, ternura y respeto, se convierte en rudeza y
prevaricación.
Cuando la debilidad es reprochada, e incluso castigada, como
si fuera una culpa. Cuando el desconcierto y la confusión se
convierten en una apertura para la burla y la agresividad. Puede
suceder incluso entre las paredes domésticas, en las residencias, como
también en las oficinas o en los espacios abiertos de la
ciudad.
Animar en los jóvenes, también indirectamente, una actitud de
suficiencia – e incluso de desprecio – en relación con la edad anciana,
de sus debilidades y de su precariedad, produce cosas horribles.
Abre el camino a excesos inimaginables. Los chicos que queman la
manta de un “vagabundo”, lo hemos visto, porque lo ven como un
desecho humano. Muchas veces vemos a los ancianos como un descarte, o
los metemos nosotros en el descarte. Estos chicos que queman la manta
de un vagabundo son la punta del iceberg, es decir del desprecio por
una vida que, lejos de las atracciones y de las pulsiones de la
juventud, aparece ya como una vida de descarte. Descarte es
la palabra que va aquí, despreciar a los ancianos y descartarlos de la
vida, ponerlos a parte, echarlos fuera.
Este desprecio, que deshonra al anciano, en realidad nos deshonra a
todos nosotros. Si yo deshonro al anciano, me deshonro a mi mismo. El
pasaje del Libro del Eclesiástico, es justamente duro en relación con
este deshonor, que clama venganza a los ojos de Dios. Existe un
pasaje, en la historia de Noé, muy expresivo en relación con esto. No
sé si lo tienen en mente.
El viejo Noé, héroe del diluvio y todavía gran trabajador, yace
descompuesto después de haber bebido algún vaso de más. El anciano ha
bebido demasiado. Los hijos, por no hacerle despertar en la vergüenza,
lo cubren con delicadeza, con la mirada baja, con gran respeto. Este
texto es muy bonito y dice todo del honor debido al anciano.
Cubrir las debilidades del anciano para que no tengan vergüenza. Es un
texto que nos ayuda mucho.
No obstante todas las providencias materiales que las sociedades más
ricas y organizadas ponen a disposición de la vejez – de las
cuales podemos ciertamente estar orgullosos -, la lucha por la
restitución de esa forma especial de amor que es el honor, me
parece todavía frágil e inmadura.
Debemos hacer de todo para sostenerla y animarla,
ofreciendo mejor apoyo social y cultural a aquellos que son sensibles a
esta decisiva forma de “civilización del amor”. Y sobre esto me permito
aconsejar a los padres, acercar a los hijos, los niños y los jóvenes a
los ancianos. Acercarles siempre, y cuando el anciano está enfermo, un
poco fuera de cabeza, acercarles siempre. Que sepan que esta es nuestra
carne, que esto sea lo que ha hecho posible que nosotros estemos aquí.
Por favor no alejéis a los ancianos, y si no hay otra posibilidad que
enviarles a una residencia, por favor ir a verles y llevar a los niños
a verles. Son el honor de nuestra civilización, los ancianos que han
abierto las puertas.
Y muchas veces, los hijos se olvidan de esto. Os digo una cosa
personal, a mi me gustaba visitar las residencias de ancianos en Buenos
Aires, iba a menudo, visitaba a cada uno. Y recuerdo una vez que
pregunté a una señora cuántos hijos tenía. Me dijo que tenía cuatro,
todos casados con hijos, y comenzó a hablarme de su familia. Le
pregunté si ellos venían y dijo “sí, vienen siempre”.
Cuando salí de la habitación, la enfermera que había escuchado me dijo:
“Padre, ha dicho una mentira para cubrir a sus hijos. Desde hace seis
meses no viene nadie”.
Esto es descartar a los ancianos y pensar que son material de descarte.
Por favor, es un pecado grave. Este es el primer mandamiento y el único
que dice el premio: Honrarás a tu padre y a tu madre y tendrás vida
eterna en la tierra. Este mandamiento de honrar a los ancianos nos da
una bendición, que se expresa en este modo de tener una larga vida. Por
favor, cuiden a los ancianos, y si pierden la cabeza, cuiden a los
ancianos. Porque son la presencia de la historia, la presencia de la
familia, y gracias a ellos yo estoy aquí y podemos decirlo todos
nosotros. Gracias a ti, abuelo y abuela, yo estoy vivo. Por favor, no
le dejéis solos.
Y esto de cuidar a los ancianos no es una cuestión de cosméticos y de
cirugía plástica. Más bien es una cuestión de honor, que debe
transformar la educación de los jóvenes respecto a la vida y a sus
fases.
El amor por lo humano que nos es común, incluido el honor por la vida
vivida, no es una cuestión para los ancianos. Más bien, es una
ambición que iluminará a la juventud que hereda sus mejores
cualidades. La sabiduría del Espíritu de Dios nos conceda abrir el
horizonte de esta auténtica revolución cultural con la energía
necesaria.
Catequesis del Papa Francisco en el Domingo de Ramos, 10 de abril de 2022
El
Papa Francisco celebró este domingo 10 de abril, Domingo de Ramos, la
Misa de la Pasión del Señor, donde señaló que Dios nunca se cansa de
perdonar y que “el privilegio de cada uno de nosotros es ser amado y
perdonado”.
También recordó la “locura de la guerra, donde se vuelve a crucificar a
Cristo” y aseguró que “Cristo es clavado en la cruz una vez más en las
madres que lloran la muerte injusta de los maridos y de los hijos. Es
crucificado en los refugiados que huyen de las bombas con los
niños en brazos. Es crucificado en los ancianos que son abandonados a
la muerte, en los jóvenes privados de futuro, en los soldados enviados
a matar a sus hermanos”.
A continuación, la homilía pronunciada por el Papa Francisco:
En el Calvario se enfrentan dos mentalidades. Las palabras de Jesús
crucificado en el Evangelio se contraponen, en efecto, a las de
los que lo crucifican. Estos repiten un estribillo: “Sálvate a ti
mismo”. Lo dicen los jefes: «¡Que se salve a sí mismo si este es el
Mesías de Dios, el elegido!» (Lc 23,35). Lo reafirman los
soldados: «¡Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo!»
(v. 37). Y finalmente, también uno de los malhechores, que escuchó,
repite la idea: «¿Acaso no eres el Mesías? ¡Sálvate a ti mismo!»
(v. 39). Salvarse a sí mismo, cuidarse a sí mismo, pensar en sí
mismo; no en los demás, sino solamente en la propia salud, en el propio
éxito, en los propios intereses; en el tener, en el poder y en la
apariencia. Sálvate a ti mismo: es el estribillo de la humanidad
que ha crucificado al Señor. Reflexionemos sobre esto.
Pero a la mentalidad del yo se opone la de Dios; el sálvate a ti mismo
discuerda con el Salvador que se ofrece a sí mismo. En el
Evangelio de hoy también Jesús, como sus opositores, toma la
palabra tres veces en el Calvario (cf. vv. 34.43.46). Pero en ningún
caso reivindica algo para sí; es más, ni siquiera se defiende o
se justifica a sí mismo. Reza al Padre y ofrece misericordia al
buen ladrón. Una expresión suya, en particular, marca la diferencia
respecto al sálvate a ti mismo: «Padre, perdónalos» (v.
34).
Detengámonos en estas palabras. ¿Cuándo las dice el Señor? En un
momento específico, durante la crucifixión, cuando siente que los
clavos le perforan las muñecas y los pies. Intentemos imaginar el
dolor lacerante que eso provocaba. Allí, en el dolor físico más agudo
de la pasión, Cristo pide perdón por quienes lo están
traspasando. En esos momentos, uno sólo quisiera gritar toda su
rabia y sufrimiento; en cambio, Jesús dice: Padre, perdónalos. A
diferencia de otros mártires, que son mencionados en la Biblia
(cf. 2 Mac 7,18-19), no reprocha a sus verdugos ni amenaza con
castigos en nombre de Dios, sino que reza por los malvados. Clavado en
el patíbulo de la humillación, aumenta la intensidad del don, que se
convierte en perdón.
Hermanos, hermanas, pensemos que Dios hace lo mismo con nosotros.
Cuando le causamos dolor con nuestras acciones, Él sufre y tiene
un solo deseo: poder perdonarnos. Para darnos cuenta de esto,
contemplemos al Crucificado. El perdón brota de sus llagas, de esas
heridas dolorosas que le provocan nuestros clavos. Contemplemos a Jesús
en la cruz y pensemos que nunca hemos recibido palabras más
bondadosas: Padre, perdónalos.
Contemplemos a Jesús en la cruz y veamos que nunca hemos recibido
una mirada más tierna y compasiva. Contemplemos a Jesús en la cruz
y comprendamos que nunca hemos recibido un abrazo más amoroso.
Contemplemos al Crucificado y digamos: “Gracias, Jesús, me amas y me
perdonas siempre, aun cuando a mí me cuesta amarme y
perdonarme”.
Allí, mientras es crucificado, en el momento más duro, Jesús vive su
mandamiento más difícil: el amor por los enemigos. Pensemos en
alguien que nos haya herido, ofendido, desilusionado; en alguien
que nos haya hecho enojar, que no nos haya comprendido o no haya
sido un buen ejemplo. ¡Cuánto tiempo perdemos pensando en quienes
nos han hecho daño! Y también mirándonos dentro de nosotros
mismos y lamiéndonos las heridas que nos han causado los otros,
la vida, la historia.
Hoy Jesús nos enseña a no quedarnos ahí, sino a reaccionar, a romper el
círculo vicioso del mal y de las quejas, a responder a los clavos
de la vida con el amor y a los golpes del odio con la caricia del
perdón. Pero nosotros, discípulos de Jesús, ¿seguimos al Maestro o a
nuestro instinto rencoroso? Es una pregunta que debemos hacernos.
Si queremos verificar nuestra pertenencia a Cristo, veamos cómo
nos comportamos con quienes nos han herido. El Señor nos pide que
no respondamos según nuestros impulsos o como lo hacen los demás,
sino como Él lo hace con nosotros. Nos pide que rompamos la
cadena del “te quiero si tú me quieres; soy tu amigo si eres mi amigo;
te ayudo si me ayudas”. No, compasión y misericordia para todos,
porque Dios ve en cada uno a un hijo. No nos separa en buenos y
malos, en amigos y enemigos. Somos nosotros los que lo hacemos,
haciéndolo sufrir. Para Él todos somos hijos amados, que desea
abrazar y perdonar.
También esa invitación al banquete del Hijo, el Señor invita a todos:
blancos, negros, buenos, malos, a todos. Sanos, enfermos, todos. El
amor de Jesús es para todos. No hay privilegios en esto, es para todos.
El privilegio de cada uno de nosotros es ser amado y perdonados.
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. El Evangelio destaca
que Jesús «decía» (v. 34) esto. No lo dijo una sola vez en el
momento de la crucifixión, sino que pasó las horas que estuvo en
la cruz con estas palabras en los labios y en el corazón. Dios no se
cansa de perdonar. Debemos entender esto, pero entenderlo no sólo con
la mente sino también con el corazón. Dios no se cansa de perdonar,
somos nosotros quienes nos cansamos de pedir perdón, Él nunca se cansa
de perdonar.
N es que aguante hasta un cierto punto para luego cambiar de idea, como
estamos tentados de hacer nosotros. Jesús —enseña el Evangelio de
Lucas— vino al mundo a traernos el perdón de nuestros pecados
(cf. Lc 1,77) y al final nos dio una instrucción precisa: predicar a
todos, en su nombre, el perdón de los pecados (cf. Lc 24,47). No nos
cansemos del perdón de Dios, ni nosotros sacerdotes de administrarlo,
ni cada cristiano de recibirlo y testimoniarlo. Nos nos cansemos del
perdón de Dios.
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Observemos algo más.
Jesús no sólo implora el perdón, sino que dice también el motivo:
perdónalos porque no saben lo que hacen. Pero, ¿cómo? Los que lo
crucificaron habían premeditado su muerte, organizado su captura,
los procesos, y ahora están en el Calvario para asistir a su
final. Y, sin embargo, Cristo justifica a esos violentos porque
no saben. Así es como Jesús se comporta con nosotros: se hace nuestro
abogado. No se pone en contra de nosotros, sino de nuestra parte
contra nuestro pecado. Y es interesante el argumento que utiliza:
porque no saben. Cuando se usa la violencia ya no se sabe nada de Dios,
que es Padre, ni tampoco de los demás, que son hermanos. Se nos
olvida porqué estamos en el mundo y llegamos a cometer crueldades
absurdas. Lo vemos en la locura de la guerra, donde se vuelve a
crucificar a Cristo. Sí, Cristo es clavado en la cruz una vez más en
las madres que lloran la muerte injusta de los maridos y de los
hijos. Es crucificado en los refugiados que huyen de las bombas
con los niños en brazos. Es crucificado en los ancianos que son
abandonados a la muerte, en los jóvenes privados de futuro, en los
soldados enviados a matar a sus hermanos. Cristo es crucificado
hoy allí.
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Muchos escuchan esta
frase inaudita; pero sólo uno la acoge. Es un malhechor,
crucificado junto a Jesús. Podemos pensar que la misericordia de
Cristo suscitó en él una última esperanza que lo llevó a pronunciar
estas palabras: «Jesús, acuérdate de mí» (Lc 23,42). Como
diciendo: “Todos se olvidaron de mí, pero tú piensas incluso en quienes
te crucifican. Contigo, entonces, también hay lugar para mí”. El buen
ladrón acoge a Dios mientras su vida está por terminar, y así su
vida empieza de nuevo; en el infierno del mundo ve abrirse el paraíso:
«Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Este es el prodigio del
perdón de Dios, que transforma la última petición de un condenado a
muerte en la primera canonización de la historia.
Hermanos, hermanas, en esta semana acojamos la certeza de que Dios
puede perdonar todo pecado, toda distancia, y puede cambiar todo
lamento en danza (cf. Sal 30,12); la certeza de que con Jesús
siempre hay un lugar para cada uno; de que con Jesús nunca es el fin,
nunca es demasiado tarde. Con Dios siempre se puede volver a vivir.
Ánimo, caminemos hacia la Pascua con su perdón. Porque Cristo intercede
continuamente ante el Padre por nosotros (cf. Hb 7,25) y, mirando
nuestro mundo violento y herido, no se cansa nunca de repetir, y
nosotros lo hacemos ahora con nuestro corazón en silencio. Repetir con
Jesús: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Catequesis del Papa Francisco sobre la vejez, 23 de marzo de 2022
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la Biblia, el pasaje de la muerte del viejo Moisés está precedido
por su testamento espiritual, llamado “Cántico de Moisés”. Este Cántico
es en primer lugar una bellísima confesión de fe, y dice así: «Porque
voy a aclamar el nombre de Yahveh; ¡ensalzad a nuestro Dios! Él es la
Roca, su obra es consumada, pues todos sus caminos son justicia. Es
Dios de lealtad, no de perfidia, es justo y recto» (Dt 32,3-4).
Pero también es memoria de la historia vivida con Dios, de las
aventuras del pueblo que se ha formado a partir de la fe en el Dios de
Abraham, Isaac y Jacob. Y por tanto Moisés recuerda también las
amarguras y las desilusiones del mismo Dios: Su fidelidad puesta
continuamente a prueba por la infidelidad de su pueblo. El Dios fiel y
la respuesta del pueblo infiel: como si el pueblo quisiera poner a
prueba la fidelidad de Dios. Y Él permanece siempre fiel, cerca de su
pueblo. Este es precisamente el núcleo del Cántico de Moisés: la
fidelidad de Dios que nos acompaña durante toda la vida.
Cuando Moisés pronuncia esta confesión de fe está en el umbral de la
tierra prometida, y también de su despedida de la vida. Tenía ciento
veinte años, señala la narración, pero «no se había apagado su ojo» (Dt
34,7). Esa capacidad de ver, ver realmente y también ver
simbólicamente, como tienen los ancianos, que saben ver las cosas, el
significado más profundo de las cosas. La vitalidad de su mirada es un
don valioso: le consiente transmitir la herencia de su larga
experiencia de vida y de fe, con la lucidez necesaria. Moisés ve la
historia y transmite la historia; los ancianos ven la historia y
transmiten la historia.
Una vejez a la cual le es concedida esta lucidez es un don valioso para
la próxima generación. La escucha personal y directa del pasaje de la
historia de fe vivida, con todos sus altibajos, es insustituible.
Leerla en los libros, verla en las películas, consultarla en internet,
aunque sea útil, nunca será lo mismo. Esta transmisión —¡que es la
auténtica tradición, la transmisión concreta del anciano al joven!—,
esta transmisión le falta mucho hoy, y cada vez más, a las nuevas
generaciones. ¿Por qué? Porque esta civilización nueva tiene la idea de
que los ancianos son material de descarte, los ancianos deben ser
descartados. ¡Esto es una brutalidad! No, no es así. La narración
directa, de persona a persona, tiene tonos y modos de comunicación que
ningún otro medio puede sustituir. Un anciano que ha vivido mucho, y
obtiene el don de un lúcido y apasionado testimonio de su historia, es
una bendición insustituible. ¿Somos capaces de reconocer y de honrar
este don de los ancianos? ¿La transmisión de la fe —y del sentido de la
vida— sigue hoy este camino de escucha de los ancianos? Yo puedo
dar un testimonio personal. El odio y la rabia contra la guerra yo lo
aprendí de mi abuelo que combatió en el Piave, en 1914: él me
transmitió esta rabia a la guerra. Porque me contó los sufrimientos de
una guerra. Y esto no se aprende ni en los libros ni de otra manera, se
aprende así, transmitiéndola de abuelos a nietos. Y esto es
insustituible. La transmisión de la experiencia de vida de los abuelos
a los nietos. Lamentablemente hoy esto no es así y se piensa que los
abuelos sean material de descarte: ¡no! Son la memoria viva de un
pueblo y los jóvenes y los niños deben escuchar a los abuelos.
En nuestra cultura, tan “políticamente correcta”, este camino resulta
obstaculizado de varias formas: en la familia, en la sociedad, en la
misma comunidad cristiana. Hay quien propone incluso abolir la
enseñanza de la historia, como una información superflua sobre mundos
que ya no son actuales, que quita recursos al conocimiento del
presente. ¡Cómo si nosotros hubiéramos nacido ayer!
