Homilía del Papa León XIV en la Santa Misa de clausura del Jubileo de los jóvenes (3 de agosto de 2025)
Queridos jóvenes:
Después de la Vigilia que vivimos juntos ayer por la tarde, volvemos a
encontrarnos hoy para celebrar la Eucaristía, Sacramento del don total
de sí que el Señor ha hecho por nosotros. Podemos imaginar que
recorremos, en esta experiencia, el camino realizado la tarde de Pascua
por los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,13-35). Primero se alejaban de
Jerusalén atemorizados y desilusionados; se iban convencidos de que,
después de la muerte de Jesús, ya no había nada más que hacer, nada que
esperar. Y, en cambio, se encontraron precisamente con Él, lo acogieron
como compañero de viaje, lo escucharon mientras les explicaba las
Escrituras, y finalmente lo reconocieron al partir el pan. Entonces,
sus ojos se abrieron y el gozoso anuncio de la Pascua encontró lugar en
sus corazones.
La liturgia de hoy no nos habla directamente de este episodio, pero nos
ayuda a reflexionar sobre aquello que allí se narra: el encuentro con
el Cristo resucitado que cambia nuestra existencia, que ilumina
nuestros afectos, deseos y pensamientos.
La primera lectura, del Libro de Qohélet, nos invita a tomar contacto,
como los dos discípulos de los que hemos hablado, con la experiencia de
nuestros límites, de la finitud de las cosas que pasan (cf. Qo
1,2;2,21-23); y el Salmo responsorial, que le hace eco, nos propone la
imagen de «la hierba que brota de mañana: por la mañana brota y
florece, y por la tarde se seca y se marchita» (Sal 90,5-6). Son dos
referencias fuertes, quizá un poco impactantes, pero que no deben
asustarnos, como si fueran argumentos “tabú”, que se deben evitar. La
fragilidad de la que hablan, en efecto, forma parte de la maravilla que
somos. Pensemos en el símbolo de la hierba: ¿no es hermosísimo un prado
florecido? Ciertamente, es delicado, hecho con tallos delgados,
vulnerables, propensos a secarse, doblarse, quebrarse; pero, al mismo
tiempo, son reemplazados rápidamente por otros que florecen después de
ellos; y los primeros se vuelven generosamente para estos alimento y
abono, al consumirse en el terreno. Así vive el campo, renovándose
continuamente, e incluso durante los meses fríos del invierno, cuando
todo parece callar, su energía vibra bajo tierra y se prepara para
explotar en miles de colores durante la primavera.
También nosotros, queridos amigos, somos así; hemos sido hechos para
esto. No para una vida donde todo es firme y seguro, sino para una
existencia que se regenera constantemente en el don, en el amor. Y por
eso aspiramos continuamente a un “más” que ninguna realidad creada nos
puede dar; sentimos una sed tan grande y abrasadora, que ninguna bebida
de este mundo puede saciar. No engañemos nuestro corazón ante esta sed,
buscando satisfacerla con sucedáneos ineficaces. Más bien,
escuchémosla. Hagámonos de ella un taburete para subir y asomarnos,
como niños, de puntillas, a la ventana del encuentro con Dios. Nos
encontraremos ante Él, que nos espera; más bien, que llama amablemente
a la puerta de nuestra alma (cf. Ap 3,20). Y es hermoso, también con
veinte años, abrirle de par en par el corazón, permitirle entrar, para
después aventurarnos con Él hacia espacios eternos del infinito.
San Agustín, hablando de su intensa búsqueda de Dios, se preguntaba:
«¿Qué es, entonces, esa cosa tan esperada […]? ¿La tierra? No. ¿Algo
que se origina en la tierra, como el oro, la plata, el árbol, la mies,
el agua? […] Todas estas cosas causan deleite, son hermosas, son
buenas» (Sermón 313/F, 3). Y concluía: «Busca a quien las hizo: él es
tu esperanza» (ibíd.). Pensando, luego, en el camino que había
recorrido, rezaba diciendo: «Y he aquí que tú [Señor] estabas dentro de
mí y yo fuera, y por fuera te andaba buscando […]. Llamaste y clamaste,
y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y ahuyentaste mi
ceguera; exhalaste tu fragancia y respiré, y ya suspiro por ti; gusté
de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz»
(Confesiones, 10, 27).
