Homilía del Papa Francisco en la Misa de Clausura de la JMJ en Lisboa (6 de agosto de 2023)
“Señor,
¡qué bien estamos aquí!” (Mt 17,4). Estas palabras, las dijo el apóstol
Pedro a Jesús en el monte de la Transfiguración, y también las queremos
hacer nuestras después de estos días intensos. Es hermoso lo que
estamos experimentado con Jesús, lo que hemos vivido juntos y es
hermoso cómo hemos rezado, con tanta alegría de corazón. Y entonces nos
podemos preguntar: ¿qué nos llevamos con nosotros volviendo a la vida
cotidiana?
Quisiera responder a este interrogante con tres verbos, siguiendo el
Evangelio que hemos escuchado: ¿qué nos llevamos? Resplandecer,
escuchar y no tener miedo. ¿Qué nos llevamos? Respondo con estas tres
palabras: resplandecer, escuchar y no tener miedo.
Primera: Resplandecer. Jesús se transfigura. El Evangelio dice que “su
rostro resplandecía como el sol” (Mt 17,2). Hacía poco que había
anunciado su pasión y su muerte en la cruz, y con esto rompía la imagen
de un Mesías poderoso, mundano, y frustra las expectativas de los
discípulos. Ahora, para ayudarlos a recoger el proyecto de Dios sobre
cada uno de nosotros, Jesús toma a tres de ellos —Pedro, Santiago y
Juan—, los conduce a un monte y se transfigura y este baño de luz los
prepara para la noche de la pasión.
Amigos, queridos jóvenes, también hoy nosotros necesitamos algo de luz,
un destello de luz que sea esperanza para afrontar tantas oscuridades
que nos asaltan en la vida, tantas derrotas cotidianas, para
afrontarlas con la luz de la resurrección de Jesús. Porque Él es la luz
que no se apaga, es la luz que brilla aun de noche. Nuestro Dios ha
iluminado nuestros ojos, dice el sacerdote Esdras. Nuestro Dios
ilumina: Ilumina nuestra mirada, ilumina nuestro corazón, ilumina
nuestra mente, ilumina nuestras ganas de hacer algo en la vida, siempre
con la luz del Señor. Pero quisiera decirles que no nos volvemos
luminosos cuando nos ponemos debajo de los reflectores. No, eso
encandila. No nos volvemos luminosos. No nos volvemos luminosos cuando
mostramos una imagen perfecta, bien prolijitos, bien terminaditos, no,
no. Aunque nos sintamos fuertes y exitosos. Fuertes, exitosos pero no
luminosos. Nos volvemos luminosos, brillamos, cuando acogiendo a Jesús
aprendemos a amar como Él. Amar como Jesús, eso nos hace luminosos, eso
nos lleva a hacer obras de amor. No te engañes, amiga, amigo: vas a ser
luz el día que hagas obras de amor. Pero cuando en vez de hacer obras
de amor hacia afuera, mirás a vos mismo como un egoísta, ahí la luz se
apaga.
El segundo verbo es escuchar. En el monte, una nube luminosa cubrió a
los discípulos, y qué, esa nube desde la cual habla el Padre, ¿qué
dice? Escúchenlo, este es mi Hijo amado, escúchenlo.
Y está todo aquí, y todo eso que hay que hacer en la vida está en esta
palabra: Escúchenlo. Escuchar a Jesús. Todo el secreto está ahí.
Escuchá qué te dice Jesús. Yo no sé qué me dice, agarrá el Evangelio y
lee lo que dice Jesús y lo que dice en tu corazón, porque Él tiene
palabras de vida eterna para nosotros, Él revela que Dios es Padre, es
amor. Él nos enseña el camino del amor, escuchalo a Jesús porque por
ahí nosotros con buena voluntad emprendemos caminos que parecen ser del
amor pero en definitiva son egoísmos disfrazados de amor. Tener cuidado
con los egoísmos disfrazados de amor. Escuchalo, porque Él te va a
decir cuál es el camino del amor. Escuchalo.
Resplandecer, la primera palabra, sean luminosos, escuchar para no
equivocarse el camino y al final la tercera palabra: No tener miedo. No
tengan miedo.
Una palabra que en la Biblia se repite tanto, en los Evangelios: no tengan miedo.
Estas fueron las últimas palabras que en ese momento de la Transfiguración, Jesús le dijo a los discípulos “no tengan miedo”.