A la transmisión de la fe, por otro lado, le falta a menudo la pasión
propia de una “historia vivida”. Transmitir la fe no es decir las cosas
“bla-bla-bla”. Es contar la experiencia de fe. ¿Y entonces difícilmente
puede atraer a elegir el amor para siempre, la fidelidad a la palabra
dada, la perseverancia en la entrega, la compasión por los rostros
heridos y abatidos? Ciertamente, las historias de la vida deben ser
transformadas en testimonio, y el testimonio debe ser leal. No es
ciertamente leal la ideología que doblega la historia a los propios
esquemas; no es leal la propaganda, que adapta la historia a la
promoción del propio grupo; no es leal hacer de la historia un tribunal
en el que se condena todo el pasado y se desalienta todo futuro. Ser
leal es contar la historia como es, y solamente la puede contar bien
quien la ha vivido. Por esto es muy importante escuchar a los ancianos,
escuchar a los abuelos, es importante que los niños hablen con ellos.
Los mismos Evangelios cuentan honestamente la historia bendita de Jesús
sin esconder los errores, las incomprensiones e incluso las traiciones
de sus discípulos. Esta es la historia, es la verdad, esto es
testimonio. Este es el don de la memoria que los “ancianos” de la
Iglesia transmiten, desde el inicio, pasándolo “de mano en mano” a la
próxima generación. Nos hará bien preguntarnos: ¿cuánto valoramos esta
forma de transmitir la fe, de pasar el testigo entre los ancianos de la
comunidad y los jóvenes que se abren al futuro? Y aquí me viene a la
mente algo que he dicho muchas veces, pero quisiera repetirlo. ¿Cómo se
transmite la fe? “Ah, aquí hay un libro, estúdialo”: no. Así no se
puede transmitir la fe. La fe se transmite en dialecto, es decir en el
habla familiar, entre abuelos y nietos, entre padres y nietos. La fe se
transmite siempre en dialecto, en ese dialecto familiar y vivencial
aprendido a lo largo de los años. Por eso es muy importante el diálogo
en una familia, el diálogo de los niños con los abuelos que son
aquellos que tienen la sabiduría de la fe.
A veces reflexiono sobre esta extraña anomalía. El catecismo de la
iniciación cristiana bebe hoy generosamente en la Palabra de Dios y
transmite información precisa sobre los dogmas, sobre la moral de la fe
y los sacramentos. A menudo falta, sin embargo, un conocimiento de la
Iglesia que nazca de la escucha y del testimonio de la historia real de
la fe y de la vida de la comunidad eclesial, desde el inicio hasta
nuestros días. De niños se aprende la Palabra de Dios en las aulas del
catecismo; pero la Iglesia se “aprende”, de jóvenes, en las aulas
escolares y en los medios de comunicación de la información global.
La narración de la historia de fe debería ser como el Cántico de
Moisés, como el testimonio de los Evangelios y de los Hechos de los
Apóstoles. Es decir, una historia capaz de recordar con emoción la
bendición de Dios y con lealtad nuestras faltas. Sería bonito que en
los itinerarios de catequesis existiera desde el principio también la
costumbre de escuchar, de la experiencia vivida de los ancianos, la
lúcida confesión de las bendiciones recibidas por Dios, que debemos
custodiar, y el leal testimonio de nuestras faltas de fidelidad, que
debemos reparar y corregir. Los ancianos entran en la tierra prometida,
que Dios desea para toda generación, cuando ofrecen a los jóvenes la
bella iniciación de su testimonio y transmiten la historia de la fe, la
fe en dialecto, ese dialecto familiar, ese dialecto que pasa de los
ancianos a los jóvenes. Entonces, guiados por el Señor Jesús, ancianos
y jóvenes entran juntos en su Reino de vida y de amor. Pero todos
juntos. Todos en familia, con este tesoro grande que es la fe
transmitida en dialecto.
Catequesis del Papa Francisco sobre la vejez, 23 de febrero de 2022
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Hemos terminado las catequesis sobre san José. Hoy empezamos un
recorrido de catequesis que busca inspiración en la Palabra de Dios
sobre el sentido y el valor de la vejez. Hagamos una reflexión sobre la
vejez. Desde hace algunos decenios, esta edad de la vida concierne a un
auténtico “nuevo pueblo” que son los ancianos. Nunca hemos sido tan
numerosos en la historia humana. El riesgo de ser descartados es aún
más frecuente: nunca tan numerosos como ahora, nunca el riesgo como
ahora de ser descartados. Los ancianos son vistos a menudo como “un
peso”. En la dramática primera fase de la pandemia fueron ellos los que
pagaron el precio más alto. Ya eran la parte más débil y descuidada: no
los mirábamos demasiado en vida, ni siquiera los vimos morir. He
encontrado también esta Carta de los derechos de los ancianos y los
deberes de la comunidad: ha sido editada por los gobiernos, no está
editada por la Iglesia, es algo laico: es buena, es interesante, para
conocer que los ancianos tienen derechos. Hará bien leerla.
Junto a las migraciones, la vejez es una de las cuestiones más urgentes
que la familia humana está llamada a afrontar en este tiempo. No se
trata solo de un cambio cuantitativo; está en juego la unidad de las
edades de la vida: es decir, el real punto de referencia para la
compresión y el aprecio de la vida humana en su totalidad. Nos
preguntamos: ¿hay amistad, hay alianza entre las diferentes edades de
la vida o prevalecen la separación y el descarte?
Todos vivimos en un presente donde conviven niños, jóvenes, adultos y
ancianos. Pero la proporción ha cambiado: la longevidad se ha
masificado y, en amplias regiones del mundo, la infancia está
distribuida en pequeñas dosis. También hemos hablado del invierno
demográfico. Un desequilibrio que tiene muchas consecuencias. La
cultura dominante tiene como modelo único el joven-adulto, es decir un
individuo hecho a sí mismo que permanece siempre joven. Pero, ¿es
verdad que la juventud contiene el sentido pleno de la vida, mientras
que la vejez representa simplemente el vaciamiento y la pérdida? ¿Es
verdad esto? ¿Solamente la juventud tiene el sentido pleno de la vida,
y la vejez es el vaciamiento de la vida, la pérdida de la vida? La
exaltación de la juventud como única edad digna de encarnar el ideal
humano, unida al desprecio de la vejez vista como fragilidad, como
degradación o discapacidad, ha sido el icono dominante de los
totalitarismos del siglo XX. ¿Hemos olvidado esto?
La prolongación de la vida incide de forma estructural en la historia
de los individuos, de las familias y de las sociedades. Pero debemos
preguntarnos: ¿su calidad espiritual y su sentido comunitario son
objeto de pensamiento y de amor coherentes con este hecho? ¿Quizá los
ancianos deben pedir perdón por su obstinación a sobrevivir a costa de
los demás? ¿O pueden ser honrados por los dones que llevan al sentido
de la vida de todos? De hecho, en la representación del sentido de la
vida —y precisamente en las culturas llamadas “desarrolladas”— la vejez
tiene poca incidencia. ¿Por qué? Porque es considerada una edad que no
tiene contenidos especiales que ofrecer, ni significados propios que
vivir. Además, hay una falta de estímulo por parte de la gente para
buscarlos, y falta la educación de la comunidad para reconocerlos. En
resumen, para una edad que ya es parte determinante del espacio
comunitario y se extiende a un tercio de toda la vida, hay —a veces—
planes de asistencia, pero no proyectos de existencia. Planes de
asistencia, sí; pero no proyectos para hacerles vivir en plenitud. Y
esto es un vacío de pensamiento, imaginación, creatividad. Bajo este
pensamiento, el que hace el vacío es que el anciano, la anciana son
material de descarte: en esta cultura del descarte, los ancianos entran
como material de descarte.
La juventud es hermosa, pero la eterna juventud es una alucinación muy
peligrosa. Ser ancianos es tan importante —y hermoso— es tan importante
como ser jóvenes. Recordemos esto. La alianza entre las generaciones,
que devuelve al ser humano todas las edades de la vida, es nuestro don
perdido y tenemos que recuperarlo. Ha de ser encontrado en esta cultura
del descarte y en esta cultura de la productividad.
La Palabra de Dios tiene mucho que decir a propósito de esta alianza.
Hace poco hemos escuchado la profecía de Joel: «vuestros ancianos
soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones» (3,1). Se puede
interpretar así: cuando los ancianos resisten al Espíritu Santo,
enterrando en el pasado sus sueños, los jóvenes ya no logran ver las
cosas que se deben hacer para abrir el futuro. Sin embargo, cuando los
ancianos comunican sus sueños, los jóvenes ven bien lo que deben hacer.
A los jóvenes que ya no interrogan los sueños de los ancianos,
metiéndose de cabeza en visiones que no van más allá de sus narices,
les costará llevar su presente y soportar su futuro. Si los abuelos se
repliegan en sus melancolías, los jóvenes se encorvarán aún más en su
smartphone. La pantalla puede incluso permanecer encendida, pero la
vida se apaga antes de tiempo. ¿La repercusión más grave de la pandemia
no está quizá precisamente en el extravío de los más jóvenes? Los
ancianos tienen recursos de vida ya vivida a los cuales pueden recurrir
en todo momento. ¿Se quedarán de brazos cruzados ante los jóvenes que
pierden su visión o los acompañarán calentando sus sueños? Ante los
sueños de los ancianos, ¿qué harán los jóvenes?
La sabiduría del largo camino que acompaña la vejez a su despedida debe
ser vivida como un don del sentido de la vida, no consumida como
inercia de su supervivencia. La vejez, si no es restituida a la
dignidad de una vida humanamente digna, está destinada a cerrarse en un
abatimiento que quita amor a todos. Este desafío de humanidad y de
civilización requiere nuestro compromiso y la ayuda de Dios. Pidámoslo
al Espíritu Santo. Con estas catequesis sobre la vejez, quisiera animar
a todos a invertir pensamientos y afectos en los dones que esta lleva
consigo y que aporta a las otras edades de la vida. La vejez es un don
para todas las edades de la vida. Es un don de madurez, de sabiduría.
La Palabra de Dios nos ayudará a discernir el sentido y el valor de la
vejez; que el Espíritu Santo nos conceda también a nosotros los sueños
y las visiones que necesitamos. Y quisiera subrayar, como hemos
escuchado en la profecía de Joel, al principio, que lo importante no es
solo que el anciano ocupe el lugar de sabiduría que tiene, de historia
vivida en la sociedad, sino también que haya un coloquio, que hable con
los jóvenes. Los jóvenes deben hablar con los ancianos, y los ancianos
con los jóvenes. Y este puente será la transmisión de la sabiduría en
la humanidad. Deseo que estas reflexiones sean de utilidad para todos
nosotros, para llevar adelante esta realidad que decía el profeta Joel,
que, en el diálogo entre jóvenes y ancianos, los ancianos puedan
ofrecer los sueños y los jóvenes puedan recibirlos para llevarlos
adelante. No olvidemos que en la cultura tanto familiar como social los
ancianos son como las raíces del árbol: tienen toda su historia ahí, y
los jóvenes son como las flores y los frutos. Si no viene esta savia,
si no viene este “goteo” —digamos así— de las raíces, nunca podrán
florecer. No olvidemos ese poeta que he citado tantas veces: “Lo que el
árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado” (Francisco Luis
Bernárdez). Todo lo hermoso que tiene una sociedad está en relación con
las raíces de los ancianos. Por eso, en estas catequesis, yo quisiera
que la figura del anciano se destaque, que se entienda bien que el
anciano no es un material de descarte: es una bendición para la
sociedad.
Catequesis del Papa Francisco sobre San José, del 16 de febrero de 2022
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy concluimos el ciclo de Catequesis sobre la figura de San José.
Estas catequesis son complementarias a la Carta Apostólica Patris
corde, escrita con motivo del 150 aniversario de la proclamación de San
José como Patrón de la Iglesia Católica por el Beato Pío IX. Pero, ¿qué
significa este título? ¿Qué significa que San José es "patrón de la
Iglesia"?
Sobre esto me gustaría reflexionar hoy con vosotros.
También en este caso, los Evangelios nos proporcionan la interpretación
más correcta. De hecho, al final de cada historia en la que José es el
protagonista, el Evangelio señala que se lleva al Niño y a su madre y
hace lo que Dios le ha ordenado (cf. Mt 1,24; 2,14.21). Así, destaca el
hecho de que la tarea de José es proteger a Jesús y a María. Él es su
principal custodio: "En efecto, Jesús y María, su Madre, son el tesoro
más precioso de nuestra fe"[1] (Lett. ap. Patris corde, 5). Y este
tesoro es este hecho de San José.
En el plan de salvación, el Hijo no puede separarse de la Madre, de
aquella que "avanzó en la peregrinación de la fe y conservó fielmente
su unión con el Hijo hasta la cruz" (Lumen Gentium, 58), como nos
recuerda el Concilio Vaticano II. Jesús, María y José son en cierto
sentido el núcleo primordial de la Iglesia.
Jesús es Dios y hombre, María es la primera discípula y la madre, y San José la custodia.
Y también nosotros “debemos preguntarnos siempre si protegemos con
todas nuestras fuerzas a Jesús y a María, que están misteriosamente
confiados a nuestra responsabilidad, a nuestro cuidado, a nuestra
custodia” (Patris corde, 5).
Aquí hay una idea muy bonita de la vocación cristiana. Proteger,
proteger la vida, proteger el desarrollo humano, proteger la mente
humana, proteger el corazón humano, proteger el trabajo humano.
El cristiano es, podemos decir, como San José. Debe proteger. Ser
cristiano no significa sólo recibir la fe sino también proteger la
vida. La vida propia, la vida de los demás y la vida de la Iglesia. El
Hijo del Altísimo vino al mundo en una condición de gran debilidad.
Jesús ha nacido así, débil.
Ha querido ser defendido, protegido y cuidado. Dios confió en José al
igual que María, que encontró en él al esposo que la amaba y respetaba
y que siempre cuidó de ella y del Niño. En este sentido, San José no
puede dejar de ser el Custodio de la Iglesia, porque la Iglesia es la
prolongación del Cuerpo de Cristo en la historia, y al mismo tiempo en
la maternidad de la Iglesia se eclipsa la maternidad de María. José, al
seguir protegiendo a la Iglesia, sigue protegiendo al Niño y a su
madre, y también nosotros, al amar a la Iglesia, seguimos amando al
Niño y a su madre" (ibíd.)
Este Niño es el que dirá: "Todo lo que hicisteis por uno de estos
hermanos míos más pequeños, lo hicisteis por mí". (Mt 25,40). Por lo
tanto, cada persona que tiene hambre y sed, cada extranjero, cada
inmigrante, cada persona sin ropa, cada enfermo, cada prisionero es el
"Niño" al que José cuida.
Y nosotros estamos invitados a proteger a toda esta gente, a estos hermanos y hermanas igual que lo ha hecho San José.
Por eso se le invoca como protector de todos los necesitados, de los
exiliados, de los afligidos e incluso de los moribundos -hablamos de
ello el miércoles pasado-. Y también nosotros debemos aprender de José
a "custodiar" estos bienes: amar al Niño y a su madre; amar los
sacramentos y al pueblo de Dios; amar a los pobres y a nuestra
parroquia. Cada una de estas realidades es siempre el Niño y su madre
(cf. Patris corde, 5).
Debemos proteger porque así protegemos a Jesús como ha hecho San José.
Vivimos en una época en la que es habitual criticar a la Iglesia,
señalar sus incoherencias, que son muchas, sus pecados, que en realidad
son nuestras incoherencias, nuestros pecados, porque la Iglesia siempre
ha sido un pueblo de pecadores que encuentran la misericordia de Dios.
Preguntémonos si, en nuestro corazón, amamos a la Iglesia.
Como es...el pueblo de Dios en camino, con tantos límites. Pero con tantas ganas de amar y servir a Dios.
De hecho, sólo el amor nos hace capaces de decir la verdad con
plenitud, no parcialmente, de decir lo que está mal, pero también de
reconocer toda la bondad y la santidad que están presentes en ella,
empezando precisamente por Jesús y María.
Amar la Iglesia y proteger la Iglesia. Caminar con la Iglesia. Pero la
Iglesia no es “aquella”, aquel grupo que está cercano al sacerdote y
que manda a todos. No, la Iglesia somos todos, todos en camino.
Protegerse el uno al otro. Proteger nos acerca al otro. Es una bonita
pregunta:
¿Cuando tengo un problema con alguien, trato de protegerlo, o lo
condeno rápidamente, hablo mal de él y los destruyo? Proteger,
proteger.
Queridos hermanos y hermanas, os animo a pedir la intercesión de San
José precisamente en los momentos más difíciles de vuestra vida y de
vuestras comunidades. Cuando nuestros errores se conviertan en un
escándalo, pidamos a San José que nos dé la valentía de decir la
verdad, pedir perdón y volver a empezar con humildad.
Allí donde la persecución impide el anuncio del Evangelio, pidamos a
San José la fuerza y la paciencia para soportar los abusos y el
sufrimiento por el Evangelio. Allí donde los medios materiales y
humanos son escasos y nos hacen experimentar la pobreza, especialmente
cuando estamos llamados a servir a los últimos, a los indefensos, a los
huérfanos, a los enfermos, a los rechazados de la sociedad, recemos a
San José para que sea Providencia para nosotros. ¡Cuántos Santos se han
dirigido a él!
¡Cuántas personas en la historia de la Iglesia han encontrado en él un patrón, un tutor, un padre!
Imitemos su ejemplo y por eso, todos juntos, recemos hoy a San José con
la oración que he puesto al final de la Carta Patris corde, confiándole
nuestras intenciones y, de modo especial, la Iglesia que sufre y está
en prueba:
Salve, custodio del Redentor
y esposo de la Virgen María.
A ti Dios confió a su Hijo,
en ti María depositó su confianza,
contigo Cristo se forjó como hombre.
Oh, bienaventurado José,
muéstrate padre también a nosotros
y guíanos en el camino de la vida.