Hermanas y hermanos, son palabras muy hermosas, que nos recuerdan lo
que decía el Papa Francisco en Lisboa, durante la Jornada Mundial de la
Juventud, a otros jóvenes como ustedes: «Cada uno está llamado a
confrontarse con grandes preguntas que no tienen […] una respuesta
simplista o inmediata, sino que invitan a emprender un viaje, a
superarse a sí mismos, a ir más allá […], a un despegue sin el cual no
hay vuelo.No nos alarmemos, entonces, si nos encontramos interiormente
sedientos, inquietos, incompletos, deseosos de sentido y de futuro […].
¡No estamos enfermos, estamos vivos!» (Discurso en el encuentro con los
jóvenes universitarios, 3 agosto 2023).
Hay una inquietud importante en nuestro corazón, una necesidad de
verdad que no podemos ignorar, que nos lleva a preguntarnos: ¿qué es
realmente la felicidad? ¿Cuál es el verdadero sabor de la vida? ¿Qué es
lo que nos libera de los pantanos del sinsentido, del aburrimiento y de
la mediocridad?
Durante los días pasados ustedes han tenido muchas experiencias
hermosas. Se han encontrado entre coetáneos provenientes de diferentes
partes del mundo, pertenecientes a culturas distintas. Han
intercambiado conocimientos, han compartido expectativas, han dialogado
con la ciudad a través del arte, la música, la informática y el
deporte. Después, en el Circo Máximo, acercándose al Sacramento de la
Penitencia, han recibido el perdón de Dios y le han pedido su ayuda
para una vida buena.
De todo esto se puede deducir una respuesta importante: la plenitud de
nuestra existencia no depende de lo que acumulamos ni de lo que
poseemos, como hemos escuchado en el Evangelio (cf. Lc 12,13-21); más
bien, está unida a aquello que sabemos acoger y compartir con alegría
(cf. Mt 10,8-10; Jn 6,1-13). Comprar, acumular, consumir no es
suficiente. Necesitamos alzar los ojos, mirar a lo alto, a las «cosas
celestiales» (Col 3,2), para darnos cuenta de que todo tiene sentido,
entre las realidades del mundo, sólo en la medida en que sirve para
unirnos a Dios y a los hermanos en la caridad, haciendo crecer en
nosotros “sentimientos de profunda compasión, de benevolencia, de
humildad, de dulzura, de paciencia” (cf. Col 3,12), de perdón (cf.
ibíd., v. 13) y de paz (cf. Jn 14,27), como los de Cristo (cf. Flp
2,5). Y en este horizonte comprenderemos cada vez mejor lo que
significa que «la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de
Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que
nos ha sido dado» (Rm 5,5).
Muy queridos jóvenes, nuestra esperanza es Jesús. Es Él, como decía san
Juan Pablo II, «el que suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra
vida algo grande, […] para mejoraros a vosotros mismos y a la sociedad,
haciéndola más humana y fraterna» (XV Jornada Mundial de la Juventud,
Vigilia de oración, 19 agosto 2000). Mantengámonos unidos a Él,
permanezcamos en su amistad, siempre, cultivándola con la oración, la
adoración, la comunión eucarística, la confesión frecuente, la caridad
generosa, como nos han enseñado los beatos Pier Giorgio Frassati y
Carlo Acutis, que próximamente serán proclamados santos. Aspiren a
cosas grandes, a la santidad, allí donde estén. No se conformen con
menos. Entonces verán crecer cada día la luz del Evangelio, en ustedes
mismos y a su alrededor.
Los encomiendo a María, la Virgen de la esperanza. Con su ayuda, al
regresar a sus países en los próximos días, en cada parte del mundo,
sigan caminando con alegría tras las huellas del Salvador, y contagien
a los que encuentren con el entusiasmo y el testimonio de su fe. ¡Buen
camino!
Saludo del Papa León XIV a influencers y misioneros digitales (29 de julio de 2025)
En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
La paz esté con ustedes.
Queridos hermanos y hermanas, hemos comenzado con este saludo: La paz esté con ustedes.