A ustedes jóvenes que han vivido este gozo, estaba por decir esta
gloria, y bueno algo de gloria es este encuentro con nosotros. Ustedes
que cultivan sueños grandes pero a veces ofuscados por el temor de no
verlos realizarse; a ustedes que a veces piensan que no serán capaces
—un poco de pesimismo se nos mete a veces—, a ustedes, jóvenes,
tentados en este tiempo por el desánimo, por juzgarse quizás fracasados
o por intentar esconder el dolor disfrazándolo con una sonrisa; a
ustedes, jóvenes, que quieren cambiar el mundo, y está bien que quieran
cambiar el mundo.
A ustedes que quieren cambiar el mundo y que quieren luchar por la
justicia y la paz; a ustedes, jóvenes, que le ponen ganas y creatividad
a la vida, pero que les parece que no es suficiente; a ustedes,
jóvenes, que la Iglesia y el mundo necesitan la tierra, necesita la
lluvia; a ustedes, jóvenes, que son el presente y el futuro; sí,
precisamente a ustedes, jóvenes, hoy les dice: no tengan miedo, no
tengan miedo.
En un pequeño silencio, cada uno repita para sí mismo, en su corazón, estas palabras: No tengan miedo.
Queridos jóvenes, quisiera mirar a los ojos de cada uno de ustedes y
decirles: no tengan miedo, no tengan miedo. Es más, les digo algo muy
hermoso: ya no soy yo, es Jesús mismo el que los está mirando en este
momento, los está mirando. Él los conoce, conoce el corazón de cada uno
de ustedes, conoce la vida de cada uno de ustedes, conoce las alegrías,
conoce las tristezas, los éxitos y los fracasos. Conoce el corazón de
ustedes. Ve nuestros corazones. Y Él hoy les dice aquí en Lisboa, en
esta Jornada Mundial de la Juventud: no tengan miedo, no tengan miedo,
anímense, no tengan miedo.
Catequesis del Papa Francisco del 24 de junio de 2023
La pasión por la evangelización: el celo apostólico del creyente 17. Testigos: Santa María MacKillop
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
¡Hoy tenemos que tener un poco de paciencia, con este calor! ¡Gracias
por haber venido con este calor, con este sol, muchas gracias por
vuestra visita!
En esta serie de catequesis sobre el celo apostólico, estamos viendo
algunas figuras ejemplares de hombres y mujeres de todo tiempo y lugar,
que dieron la vida por el Evangelio. Hoy nos vamos lejos, a Oceanía, un
continente formado por muchísimas islas, grandes y pequeñas. La fe en
Cristo, que tantos emigrantes europeos llevaron a esas tierras, echó
raíces pronto y dio frutos abundantes (cfr. Exhort. ap. postsin.
Ecclesia in Oceania, 6). Entre ellos está una religiosa extraordinaria,
santa Mary MacKillop (1842-1909), fundadora de las Hermanas de San José
del Sagrado Corazón, que dedicó su vida a la formación intelectual y
religiosa de los pobres en la Australia rural.
Mary MacKillop nació cerca de Melbourne de padres que emigraron a
Australia desde Escocia. De niña, se sintió llamada por Dios a servirlo
y testimoniarlo no solo con las palabras, sino sobre todo con una vida
transformada por la presencia de Dios (cfr. Evangelii gaudium, 259).
Como María Magdalena, que fue la primera en encontrar a Jesús
resucitado y fue enviada por Él a llevar el anuncio a los discípulos,
Mary estaba convencida de ser ella también enviada a difundir la Buena
Noticia y a atraer a otros al encuentro con el Dios viviente.
Leyendo con sabiduría los signos de los tiempos, entendió que para ella
la mejor forma de hacerlo era a través de la educación de los jóvenes,
siendo consciente de que la educación católica es una forma de
evangelización. Es una gran forma de evangelización. Así, si podemos
decir que «cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para
reflejar y encarnar, en un momento determinado de la historia, un
aspecto del Evangelio» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 19), Mary
MacKillop lo fue sobre todo a través de la fundación de escuelas.