Concédenos gracia, misericordia y coraje y defiéndenos de todo mal.
Amén.
Catequesis del Papa Francisco del 15 de diciembre de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Seguimos nuestro camino de reflexión sobre San José. Después de
haber ilustrado el ambiente en el que vivió, su papel en la historia
de la salvación y su ser justo y esposo de María, hoy quisiera
considerar otro aspecto importante de su figura: el silencio. Y muchas
veces se necesita el silencio.
El silencio es importante, a mi me impacta un pasaje del libro de la
Sabiduría que ha sido leído pensando en la Navidad: cuando la noche
está en el más profundo silencio, allí tu Palabra descendió a la
tierra. En el momento de más silencio, Dios se manifestó. Es importante
pensar en el silencio en esta época en la que, parece que, no tiene
valor.
Los Evangelios no relatan ninguna palabra de José de Nazaret. Nada.
Nunca ha hablado. Eso no significa que él fuera taciturno, no, hay un
motivo más profundo. Con su silencio, José confirma lo que escribe
San Agustín: «Cuando el Verbo de Dios crece, es decir el hombre hecho
hombre, las palabras del hombre disminuyen»1. En la medida en que Jesús
crece, la vida espiritual crece, las palabras disminuyen. Esto que
podemos llamar ‘el hablar como loros’, disminuye un poco.
El mismo Juan Bautista, que es «voz que clama en el desierto: preparen
del camino del Señor”» (Mt 3,1), dice sobre el Verbo: «Es preciso que
Él crezca y que yo disminuya» (Jn 3,30). Esto significa que Él debe
hablar y yo estar callado. José con su silencio nos invita a dejar
espacio a la Presencia de la Palabra hecha carne, a Jesús.
El silencio de José no es mutismo, no es taciturno; es un silencio
lleno de escucha, un silencio trabajador, un silencio que hace emerger
su gran interioridad. «Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo –
comenta San Juan de la Cruz – una palabra habló el Padre, que fue su
Hijo y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser
oída del alma».
Jesús creció en esta “escuela”, en la casa de Nazaret, con el ejemplo
cotidiano de María y José. Y no sorprende el hecho de que Él mismo
busque espacios de silencio en sus jornadas (cfr Mt 14,23) e invitará
a sus discípulos a hacer tal experiencia: «Venid también vosotros
aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco» (Mc 6,31).
Qué bonito sería si cada uno de nosotros, en el ejemplo de San José,
lograra recuperar esta dimensión contemplativa de la vida abierta de
par en par precisamente por el silencio. Pero todos nosotros sabemos
por experiencia que no es fácil: el silencio nos asusta un poco,
porque nos pide entrar dentro de nosotros mismos y encontrar la parte
más verdadera de nosotros. Y muchas personas tienen miedo del
silencio, deben hablar, hablar o escuchar radio, televisión, pero no
pueden aceptar el silencio, tienen miedo.
El filósofo Pascal observaba que «toda la desgracia de los hombres
viene de una sola cosa: el no saber quedarse tranquilos en una
habitación».3
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos de San José a cultivar
espacios de silencio, en el que pueda emerger otra Palabra, es decir,
Jesús, la Palabra: la del Espíritu Santo que habita en nosotros. No es
fácil reconocer esta Voz, que muy a menudo se confunde junto a los
miles de voces de preocupaciones, tentaciones, deseos, esperanzas que
habitan en nosotros; pero sin este entrenamiento que viene precisamente
de la práctica del silencio, puede enfermarse también nuestro hablar.
Sin la práctica del silencio se enferma nuestro hablar.
Esto, en lugar de hacer que brille la verdad, se puede convertir en un
arma peligrosa, el hablar. De hecho, nuestras palabras se pueden
convertir en adulación, vanagloria, mentira, maledicencia, calumnia.
Es un dato de experiencia que, como nos recuerda el Libro del
Eclesiástico, «muchos han caído a filo de espada, mas no tantos como
los caídos por la lengua» (28,18). Jesús lo dijo claramente: quien
habla mal del hermano y de la hermana, quien calumnia al prójimo, es
homicida (cfr Mt 5,21-22), asesina con la lengua. Nosotros no creemos
en esto, pero es la verdad, pensemos un poco las veces que nosotros
hemos asesinado con la lengua, nos avergonzaremos, pero nos hará mucho
bien, mucho bien.
La sabiduría bíblica afirma que «muerte y vida estarán en poder de
la lengua, el que la ama comerá su fruto» (Pr 18,21). Y el apóstol
Santiago, en su Carta, desarrolla este antiguo tema del poder, positivo
y negativo, de la palabra con ejemplos deslumbrantes: «Si alguno no cae
hablando, es un hombre perfecto, capaz de poner freno a todo su cuerpo.
[...] también la lengua es un miembro pequeño y puede gloriarse de
grandes cosas. [...] Con ella bendecimos al Señor y Padre, y con ella
maldecimos a los hombres, hecho a imagen de Dios; de una misma boca
proceden la bendición y la maldición» (3,2-10).
Este es el motivo por el cual debemos aprender de José a cultivar el
silencio: ese espacio de interioridad en nuestras jornadas en las que
damos la posibilidad al Espíritu de regenerarnos, de consolarnos, de
corregirnos. No digo el caer en un mutismo, no, silencio. Muchas veces,
cada uno de nosotros mire en el interior, muchas veces estamos haciendo
un trabajo y cuando terminamos inmediatamente a buscar el celular para
hacer algo más, siempre estamos así… y esto no ayuda, esto nos hace
deslizar en la superficialidad.
La profundidad del corazón crece con el silencio. Silencio que no es
mutismo como he dicho, pero que da espacio a la sabiduría, a la
reflexión y al Espíritu Santo. No tengamos miedo a los momentos de
silencio, no tengamos miedo, nos hará mucho bien.
Y el beneficio del corazón que tendremos sanará también nuestra
lengua, nuestras palabras y sobre todo nuestras elecciones. De hecho,
José ha unido la acción al silencio. Él no ha hablado, pero ha
hecho, y nos ha mostrado así lo que un día Jesús dijo a sus
discípulos: «No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el
Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre
celestial» (Mt 7,21). Silencio. Palabras fecundas cuando hablemos.
Nosotros tenemos recuerdo de esa canción ‘palabras, palabras,
palabras’, y nada de sustancial. Silencio, hablar lo justo, morderse un
poco la lengua, que hace bien algunas veces en lugar de decir
estupideces.
Concluimos con una oración:
San José, hombre de silencio,
tú que en el Evangelio no has pronunciado ninguna palabra,
enséñanos a ayunar de las palabras vanas,
a redescubrir el valor de las palabras que edifican, animan, consuelan,
sostienen. Hazte cercano a aquellos que sufren a causa de las palabras
que hieren,
como las calumnias y las maledicencias,
y ayúdanos a unir siempre los hechos a las palabras. Amén.
Catequesis del Papa Francisco del 1 de diciembre de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Seguimos nuestro camino de reflexión sobre la figura de san José. Hoy
quisiera profundizar en su ser “justo” y “desposado con María”, y dar
así un mensaje a todos los novios, también a los recién casados. Muchas
historias relacionadas con José llenan los pasajes de los evangelios
apócrifos, es decir, no canónicos, que han influido también en el arte
y diferentes lugares de culto. Estos escritos que no están en la Biblia
—son historias que la piedad cristiana hacía en esa época— responden al
deseo de colmar los vacíos narrativos de los Evangelios canónicos, los
que están en la Biblia, los cuales nos dan todo lo que es esencial para
la fe y la vida cristiana.
El evangelista Mateo. Esto es importante: ¿qué dice el Evangelio sobre
José? No qué dicen esos evangelios apócrifos, que no son una cosa fea o
mala; son bonitos, pero no son la Palabra de Dios. En cambio, los
Evangelios, que están en la Biblia, son la Palabra de Dios. Entre estos
el evangelista Mateo que define José como hombre “justo”. Escuchamos su
pasaje: «La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre,
María, estaba desposada con José y, antes de estar juntos ellos, se
encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Su marido José como era
justo y no quería ponerla en evidencia, resolvió repudiarla en secreto»
(1,18-19). Porque los novios, cuando la novia no era fiel o se quedaba
embarazada, ¡tenían que denunciarla! Y las mujeres en aquella época
eran lapidadas. Pero José era justo. Dice: “No, esto no lo haré. Me
quedaré callado”.
Para comprender el comportamiento de José en relación con María, es
útil recordar las costumbres matrimoniales del antiguo Israel. El
matrimonio comprendía dos fases muy definidas. La primera era como un
noviazgo oficial, que conllevaba ya una situación nueva: en particular
la mujer, incluso viviendo aún en la casa paterna todavía durante un
año, era considerada de hecho “mujer” del prometido esposo. Todavía no
vivían juntos, pero era como si fuera la esposa. El segundo hecho era
el traslado de la esposa de la casa paterna a la casa del esposo. Esto
sucedía con una procesión festiva, que completaba el matrimonio. Y las
amigas de la esposa la acompañaban allí. En base a estas costumbres, el
hecho de que «antes de estar juntos ellos, se encontró encinta»,
exponía a la Virgen a la acusación de adulterio. Y esta culpa, según la
Ley antigua, tenía que ser castigada con la lapidación (cf. Dt
22,20-21). Sin embargo, en la praxis judía sucesiva se había afianzado
una interpretación más moderada que imponía solo el acto de repudio,
pero con consecuencias civiles y penales para la mujer, pero no la
lapidación.
El Evangelio dice que José era “justo” precisamente por estar sujeto a
la ley como todo hombre pío israelita. Pero dentro de él el amor por
María y la confianza que tiene en ella le sugieren una forma que salva
la observancia de la ley y el honor de la esposa: decide repudiarla en
secreto, sin clamor, sin someterla a la humillación pública. Elige el
camino de la discreción, sin juicio ni venganza. ¡Pero cuánta santidad
en José! Nosotros, que apenas tenemos una noticia un poco folclorista o
un poco fea sobre alguien, ¡vamos enseguida al chismorreo! José sin
embargo está callado.
Pero añade enseguida el evangelista Mateo: «Así lo tenía planeado,
cuando el Ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: “José,
hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo
engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le
pondrás por nombre Jesús porque él salvará a su pueblo de sus pecados”»
(1,20-21). Interviene en el discernimiento de José la voz de Dios que,
a través de un sueño, le desvela un significado más grande de su misma
justicia. ¡Y qué importante es para cada uno de nosotros cultivar una
vida justa y al mismo tiempo sentirnos siempre necesitados de la ayuda
de Dios! Para poder ampliar nuestros horizontes y considerar las
circunstancias de la vida desde un punto de vista diferente, más
amplio. Muchas veces nos sentimos prisioneros de lo que nos ha
sucedido: “¡Pero mira lo que me ha pasado!” y nosotros permanecemos
prisioneros de esa cosa mala que nos ha pasado; pero precisamente ante
algunas circunstancias de la vida, que nos parecen inicialmente
dramáticas, se esconde una Providencia que con el tiempo toma forma e
ilumina de significado también el dolor que nos ha golpeado. La
tentación es cerrarnos en ese dolor, en ese pensamiento de las cosas no
bonitas que nos suceden a nosotros. Y esto no hace bien. Esto lleva a
la tristeza y a la amargura. El corazón amargo es muy feo.
Quisiera que nos detuviéramos a reflexionar sobre un detalle de esta
historia narrada por el Evangelio y que muy a menudo descuidamos. María
y José son dos novios que probablemente han cultivado sueños y
expectativas respecto a su vida y a su futuro. Dios parece entrar como
un imprevisto en su historia y, aunque con un esfuerzo inicial, ambos
abren de par en par el corazón a la realidad que se pone ante ellos.
Queridos hermanos y hermanas, muy a menudo nuestra vida no es como la
habíamos imaginado. Sobre todo, en las relaciones de amor, de afecto,
nos cuesta pasar de la lógica del enamoramiento a la del amor maduro. Y
se debe pasar del enamoramiento al amor maduro. Vosotros recién
casados, pensad bien en esto. La primera fase siempre está marcada por
un cierto encanto, que nos hace vivir inmersos en un imaginario que a
menudo no corresponde con la realidad de los hechos. Pero precisamente
cuando el enamoramiento con sus expectativas parece terminar, ahí puede
comenzar el amor verdadero. Amar de hecho no es pretender que el otro o
la vida corresponda con nuestra imaginación; significa más bien elegir
en plena libertad tomar la responsabilidad de la vida, así como se nos
ofrece. Es por esto por lo que José nos da una lección importante,
elige a María “con los ojos abiertos”. Y podemos decir con todos los
riesgos. Pensad, en el Evangelio de Juan, un reproche que hacen los
doctores de la ley a Jesús es este: “Nosotros no somos hijos que
provienen de allí”, en referencia a la prostitución. Pero porque estos
sabían cómo se había quedado embarazada María y querían ensuciar a la
madre de Jesús. Para mí es el pasaje más sucio, más demoniaco del
Evangelio. Y el riesgo de José nos da esta lección: toma la vida como
viene. ¿Dios ha intervenido ahí? La tomo. Y José hace como le había
ordenado el Ángel del Señor: de hecho, dice el Evangelio:
«Despertándose José del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había
mandado, y tomó consigo a su mujer. Y no la conocía hasta que
ella dio a luz un hijo, y le puso por nombre Jesús» (Mt 1,24-25). Los
novios cristianos están llamados a testimoniar un amor así, que tenga
la valentía de pasar de las lógicas del enamoramiento a las del amor
maduro. Y esta es una elección exigente, que, en lugar de aprisionar la
vida, puede fortificar el amor para que sea duradero frente a las
pruebas del tiempo. El amor de una pareja va adelante en la vida
y madura cada día. El amor del noviazgo es un poco —permitidme la
palabra— un poco romántico. Vosotros lo habéis vivido todo, pero
después empieza el amor maduro, de todos los días, el trabajo, los
niños que llegan. Y a veces el romanticismo desaparece un poco. ¿Pero
no hay amor? Sí, pero amor maduro. “Pero sabe, padre, nosotros a veces
nos peleamos…”. Esto sucede desde el tiempo de Adán y Eva hasta hoy:
que los esposos peleen es el pan nuestro de cada día. “¿Pero no se debe
pelear?” Sí, se puede. “Y, padre, pero a veces levantamos la voz” –
“Sucede”. “Y también a veces vuelan los platos” – “Sucede”. ¿Pero qué
hacer para que no se dañe la vida del matrimonio? Escuchad bien: no
terminar nunca el día sin hacer las paces. Hemos peleado, yo te he
dicho palabrotas, Dios mío, te he dicho cosas feas. Pero ahora termina
la jornada: tengo que hacer las paces. ¿Sabéis por qué? Porque la
guerra fría al día siguiente es muy peligrosa. No dejéis que el día
siguiente empiece con una guerra. Por eso hacer las paces antes de ir a
la cama. Recordadlo siempre: nunca terminar el día sin hacer las paces.
Y esto os ayudará en la vida matrimonial. Este recorrido del
enamoramiento al amor maduro es una elección exigente, pero tenemos que
ir sobre ese camino.
Y también esta vez concluimos con una oración a san José.
San José,
tú que has amado a María con libertad,
y has elegido renunciar a tu imaginario para hacer espacio a la realidad,
ayuda a cada uno de nosotros a dejarnos sorprender por Dios
y a acoger la vida no como un imprevisto del que defendernos,
sino como un misterio que esconde el secreto de la verdadera alegría.
Obtén para todos los novios cristianos la alegría y la radicalidad,
pero conservando siempre la conciencia
de que solo la misericordia y el perdón hacen posible el amor. Amén.
Catequesis del Papa Francisco del 24 de noviembre de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El miércoles pasado empezamos el ciclo de catequesis sobre la figura de
san José —está terminando el año dedicado a él—. Hoy proseguimos este
recorrido deteniéndonos en su rol en la historia de la salvación.
Jesús en los Evangelios es indicado como «hijo de José» (Lc 3,23; 4,22;
Jn 1,45; 6,42) e «hijo del carpintero» (Mt 13,55; Mc 6,3). Los
Evangelistas Mateo y Lucas, narrando la infancia de Jesús, dan espacio
al rol de José. Ambos componen una “genealogía”, para evidenciar la
historicidad de Jesús. Mateo, dirigiéndose sobre todo a los
judeocristianos, parte de Abraham para llegar a José, definido «el
esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo» (1,16). Lucas,
sin embargo, se remonta hasta Adán, empezando directamente por Jesús,
que «era hijo de José», pero precisa: «según se creía» (3,23). Por
tanto, ambos evangelistas presentan a José no como padre biológico,
pero de todas formas como padre de Jesús en toda regla. A través de él,
Jesús realiza el cumplimiento de la historia de la alianza y de la
salvación transcurrida entre Dios y el hombre. Para Mateo esta historia
comienza con Abraham, para Lucas con el origen mismo de la humanidad,
es decir con Adán.
El evangelista Mateo nos ayuda a comprender que la figura de José,
aunque aparentemente marginal, discreta, en segunda línea, representa
sin embargo una pieza fundamental en la historia de salvación. José
vive su protagonismo sin querer nunca adueñarse de la escena. Si lo
pensamos, «nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas
comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de
diarios y de revistas, […]. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas,
docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños, con gestos
cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas,
levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan,
ofrecen e interceden por el bien de todos» (Cart. ap. Patris corde, 1).
Así, todos pueden hallar en san José, el hombre que pasa inobservado,
el hombre de la presencia cotidiana, de la presencia discreta y
escondida, un intercesor, un apoyo y una guía en los momentos de
dificultad. Él nos recuerda que todos aquellos que están aparentemente
escondidos o en “segunda línea” tienen un protagonismo sin igual en la
historia de la salvación. El mundo necesita a estos hombres y a estas
mujeres: hombres y mujeres en segunda línea, pero que sostienen el
desarrollo de nuestra vida, de cada uno de nosotros, y que, con la
oración, con el ejemplo, con la enseñanza nos sostienen en el camino de
la vida.
