Transcribo a continuación una anécdota de Miguel Rivilla, que leí en la revista Ave María nº 668. Procede de la homilía de D. Antonio Montero (obispo de Badajoz, España), con ocasión de sus bodas de oro sacerdotales.
"En una de mis visitas a nuestros sacerdotes misioneros en los Andes de la Amazonia peruana, me encontré a uno de ellos, ya mayor, polvoriento y sudoroso bajo el poncho y cayado en mano. -¿Cómo estás y cómo te va? -Pues, le digo a usted, mi obispo, lo mismo que le digo al Señor cada mañana: repartiendo las tres 'pes': tu Palabra, tu Pan y tu Perdón".
¡Qué hermosa tarea y misión la llevada a cabo por el viejo misionero y por tantos miles de sacerdotes ignorados en el mundo entero! Apenas nadie se haya fijado en su callada y oculta tarea de años. Han dejado jirones de sus vidas en el empeño. No hicieron nunca obras aparatosas y que llamaran la atención de los medios. Ni han levantado grandes edificios, ni han fundado una obra que les recuerde, ni siquiera han escrito un sencillo folleto. Sólo -nada más, pero nada menos- han dedicado su vida entera a repartir ls tres "pes" entre sus hermanos, los hombres. ¿Hay quien pueda dar más? Creo que ha merecido la pena, y nuestro sincero agradecimiento.
El siguiente texto fue escrito por Juan Manuel de Prada, en el periódico ABC, en la edición del 26-3-2001. Con ocasión del DOMUND, fue publicada por la Revista Ave María nº 668. Yo os lo transcribo también, ya que lo considero interesante.
A mi colegio de monjas de la congregación del Amor de Dios iba, de vez en cuando, a visitarnos alguna misionera recién llegada de Nigeria o Mozambique. Eran mujeres que habían entregado su juventud a Dios y que después de profesar, habían solicitado voluntariamente un traslado a aquellas regiones fustigadas por el hambre y la pólvora y la epidemias más feroces, para inmolarse en una tarea callada. Eran mujeres enjutas, prematuramente encanecidas, calcinadas por un sol impío que había agostado los últimos vestigios de su belleza, y sin embargo risueñas como alumbradas por unas convicciones indómitas. Habían renunciado a las ventajas de una vida regalada, habían renunciado al regazo protector de la familia y la congregación para agotarse en una labor tan numerosa como las arenas del desierto. Entregaban su vida fértil en la salvación de otras vidas con un denuedo que parecía incongruente con la fragilidad de sus cuerpecillos entecos, reducidos casi a la osamenta. Con cuatro pesetas y toneladas de entusiasmo, habían puesto en marcha comedores y hospitales y escuelas, habían repartido medicinas y viandas y consuelo espiritual, habían enseñado a los indígenas a labrar la tierra y a cocer el pan También habían velado la agonía de mucho niños famélicos, habían apaciguado el dolor de muchos leprosos besando sus llagas, habían sentido la amenaza de un fusil encañonando su frente. ¿De dónde sacaban fuerzas para tanto?
"Un día descubrí que Dios no era invisible - recuerdo que me contestó una de aquellas misioneras-. Su rostro asomaba en el rostro de cada hombre que sufre". Este descubrimiento las había obligado a rectificar su destino. "Si no atendía esa llamada, no merecía la pena seguir viviendo". Y así se fueron a África o a cualquier otro arrabal del atlas, con el petate mínimo e inabarcable de sus esperanzas, dispuestas a contemplar el rostro multiforme de Dios. A veces tardaban años en volver, tantos que, cuando lo hacían, sus rasgos resultaban irreconocibles incluso para sus familiares; luego, tras una breve visita, regresaban a la misión, para seguir repartiendo el viático de su sonrisa, la eucaristía de sus desvelos. Y así, en un ejercicio de caridad insomne, iban extenuando sus últimas reservas físicas, hasta que la muerte las sorprendía ligeras de equipaje, para llevarse tan sólo su envoltura carnal, porque su alma acérrima y abnegada se quedaba para siempre entre aquellos a quienes habían entregado su coraje. Algunas, antes de dimitir voluntariamente de la vida, eran despedazadas por las epidemias que trataban de sofocar, o fusiladas por una partida de guerrilleros incontrolados.
Si los periódicos dedicasen la misma atención a la epopeya anónima y cotidiana de los misioneros que a este escándalo tan sórdido de abusos y violaciones y embarazos y abortos, no quedaría papel en el mundo. Repartidos por los parajes más agrestes u hostiles del mapa, una legión de hombres y mujeres de apariencia humanísima y espíritu sobrehumano, contemplan cada día el rostro de Dios en los rostros acribillados de moscas de los moribundos, en los rostros tumefactos de los enfermos, en los rostros llagados de los hambrientos, en los rostros casi transparentes de quienes viven sin fe ni esperanza. Son hombres y mujeres como aquellas monjas que iban a visitarme a mi colegio, enjutos y prematuramente encanecidos, en cuyos cuerpecillos entecos anida una fuerza sobrenatural, un incendio de benditas pasiones que mantiene la temperatura del universo. Un día descubrieron que Dios no era invisible, que su rostro se copia y se multiplica en el rostro de sus criaturas dolientes, y decidieron sacrificar su vida en la salvación de otras vidas, decidieron ofrendar su vocación en los altares de la humanidad desahuciada. Que nos cuenten su epopeya silenciosa y cotidiana, que divulguen su peripecia incalculablemente hermosa, a ver si hay papel suficiente en el mundo.
Con estos dos textos, que espero que les hayan gustado, les deseo que pasen una feliz jornada del DOMUND. No olviden compartirlo en las redes sociales.
Javier López
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