Una característica esencial de su celo por el Evangelio consistía en
cuidar de los pobres y los marginados. Y esto es muy importante: en el
camino de la santidad, que es el camino cristiano, los pobres y los
marginados son protagonistas y una persona no puede ir adelante en la
santidad si no se dedica también a ellos, de una forma u otra. Estos,
que necesitan de la ayuda del Señor, llevan la presencia del Señor. Una
vez leí una frase que me impresionó; decía así: “El protagonista de la
historia es el mendigo: los mendigos son aquellos que atraen la
atención sobre la injusticia, que es la gran pobreza en el mundo”, se
gasta el dinero para fabricar armas y no para producir comidas…. Y no
lo olvidéis: no hay santidad si, de una manera u otra, no hay cuidado
de los pobres, los necesitados, de aquellos que están un poco al margen
de la sociedad. Este cuidar de los pobres y de los marginados impulsaba
a Mary a ir a donde otros no querían o no podían ir. El 19 de marzo de
1866, fiesta de San José, abrió la primera escuela en un pequeño
suburbio al sur de Australia. Le siguieron tantas otras que ella y sus
hermanas fundaron en las comunidades rurales de Australia y Nueva
Zelanda. Se multiplicaron, porque el celo apostólico hace así:
multiplica las obras.
Mary MacKillop estaba convencida de que el propósito de la educación es
el desarrollo integral de la persona tanto como individuo que como
miembro de la comunidad; y que esto requiere sabiduría, paciencia y
caridad por parte de todo educador. En efecto, la educación no consiste
en llenar la cabeza de ideas: no, no es solo esto. ¿En qué consiste la
educación? En acompañar y animar a los estudiantes en el camino de
crecimiento humano y espiritual, mostrándoles cuánto la amistad con
Jesús Resucitado dilata el corazón y hace la vida más humana. Educar es
ayudar a pensar bien: a sentir bien —el lenguaje del corazón— y a hacer
bien —el lenguaje de las manos—. Esta visión es plenamente actual hoy,
cuando sentimos la necesidad de un “pacto educativo” capaz de unir a
las familias, las escuelas y toda la sociedad.
El celo de Mary MacKillop por la difusión del Evangelio entre los
pobres la condujo también a emprender otras obras de caridad, empezando
por la “Casa de la Providencia” abierta en Adelaida para acoger
ancianos y niños abandonados. Mary tenía mucha fe en la Providencia de
Dios: siempre confiaba que en cualquier situación Dios provee. Pero
esto no le ahorraba las preocupaciones y las dificultades que derivan
de su apostolado, y María tenía buenas razones: tenía que pagar las
cuentas, tratar con los obispos y los sacerdotes locales, gestionar las
escuelas y cuidar la formación profesional y espiritual de las
Hermanas; y, más tarde, los problemas de salud. Sin embargo, en todo
esto, permanecía tranquila, llevando con paciencia la cruz que es parte
integrante de la misión.
En una ocasión, en la fiesta de la Exaltación de la Cruz, Mary le dijo
a una de sus hermanas: “Hija mía, desde hace muchos años he aprendido a
amar la Cruz”. No se rindió en los momentos de prueba y de oscuridad,
cuando la oposición y el rechazo trataban de apagar su alegría. Veis:
todos los santos han encontrado oposiciones, también dentro de la
Iglesia. Es curioso, esto. También ella las vivió. Estaba convencida de
que, incluso cuando el Señor le asignaba «pan de asedio y aguas de
opresión» (Is 30,20), el mismo Señor respondería pronto a su grito y la
rodearía con su gracia. Este es el secreto del celo apostólico: la
relación continua con el Señor.
Hermanos y hermanas, que el discipulado misionero de santa Mary
MacKillop, su respuesta creativa a las necesidades de la Iglesia de su
tiempo, su compromiso por la formación integral de los jóvenes nos
inspire hoy a todos nosotros, llamados a ser levadura del Evangelio en
nuestras sociedades en rápida transformación. Que su ejemplo y su
intercesión sostengan el trabajo cotidiano de los padres, de los
profesores, de los catequistas y de todos los educadores, por el bien
de los jóvenes y por un futuro más humano y lleno de esperanza.
Catequesis del Papa Francisco del 7 de junio de 2023
La
pasión por la evangelización: el celo apostólico del creyente .
Testigos: Santa Teresa del Niño Jesús, patrona de las misiones
Queridos hermanos y hermanas: bienvenidos, ¡buenos días!