En el Evangelio de Lucas, José aparece como el custodio de Jesús y de
María. Y por esto es también «el Custodio de la Iglesia: si ha sido el
custodio de Jesús y de María, trabaja, ahora que está en los cielos, y
sigue haciendo el custodio, en este caso de la Iglesia; porque la
Iglesia es la extensión del Cuerpo de Cristo en la historia, y al mismo
tiempo en la maternidad de la Iglesia se refleja la maternidad de
María. José, a la vez que continúa protegiendo a la Iglesia —por favor,
no os olvidéis de esto: hoy, José protege la Iglesia— sigue amparando
al Niño y a su madre» (ibid., 5). Este aspecto de la custodia de José
es la gran respuesta al pasaje del Génesis. Cuando Dios le pide a Caín
que rinda cuentas sobre la vida de Abel, él responde: «¿Soy yo acaso el
guarda de mi hermano?» (4,9). José, con su vida, parece querer decirnos
que siempre estamos llamados a sentirnos custodios de nuestros
hermanos, custodios de quien se nos ha puesto al lado, de quien el
Señor nos encomienda a través de muchas circunstancias de la vida.
Una sociedad como la nuestra, que ha sido definida “líquida”, porque
parece no tener consistencia. Yo corregiré a ese filósofo que acuñó
esta definición y diré: más que líquida, gaseosa, una sociedad
propiamente gaseosa. Esta sociedad líquida, gaseosa encuentra en la
historia de José una indicación bien precisa sobre la importancia de
los vínculos humanos. De hecho, el Evangelio nos cuenta la genealogía
de Jesús, además de por una razón teológica, para recordar a cada uno
de nosotros que nuestra vida está hecha de vínculos que nos preceden y
nos acompañan. El Hijo de Dios, para venir al mundo, ha elegido la vía
de los vínculos, la vía de la historia: no bajó al mundo mágicamente,
no. Hizo el camino histórico que hacemos todos nosotros.
Queridos hermanos y hermanas, pienso en muchas personas a las que les
cuesta encontrar vínculos significativos en su vida, y precisamente por
esto cojean, se sienten solos, no tienen la fuerza y la valentía para
ir adelante. Quisiera concluir con una oración que les ayude y nos
ayude a todos nosotros a encontrar en san José un aliado, un amigo y un
apoyo.
San José,
tú que has custodiado el vínculo con María y con Jesús,
ayúdanos a cuidar las relaciones en nuestra vida.
Que nadie experimente ese sentido de abandono
que viene de la soledad.
Que cada uno se reconcilie con la propia historia,
con quien le ha precedido,
y reconozca también en los errores cometidos
una forma a través de la cual la Providencia se ha hecho camino,
y el mal no ha tenido la última palabra.
Muéstrate amigo con quien tiene mayor dificultad,
y como apoyaste a María y Jesús en los momentos difíciles,
apóyanos también a nosotros en nuestro camino. Amén.
Catequesis del Papa Francisco del 17 de noviembre de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El 8 de diciembre de 1870, el beato Pío IX proclamó a san José patrón
de la Iglesia universal. Ahora, 150 años después de aquel
acontecimiento, estamos viviendo un año especial dedicado a san José, y
en la Carta Apostólica Patris corde he recogido algunas reflexiones
sobre su figura.
Nunca antes como hoy, en este tiempo marcado por una crisis global con
diferentes componentes, puede servirnos de apoyo, consuelo y guía. Por
eso he decidido dedicarle una serie de catequesis, que espero nos
ayuden a dejarnos iluminar por su ejemplo y su testimonio. Durante
algunas semanas hablaremos de san José.
En la Biblia hay más de diez personajes que llevan el nombre de José.
El más importante de ellos es el hijo de Jacob y Raquel, que, a través
de diversas peripecias, pasó de ser un esclavo a convertirse en la
segunda persona más importante de Egipto después del faraón (cf. Gn
37-50).
El nombre José en hebreo significa “que Dios acreciente. Que Dios haga
crecer”. Es un deseo, una bendición fundada en la confianza en la
providencia y referida especialmente a la fecundidad y al crecimiento
de los hijos. De hecho, precisamente este nombre nos revela un aspecto
esencial de la personalidad de José de Nazaret.
Él es un hombre lleno de fe en su providencia: cree en la providencia
de Dios, tiene fe en la providencia de Dios. Cada una de sus acciones,
tal como se relata en el Evangelio, está dictada por la certeza de que
Dios “hace crecer”, que Dios “aumenta”, que Dios “añade”, es decir, que
Dios dispone la continuación de su plan de salvación. Y en esto, José
de Nazaret se parece mucho a José de Egipto.
También las principales referencias geográficas que se refieren a José:
Belén y Nazaret, asumen un papel importante en la comprensión de su
figura.
En el Antiguo Testamento la ciudad de Belén se llama con el nombre de
Beth Lehem, es decir, “Casa del pan”, o también Efratá, por la tribu
que se asentó allí. En árabe, en cambio, el nombre significa “Casa de
la carne”, probablemente por el gran número de rebaños de ovejas y
cabras presentes en la zona.
De hecho, no es casualidad que, cuando nació Jesús, los pastores fueran
los primeros testigos del acontecimiento (cf. Lc 2,8-20). A la luz del
relato de Jesús, estas alusiones al pan y a la carne remiten al
misterio de la Eucaristía: Jesús es el pan vivo bajado del cielo (cf.
Jn 6,51). Él mismo dirá de sí: «El que come mi carne y bebe mi sangre,
tiene vida eterna» (Jn 6,54).
Belén se menciona varias veces en la Biblia, ya en el libro del
Génesis. Belén también está vinculada a la historia de Rut y Noemí,
contada en el pequeño pero maravilloso Libro de Rut. Rut dio a luz a un
hijo llamado Obed, que a su vez dio a luz a Jesé, el padre del rey
David. Y fue de la línea de David de donde provino José, el padre legal
de Jesús.
El profeta Miqueas predijo grandes cosas sobre Belén: «Mas tú,
Belén-Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de ti me
ha de salir aquel que ha de dominar en Israel» (Mi 5,1). El evangelista
Mateo retomará esta profecía y la vinculará a la historia de Jesús como
su evidente cumplimiento.
De hecho, el Hijo de Dios no eligió Jerusalén como lugar de su
encarnación, sino Belén y Nazaret, dos pueblos periféricos, alejados
del clamor de las noticias y del poder del tiempo.
Sin embargo, Jerusalén era la ciudad amada por el Señor (cf. Is
62,1-12), la «ciudad santa» (Dn 3,28), elegida por Dios para habitarla
(cf. Zac 3,2; Sal 132,13). Aquí, en efecto, habitaban los maestros de
la Ley, los escribas y fariseos, los sumos sacerdotes y los ancianos
del pueblo (cf. Lc 2,46; Mt 15,1; Mc 3,22; Jn 1,19; Mt 26,3).
Por eso la elección de Belén y Nazaret nos dice que la periferia y la
marginalidad son predilectas de Dios. Jesús no nace en Jerusalén con
toda la corte… no: nace en una periferia y pasó su vida, hasta los 30
años, en esa periferia, trabajando como carpintero, como José. Para
Jesús, las periferias y las marginalidades son predilectas.
No tomar en serio esta realidad equivale a no tomar en serio el
Evangelio y la obra de Dios, que sigue manifestándose en las periferias
geográficas y existenciales. El Señor actúa siempre a escondidas en las
periferias, también en nuestra alma, en las periferias del alma, de los
sentimientos, tal vez sentimientos de los que nos avergonzamos; pero el
Señor está ahí para ayudarnos a ir adelante.
El Señor continúa manifestándose en las periferias, tanto en las
geográficas, como en las existenciales. En particular, Jesús va
en busca de los pecadores, entra en sus casas, les habla, los llama a
la conversión.
Y también se le reprende por ello: “Pero mira a este Maestro —dicen los
doctores de la ley— mira a este Maestro: come con los pecadores, se
ensucia, va a buscar a aquellos que no han hecho el mal, pero lo han
sufrido: los enfermos, los hambrientos, los pobres, los últimos.
Siempre Jesús va hacia las periferias. Y esto nos debe dar mucha
confianza, porque el Señor conoce las periferias de nuestro corazón,
las periferias de nuestra alma, las periferias de nuestra sociedad, de
nuestra ciudad, de nuestra familia, es decir, esa parte un poco oscura
que no dejamos ver, tal vez por vergüenza.
Bajo este aspecto, la sociedad de aquella época no es muy diferente de
la nuestra. También hoy hay un centro y una periferia. Y la Iglesia
sabe que está llamada a anunciar la buena nueva a partir de las
periferias. José, que es un carpintero de Nazaret y que confía en el
plan de Dios para su joven prometida y para él mismo, recuerda a la
Iglesia que debe fijar su mirada en lo que el mundo ignora
deliberadamente.
Hoy José nos enseña esto: “a no mirar tanto a las cosas que el mundo
alaba, a mirar los ángulos, a mirar las sombras, a mirar las
periferias, lo que el mundo no quiere”. Nos recuerda a cada uno de
nosotros que debemos dar importancia a lo que otros descartan. En este
sentido, es un verdadero maestro de lo esencial: nos recuerda que lo
realmente valioso no llama nuestra atención, sino que requiere un
paciente discernimiento para ser descubierto y valorado. Descubrir lo
que vale.
Pidámosle que interceda para que toda la Iglesia recupere esta mirada,
esta capacidad de discernir y esta capacidad de evaluar lo esencial.
Volvamos a empezar desde Belén, volvamos a empezar desde Nazaret.
Quisiera hoy enviar un mensaje a todos los hombres y mujeres que viven
en las periferias geográficas más olvidadas del mundo o que viven
situaciones de marginalidad existencial. Que puedan encontrar en san
José el testigo y el protector al que mirar. A él podemos dirigirnos
con esta oración, oración “hecha en casa”, pero que ha salido del
corazón:
San José, tú que siempre te has fiado de Dios, y has tomado tus
decisiones guiado por su providencia, enséñanos a no contar tanto en
nuestros proyectos, sino en su plan de amor.
Tú que vienes de las periferias, ayúdanos a convertir nuestra mirada y
a preferir lo que el mundo descarta y pone en los márgenes. Conforta a
quien se siente solo y sostiene a quien se empeña en silencio por
defender la vida y la dignidad humana. Amén.
Catequesis del Papa Francisco del 22 de septiembre de 2021
Hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy quisiera hablaros del viaje apostólico que realicé a Budapest y
Eslovaquia, y que terminó precisamente hace una semana, el miércoles
pasado. Lo resumiría así: ha sido una peregrinación de oración, una
peregrinación a las raíces, una peregrinación de esperanza. Oración,
raíces y esperanza.
1.- La primera etapa fue a Budapest, para la Santa Misa conclusiva del
Congreso Eucarístico Internacional, aplazada exactamente un año debido
a la pandemia. Fue grande la participación en esta celebración. El
pueblo santo de Dios, en el día del Señor, se ha reunido ante el
misterio de la Eucaristía, del cual continuamente es generado y
regenerado. Era abrazado por la Cruz que sobresalía sobre el altar,
mostrando la misma dirección indicada por la Eucaristía, es decir la
vía del amor humilde y desinteresado, del amor generoso y respetuoso
hacia todos, del camino de la fe que purifica de la mundanidad y
conduce a la esencialidad. Esta fe nos purifica siempre y nos aleja de
la mundanidad que nos arruina a todos: es un parásito que nos arruina
desde dentro.
Y la peregrinación de escucha concluyó en Eslovaquia en la Fiesta de
María Dolorosa. También allí, en Šaštín, ante el Santuario de la Virgen
de los Siete Dolores, un gran pueblo de hijos llegó para la fiesta de
la Madre, que es también la fiesta religiosa nacional. Así mi
peregrinación fue de oración en el corazón de Europa, iniciado con la
adoración y concluido con la piedad popular. Rezar, porque a esto es a
lo que sobre todo está llamado el Pueblo de Dios: adorar, rezar,
caminar, peregrinar, hacer penitencia, y en todo esto sentir la paz y
la alegría que nos da el Señor. Nuestra vida debe ser así: adorar,
rezar, caminar, peregrinar, hacer penitencia. Y esto tiene una
particular importancia en el continente europeo, donde la presencia de
Dios se diluye —lo vemos todos los días: la presencia de Dios se
diluye— por el consumismo y los “vapores” de un pensamiento único —una
cosa rara pero real— fruto de la mezcla de viejas y nuevas ideologías.
Y esto nos aleja de la familiaridad con el Señor, de la familiaridad
con Dios. También en tal contexto, la respuesta que sana viene de la
oración, del testimonio y del amor humilde. El amor humilde que sirve.
Retomemos esta idea: el cristiano está para servir.
Es lo que vi en el encuentro con el pueblo santo de Dios. ¿Qué vi? Un
pueblo fiel, que sufrió la persecución ateísta. Lo vi también en los
rostros de nuestros hermanos y hermanas judíos, con los cuales
recordamos la Shoah. Porque no hay oración sin memoria. No hay oración
sin memoria. ¿Qué quiere decir esto? Que nosotros, cuando rezamos,
debemos hacer memoria de nuestra vida, de la vida de nuestro pueblo, de
la vida de tanta gente que nos acompaña en la ciudad, teniendo en
cuenta cuál ha sido su historia. Uno de los obispos eslovacos, ya
anciano, al saludarme me dijo: “Yo fui conductor de tranvía para
esconderme de los comunistas”. Es bueno este obispo: en la dictadura,
en la persecución él era un conductor de tranvía, después a escondidas
hacía su “trabajo” de obispo y nadie lo sabía. Así es en la
persecución. No hay oración sin memoria. La oración, la memoria de la
propia vida, de la vida del propio pueblo, de la propia historia: hacer
memoria y recordar. Esto hace bien y ayuda a rezar.
2.- Segundo aspecto: este viaje ha sido una peregrinación a las raíces.
Encontrando a los hermanos obispos, tanto en Budapest como en
Bratislava, pude tocar con la mano el recuerdo agradecido de estas
raíces de fe y de vida cristiana, vívido en el ejemplo luminoso de
testigos de la fe, como el cardenal Mindszenty y el cardenal Korec,
como el beato obispo Pavel Peter Gojdič. Raíces que descienden en
profundidad hasta el siglo IX, hasta la obra evangelizadora de los
santos hermanos Cirilo y Metodio, que han acompañado este viaje como
una presencia constante. Percibí la fuerza de estas raíces en la
celebración de la Divina Liturgia en rito bizantino, en Prešov, en la
fiesta de la Santa Cruz. En los cantos sentí vibrar el corazón del
santo pueblo fiel, forjado por muchos sufrimientos padecidos por la fe.
En más de una ocasión insistí en el hecho de que estas raíces están
siempre vivas, llenas de la savia vital que es el Espíritu Santo, y que
como tales deben ser custodiadas: no como exposiciones de museo, no
ideologizadas e instrumentalizadas por intereses de prestigio y de
poder, para consolidar una identidad cerrada. No. ¡Esto significaría
traicionarlas y esterilizarlas! Cirilo y Metodio no son para nosotros
personajes para conmemorar, sino modelos a imitar, maestros de los que
aprender siempre el espíritu y el método de la evangelización, como
también el compromiso civil —durante este viaje en el corazón de Europa
pensé a menudo en los padres de la Unión Europea, cómo la soñaron no
como una agencia para distribuir las colonizaciones ideológicas de
moda, no, cómo la soñaron ellos—. Así entendidas y vividas, las raíces
son garantía de futuro: de ellas brotan gruesas ramas de esperanza.
También nosotros tenemos raíces: cada uno de nosotros tiene las propias
raíces. ¿Recordamos nuestras raíces? ¿De los padres, de los abuelos? ¿Y
estamos unidos a los abuelos que son un tesoro? “Pero, son viejos…”.
No, no: ellos te dan la savia, tú debes ir donde ellos y tomar para
crecer e ir adelante. Nosotros no decimos: “Ve, y refúgiate en las
raíces”: no, no. “Ve a las raíces, toma de ahí la savia y ve adelante.
Ve a tu lugar”. No os olvidéis de esto. Y os repito lo que he dicho
muchas veces, ese verso tan bonito: “Todo lo que el árbol tiene de
florecido le viene de lo que tiene enterrado”. Tú puedes crecer en la
medida en la que estás unido a las raíces: te viene la fuerza de ahí.
Si tú cortas las raíces, todo nuevo, ideologías nuevas, esto no te
lleva a nada, no te hace crecer: terminarás mal.
3.- El tercer aspecto de este viaje ha sido una peregrinación de
esperanza. Oración, raíces y esperanza, los tres rasgos. He visto mucha
esperanza en los ojos de los jóvenes, en el inolvidable encuentro en el
estadio de Košice. Esto también me dio esperanza, ver tantas, tantas
parejas jóvenes y tantos niños. Y pensé en el invierno demográfico que
nosotros estamos viviendo, y esos países florecen de parejas jóvenes y
de niños: un signo de esperanza. Especialmente en tiempo de pandemia,
este momento de fiesta fue un signo fuerte y alentador, también gracias
a la presencia de numerosas parejas jóvenes, con sus hijos. Como fuerte
y profético es el testimonio de la beata Anna Kolesárová, joven
eslovaca que a costa de su vida defendió la propia virginidad contra la
violencia: un testimonio más actual que nunca, lamentablemente, porque
la violencia sobre las mujeres es una llaga abierta por todos lados.
He visto esperanza en muchas personas que, silenciosamente, se ocupan y
se preocupan del prójimo. Pienso en las Hermanas Misioneras de la
Caridad del Centro Belén, en Bratislava, buenas hermanas, que reciben a
los descartados de la sociedad: rezan y sirven, rezan y ayudan. Y rezan
tanto y ayudan tanto, sin pretensiones. Son los héroes de esta
civilización. Yo quisiera que todos nosotros hiciéramos un
reconocimiento a Madre Teresa y a estas hermanas: ¡todos juntos un
aplauso a estas hermanas buenas! Estas hermanas acogen a personas sin
hogar. Pienso en la comunidad gitana y en los que se comprometen con
ellos por un camino de fraternidad y de inclusión. Fue conmovedor
compartir la fiesta de la comunidad gitana: una fiesta sencilla, que
sabía a Evangelio. Los gitanos son nuestros hermanos: debemos
acogerles, debemos estar cerca como hacen los padres salesianos allí en
Bratislava, muy cercanos a los gitanos.