Y cuánto necesitamos la paz en nuestro tiempo, desgarrado por la
enemistad y las guerras. Y cuánto nos llama hoy al testimonio el saludo
del Resucitado: «La paz esté con ustedes» (Jn 20,19). La paz esté con
todos nosotros. En nuestros corazones y en nuestras acciones.
Esta es la misión de la Iglesia: anunciar la paz al mundo. La paz que
viene del Señor, que venció a la muerte, que nos trae el perdón de
Dios, que nos da la vida del Padre, que nos indica el camino del Amor.
1. Es la misión que la Iglesia les confía hoy también a ustedes, que
están aquí en Roma para su Jubileo, que han venido a renovar el
compromiso de alimentar con esperanza cristiana las redes sociales y
los entornos digitales. La paz necesita ser buscada, anunciada,
compartida en todos los lugares; tanto en los dramáticos escenarios de
guerra, como en los corazones vacíos de quienes han perdido el sentido
de la existencia y el gusto por la interioridad, el gusto por la vida
espiritual. Y hoy, quizás más que nunca, necesitamos discípulos
misioneros que lleven al mundo el don del Resucitado; que den voz a la
esperanza que nos da Jesús vivo, hasta los confines de la tierra (cf.
Hch 1,3-8); que lleguen a dondequiera que haya un corazón que espera,
un corazón que busca, un corazón que necesita. Sí, hasta los confines
de la tierra, hasta los confines existenciales donde no hay esperanza.
2. Hay un segundo reto en esta misión: buscar siempre la “carne
sufriente de Cristo” en cada hermano y hermana con los que nos
encontramos en internet. Hoy nos encontramos en una nueva cultura,
profundamente caracterizada y formada por la tecnología. Depende de
nosotros, depende de cada uno de ustedes, garantizar que esta cultura
siga siendo humana.
La ciencia y la tecnología influyen en la forma en que nosotros vivimos
en el mundo, afectando incluso al modo de entendernos a nosotros
mismos, de relacionarnos con Dios y los unos con los otros. Pero nada
de lo que proviene del hombre y su creatividad debe utilizarse para
socavar la dignidad de los demás. Nuestra misión, la misión de ustedes,
es nutrir una cultura de humanismo cristiano, y hacerlo juntos. Esta es
la belleza de la “red” para todos nosotros.
Frente a los cambios culturales a lo largo de la historia, la Iglesia
nunca se ha mantenido pasiva; siempre ha tratado de iluminar cada época
con la luz y la esperanza de Cristo, discerniendo el bien del mal y lo
que era bueno de lo que debía cambiarse, transformarse y purificarse.
Hoy nos encontramos en una cultura en la que la dimensión tecnológica
está presente en casi todo, especialmente ahora que la adopción
generalizada de la inteligencia artificial marcará una nueva era en la
vida de las personas y de la sociedad en su conjunto. Este es un
desafío que debemos afrontar: reflexionar sobre la autenticidad de
nuestro testimonio, sobre nuestra capacidad de escuchar y hablar, y
sobre nuestra capacidad de comprender y ser comprendidos. Tenemos el
deber de trabajar juntos para desarrollar una forma de pensar y un
lenguaje de nuestro tiempo que dé voz al Amor.
No se trata simplemente de generar contenido, sino de crear un
encuentro entre corazones. Esto implicará buscar a los que sufren, a
los que necesitan conocer al Señor, para que puedan sanar sus heridas,
volver a levantarse y encontrar sentido a sus vidas. Este proceso
comienza, antes que nada, con la aceptación de nuestra propia pobreza,
dejando de lado toda pretensión y reconociendo nuestra innata necesidad
del Evangelio. Y este proceso es un reto de la comunidad.
3. Y esto nos lleva a un tercer llamado y por eso les hago un llamado a
todos ustedes: “que vayan a reparar las redes”. Jesús llamó a sus
primeros apóstoles mientras reparaban sus redes de pescadores (cf. Mt
4,21-22). También lo pide a nosotros, es más, nos pide hoy construir
otras redes: redes de relaciones, redes de amor, redes de intercambio
gratuito, en las que la amistad sea auténtica y sea profunda. Redes
donde se pueda reparar lo que ha sido roto, donde se pueda poner
remedio a la soledad, sin importar el número de los seguidores —los
follower—, sino experimentando en cada encuentro la grandeza infinita
del Amor. Redes que abran espacio al otro, más que a sí mismos, donde
ninguna “burbuja de filtros” pueda apagar la voz de los más débiles.