Están aquí delante de nosotros las reliquias de santa Teresa del Niño
Jesús, patrona universal de las misiones. Es hermoso que esto suceda
mientras estamos reflexionando sobre la pasión por la evangelización,
sobre el celo apostólico. Hoy, por tanto, dejémonos ayudar por el
testimonio de santa Teresita. Ella nació hace 150 años, y en este
aniversario tengo intención de dedicarle una Carta Apostólica.
Es patrona de las misiones, pero nunca estuvo en misión: ¿cómo se
explica esto? Era una monja carmelita y su vida estuvo bajo el signo de
la pequeñez y la debilidad: ella misma se definía “un pequeño grano de
arena”. De salud frágil murió con tan solo 24 años. Pero, aunque su
cuerpo estaba enfermo, su corazón era vibrante, era misionero. En su
“diario” cuenta que ser misionera era su deseo y que quería serlo no
solo por algunos años, sino para toda la vida, es más, hasta el fin del
mundo. Teresa fue “hermana espiritual” de diversos misioneros: desde el
monasterio los acompañaba con sus cartas, con la oración y ofreciendo
por ellos continuos sacrificios. Sin aparecer intercedía por las
misiones, como un motor que, escondido, da a un vehículo la fuerza para
ir adelante. Sin embargo, a menudo no fue entendida por las hermanas
monjas: obtuvo de ellas “más espinas que rosas”, pero aceptó todo con
amor, con paciencia, ofreciendo junto a la enfermedad, también las
críticas y las incomprensiones. Y lo hizo con alegría, lo hizo por las
necesidades de la Iglesia, para que, como decía, se esparcieran “rosas
sobre todos”, sobre todo sobre los más alejados.
Pero ahora, me pregunto, podemos preguntarnos nosotros, todo este celo,
esta fuerza misionera y esta alegría de interceder ¿de dónde llegan?
Nos ayudan a entenderlo dos episodios, que sucedieron antes de que
Teresa entrara en el monasterio. El primero se refiere al día que le
cambió la vida, la Navidad de 1886, cuando Dios obró un milagro en su
corazón. A Teresa le quedaban poco para cumplir catorce años. Siendo la
hija más pequeña, en casa era mimada por todos, pero no “malcriada”. Al
volver de la Misa de medianoche, el padre, muy cansado, no tenía ganas
de asistir a la apertura de los regalos de la hija y dijo: «¡Menos mal
que es el último año!», porque a los 15 años ya no se hacía. Teresa, de
carácter muy sensible y propensa a las lágrimas, se sintió mal, subió a
su habitación y lloró. Pero rápido se repuso de las lágrimas, bajó y
llena de alegría, fue ella la que animó al padre. ¿Qué había pasado?
Que, en esa noche, en la que Jesús se había hecho débil por amor, ella
se volvió fuerte de ánimo. Un verdadero milagro: en pocos instantes
había salido de la prisión de su egoísmo y de su lamento; empezó a
sentir que “la caridad le entraba en el corazón, con la necesidad de
olvidarse de sí misma” (cfr. Manuscrito A, 133-134). Desde entonces
dirigió su celo a los otros, para que encontraran a Dios y en vez de
buscar consolación para sí se propuso «consolar a Jesús, hacerlo amar
por las almas», porque —anotó Teresa— «Jesús está enfermo de amor y
[...] la enfermedad del amor sólo se cura con amor» (Carta a Marie
Guérin, julio 1890). Este es el propósito de todas sus jornadas: «hacer
amar a Jesús» (Carta a Céline, 15 octubre de 1889), interceder para que
los otros lo amaran. Escribió: «Quisiera salvar las almas y olvidarme
por ellos: quisiera salvarles también después de mi muerte» (Carta al
P. Roullan, 19 de marzo de 1897). En más de una ocasión dijo: «Pasaré
mi cielo a hacer el bien en la tierra». Este es el primer episodio que
le cambió la vida a los 14 años.
Y este celo, estaba dirigido sobre todo a los pecadores, a los
“alejados”. Lo revela el segundo episodio. Teresa supo de un criminal
condenado a muerte por crímenes horribles, se llamaba Enrico Pranzini
—ella nos dice su nombre—, considerado culpable del brutal homicidio de
tres personas, estaba destinado a la guillotina, pero no quiso recibir
el consuelo de la fe. Teresa lo tomó muy en serio e hizo todo lo que
pudo: reza de todas las formas por su conversión, para que el que, con
compasión fraterna, llama «pobre desgraciado Pranzini», tenga un
pequeño signo de arrepentimiento y haga espacio a la misericordia de
Dios, en la que Teresa confía ciegamente. Tuvo lugar la ejecución. Al
día siguiente Teresa leyó en el periódico que Pranzini, poco antes de
apoyar la cabeza en el patíbulo «se volvió, cogió el crucifijo que le
presentaba el sacerdote ¡y besó por tres veces sus llagas sagradas!».