Queridos hermanos y hermanas, esta esperanza, esta esperanza de
Evangelio que he podido ver en el viaje, se realiza, se hace concreta
solo si se declina con otra palabra: juntos. La esperanza no decepciona
nunca, la esperanza nunca va sola, sino juntos. En Budapest y en
Eslovaquia nos hemos encontrado juntos con los diferentes ritos de la
Iglesia católica, juntos con los hermanos de otras confesiones
cristianas, juntos con los hermanos judíos, juntos con los creyentes de
otras religiones, juntos con los más débiles. Este es el camino, porque
el futuro será de esperanza si será juntos, no solos: esto es
importante.
Y después de este viaje, en mi corazón hay un gran “gracias”. Gracias a
los obispos, y gracias a las autoridades civiles, gracias al presidente
de Hungría y a la presidenta de Eslovaquia; gracias a todos los
colaboradores en la organización; gracias a los muchos voluntarios;
gracias a cada uno de los que han rezado. Por favor, añadid aún una
oración, para que las semillas esparcidas durante el viaje den buenos
frutos. Recemos por esto.
Catequesis del Papa Francisco del 4 de agosto de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Cuando se trata del Evangelio y de la misión de evangelizar, Pablo se
entusiasma. Sale de sí. Parece que no ve otra cosa que esta misión que
el Señor le ha encomendado. Todo en él está dedicado a este anuncio,
y no posee otro interés que no sea el Evangelio. Es el amor de Pablo,
es el interés de Pablo, la profesión de Pablo, anunciar. Llega incluso
a decir: «Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el
Evangelio» (1 Cor 1,17). Pablo interpreta toda su existencia como una
llamada a evangelizar: «¡ay de mí -dice- sino predicara el Evangelio»
(1 Cor 9,16).
Escribiendo a los cristianos de Roma, se presenta sencillamente así:
«Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para
el Evangelio de Dios» (Rm 1,1). Esta es su vocación. En resumen, es
consciente de haber sido “apartado” para llevar el Evangelio a todos, y
no puede hacer otra cosa que dedicarse con todas sus fuerzas a esta
misión.
Se comprende por tanto la tristeza, la desilusión e incluso la amarga
ironía del apóstol con los Gálatas, que a sus ojos están tomando un
camino equivocado, que los llevará a un punto sin retorno, han
equivocado el camino.
El eje en torno al cual todo gira es el Evangelio. Pablo no piensa en
los “cuatro evangelios”, como es espontáneo para nosotros. De hecho,
mientras está enviando esta Carta, ninguno de los cuatro evangelios ha
sido escrito todavía. Para él el Evangelio es lo que él predica,
esto se llama el kerygma, es decir, el anuncio, ¿cuál anuncio? El
anuncio de la muerte y resurrección de Jesús como fuente de la
salvación, esta es la predicación de Pablo.
Un Evangelio que se expresa con cuatro verbos: «que Cristo murió por
nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que
resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a
Cefas » (1 Cor 15,3-5). Este es el anuncio de Pablo, que nos da vida a
todos.
Este Evangelio es el cumplimiento de las promesas y es la salvación
ofrecida a todos los hombres. Quien lo acoge es reconciliado con Dios,
es acogido como un verdadero hijo y obtiene en herencia la vida eterna.
Delante de un don tan grande que se les ha entregado a los Gálatas, el
apóstol no logra explicarse por qué están pensando en acoger otro
“evangelio”, quizá más sofisticado, más intelectual, no sé, “otro
evangelio”. Hay que notar, sin embargo, que estos cristianos todavía
no han abandonado el Evangelio anunciado por Pablo. El apóstol sabe
que están todavía a tiempo para no realizar un paso en falso, pero
les advierte con fuerza y con mucha fuerza.
Su primer argumento apunta directamente sobre el hecho de que la
predicación realizada por los nuevos misioneros, estos de la novedad
que predican, no puede ser el Evangelio. Es más, es un anuncio que
distorsiona el verdadero Evangelio porque impide alcanzar la libertad,
esta palabra es clave ¿eh? Impide alcanzar la libertad que se adquiere
llegando a la fe.
Los Gálatas son todavía “principiantes” y su desorientación es
comprensible. No conocen todavía la complejidad de la Ley mosaica y el
entusiasmo en el abrazar la fe en Cristo les empuja a escuchar a los
nuevos predicadores, bajo la ilusión de que su mensaje sea
complementario con el de Pablo y no es así.
El Apóstol, sin embargo, no puede arriesgarse a que se creen
compromisos en un terreno tan decisivo. El Evangelio es solo uno y es
el que él ha anunciado; no puede existir otro. ¡Atención! Pablo no
dice que el verdadero Evangelio es el suyo porque lo ha anunciado él,
¡no! Esto sería presuntuoso, sería vanagloria. Afirma más bien, que
“su” Evangelio, el mismo que los otros apóstoles iban anunciando en
otros lugares, es el único auténtico, porque es el de Jesucristo.
Escribe así: «Os hago saber, hermanos, que el Evangelio anunciado por
mí, no es de orden humano, pues yo no lo recibí ni aprendí de hombre
alguno, sino por revelación de Jesucristo» (Gal 1,11).
Se comprende entonces por qué Pablo utiliza términos muy duros. Usa
dos veces la expresión “anatema” que indica la exigencia de tener
lejos de la comunidad lo que amenaza sus fundamentos. Y este nuevo
“evangelio” amenaza los fundamentos de la comunidad.
En resumen, sobre este punto el apóstol no deja espacio a la
negociación, con la verdad no se puede negociar, o tú recibes el
Evangelio como es, como ha sido anunciado, o recibes cualquier otra
cosa, pero no se puede negociar con el Evangelio. La fe en Jesús no es
mercancía para negociar, es salvación, es encuentro, es redención, no
se vende en buen mercado.
Cuando se habla del Evangelio y de un posible desorden, no se negocia: la fe en Jesús no es una mercancía a negociar.
Esta situación descrita al principio de la Carta parece paradójica,
porque todos los sujetos en cuestión parecen animados por buenos
sentimientos. Los Gálatas que escuchan a los nuevos misioneros piensan
que con la circuncisión podrán estar aún más entregados a la
voluntad de Dios y por tanto agradar aún más a Pablo. Los enemigos de
Pablo parecen estar animados por la fidelidad a la tradición recibida
por los padres y consideran que la fe genuina consista en la
observancia de la Ley. Delante de esta suma fidelidad justifican
incluso las insinuaciones y las sospechas sobre Pablo, considerado poco
ortodoxo en lo relacionado con la tradición.
El mismo apóstol es bien consciente de que su misión es de naturaleza
divina, ha sido revelado de Cristo mismo a él, y por tanto está movido
por el total entusiasmo por la novedad del Evangelio, que es una
novedad radical, no es una novedad pasajera, no hay evangelios a la
moda, el Evangelio siempre es nuevo, es la novedad.
Su ansia pastoral lo lleva a ser severo, porque ve el gran riesgo que
se cierne sobre los jóvenes cristianos. En resumen, en este laberinto
de buenas intenciones es necesario desprenderse, para acoger la verdad
suprema que se presenta como la más coherente con la Persona y la
predicación de Jesús y su revelación del amor del Padre.
Esto es importante, saber discernir, hay veces que hemos visto en la
historia, también vemos hoy, algún movimiento que predica el Evangelio
con una modalidad propia, hay veces con un carisma verdadero, propio,
pero luego exagera, y reduce todo el Evangelio al movimiento y esto no
es Evangelio de Cristo, esto es el evangelio del fundador, de la
fundadora y esto podrá ayudar al inicio, pero al final no da frutos con
raíces profundas. Por esto, la palabra clara y decidida fue provechosa
para los Gálatas y es provechosa también para nosotros. El Evangelio
es el don de Cristo a nosotros, es Él mismo que lo revela, es lo que
nos da vida. Gracias.
Catequesis del Papa Francisco del 21 de junio de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de un largo itinerario dedicado a la oración, hoy comenzamos un
nuevo ciclo de catequesis. Espero que con este itinerario de la
oración, hayamos conseguido rezar un poco mejor, rezar un poco más. Hoy
deseo reflexionar sobre algunos temas que el apóstol Pablo propone en
su Carta a los Gálatas. Es una Carta muy importante, diría incluso
decisiva, no solo para conocer mejor al Apóstol, sino sobre todo para
considerar algunos argumentos que él afronta en profundidad, mostrando
la belleza del Evangelio. En esta Carta, Pablo cita varias referencias
biográficas, que nos permiten conocer su conversión y la decisión de
poner su vida al servicio de Jesucristo. Él afronta, además, algunas
temáticas muy importantes para la fe, como las de la libertad, de la
gracia y de la forma de vivir cristiana, que son extremadamente
actuales porque tocan muchos aspectos de la vida de la Iglesia de
nuestros días. Esta es una Carta muy actual. Parece escrita para
nuestra época.
El primer rasgo que se desprende de esta Carta es la gran obra de
evangelización realizada por el Apóstol, que al menos dos veces había
visitado las comunidades de la Galacia durante sus viajes misioneros.
Pablo se dirige a los cristianos de ese territorio. No sabemos
exactamente a qué zona geográfica se refiere, ni podemos afirmar con
certeza la fecha en la que escribe esta Carta. Sabemos que los Gálatas
eran una antigua población celta que, a través de muchas peripecias, se
habían asentado en esa extensa región de Anatolia que tenía su capital
en la ciudad de Ancyra, hoy Ankara, la capital de Turquía. Pablo dice
solo que, a causa de una enfermedad, se vio obligado a pararse en esa
región (cfr. Gal 4,13). San Lucas, en los Hechos de los Apóstoles,
encuentra sin embargo una motivación más espiritual. Dice que
«atravesaron Frigia y la región de Galacia, pues el Espíritu Santo les
había impedido predicar la Palabra en Asia» (16,6). Los dos hechos no
son contradictorios: indican más bien que el camino de la
evangelización no depende siempre de nuestra voluntad y de nuestros
proyectos, sino que requiere la disponibilidad para dejarse moldear y
seguir otros recorridos que no estaban previstos. Entre vosotros hay
una familia que me ha saludado: dicen que tienen que aprender el letón,
y no sé qué otra lengua, porque irán de misioneros a esas tierras. El
Espíritu lleva también hoy muchos misioneros que dejan la patria y van
a otra tierra a hacer la misión. Lo que verificamos, sin embargo, es
que en su incansable obra evangelizadora el Apóstol había conseguido
fundar varias pequeñas comunidades, dispersas en la región de la
Galacia. Pablo, cuando llegaba a una ciudad, a una región, no hacía
enseguida una catedral, no. Hacía las pequeñas comunidades que son la
levadura de nuestra cultura cristiana de hoy. Empezaba haciendo
pequeñas comunidades. Y estas pequeñas comunidades crecían, crecían e
iban adelante. También hoy este método pastoral se hace en cada región
misionera. La semana pasada recibí una carta de un misionero de Papúa
Nueva Guinea, me decía que está predicando el Evangelio en la selva, a
la gente que no sabe ni siquiera quién era Jesucristo. ¡Es bonito! Se
empiezan a hacer pequeñas comunidades. También hoy este método es el
método evangelizador de la primera evangelización.
Lo que nosotros debemos notar es la preocupación pastoral de Pablo que
es todo fuego. Él, después de haber fundado estas Iglesias, se da
cuenta de un gran peligro —el pastor es como el padre o la madre que en
seguida se dan cuenta de los peligros para sus hijos— que corren para
su crecimiento en la fe. Crecen y vienen los peligros. Como decía uno:
“Vienen los buitres a masacrar la comunidad”. De hecho, se habían
infiltrado algunos cristianos venidos del judaísmo, los cuales con
astucia empezaron a sembrar teorías contrarias a la enseñanza del
Apóstol, llegando incluso a denigrar su persona. Empiezan con la
doctrina “esta no, esta sí”, después denigran al Apóstol. Es el camino
de siempre: quitar la autoridad al Apóstol. Como se ve, esta es una
práctica antigua, presentarse en algunas ocasiones como los únicos
poseedores de la verdad —los puros— y pretender rebajar también con la
calumnia el trabajo realizado por los otros. Esos adversarios de Pablo
sostenían que también los paganos debían ser sometidos a la
circuncisión y vivir según las reglas de la ley mosaica. Vuelven atrás
a las observancias de antes, las cosas que han quedado traspasadas por
el Evangelio. Por tanto, los Gálatas, habrían tenido que renunciar a su
identidad cultural para someterse a normas, a prescripciones y
costumbres típicas de los judíos. Y no solo eso. Esos adversarios
sostenían que Pablo no era un verdadero apóstol y por tanto no tenía
ninguna autoridad para predicar el Evangelio. Y muchas veces nosotros
vemos esto. Pensemos en alguna comunidad cristiana o en alguna
diócesis: empiezan las historias y después se termina por desacreditar
al párroco, al obispo. Es precisamente el camino del maligno, de esta
gente que divide, que no sabe construir. Y en esta Carta a los Gálatas
vemos este procedimiento.
Los Gálatas se encontraban en una situación de crisis. ¿Qué tenían que
hacer? ¿Escuchar y seguir lo que Pablo les había predicado, o escuchar
a los nuevos predicadores que le acusaban? Es fácil imaginar el estado
de incertidumbre que animaba sus corazones. Para ellos, haber conocido
a Jesús y creído en la obra de salvación realizada con su muerte y
resurrección, era realmente el inicio de una vida nueva, de una vida de
libertad. Habían emprendido un recorrido que les permitía ser
finalmente libres, no obstante su historia fuera tejida por muchas
formas de violenta esclavitud, no menos importante la que les sometía
al emperador de Roma. Por tanto, delante de las críticas de nuevos
predicadores, se sentían perdidos y se sentían inciertos sobre cómo
comportarse: “¿Pero quién tiene razón? ¿Este Pablo, o esta gente que
viene ahora enseñando otras cosas? ¿A quién debo hacer caso? En
resumen, ¡había mucho en juego!
Esta condición no está lejos de la experiencia que diversos cristianos
viven en nuestros días. No faltan tampoco hoy, de hecho, predicadores
que, sobre todo a través de los nuevos medios de comunicación, pueden
enturbiar las comunidades. No se presentan en primer lugar para
anunciar el Evangelio de Dios que ama al hombre en Jesús Crucificado y
Resucitado, sino para reiterar con insistencia, como auténticos
“custodios de la verdad” —así se llaman ellos— cuál es la mejor manera
de ser cristianos. Y con fuerza afirman que el cristiano verdadero es
al que ellos están vinculados, a menudo identificado con ciertas formas
del pasado, y que la solución a las crisis actuales es volver atrás
para no perder la genuinidad de la fe. También hoy, como entonces, está
la tentación de encerrarse en algunas certezas adquiridas en
tradiciones pasadas. ¿Pero cómo podemos reconocer a esta gente? Por
ejemplo, uno de los rasgos de la forma de proceder es la rigidez. Ante
la predicación del Evangelio que nos hace libres, nos hace alegres,
estos son los rígidos. Siempre con la rigidez: se debe hacer esto, se
debe hacer esto otro… La rigidez es propia de esta gente. Seguir la
enseñanza del Apóstol Pablo en la Carta a los Gálatas nos hará bien
para comprender qué camino seguir. El indicado por el Apóstol es el
camino liberador y siempre nuevo de Jesús Crucificado y Resucitado; es
el camino del anuncio, que se realiza a través de la humildad y la
fraternidad; los nuevos predicadores no conocen qué es la humildad, qué
es la fraternidad; es el camino de la confianza mansa y obediente, los
nuevos predicadores no conocen la mansedumbre ni la obediencia. Y este
camino manso y obediente va adelante en la certeza de que el Espíritu
Santo obra en todos los tiempos de la Iglesia. En definitiva, la fe en
el Espíritu Santo presente en la Iglesia, nos lleva adelante y nos
salvará.
Catequesis del Papa Francisco del 16 de junio de 2021
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En esta serie de catequesis hemos recordado en varias ocasiones cómo
la oración es una de las características más evidentes de la vida de
Jesús. Jesús rezaba y rezaba mucho. Durante su misión, Jesús se
sumerge en ella, porque el diálogo con el Padre es el núcleo
incandescente de toda su existencia.
Los Evangelios testimonian cómo la oración de Jesús se hizo todavía
más intensa y frecuente en la hora de su pasión y muerte. De hecho,
estos sucesos culminantes en su vida constituyen el núcleo central de
la predicación cristiana, esas últimas horas vividas por Jesús en
Jerusalén son el corazón del Evangelio no solo porque a esta
narración los evangelistas reservan, en proporción, un espacio mayor,
sino también porque el evento de la muerte y resurrección –como un
rayo – arroja luz sobre todo el resto de la historia de Jesús.
Él no fue un filántropo que se hizo cargo de los sufrimientos y de
las enfermedades humanas: fue y es mucho más. Ha sido eso, pero es
mucho más. En Él no hay solamente bondad: está la salvación, y no
una salvación episódica –la que me salva de una enfermedad o de un
momento de desánimo– sino la salvación total, la mesiánica, la que
hace esperar en la victoria definitiva de la vida sobre la muerte.
En los días de su última Pascua, encontramos por tanto a Jesús,
plenamente inmerso en la oración. Él reza de forma dramática en el
huerto del Getsemaní, asaltado por una angustia mortal. Sin embargo,
Jesús, precisamente en ese momento, se dirige a Dios llamándolo
“Abbà”, Papá (cfr Mc 14,36). Esta palabra aramea –que era la lengua
de Jesús– expresa intimidad y confianza. Precisamente cuando siente la
oscuridad que lo rodea, Jesús la atraviesa con esa pequeña palabra:
¡Abbà! Papá.
Jesús reza también en la cruz, envuelto en tinieblas por el silencio
de Dios. Y sin embargo en sus labios surge una vez más la palabra
“Padre”. Es la oración más audaz, porque en la cruz Jesús es el
intercesor absoluto: reza por los otros, por todos, también por
aquellos que lo condenan, sin que nadie, excepto un pobre malhechor, se
ponga de su lado. Todos estaban contra él, o eran indiferentes,
solamente ese malhechor reconoce el poder. «Padre, perdónales, porque
no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
En medio del drama, en el dolor atroz del alma y del cuerpo, Jesús
reza con las palabras de los salmos; con los pobres del mundo,
especialmente con los olvidados por todos, pronuncia las palabras
trágicas del salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?» (v. 2). Él sentía el abandono y rezaba.