Redes que liberen, redes que salven. Redes que nos hagan redescubrir la
belleza de mirarnos a los ojos. Redes de verdad. De este modo, cada
historia de bien compartido será el nudo de una única e inmensa red: la
red de redes, la red de Dios.
Sean entonces ustedes agentes de comunión, capaces de romper la lógica
de la división y de la polarización; del individualismo y del
egocentrismo. Céntrense en Cristo, para vencer la lógica del mundo, de
las fake news y de la frivolidad, con la belleza y la luz de la verdad
(cf. Jn 8,31-32).
Y ahora, antes de despedirme con la bendición, encomendando al Señor el
testimonio de todos ustedes, quiero darles las gracias por todo el bien
que han hecho y hacen en sus vidas, por los sueños que persiguen, por
su amor al Señor Jesús, por su amor a la Iglesia, por la ayuda que
prestan a los que sufren y por su camino en las vías digitales.
Diálogo del Papa León XIV con los jóvenes en la vigilia del Jubileo (2 de agosto de 2025)
Pregunta 1 – Amistad
Santo Padre, soy Dulce María, tengo 23 años y vengo de México. Me
dirijo a usted haciéndome portavoz de una realidad que vivimos los
jóvenes en tantas partes del mundo. Somos hijos de nuestro tiempo.
Vivimos en una cultura que nos pertenece y que, sin darnos cuenta, nos
va moldeando; está marcada por la tecnología, especialmente en el
ámbito de las redes sociales. Frecuentemente, nos ilusionamos de tener
muchos amigos y de crear relaciones cercanas, mientras que cada vez más
seguido experimentamos diversas formas de soledad. Estamos cerca y
conectados con tantas personas y, sin embargo, no son relaciones
verdaderas y duraderas, sino efímeras y comúnmente ilusorias.
Santo Padre, mi pregunta es: ¿cómo podemos encontrar una amistad
sincera y un amor genuino que nos lleven a la verdadera esperanza?
¿Cómo la fe puede ayudarnos a construir nuestro futuro?
Queridos jóvenes, las relaciones humanas, nuestras relaciones con otras
personas son indispensables para cada uno de nosotros, empezando por el
hecho de que todos los hombres y mujeres del mundo nacen como hijos de
alguien. Nuestra vida comienza con un vínculo y es a través de los
vínculos que crecemos. En este proceso, la cultura juega un papel
fundamental: es el código con el que nos entendemos a nosotros mismos e
interpretamos el mundo. Como un diccionario, cada cultura contiene
tanto palabras nobles como palabras vulgares, valores y errores que hay
que aprender a reconocer. Buscando con pasión la verdad, no sólo
recibimos una cultura, sino que la transformamos a través de elecciones
de vida. La verdad, en efecto, es un vínculo que une las palabras a las
cosas, los nombres a los rostros. La mentira, en cambio, separa estos
aspectos, generando confusión y malentendidos.
Ahora, entre las muchas conexiones culturales que caracterizan nuestra
vida, internet y las redes sociales se han convertido en «una
extraordinaria oportunidad de diálogo, encuentro e intercambio entre
personas, así como de acceso a la información y al conocimiento» (Papa
Francisco, Christus vivit, 87). Sin embargo, estos instrumentos
resultan ambiguos cuando están dominados por lógicas comerciales e
intereses que rompen nuestras relaciones en mil intermitencias. A este
respecto, el Papa Francisco recordaba que a veces los «mecanismos de la
comunicación, de la publicidad y de las redes sociales pueden ser
utilizados para volvernos seres adormecidos, dependientes del consumo»
(Christus vivit, 105). Entonces nuestras relaciones se vuelven
confusas, ansiosas o inestables. Además, como saben hoy en día hay
algoritmos que nos dicen lo que tenemos que ver, lo que tenemos que
pensar, y quieres deberían ser nuestros amigos. Y entonces nuestras
relaciones se vuelven confusas, a veces ansiosas. Es que cuando el
instrumento domina al hombre, el hombre se convierte en un instrumento:
sí, un instrumento de mercado y a su vez en mercancía. Sólo relaciones
sinceras y lazos estables hacen crecer historias de vida buena.