La santa comenta: «Después su alma voló a recibir la sentencia
misericordiosa de Aquel que dijo que habrá más alegría en el cielo por
un solo pecador que se convierta que por los noventa y nueve justos que
no necesitan convertirse» (Manuscrito A, 135).
Hermanos y hermanas, esta es la fuerza de la intercesión movida por la
caridad, este es el motor de la misión. De hecho, los misioneros, de
los que Teresa es patrona, no son sólo los que hacen mucho camino,
aprenden lenguas nuevas, hacen obras de bien y son muy buenos
anunciando; no, misionero es también cualquiera que vive, donde se
encuentra, como instrumento del amor de Dios; es quien hace de todo
para que, a través de su testimonio, su oración, su intercesión, Jesús
pase. Y este es el celo apostólico que, recordémoslo siempre, no
funciona nunca por proselitismo —¡nunca!— o por constricción
—¡nunca!—, sino por atracción: la fe nace por atracción, uno no
se vuelve cristiano porque sea forzado por alguien, no, sino porque es
tocado por el amor. La Iglesia, antes que muchos medios, métodos y
estructuras, que a veces distraen de lo esencial, necesita corazones
como el de Teresa, corazones que atraen al amor y acercan a Dios.
Pidamos a la santa —tenemos las reliquias, aquí—, pidamos a la santa la
gracia de superar nuestro egoísmo y pidamos la pasión de interceder
para que esta atracción sea más grande en la gente y para que Jesús sea
conocido y amado.
Homilía del Papa Francisco en la Santa Misa de Nochebuena, 24 de diciembre de 2022
¿Qué
es lo que le sigue diciendo esta noche a nuestras vidas? Después de dos
milenios del nacimiento de Jesús, después de muchas Navidades
festejadas entre adornos y regalos, después de todo el consumismo que
ha envuelto el misterio que celebramos, hay un riesgo: sabemos muchas
cosas sobre la Navidad, pero nos olvidamos del significado. Y entonces,
¿cómo encontrar de nuevo el sentido de la Navidad? Y, sobre todo,
¿dónde buscarlo? El Evangelio del nacimiento de Jesús parece estar
escrito precisamente para esto, para tomarnos de la mano y llevarnos
allí donde Dios quiere.
De hecho, comienza con una situación parecida a la nuestra. Todos están
ocupados, disponiendo la realización de un importante evento, el gran
censo, que exigía muchos preparativos. En este sentido, el clima de
entonces era semejante al que rodea hoy la Navidad. Pero la narración
evangélica toma distancia de aquel escenario mundano; se separa de esa
imagen para ir a encuadrar otra realidad, sobre la que insiste. Fija su
atención en un pequeño objeto, aparentemente insignificante, que
menciona tres veces y en el que convergen los protagonistas de la
narración. En primer lugar, María, que coloca a Jesús «en un pesebre»
(Lc 2,7); después los ángeles, que anuncian a los pastores «un niño
recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre» (v. 12);
finalmente, los pastores, que encuentran «al recién nacido acostado en
el pesebre» (v. 16). Para encontrar de nuevo el sentido de la Navidad
hay que mirar allí, al pesebre. Pero, ¿por qué el pesebre es tan
importante? Porque es el signo —no casual— con el que Cristo entra en
la escena del mundo. Es el manifiesto con el que se presenta, el modo
con el que Dios nace en la historia para hacer renacer la historia. Por
lo tanto, ¿qué es lo que nos quiere decir a través del pesebre? Al
menos tres cosas: la cercanía, la pobreza y lo concreto.