En la cruz se cumple el don del Padre, que ofrece el amor, es decir, se
cumple nuestra salvación, y una vez más lo llama “¡Dios mío!”. «Padre,
en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23,46). Todo, todo es oración en
las tres horas de la Cruz.
Por tanto, Jesús reza en las horas decisivas de la pasión y de la
muerte. Con la resurrección el Padre responderá a su oración. La
oración de Jesús es intensa, la oración de Jesús es única, y también se
convierte en el modelo de nuestra oración.
Jesús ha rezado por todos, también ha rezado por mí, por cada uno de
ustedes. Cada uno de nosotros puede decir Jesús en la cruz ha rezado
por mí, ha rezado. Jesús puede decirnos a cada uno: “He rezado por ti,
en la Última Cena y en el madero de la Cruz”. Incluso en el más
doloroso de nuestros sufrimientos, nunca estamos solos.
La oración de Jesús está con nosotros: Y ahora padre, que estamos aquí
escuchando esto, ¿Jesús reza por nosotros? Sí, continúa rezar, para que
su palabra nos ayude a ir hacia adelante, para que podamos soportar el
sol también, Él reza por nosotros.
Esto me parece lo más bonito para recordar. Esta es la última
catequesis de este ciclo dedicada al tema de la oración. Recordar la
gracia de que nosotros no solamente rezamos, sino que, por así decir,
hemos sido “rezados”, ya somos acogidos en el diálogo de Jesús con el
Padre, en la comunión del Espíritu Santo. Jesús reza por mí. Cada uno
de nosotros puede colocar esto dentro del corazón, no lo olviden,
también en los momentos más difíciles.
Ya somos acogidos en el diálogo de Jesús con el Padre, en la
comunión del Espíritu Santo. Hemos sido queridos en Cristo Jesús, y
también en la hora de la pasión, muerte y resurrección todo ha sido
ofrecido por nosotros.
Y entonces, con la oración y con la vida, no nos queda más que tener
valentía, esperanza, y con esta valentía y esperanza, sentir fuerte la
oración de Jesús e ir hacia adelante, que nuestra vida sea un dar
Gloria a Dios en la consciencia que Él reza por mí al Padre, que Jesús
reza por mí. Gracias.
Homilía del Papa Francisco del 24 de diciembre de 2020 (Santa Misa de Navidad)
En
esta noche brilla una «luz grande» (Is 9,1); sobre nosotros resplandece
la luz del nacimiento de Jesús. Qué actuales y ciertas son las palabras
del profeta Isaías, que acabamos de escuchar: «Acreciste la alegría,
aumentaste el gozo» (Is 9,2). Nuestro corazón estaba ya
lleno de alegría mientras esperaba este momento; ahora, ese sentimiento
se ha incrementado hasta rebosar, porque la promesa se ha cumplido, por
fin se ha realizado. El gozo y la alegría nos aseguran que el mensaje
contenido en el misterio de esta noche viene verdaderamente de Dios. No
hay lugar para la duda; dejémosla a los escépticos que, interrogando
sólo a la razón, no encuentran nunca la verdad. No hay sitio para la
indiferencia, que se apodera del corazón de quien no sabe querer,
porque tiene miedo de perder algo. La tristeza es arrojada fuera,
porque el Niño Jesús es el verdadero consolador del corazón.
Hoy ha nacido el Hijo de Dios: todo cambia. El Salvador del mundo viene
a compartir nuestra naturaleza humana, no estamos ya solos ni
abandonados. La Virgen nos ofrece a su Hijo como principio de vida
nueva. La luz verdadera viene a iluminar nuestra existencia, recluida
con frecuencia bajo la sombra del pecado. Hoy descubrimos nuevamente
quiénes somos. En esta noche se nos muestra claro el camino a seguir
para alcanzar la meta. Ahora tiene que cesar el miedo y el temor,
porque la luz nos señala el camino hacia Belén. No podemos quedarnos
inermes. No es justo que estemos parados. Tenemos que ir y ver a
nuestro Salvador recostado en el pesebre. Este es el motivo del gozo y
la alegría: este Niño «ha nacido para nosotros», «se nos ha dado», como
anuncia Isaías (cf. 9,5). Al pueblo que desde hace dos mil años recorre
todos los caminos del mundo, para que todos los hombres compartan esta
alegría, se le confía la misión de dar a conocer al «Príncipe de la
paz» y ser entre las naciones su instrumento eficaz.
Cuando oigamos hablar del nacimiento de Cristo, guardemos silencio y
dejemos que ese Niño nos hable; grabemos en nuestro corazón sus
palabras sin apartar la mirada de su rostro. Si lo tomamos en brazos y
dejamos que nos abrace, nos dará la paz del corazón que no conoce
ocaso. Este Niño nos enseña lo que es verdaderamente importante en
nuestra vida. Nace en la pobreza del mundo, porque no hay un puesto en
la posada para Él y su familia. Encuentra cobijo y amparo en un establo
y viene recostado en un pesebre de animales. Y, sin embargo, de esta
nada brota la luz de la gloria de Dios. Desde aquí, comienza para los
hombres de corazón sencillo el camino de la verdadera liberación y del
rescate perpetuo. De este Niño, que lleva grabados en su rostro los
rasgos de la bondad, de la misericordia y del amor de Dios Padre, brota
para todos nosotros sus discípulos, como enseña el apóstol Pablo, el
compromiso de «renunciar a la impiedad» y a las riquezas del mundo,
para vivir una vida «sobria, justa y piadosa» (Tt 2,12).
En una sociedad frecuentemente ebria de consumo y de placeres, de
abundancia y de lujo, de apariencia y de narcisismo, Él nos llama a
tener un comportamiento sobrio, es decir, sencillo, equilibrado,
lineal, capaz de entender y vivir lo que es importante. En un mundo, a
menudo duro con el pecador e indulgente con el pecado, es necesario
cultivar un fuerte sentido de la justicia, de la búsqueda y el poner en
práctica la voluntad de Dios. Ante una cultura de la indiferencia, que
con frecuencia termina por ser despiadada, nuestro estilo de vida ha de
estar lleno de piedad, de empatía, de compasión, de misericordia, que
extraemos cada día del pozo de la oración.
Que, al igual que el de los pastores de Belén, nuestros ojos se llenen
de asombro y maravilla al contemplar en el Niño Jesús al Hijo de Dios.
Y que, ante Él, brote de nuestros corazones la invocación: «Muéstranos,
Señor, tu misericordia y danos tu salvación» (Sal 85,8).
Homilía del Papa Francisco del 12 de diciembre de 2020 (Nuestra Señora de Guadalupe)
En
la liturgia de hoy se evidencian, principalmente, tres palabras, tres
ideas: abundancia, bendición y don. Y, mirando la imagen de la Virgen
de Guadalupe, tenemos de alguna manera también el reflejo de estas tres
realidades: la abundancia, la bendición y el don.
La abundancia porque Dios siempre se ofrece en abundancia; siempre da
en abundancia. Él no conoce la dosis. Se deja “dosificar” por su
paciencia. Somos nosotros los que conocemos, por nuestra naturaleza
misma, por nuestros límites, la necesidad de las cómodas cuotas. Pero
Él se da en abundancia, totalmente. Y donde está Dios, hay abundancia.
Pensando en el misterio de Navidad, la liturgia de Adviento toma del
profeta Isaías mucho de esta idea de la abundancia. Dios se da entero,
como es, totalmente. Generosidad puede ser —a mí me gusta pensar que
es— un “límite” que tiene Dios, al menos uno: la imposibilidad de darse
de otro modo que no sea en abundancia.
La segunda palabra es la bendición. El encuentro de María con Isabel es
una bendición, una bendición. Bendecir, es “decir-bien”. Y Dios desde
la primera página del Génesis nos acostumbró a este estilo suyo de
decir bien. La segunda palabra que pronuncia, según el relato bíblico,
es: “Y era bueno”, y “está bien”, “era muy bueno”. El estilo de Dios es
siempre decir bien, por eso la maldición va a ser el estilo del diablo,
del enemigo. El estilo de la mezquindad, de la incapacidad de donarse
totalmente, el “decir mal”. Dios siempre dice bien. Y lo dice con
gusto, lo dice dándose. Bien. Se da en abundancia, diciendo bien,
bendiciendo.
La tercera palabra el don. Y esta abundancia, este decir-bien, es un
regalo, es un don. Un don que se nos da en el que es “toda gracia”, que
es todo Él, que es todo divinidad, en “el bendito”. Un don que se nos
da en la que está “llena de gracia”, la “bendita”. El bendito por
naturaleza y la bendita por gracia. Son dos referencias que la
Escritura las marca. A Ella se le dice “bendita tú entre las mujeres”,
“llena de gracia”. Jesús es el “bendito”, el que traerá la bendición.
Y mirando la imagen de nuestra Madre esperando al bendito, la llena de
gracia espera al bendito, entendemos un poco esto de la abundancia, del
decir bien, del “ben-decir”. Entendemos esto del don, el don de Dios se
nos presentó en la abundancia de su Hijo por naturaleza, en la
abundancia de su Madre por gracia. El don de Dios se nos presentó como
una bendición, en el bendito por naturaleza y en la bendita por gracia.
Este es el regalo que Dios nos presenta y que ha querido continuamente
subrayarlo, volver a despertarlo a lo largo de la revelación.
“Bendita tú eres entre las mujeres, porque nos trajiste al bendito”.
“Yo soy la Madre de Dios por quien se vive, el que da vida, el bendito”.
Y que, contemplando la imagen de nuestra madre hoy, le “robemos” a Dios
un poco de este estilo que tiene: la generosidad, la abundancia, el
bendecir, nunca maldecir, y transformar nuestra vida en un don, un don
para todos. Que así sea.
Catequesis del Papa Francisco del 4 de noviembre de 2020
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Lamentablemente hemos tenido que volver a esta audiencia en la
Biblioteca y esto para defendernos de los contagios del Covid. Esto nos
enseña también que tenemos que estar muy atentos a las indicaciones de
las autoridades, tanto de las autoridades políticas como de las
autoridades sanitarias, para defendernos de esta pandemia. Ofrecemos al
Señor esta distancia entre nosotros por el bien de todos y pensemos,
pensemos mucho en los enfermos, en aquellos que entran en los
hospitales ya como descartados, pensemos en los médicos, en los
enfermeros, las enfermeras, los voluntarios, en tanta gente que trabaja
con los enfermos en este momento: ellos arriesgan la vida pero lo hacen
por amor al prójimo, como una vocación. Rezamos por ellos.
Durante su vida pública, Jesús recurre constantemente a la fuerza de la
oración. Los Evangelios nos lo muestran cuando se retira a lugares
apartados a rezar. Se trata de observaciones sobrias y discretas, que
dejan solo imaginar esos diálogos orantes. Estos testimonian claramente
que, también en los momentos de mayor dedicación a los pobres y a los
enfermos, Jesús no descuidaba nunca su diálogo íntimo con el Padre.
Cuanto más inmerso estaba en las necesidades de la gente, más sentía la
necesidad de reposar en la Comunión trinitaria, de volver con el Padre
y el Espíritu.
En la vida de Jesús hay, por tanto, un secreto, escondido a los ojos
humanos, que representa el núcleo de todo. La oración de Jesús es una
realidad misteriosa, de la que intuimos solo algo, pero que permite
leer en la justa perspectiva toda su misión. En esas horas solitarias -
antes del alba o en la noche-, Jesús se sumerge en su intimidad con el
Padre, es decir en el Amor del que toda alma tiene sed. Es lo que
emerge desde los primeros días de su ministerio público.
Un sábado, por ejemplo, la pequeña ciudad de Cafarnaún se transforma en
un “hospital de campaña”: después del atardecer llevan a Jesús a todos
los enfermos, y Él les sana. Pero, antes del alba, Jesús desaparece: se
retira a un lugar solitario y reza. Simón y los otros le buscan y
cuando le encuentran, le dicen: “¡Todos te buscan!”. ¿Qué responde
Jesús?: “Vayamos a otra parte, a los pueblos vecinos, para que también
allí predique; pues para eso he salido” (cfr Mc 1, 35-38). Jesús
siempre está más allá, más allá en la oración con el Padre y más allá,
en otros pueblos, otros horizontes para ir a predicar, otros pueblos.
La oración es el timón que guía la ruta de Jesús. Las etapas de su
misión no son dictadas por los éxitos, ni el consenso, ni esa frase
seductora “todos te buscan”. La vía menos cómoda es la que traza el
camino de Jesús, pero que obedece a la inspiración del Padre, que Jesús
escucha y acoge en su oración solitaria.
El Catecismo afirma: «Con su oración, Jesús nos enseña a orar» (n.
2607). Por eso, del ejemplo de Jesús podemos extraer algunas
características de la oración cristiana.
Ante todo posee una primacía: es el primer deseo del día, algo que se
practica al alba, antes de que el mundo se despierte. Restituye un alma
a lo que de otra manera se quedaría sin aliento. Un día vivido sin
oración corre el riesgo de transformarse en una experiencia molesta, o
aburrida: todo lo que nos sucede podría convertirse para nosotros en un
destino mal soportado y ciego. Jesús sin embargo educa en la obediencia
a la realidad y por tanto a la escucha. La oración es sobre todo
escucha y encuentro con Dios. Los problemas de todos los días,
entonces, no se convierten en obstáculos, sino en llamamientos de Dios
mismo a escuchar y encontrar a quien está de frente. Las pruebas de la
vida cambian así en ocasiones para crecer en la fe y en la caridad. El
camino cotidiano, incluidas las fatigas, adquiere la perspectiva de una
“vocación”. La oración tiene el poder de transformar en bien lo que en
la vida de otro modo sería una condena; la oración tiene el poder de
abrir un horizonte grande a la mente y de agrandar el corazón.
En segundo lugar, la oración es un arte para practicar con insistencia.
Jesús mismo nos dice: llamad, llamad, llamad. Todos somos capaces de
oraciones episódicas, que nacen de la emoción de un momento; pero Jesús
nos educa en otro tipo de oración: la que conoce una disciplina, un
ejercicio y se asume dentro de una regla de vida. Una oración
perseverante produce una transformación progresiva, hace fuertes en los
períodos de tribulación, dona la gracia de ser sostenidos por Aquel que
nos ama y nos protege siempre.
Otra característica de la oración de Jesús es la soledad. Quien reza no
se evade del mundo, sino que prefiere los lugares desiertos. Allí, en
el silencio, pueden emerger muchas voces que escondemos en la
intimidad: los deseos más reprimidos, las verdades que persistimos en
sofocar, etc. Y sobre todo, en el silencio habla Dios. Toda persona
necesita de un espacio para sí misma, donde cultivar la propia vida
interior, donde las acciones encuentran un sentido. Sin vida interior
nos convertimos en superficiales, inquietos, ansiosos - ¡qué mal nos
hace la ansiedad! Por esto tenemos que ir a la oración; sin vida
interior huimos de la realidad, y también huimos de nosotros mismos,
somos hombres y mujeres siempre en fuga.
Finalmente, la oración de Jesús es el lugar donde se percibe que todo
viene de Dios y Él vuelve. A veces nosotros los seres humanos nos
creemos dueños de todo, o al contrario perdemos toda estima por
nosotros mismos, vamos de un lado para otro. La oración nos ayuda a
encontrar la dimensión adecuada, en la relación con Dios, nuestro
Padre, y con toda la creación. Y la oración de Jesús finalmente es
abandonarse en las manos del Padre, como Jesús en el huerto de los
olivos, en esa angustia: “Padre si es posible…, pero que se haga tu
voluntad”. El abandono en las manos del Padre. Es bonito cuando
nosotros estamos inquietos, un poco preocupados y el Espíritu Santo nos
transforma desde dentro y nos lleva a este abandono en las manos del
Padre: “Padre, que se haga tu voluntad”.
Queridos hermanos y hermanas, redescubramos, en el Evangelio,
Jesucristo como maestro de oración, y sigamos su ejemplo. Os aseguro
que encontraremos la alegría y la paz.
Homilía del Papa Francisco en la Solemnidad del Corpus Christi (14 de junio de 2020)
Recuerda
todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer» (Dt 8,2).
Recuerda: la Palabra de Dios comienza hoy con esa invitación de Moisés.
Un poco más adelante, Moisés insiste: “No te olvides del Señor, tu
Dios” (cf. v. 14).
La Sagrada Escritura se nos dio para evitar que nos olvidemos de Dios.
¡Qué importante es acordarnos de esto cuando rezamos! Como nos enseña
un salmo, que dice: «Recuerdo las proezas del Señor; sí, recuerdo tus
antiguos portentos» (77,12).
Es fundamental recordar el bien recibido: si no hacemos memoria de él
nos convertimos en extraños a nosotros mismos, en “transeúntes” de la
existencia. Sin memoria nos desarraigamos del terreno que nos sustenta
y nos dejamos llevar como hojas por el viento. En cambio, hacer memoria
es anudarse con lazos más fuertes, es sentirse parte de una historia,
es respirar con un pueblo.
La memoria no es algo privado, sino el camino que nos une a Dios y a
los demás. Por eso, en la Biblia el recuerdo del Señor se transmite de
generación en generación, hay que contarlo de padres a hijos, como dice
un hermoso pasaje: «Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: “¿Qué
son esos mandatos […] que os mandó el Señor, nuestro Dios?”,
responderás a tu hijo: “Éramos esclavos […] y el Señor hizo signos y
prodigios grandes […] ante nuestros ojos» (Dt 6,20-22).
Pero hay un problema, ¿qué pasa si la cadena de transmisión de los
recuerdos se interrumpe? Y luego, ¿cómo se puede recordar aquello que
sólo se ha oído decir, sin haberlo experimentado? Dios sabe lo difícil
que es, sabe lo frágil que es nuestra memoria, y por eso hizo algo
inaudito por nosotros: nos dejó un memorial.