Queridos jóvenes, toda persona desea naturalmente esta vida buena, como
los pulmones tienden al aire, ¡pero cuán difícil es encontrarla! Cuán
difícil es encontrar una amistad auténtica. Hace siglos, san Agustín
captó el profundo deseo de nuestro corazón, es el deseo de todo corazón
humano, aun sin conocer el desarrollo tecnológico de hoy. También él
pasó por una juventud tempestuosa; pero no se conformó, no silenció el
clamor de su corazón. Agustín buscaba la verdad, la verdad que no
defrauda, la belleza que no pasa. Y ¿cómo la encontró? ¿Cómo encontró
una amistad sincera, un amor capaz de dar esperanza? Encontrando a
quien ya lo estaba buscando, encontrando a Jesucristo. ¿Cómo construyó
su futuro? Siguiéndolo a Él, su amigo desde siempre. En palabras suyas:
“Ninguna amistad es fiel sino en Cristo”. San Agustín nos dice: “No hay
amistad que sea fiel si no es en Cristo”. Y la verdadera amistad es
siempre en Jesucristo con verdad, amor y respeto. “Y sólo en Él puede
ser feliz y eterna” (cf. Réplica a las dos cartas de los pelagianos, I,
I, 1); «Ama verdaderamente al amigo quien ama a Dios en el amigo»
(Sermón 336, 2), nos dice san Agustín. La amistad con Cristo, que está
en la base de la fe, no es sólo una ayuda entre muchas otras para
construir el futuro, es nuestra estrella polar. Como escribía el beato
Pier Giorgio Frassati, «vivir sin fe, sin un patrimonio que defender,
sin sostener una lucha por la Verdad no es vivir, sino ir tirando»
(Cartas, 27 de febrero de 1925). Cuando nuestras amistades reflejan
este intenso vínculo con Jesús, ciertamente se vuelven sinceras,
generosas y verdaderas.
Queridos jóvenes, ámense los unos a los otros. Ámense en Cristo. Sepan
ver a Jesús en los demás. La amistad puede cambiar verdaderamente el
mundo. La amistad es el camino por la paz. La amistad es el camino por
la paz.
Pregunta 2 – El valor de decidir
Santo Padre, me llamo Gaia, tengo diecinueve años y soy italiana. Esta
noche todos los jóvenes aquí presentes quisiéramos hablar de nuestros
sueños, esperanzas y dudas. Nuestros años están marcados por las
decisiones importantes que estamos llamados a tomar para orientar
nuestra vida futura. Sin embargo, por el clima de incertidumbre que nos
circunda, la tentación de ir posponiendo tales decisiones y el miedo a
un futuro desconocido nos paraliza. Sabemos que optar equivale a
renunciar a algo y esto nos bloquea, a pesar de ello percibimos que la
esperanza nos muestra objetivos alcanzables por más que estén marcados
por la precariedad del tiempo actual.
Santo Padre, le preguntamos: ¿dónde podemos encontrar el valor para
decidir? ¿Cómo podemos ser valientes y vivir la aventura de la libertad
viva, tomando decisiones radicales y cargadas de significado?
Gracias por esta pregunta. La pregunta es ¿cómo encontrar la valentía
de escoger? ¿Dónde podemos encontrar el valor para elegir y tomar
decisiones acertadas? La decisión es un acto humano fundamental.
Observándolo con atención, entendemos que no se trata sólo de elegir
algo, sino de optar por alguien. Cuando elegimos, en sentido profundo,
decidimos qué queremos llegar a ser. La opción por excelencia, en
efecto, es la decisión sobre nuestra vida: ¿qué tipo de hombre quieres
ser?, ¿qué clase de mujer quieres ser? Queridos jóvenes, se aprende a
elegir a través de las pruebas de la vida, y en primer lugar recordando
que nosotros hemos sido elegidos. Este recuerdo debe explorarse y
educarse. Hemos recibido la vida gratis, sin elegirla. No somos fruto
de nuestra decisión, sino de un amor que nos ha querido. En el curso de
la existencia, se demuestra verdaderamente amigo quien nos ayuda a
reconocer y renovar esta gracia en las decisiones que estamos llamados
a tomar.