No nos dejó sólo palabras, porque es fácil olvidar lo que se escucha.
No nos dejó sólo la Escritura, porque es fácil olvidar lo que se lee.
No nos dejó sólo símbolos, porque también se puede olvidar lo que se
ve. Nos dio, en cambio, un Alimento, pues es difícil olvidar un sabor.
Nos dejó un Pan en el que está Él, vivo y verdadero, con todo el sabor
de su amor. Cuando lo recibimos podemos decir: “¡Es el Señor, se
acuerda de mí!”.
Es por eso que Jesús nos pidió: «Haced esto en memoria mía» (1 Co
11,24). Haced: la Eucaristía no es un simple recuerdo, sino un hecho;
es la Pascua del Señor que se renueva por nosotros. En la Misa, la
muerte y la resurrección de Jesús están frente a nosotros. Haced esto
en memoria mía: reuníos y como comunidad, como pueblo, celebrad la
Eucaristía para que os acordéis de mí. No podemos prescindir de ella,
es el memorial de Dios. Y sana nuestra memoria herida.
Ante todo, cura nuestra memoria huérfana. Muchos tienen la memoria
herida por la falta de afecto y las amargas decepciones recibidas de
quien habría tenido que dar amor pero que, en cambio, dejó desolado el
corazón. Nos gustaría volver atrás y cambiar el pasado, pero no se
puede.
Sin embargo, Dios puede curar estas heridas, infundiendo en nuestra
memoria un amor más grande: el suyo. La Eucaristía nos trae el amor
fiel del Padre, que cura nuestra orfandad. Nos da el amor de Jesús, que
transformó una tumba de punto de llegada en punto de partida, y que de
la misma manera puede cambiar nuestras vidas. Nos comunica el amor del
Espíritu Santo, que consuela, porque nunca deja solo a nadie, y cura
las heridas.
Con la Eucaristía el Señor también sana nuestra memoria negativa, que
siempre hace aflorar las cosas que están mal y nos deja con la triste
idea de que no servimos para nada, que sólo cometemos errores, que
estamos “equivocados”. Jesús viene a decirnos que no es así. Él está
feliz de tener intimidad con nosotros y cada vez que lo recibimos nos
recuerda que somos valiosos: somos los invitados que Él espera a su
banquete, los comensales que ansía.
Y no sólo porque es generoso, sino porque está realmente enamorado de
nosotros: ve y ama lo hermoso y lo bueno que somos. El Señor sabe que
el mal y los pecados no son nuestra identidad; son enfermedades,
infecciones. Y viene a curarlas con la Eucaristía, que contiene los
anticuerpos para nuestra memoria enferma de negatividad.
Con Jesús podemos inmunizarnos de la tristeza. Ante nuestros ojos
siempre estarán nuestras caídas y dificultades, los problemas en casa y
en el trabajo, los sueños incumplidos. Pero su peso no nos podrá
aplastar porque en lo más profundo está Jesús, que nos alienta con su
amor. Esta es la fuerza de la Eucaristía, que nos transforma en
portadores de Dios: portadores de alegría y no de negatividad.
Podemos preguntarnos: Y nosotros, que vamos a Misa, ¿qué llevamos al
mundo? ¿Nuestra tristeza, nuestra amargura o la alegría del Señor?
¿Recibimos la Comunión y luego seguimos quejándonos, criticando y
compadeciéndonos a nosotros mismos? Pero esto no mejora las cosas para
nada, mientras que la alegría del Señor cambia la vida.
Además, la Eucaristía sana nuestra memoria cerrada. Las heridas que
llevamos dentro no sólo nos crean problemas a nosotros mismos, sino
también a los demás. Nos vuelven temerosos y suspicaces; cerrados al
principio, pero a la larga cínicos e indiferentes. Nos llevan a
reaccionar ante los demás con antipatía y arrogancia, con la ilusión de
creer que de este modo podemos controlar las situaciones.
Pero es un engaño, pues sólo el amor cura el miedo de raíz y nos libera
de las obstinaciones que aprisionan. Esto hace Jesús, que viene a
nuestro encuentro con dulzura, en la asombrosa fragilidad de una
Hostia. Esto hace Jesús, que es Pan partido para romper las corazas de
nuestro egoísmo. Esto hace Jesús, que se da a sí mismo para indicarnos
que sólo abriéndonos nos liberamos de los bloqueos interiores, de la
parálisis del corazón.
El Señor, que se nos ofrece en la sencillez del pan, nos invita también
a no malgastar nuestras vidas buscando mil cosas inútiles que crean
dependencia y dejan vacío nuestro interior. La Eucaristía quita en
nosotros el hambre por las cosas y enciende el deseo de servir. Nos
levanta de nuestro cómodo sedentarismo y nos recuerda que no somos
solamente bocas que alimentar, sino también sus manos para alimentar a
nuestro prójimo.
Es urgente que ahora nos hagamos cargo de los que tienen hambre de
comida y de dignidad, de los que no tienen trabajo y luchan por salir
adelante. Y hacerlo de manera concreta, como concreto es el Pan que
Jesús nos da. Hace falta una cercanía verdadera, hacen falta auténticas
cadenas de solidaridad. Jesús en la Eucaristía se hace cercano a
nosotros, ¡no dejemos solos a quienes están cerca nuestro!
Queridos hermanos y hermanas: Sigamos celebrando el Memorial que sana
nuestra memoria, la Misa. Es el tesoro al que hay dar prioridad en la
Iglesia y en la vida. Y, al mismo tiempo, redescubramos la adoración,
que continúa en nosotros la acción de la Misa. Nos hace bien, nos sana
dentro. Especialmente ahora, que realmente lo necesitamos.
Catequesis del Papa Francisco (20 de mayo de 2020)
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos nuestra catequesis sobre la oración, meditando sobre el
misterio de la Creación. La vida, el simple hecho de existir, abre el
corazón del ser humano a la oración.
La primera página de la Biblia se parece a un gran himno de acción de
gracias. El relato de la Creación está ritmado por ritornelos donde se
reafirma continuamente la bondad y la belleza de todo lo que existe.
Dios, con su palabra, llama a la vida, y todas las cosas entran en la
existencia. Con la palabra, separa la luz de las tinieblas, alterna el
día y la noche, intervala las estaciones, abre una paleta de colores
con la variedad de las plantas y de los animales. En este bosque
desbordante que rápidamente derrota al caos, el hombre aparece en
último lugar. Y esta aparición provoca un exceso de exultación que
amplifica la satisfacción y el gozo: “Vio Dios cuanto había hecho, y
todo estaba muy bien” (Gn 1:31). Bueno, pero también bello: Se ve la
belleza de toda la Creación.
La belleza y el misterio de la Creación generan en el corazón del
hombre el primer movimiento que suscita la oración (cf. Catecismo de la
Iglesia Católica, 2566). Así dice el Salmo octavo que hemos escuchado
al principio: “Al ver tu cielo, hechura de tus dedos, la luna y las
estrellas que fijaste tú, ¿qué es el hombre para que de él te acuerdes,
el hijo de Adán, para que de él te cuides?”. (vv. 4-5). El hombre
orante contempla el misterio de la existencia a su alrededor, ve el
cielo estrellado que lo cubre -que los astrofísicos nos muestran hoy en
día en toda su inmensidad- y se pregunta qué diseño de amor debe haber
detrás de una obra tan poderosa… Y, en esta inmensidad ilimitada ¿qué
es el hombre?. “Qué poco”, dice otro salmo (cf. 89:48): un ser que
nace, un ser que muere, una criatura fragilísima. Y, sin embargo, en
todo el universo, el ser humano es la única criatura consciente de tal
profusión de belleza. Un ser pequeño que nace, muere, hoy está y mañana
ya no, es el único consciente de esta belleza. ¡Nosotros somos
conscientes de esta belleza!.
La oración del hombre está estrechamente ligada al sentimiento de
asombro. La grandeza del hombre es infinitesimal cuando se compara con
las dimensiones del universo. Sus conquistas más grandes parecen poca
cosa… Pero el hombre no es nada. En la oración, se afirma rotundamente
un sentimiento de misericordia. Nada existe por casualidad: el secreto
del universo reside en una mirada benévola que alguien cruza con
nuestros ojos. El Salmo afirma que somos poco menos que un Dios, que
estamos coronados de gloria y de esplendor (cf. 8:6). La relación con
Dios es la grandeza del hombre: su entronización. Por naturaleza no
somos casi nada, pequeños, pero por vocación, por llamada, ¡somos los
hijos del gran Rey!.
Esta es una experiencia que muchos de nosotros ha tenido. Si la trama
de la vida, con todas sus amarguras, corre a veces el riesgo de ahogar
en nosotros el don de la oración, basta con contemplar un cielo
estrellado, una puesta de sol, una flor…, para reavivar la chispa de la
acción de gracias. Esta experiencia es quizás la base de la primera
página de la Biblia.
Cuando se escribió el gran relato bíblico de la Creación, el pueblo de
Israel no estaba atravesando por días felices. Una potencia enemiga
había ocupado la tierra; muchos habían sido deportados, y se
encontraban ahora esclavizados en Mesopotamia. No había patria, ni
templo, ni vida social y religiosa, nada.
Y sin embargo, partiendo precisamente de la gran historia de la
Creación, alguien comenzó a encontrar motivos para dar gracias, para
alabar a Dios por la existencia. La oración es la primera fuerza de la
esperanza. Tú rezas y la esperanza crece, avanza. Yo diría que la
oración abre la puerta a la esperanza. La esperanza está ahí, pero con
mi oración le abro la puerta. Porque los hombres de oración custodian
las verdades basilares; son los que repiten, primero a sí mismos y
luego a todos los demás, que esta vida, a pesar de todas sus fatigas y
pruebas, a pesar de sus días difíciles, está llena de una gracia por la
que maravillarse. Y como tal, siempre debe ser defendida y protegida.
Los hombres y las mujeres que rezan saben que la esperanza es más
fuerte que el desánimo. Creen que el amor es más fuerte que la muerte,
y que sin duda un día triunfará , aunque en tiempos y formas que
nosotros no conocemos. Los hombres y mujeres de oración llevan en sus
rostros destellos de luz: porque incluso en los días más oscuros el sol
no deja de iluminarlos. La oración te ilumina: te ilumina el alma, te
ilumina el corazón y te ilumina el rostro. Incluso en los tiempos más
oscuros, incluso en los tiempos de dolor más grande.
Todos somos portadores de alegría. ¿Lo habíais pensado? ¿Qué eres un
portador de alegría? ¿O prefieres llevar malas noticias, cosas que
entristecen? Todos somos capaces de portar alegría. Esta vida es el
regalo que Dios nos ha dado: y es demasiado corta para consumirla en la
tristeza, en la amargura. Alabemos a Dios, contentos simplemente de
existir. Miremos el universo, miremos sus bellezas y miremos también
nuestras cruces y digamos: “Pero, tú existes, tú nos hiciste así, para
ti”. Es necesario sentir esa inquietud del corazón que lleva a dar
gracias y a alabar a Dios. Somos los hijos del gran Rey, del Creador,
capaces de leer su firma en toda la creación; esa creación que hoy
nosotros custodiamos, pero en esa creación está la firma de Dios que lo
hizo por amor. Qué el Señor haga que lo entendamos cada vez más
profundamente y nos lleve a decir “gracias”: y ese “gracias” es una
hermosa oración.
Homilía del Papa Francisco en el Domingo de Ramos (5 de abril de 2020)
Queridos hermanos y hermanas:
Jesús «se despojó de sí mismo tomando la condición de
esclavo» (Flp 2,7). Con estas palabras del apóstol Pablo, dejémonos
introducir en los días santos, donde la Palabra de Dios, como un
estribillo, nos muestra a Jesús como siervo: el siervo que lava los
pies a los discípulos el Jueves santo; el siervo que sufre y que
triunfa el Viernes santo (cf. Is 52,13); y mañana, Isaías profetiza
sobre Él: «Mirad a mi Siervo, a quien sostengo» (Is 42,1). Dios nos
salvó sirviéndonos. Normalmente pensamos que somos nosotros los que
servimos a Dios. No, es Él quien nos sirvió gratuitamente, porque nos
amó primero. Es difícil amar sin ser amados, y es aún más difícil
servir si no dejamos que Dios nos sirva.
Pero, ¿cómo nos sirvió el Señor? Dando su vida por nosotros. Él nos
ama, puesto que pagó por nosotros un gran precio. Santa Ángela de
Foligno aseguró haber escuchado de Jesús estas palabras: «No te he
amado en broma». Su amor lo llevó a sacrificarse por nosotros, a
cargar sobre sí todo nuestro mal. Esto nos deja con la boca abierta:
Dios nos salvó dejando que nuestro mal se ensañase con Él. Sin
defenderse, sólo con la humildad, la paciencia y la obediencia del
siervo, simplemente con la fuerza del amor. Y el Padre sostuvo el
servicio de Jesús, no destruyó el mal que se abatía sobre Él, sino
que lo sostuvo en su sufrimiento, para que sólo el bien venciera
nuestro mal, para que fuese superado completamente por el amor. Hasta
el final.
El Señor nos sirvió hasta el punto de experimentar las situaciones más dolorosas de quien ama: la traición y el abandono.
La traición. Jesús sufrió la traición del discípulo que lo vendió
y del discípulo que lo negó. Fue traicionado por la gente que lo
aclamaba y que después gritó: «Sea crucificado» (Mt 27,22). Fue
traicionado por la institución religiosa que lo condenó injustamente
y por la institución política que se lavó las manos.
Pensemos en las traiciones pequeñas o grandes que hemos sufrido en la
vida. Es terrible cuando se descubre que la confianza depositada ha
sido defraudada. Nace tal desilusión en lo profundo del corazón que
parece que la vida ya no tuviera sentido. Esto sucede porque nacimos
para amar y ser amados, y lo más doloroso es la traición de quién
nos prometió ser fiel y estar a nuestro lado. No podemos ni siquiera
imaginar cuán doloroso haya sido para Dios, que es amor.
Examinémonos interiormente. Si somos sinceros con nosotros mismos, nos
daremos cuenta de nuestra infidelidad. Cuánta falsedad, hipocresía y
doblez. Cuántas buenas intenciones traicionadas. Cuántas promesas no
mantenidas. Cuántos propósitos desvanecidos. El Señor conoce nuestro
corazón mejor que nosotros mismos, sabe que somos muy débiles e
inconstantes, que caemos muchas veces, que nos cuesta levantarnos de
nuevo y que nos resulta muy difícil curar ciertas heridas. ¿Y qué
hizo para venir a nuestro encuentro, para servirnos? Lo que había
dicho por medio del profeta: «Curaré su deslealtad, los amaré
generosamente» (Os 14,5). Nos curó cargando sobre sí nuestra
infidelidad, borrando nuestra traición. Para que nosotros, en vez de
desanimarnos por el miedo al fracaso, seamos capaces de levantar la
mirada hacia el Crucificado, recibir su abrazo y decir: “Mira, mi
infidelidad está ahí, Tú la cargaste, Jesús. Me abres tus brazos,
me sirves con tu amor, continúas sosteniéndome... Por eso, ¡sigo
adelante!”.
El abandono. En el Evangelio de hoy, Jesús en la cruz dice una frase,
sólo una: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt
27,46). Es una frase dura. Jesús sufrió el abandono de los suyos, que
habían huido. Pero le quedaba el Padre. Ahora, en el abismo de la
soledad, por primera vez lo llama con el nombre genérico de “Dios”. Y
le grita «con voz potente» el “¿por qué?” más lacerante: “¿Por qué,
también Tú, me has abandonado?”. En realidad, son las palabras de un
salmo (cf. 22,2) que nos dicen que Jesús llevó a la oración incluso
la desolación extrema, pero el hecho es que en verdad la experimentó.
Comprobó el abandono más grande, que los Evangelios testimonian
recogiendo sus palabras originales: Elí, Elí, lemá sabaqtaní.
¿Y todo esto para qué? Una vez más por nosotros, para servirnos. Para
que cuando nos sintamos entre la espada y la pared, cuando nos
encontremos en un callejón sin salida, sin luz y sin escapatoria,
cuando parezca que ni siquiera Dios responde, recordemos que no estamos
solos. Jesús experimentó el abandono total, la situación más ajena
a Él, para ser solidario con nosotros en todo. Lo hizo por mí, por
ti, para decirte: “No temas, no estás solo. Experimenté toda tu
desolación para estar siempre a tu lado”.
He aquí hasta dónde Jesús fue capaz de servirnos: descendiendo hasta
el abismo de nuestros sufrimientos más atroces, hasta la traición y
el abandono. Hoy, en el drama de la pandemia, ante tantas certezas que
se desmoronan, frente a tantas expectativas traicionadas, con el
sentimiento de abandono que nos oprime el corazón, Jesús nos dice a
cada uno: “Ánimo, abre el corazón a mi amor. Sentirás el consuelo de
Dios, que te sostiene”.
Queridos hermanos y hermanas: ¿Qué podemos hacer ante Dios que nos
sirvió hasta experimentar la traición y el abandono? Podemos no
traicionar aquello para lo que hemos sido creados, no abandonar lo que
de verdad importa. Estamos en el mundo para amarlo a Él y a los
demás. El resto pasa, el amor permanece.
El drama que estamos atravesando nos obliga a tomar en serio lo que
cuenta, a no perdernos en cosas insignificantes, a redescubrir que la
vida no sirve, si no se sirve. Porque la vida se mide desde el amor. De
este modo, en casa, en estos días santos pongámonos ante el
Crucificado, que es la medida del amor que Dios nos tiene. Y, ante Dios
que nos sirve hasta dar la vida, pidamos la gracia de vivir para
servir. Procuremos contactar al que sufre, al que está solo y
necesitado. No pensemos tanto en lo que nos falta, sino en el bien que
podemos hacer.
Mirad a mi Siervo, a quien sostengo. El Padre, que sostuvo a Jesús en
la Pasión, también a nosotros nos anima en el servicio. Es cierto que
puede costarnos amar, rezar, perdonar, cuidar a los demás, tanto en la
familia como en la sociedad; puede parecer un vía crucis. Pero el
camino del servicio es el que triunfa, el que nos salvó y nos salva la
vida.