Queridos jóvenes, es cierto lo que han dicho: “optar equivale también a
renunciar a algo y esto a veces nos bloquea”. Para ser libres, es
necesario partir de un fundamento estable, de la roca que sostiene
nuestros pasos. Esta roca es un amor que nos precede, nos sorprende y
nos supera infinitamente: el amor de Dios. Por eso, ante Él la decisión
es un juicio que no nos quita ningún bien, sino que siempre nos lleva a
lo mejor.
La valentía de elegir surge del amor que Dios nos manifiesta en Cristo.
Él es quien nos ha amado con todo su ser salvando el mundo y
mostrándonos así que el camino para realizarnos como personas es dar la
vida. Por eso, el encuentro con Jesús corresponde a las esperanzas más
profundas de nuestro corazón, porque Jesús es el Amor de Dios hecho
hombre.
A este respecto, hace veinticinco años, precisamente en el lugar donde
nos encontramos, san Juan Pablo II dijo: «es a Jesús a quien buscáis
cuando soñáis la felicidad; es Él quien os espera cuando no os
satisface nada de lo que encontráis; es Él la belleza que tanto os
atrae; es Él quien os provoca con esa sed de radicalidad que no os
permite dejaros llevar del conformismo; es Él quien os empuja a dejar
las máscaras que falsean la vida; es Él quien os lee en el corazón las
decisiones más auténticas que otros querrían sofocar» (Vigilia de
oración en la XV Jornada Mundial de la Juventud, 19 agosto 2000). El
miedo deja entonces espacio a la esperanza, porque estamos seguros de
que Dios lleva a término lo que comienza.
Reconozcamos su fidelidad en las palabras de quien ama de verdad,
porque ha sido realmente amado. “Tú eres mi vida, Señor”, es lo que un
sacerdote o una consagrada pronuncian llenos de alegría y de libertad.
“Tú eres mi vida, Señor”. “Te recibo como mi esposa y como mi esposo”
es la frase que transforma el amor del hombre y de la mujer en un signo
eficaz del amor de Dios en el matrimonio. Estas opciones radicales,
opciones llenas de significado: el matrimonio, el orden sagrado, la
consagración religiosa, expresan el don de uno mismo, libre y
liberador, que nos hace auténticamente felices. Y ahí encontramos la
felicidad, cuando aprendemos a darnos a nosotros mismos. A dar la vida
por los demás.
Estas decisiones dan sentido a nuestra vida, transformándola según la
imagen del Amor perfecto, que la ha creado y redimido de todo mal,
incluso de la muerte. Digo esto esta noche pensando en las dos chicas,
María, de veinte años, española, y Pascale, de dieciocho, egipcia.
Ambas habían decidido venir a Roma para el Jubileo de los Jóvenes, y en
estos días les ha llegado la muerte. Recemos juntos por ellas; recemos
también por sus familiares, sus amigos y sus comunidades. Jesús
Resucitado las acoja en la paz y en la alegría de su reino. Y quisiera
pedirles sus oraciones por otro amigo; un muchacho español, Ignacio
Gonzálvez, que ha sido ingresado en el hospital “Bambino Gesù”. Recemos
por él, por su salud.
Encontrar el valor de tomar decisiones difíciles y de decir al Jesús:
“Tú eres mi vida, Señor”. “Señor, tú eres mi vida”. Gracias.
Pregunta 3 – Llamada al bien
Santo Padre, me llamo Will. Tengo veinte años y soy de los Estados
Unidos. Me gustaría hacerle una pregunta en nombre de tantos jóvenes
que anhelan, en sus corazones, algo más profundo. Nos sentimos atraídos
por la vida interior, aunque a primera vista se nos juzgue como una
generación superficial e irreflexiva. En lo más profundo de nuestro
ser, nos sentimos atraídos por lo bello y lo bueno como fuentes de
verdad. El valor del silencio, como en esta Vigilia, nos fascina,
aunque a veces nos infunda temor por la sensación de vacío. Santo
Padre, me gustaría preguntarle: ¿cómo podemos encontrar verdaderamente
al Señor Resucitado en nuestras vidas y estar seguros de su presencia
incluso en medio de las pruebas y las incertidumbres?