Quisiera decirlo de modo particular a los jóvenes, en esta Jornada que
desde hace 35 años está dedicada a ellos. Queridos amigos: Mirad a
los verdaderos héroes que salen a la luz en estos días. No son los
que tienen fama, dinero y éxito, sino son los que se dan a sí mismos
para servir a los demás. Sentíos llamados a jugaros la vida. No
tengáis miedo de gastarla por Dios y por los demás: ¡La ganaréis!
Porque la vida es un don que se recibe entregándose. Y porque la
alegría más grande es decir, sin condiciones, sí al amor. Como lo
hizo Jesús por nosotros.
Catequesis del Papa Francisco (12 de febrero de 2020)
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestra reflexión sobre las bienaventuranzas,
hoy consideramos la segunda: «Bienaventurados los que lloran, porque
serán consolados», que nos indica una actitud fundamental en la
espiritualidad cristiana: el dolor interior que nos abre a una relación
nueva con el Señor y con el prójimo.
Según las Sagradas Escrituras, este llanto tiene dos aspectos. El
primero es la aflicción causada por la muerte o el sufrimiento de
alguien a quien amamos. El segundo es un llanto por el dolor de
nuestros pecados, provocado por haber ofendido a Dios y al prójimo.
El primer significado se refiere al luto, que siempre es amargo,
doloroso, y que paradójicamente puede ayudarnos a tomar conciencia de
la vida, del valor sagrado e insustituible de toda persona y de la
brevedad del tiempo.
El segundo sentido indica el llanto por el mal que hemos ocasionado,
por el mal que yo hice, por el bien que no hice y por la deslealtad a
la relación con Dios y con los demás; es un llanto por no haber
correspondido al amor incondicional del Señor hacia nosotros, por no
haber correspondido al bien que no quisimos hacer, por no haber querido
a los demás. El dolor por haber ofendido y herido a quien amamos es lo
que llamamos el sentido del pecado, que es don Dios y obra del Espíritu
Santo.
Homilia del Papa Francisco en la Solemnidad del Bautismo del Señor (11 de enero de 2020)
Al
inicio de la ceremonia se les hizo una pregunta: “¿Qué piden para
vuestros hijos?” Y todos ustedes han dicho: “La fe”. Ustedes piden a la
Iglesia la fe para vuestros hijos, y hoy ellos recibirán el Espíritu
Santo y el don de la fe cada uno en el propio corazón, en la propia
alma. Pero esta vez luego debe desarrollarse, debe crecer.
Sí, alguno puede decirme: “Sí, sí, deben estudiarla”. Sí, cuando
vayamos al catecismo estudiaremos bien la fe, aprenderemos la
catequesis. Pero antes que estudiarla, la fe es transmitida, y esto es
un trabajo que les toca a ustedes. Es una tarea que ustedes reciben:
transmitir la fe, la transmisión de la fe. Y esto se hace en casa
porque la fe siempre va transmitida “en dialecto”: el dialecto de la
familia, el dialecto de la casa, en el clima de la casa.
Esta es vuestra tarea: transmitir la fe con el ejemplo, con las
palabras, enseñando a hacer la señal de la cruz. Esto es importante.
Vean, hay niños que no saben hacer la señal de la cruz. “Haz la señal
de la cruz”, y hacen una cosa asi, que no se entiende qué cosa es. Para
comenzar enséñenles esto.
Pero lo importante es transmitir la fe con vuestra vida de fe: que vean
el amor de los esposos, que vean la paz de la casa, que vean que Jesús
está allí. Y me permito un consejo –perdónenme, pero les aconsejo esto–
no peleen nunca delante de los niños, nunca. Es normal que los esposos
peleen, es normal. Sería extraño lo contrario. Háganlo, pero que ellos
no escuchen, que ellos no vean.
Ustedes no saben la angustia que recibe un niño cuando ve pelear a sus
padres. Esto, me permito, es un consejo que los ayudará a transmitir la
fe. ¿Es malo pelear? No siempre, pero es normal, es normal. Pero que
los niños no vean, no escuchen, por la angustia.
Y ahora continuaremos la ceremonia del Bautismo, pero tengan esto en
mente: vuestra tarea es transmitirles la fe. Transmitirla en casa,
porque allí se aprende la fe, luego se estudia en la catequesis, pero
en casa se recibe la fe.
Y antes de seguir quisiera decirles otra cosa: ustedes saben que los
niños se sienten hoy en un ambiente que es extraño: un poco caluroso,
están cubiertos. Y sienten el aire soficante. Luego lloran porque
tienen hambre. Es un tercer mnotivo para llorar, es un “llanto
preventivo”. Una cosa extraña: no saben qué cosa sucederá y piensan:
“Yo lloro primero, luego veremos”. Es una defensa.
Les digo, que estén cómodos. Estén atentos a no cubrirlos demasiado. Y
si lloran por hambre, amamántelos. A las madres les digo: Amamanten a
los niños, tranquilas, el Señor quiere esto porque, ¿dónde está el
peligro? En que ellos también tienen una vocación polifónica: comienza
a llorar uno y el otro hace el contrapunto, y luego otros ¡y al final
tenemos un coro de llanto!
Y así continuamos en esta ceremonia, en paz, con la consciencia de que les toca a ustedes la transmisión de la fe.
Homilia del Papa Francisco en la Solemnidad de la Epifanía del Señor (6 de enero de 2020)
Son
tres los gestos de los Magos que guían nuestro viaje al encuentro del
Señor, que hoy se nos manifiesta como luz y salvación para todos los
pueblos. Los Reyes Magos ven la estrella, caminan y ofrecen regalos.
Ver la estrella. Es el punto de partida. Pero podríamos preguntarnos,
¿por qué sólo vieron la estrella los Magos? Tal vez porque eran pocas
las personas que alzaron la vista al cielo. Con frecuencia en la vida
nos contentamos con mirar al suelo: nos basta la salud, algo de dinero
y un poco de diversión.
Y me pregunto: ¿Sabemos todavía levantar la vista al cielo? ¿Sabemos
soñar, desear a Dios, esperar su novedad, o nos dejamos llevar por la
vida como una rama seca al viento? Los Reyes Magos no se conformaron
con ir tirando, con vivir al día. Entendieron que, para vivir
realmente, se necesita una meta alta y por eso hay que mirar hacia
arriba.
Y podríamos preguntarnos todavía, ¿por qué, de entre los que miraban al
cielo, muchos no siguieron esa estrella, «su estrella» (Mt 2, 2)?
Quizás porque no era una estrella llamativa, que brillaba más que
otras. El Evangelio dice que era una estrella que los Magos vieron
«salir» (vv. 2.9). La estrella de Jesús no ciega, no aturde, sino que
invita suavemente. Podemos preguntarnos qué estrella seguimos en la
vida.
Hay estrellas deslumbrantes, que despiertan emociones fuertes, pero que
no orientan en el camino. Esto es lo que sucede con el éxito, el
dinero, la carrera, los honores, los placeres buscados como finalidad
en la vida. Son meteoritos: brillan un momento, pero pronto se
estrellan y su brillo se desvanece. Son estrellas fugaces que, en vez
de orientar, despistan.
En cambio, la estrella del Señor no siempre es deslumbrante, pero está
siempre presente: te lleva de la mano en la vida, te acompaña. No
promete recompensas materiales, pero garantiza la paz y da, como a los
Magos, una «inmensa alegría» (Mt 2,10). Nos pide, sin embargo, que
caminemos.
Caminar, la segunda acción de los Magos, es esencial para encontrar a
Jesús. Su estrella, de hecho, requiere la decisión del camino, el
esfuerzo diario de la marcha; pide que nos liberemos del peso inútil y
de la fastuosidad gravosa, que son un estorbo, y que aceptemos los
imprevistos que no aparecen en el mapa de una vida tranquila. Jesús se
deja encontrar por quien lo busca, pero para buscarlo hay que moverse,
salir.
No esperar; arriesgar. No quedarse quieto; avanzar. Jesús es exigente:
a quien lo busca, le propone que deje el sillón de las comodidades
mundanas y el calor agradable de sus estufas. Seguir a Jesús no es como
un protocolo de cortesía que hay que respetar, sino un éxodo que hay
que vivir.
Dios, que liberó a su pueblo a través de la travesía del éxodo y llamó
a nuevos pueblos para que siguieran su estrella, da la libertad y
distribuye la alegría siempre y sólo en el camino. En otras palabras,
para encontrar a Jesús debemos dejar el miedo a involucrarnos, la
satisfacción de sentirse ya al final, la pereza de no pedir ya nada a
la vida.
Tenemos que arriesgarnos, para encontrarnos sencillamente con un Niño.
Pero vale inmensamente la pena, porque encontrando a ese Niño,
descubriendo su ternura y su amor, nos encontramos a nosotros mismos.
Ponerse en camino no es fácil. El Evangelio nos lo enseña a través de
diversos personajes. Está Herodes, turbado por el temor de que el
nacimiento de un rey amenace su poder. Por eso organiza reuniones y
envía a otros a que se informen; pero él no se mueve, está encerrado en
su palacio. Incluso «toda Jerusalén» (v. 3) tiene miedo: miedo a la
novedad de Dios. Prefiere que todo permanezca como antes y nadie tiene
el valor de ir.
La tentación de los sacerdotes y de los escribas es más sutil. Ellos
conocen el lugar exacto y se lo indican a Herodes, citando también la
antigua profecía. Lo saben, pero no dan un paso hacia Belén. Puede ser
la tentación de los que creen desde hace mucho tiempo: se discute de la
fe, como de algo que ya se sabe, pero no se arriesga personalmente por
el Señor. Se habla, pero no se reza; hay queja, pero no se hace el bien.
Los Magos, sin embargo, hablan poco y caminan mucho. Aunque desconocen
las verdades de la fe, están ansiosos y en camino, como lo demuestran
los verbos del Evangelio: «Venimos a adorarlo» (v. 2), «se pusieron en
camino; entrando, cayeron de rodillas; volvieron» (cf. vv. 9.11.12):
siempre en movimiento.
Ofrecer. Cuando los Magos llegan al lugar donde está Jesús, después del
largo viaje, hacen como él: dan. Jesús está allí para ofrecer la vida,
ellos ofrecen sus valiosos bienes: oro, incienso y mirra. El Evangelio
se realiza cuando el camino de la vida llega al don. Dar gratuitamente,
por el Señor, sin esperar nada a cambio: esta es la señal segura de que
se ha encontrado a Jesús, que dice: «Gratis habéis recibido, dad
gratis» (Mt 10,8).
Hacer el bien sin cálculos, incluso cuando nadie nos lo pide, incluso
cuando no ganamos nada con ello, incluso cuando no nos gusta. Dios
quiere esto. Él, que se ha hecho pequeño por nosotros, nos pide que
ofrezcamos algo para sus hermanos más pequeños. ¿Quiénes son? Son
precisamente aquellos que no tienen nada para dar a cambio, como el
necesitado, el que pasa hambre, el forastero, el que está en la cárcel,
el pobre (cf. Mt 25,31-46).
Ofrecer un don grato a Jesús es cuidar a un enfermo, dedicarle tiempo a
una persona difícil, ayudar a alguien que no nos resulta interesante,
ofrecer el perdón a quien nos ha ofendido. Son dones gratuitos, no
pueden faltar en la vida cristiana. De lo contrario, nos recuerda
Jesús, si amamos a los que nos aman, hacemos como los paganos (cf. Mt
5,46-47). Miremos nuestras manos, a menudo vacías de amor, y tratemos
de pensar hoy en un don gratuito, sin nada a cambio, que podamos
ofrecer. Será agradable al Señor. Y pidámosle a él: «Señor, haz que
descubra de nuevo la alegría de dar».
Homilia del Papa Francisco en la Solemnidad de Santa María Madre de Dios (1 de enero de 2020)
«Cuando
llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer»
(Ga 4,4). Nacido de mujer: así es cómo vino Jesús. No apareció en el
mundo como adulto, sino como nos ha dicho el Evangelio, fue «concebido»
en el vientre (Lc 2,21): allí hizo suya nuestra humanidad, día tras
día, mes tras mes.
En el vientre de una mujer, Dios y la humanidad se unieron para no
separarse nunca más. También ahora, en el cielo, Jesús vive en la carne
que tomó en el vientre de su madre. En Dios está nuestra carne humana.
El primer día del año celebramos estos desposorios entre Dios y el
hombre, inaugurados en el vientre de una mujer. En Dios estará para
siempre nuestra humanidad y María será la Madre de Dios para siempre.
Ella es mujer y madre, esto es lo esencial. De ella, mujer, surgió la
salvación y, por lo tanto, no hay salvación sin la mujer.
Allí Dios se unió con nosotros y, si queremos unirnos con Él, debemos
ir por el mismo camino: a través de María, mujer y madre. Por ello,
comenzamos el año bajo el signo de Nuestra Señora, la mujer que tejió
la humanidad de Dios. Si queremos tejer con humanidad las tramas de
nuestro tiempo, debemos partir de nuevo de la mujer.
Nacido de mujer. El renacer de la humanidad comenzó con la mujer. Las
mujeres son fuente de vida. Sin embargo, son continuamente ofendidas,
golpeadas, violadas, inducidas a prostituirse y a eliminar la vida que
llevan en el vientre. Toda violencia infligida a la mujer es una
profanación de Dios, nacido de una mujer. La salvación para la
humanidad vino del cuerpo de una mujer: de cómo tratamos el cuerpo de
la mujer comprendemos nuestro nivel de humanidad.
Cuántas veces el cuerpo de la mujer se sacrifica en los altares
profanos de la publicidad, del lucro, de la pornografía, explotado como
un terreno para utilizar. Debe ser liberado del consumismo, debe ser
respetado y honrado. Es la carne más noble del mundo, pues concibió y
dio a luz al Amor que nos ha salvado. Hoy, la maternidad también es
humillada, porque el único crecimiento que interesa es el económico.
Hay madres que se arriesgan a emprender viajes penosos para tratar
desesperadamente de dar un futuro mejor al fruto de sus entrañas, y que
son consideradas como números que sobrexceden el cupo por personas que
tienen el estómago lleno, pero de cosas, y el corazón vacío de amor.
Nacido de mujer. Según la narración bíblica, la mujer aparece en el
ápice de la creación, como resumen de todo lo creado. De hecho, ella
contiene en sí el fin de la creación misma: la generación y protección
de la vida, la comunión con todo, el ocuparse de todo. Es lo que hace
la Virgen en el Evangelio hoy. «María, por su parte ―dice el texto―,
conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (v. 19).
Conservaba todo: la alegría por el nacimiento de Jesús y la tristeza
por la hospitalidad negada en Belén; el amor de José y el asombro de
los pastores; las promesas y las incertidumbres del futuro. Todo lo
tomaba en serio y todo lo ponía en su lugar en su corazón, incluso la
adversidad. Porque en su corazón arreglaba cada cosa con amor y
confiaba todo a Dios.
En el Evangelio encontramos por segunda vez esta acción de María: al
final de la vida oculta de Jesús se dice, en efecto, que «su madre
conservaba todo esto en su corazón» (v. 51). Esta repetición nos hace
comprender que conservar en el corazón no es un buen gesto que la
Virgen hizo de vez en cuando, sino un hábito.
Es propio de la mujer tomarse la vida en serio. La mujer manifiesta que
el significado de la vida no es continuar a producir cosas, sino tomar
en serio las que ya están. Sólo quien mira con el corazón ven bien,
porque saben “ver en profundidad” a la persona más allá de sus errores,
al hermano más allá de sus fragilidades, la esperanza en medio de las
dificultades, a Dios en todo.
Al comenzar el nuevo año, preguntémonos: “¿Sé mirar a las personas con
el corazón? ¿Me importa la gente con la que vivo? Y, sobre todo, ¿tengo
al Señor en el centro de mi corazón?”. Sólo si la vida es importante
para nosotros sabremos cómo cuidarla y superar la indiferencia que nos
envuelve. Pidamos esta gracia: vivir el año con el deseo de tomar en
serio a los demás, de cuidar a los demás.
Y si queremos un mundo mejor, que sea una casa de paz y no un patio de
batalla, que nos importe la dignidad de toda mujer. De una mujer nació
el Príncipe de la paz. La mujer es donante y mediadora de paz y debe
ser completamente involucrada en los procesos de toma de decisiones.
Porque cuando las mujeres pueden transmitir sus dones, el mundo se
encuentra más unido y más en paz. Por lo tanto, una conquista para la
mujer es una conquista para toda la humanidad entera.
Nacido de mujer. Jesús, recién nacido, se reflejó en los ojos de una
mujer, en el rostro de su madre. De ella recibió las primeras caricias,
con ella intercambió las primeras sonrisas. Con ella inauguró la
revolución de la ternura. La Iglesia, mirando al niño Jesús, está
llamada a continuarla. De hecho, al igual que María, también ella es
mujer y madre, y en la Virgen encuentra sus rasgos distintivos. La ve
inmaculada, y se siente llamada a decir “no” al pecado y a la
mundanidad. La ve fecunda y se siente llamada a anunciar al Señor, a
generarlo en las vidas. La ve, madre, y se siente llamada a acoger a
cada hombre como a un hijo.
Acercándose a María, la Iglesia se encuentra a sí misma, encuentra su
centro y su unidad. En cambio, el enemigo de la naturaleza humana, el
diablo, trata de dividirla, poniendo en primer plano las diferencias,
las ideologías, los pensamientos partidistas y los bandos. Pero no
podemos entender a la Iglesia si la miramos a partir de sus
estructuras, programas, tendencias, de las ideologías, de la
funcionalidad: percibiremos algo de ella, pero no su corazón. Porque la
Iglesia tiene el corazón de una madre.
Y nosotros, hijos, invocamos hoy a la Madre de Dios, que nos reúne como
pueblo creyente. Oh Madre, genera en nosotros la esperanza, tráenos la
unidad. Mujer de la salvación, te confiamos este año, custódialo en tu
corazón. Te aclamamos: ¡Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios, Santa
Madre de Dios!