Para dar inicio a este Año Jubilar, el Papa Francisco publicó el
documento titulado Spes non confundit, que significa «la esperanza no
defrauda». En ese documento, escribió: «En el corazón de toda persona
anida la esperanza como deseo y expectativa del bien» (Spes non
confundit, 1). En la Biblia, la palabra “corazón” suele referirse al
ser más íntimo de una persona, que incluye nuestra conciencia. Nuestra
comprensión de lo que es bueno, entonces, refleja cómo nuestra
conciencia ha sido moldeada por las personas que forman parte de
nuestra vida; aquellas que fueron amables con nosotros, aquellas que
nos escucharon con amor, aquellas que nos ayudaron. Esas personas
contribuyeron a modelarte en la bondad y, por lo tanto, a formar tu
conciencia para buscar el bien en tus decisiones de cada día.
Queridos jóvenes, Jesús es el amigo que siempre nos acompaña en la
formación de nuestra conciencia. Si realmente quieren encontrar al
Señor resucitado, escuchen su palabra, que es el Evangelio de la
salvación. Reflexionen sobre su forma de vivir, busquen la justicia
para construir un mundo más humano. Sirvan a los pobres y den
testimonio así del bien que siempre nos gustaría recibir de nuestros
vecinos. Estén unidos a Jesucristo en la Eucaristía. Adoren a Cristo en
el Santísimo Sacramento, fuente de vida eterna. Estudien, trabajen y
amen siguiendo el ejemplo de Jesús, el buen Maestro que siempre camina
a nuestro lado.
En cada paso, mientras buscamos lo que es bueno, pidámosle: quédate con
nosotros, Señor (cf. Lc 24,29). Quédate con nosotros, porque sin ti no
podemos hacer el bien que deseamos. Tú quieres nuestro bien; de hecho
Señor, tú eres nuestro bien. Quienes te encuentran también quieren que
otros te encuentren, porque tu palabra es una luz más brillante que
cualquier estrella, que ilumina incluso la noche más oscura. Al Papa
Benedicto XVI le gustaba decir que quienes creen nunca están solos. En
otras palabras, encontramos a Cristo en la Iglesia, es decir, en la
comunión de quienes lo buscan sinceramente. El Señor mismo nos reúne
para formar comunidad, no cualquier comunidad, sino una comunidad de
creyentes que se apoyan mutuamente. ¡Cuánto necesita el mundo
misioneros del Evangelio que sean testigos de justicia y paz! ¡Cuánto
necesita el futuro hombres y mujeres que sean testigos de esperanza!
Queridos jóvenes, ¡esta es la tarea que el Señor resucitado nos confía
a cada uno de nosotros!
San Agustín escribió: «Tú mismo lo mueves a ello, haciendo que se
deleite en alabarte, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón
está inquieto hasta que descanse en ti. [...] Que yo, Señor, te busque
invocándote y te invoque creyendo en ti» (Confesiones, I, 1). Siguiendo
esas palabras de Agustín, y en respuesta a sus preguntas, me gustaría
invitar a cada uno de ustedes a decirle al Señor: “Gracias, Jesús, por
llamarme. Mi deseo es seguir siendo uno de tus amigos, para que,
abrazándote, yo también pueda ser un compañero de todos los que
encuentre en el camino. Concédeme, Señor, que aquellos que me
encuentren puedan encontrarte a ti, incluso a través de mis
limitaciones y debilidades”. Al rezar con estas palabras, nuestro
diálogo continuará cada vez que miremos al Señor crucificado, porque
nuestros corazones estarán unidos en Él. Cada vez que adoremos a Cristo
en la Eucaristía, nuestros corazones se unirán en Él. Por último, mi
oración por ustedes es que perseveren en la fe, con gozo y valentía.Y
podemos decir: “Gracias Jesús por amarnos”. “Gracias Jesús por habernos
llamado”. “Quédate con nosotros Señor”.
Saludo al final de la celebración:
Quisiera agradecer al coro, la música. Gracias por acompañarnos.
Gracias a todos ustedes. Gracias. Por favor, descansen un poco. Nos
rencontraremos aquí mañana por la mañana para la celebración de la
Santa Misa. Felicidades a todos. Buenas noches.