1. La cercanía. El pesebre sirve para llevar la comida cerca de la boca
y consumirla más rápido. Puede así simbolizar un aspecto de la
humanidad: la voracidad en el consumir. Porque, mientras los animales
en el establo consumen la comida, los hombres en el mundo, hambrientos
de poder y de dinero, devoran de igual modo a sus vecinos, a sus
hermanos. ¡Cuántas guerras! Y en tantos lugares, todavía hoy, la
dignidad y la libertad se pisotean. Y las principales víctimas de la
voracidad humana siempre son los frágiles, los débiles. En esta
Navidad, como le sucedió a Jesús (cf. v. 7), una humanidad insaciable
de dinero, poder y placer tampoco le hace sitio a los más pequeños, a
tantos niños por nacer, a los pobres, a los olvidados. Pienso sobre
todo en los niños devorados por las guerras, la pobreza y la
injusticia. Pero Jesús llega precisamente allí, un niño en el pesebre
del descarte y del rechazo. En Él, niño de Belén, está cada niño. Y
está la invitación a mirar la vida, la política y la historia con los
ojos de los niños.
En el pesebre del rechazo y de la incomodidad, Dios se acomoda, llega
allí, porque allí está el problema de la humanidad, la indiferencia
generada por la prisa voraz de poseer y consumir. Cristo nace allí y en
ese pesebre lo descubrimos cercano. Llega donde se devora la comida
para hacerse nuestro alimento. Dios no es un padre que devora a sus
hijos, sino el Padre que en Jesús nos hace sus hijos y nos nutre de
ternura. Llega para tocarnos el corazón y decirnos que la única fuerza
que cambia el curso de la historia es el amor. No permanece distante y
potente, sino que se hace próximo y humilde; Él, que estaba sentado en
el cielo, se deja recostar en un pesebre.
Hermano, hermana, esta noche Dios se acerca a ti porque para Él eres
importante. Desde el pesebre, como alimento para tu vida, te dice: “Si
sientes que los acontecimientos te superan, si tu sentido de culpa y tu
incapacidad te devoran, si tienes hambre de justicia, yo, Dios, estoy
contigo. Sé lo que vives, lo he experimentado en el pesebre. Conozco
tus miserias y tu historia. He nacido para decirte que estoy y estaré
siempre cerca de ti”. El pesebre de Navidad, primer mensaje de un Dios
niño, nos dice que Él está con nosotros, nos ama, nos busca. Ánimo, no
te dejes vencer por el miedo, por la resignación, por el desánimo. Dios
nace en un pesebre para hacerte renacer precisamente allí, donde
pensabas que habías tocado fondo. No hay mal, no hay pecado del que
Jesús no quiera y no pueda salvarte. Navidad quiere decir que Dios es
cercano. ¡Que renazca la confianza!
2. El pesebre de Belén, además de la cercanía, nos habla de la pobreza.
Alrededor del pesebre, de hecho, no hay muchas cosas: maleza, algún
animal y poco más. La gente no estaba en el frío establo de una
vivienda, sino resguardada en los albergues. Pero Jesús nace en el
pesebre y allí nos recuerda que no tuvo a nadie alrededor, sino a
aquellos que lo querían: María, José y los pastores; todos eran pobres,
unidos por el afecto y el asombro; no por riquezas y grandes
posibilidades. El humilde pesebre, por tanto, saca a relucir las
verdaderas riquezas de la vida: no el dinero y el poder, sino las
relaciones y las personas.
Y la primera persona, la primera riqueza, es Jesús. Pero, ¿queremos
estar a su lado? ¿Nos acercamos a Él, amamos su pobreza, o preferimos
quedarnos cómodos en nuestros intereses? Sobre todo, ¿lo visitamos
donde Él se encuentra, es decir, en los pobres pesebres de nuestro
mundo? Allí Él está presente. Y nosotros estamos llamados a ser una
Iglesia que adora a Jesús pobre y sirve a Jesús en los pobres. Como
dijo un obispo santo: «la Iglesia […] apoya y bendice los esfuerzos por
transformar estas estructuras de injusticia y sólo pone una condición:
que las transformaciones sociales, económicas y políticas redunden en
verdadero beneficio de los pobres» (SAN ÓSCAR ARNULFO ROMERO, «La
Verdad, Fuerza de la Paz» Mensaje pastoral de Año Nuevo, 1 enero 1980).
Cierto, no es fácil dejar la tibia calidez de la mundanidad para
abrazar la belleza agreste de la gruta de Belén, pero recordemos que no
es verdaderamente Navidad sin los pobres. Sin ellos se festeja la
Navidad, pero no la de Jesús. Hermanos, hermanas, en Navidad, Dios es
pobre. ¡Que renazca la caridad!
3. Llegamos así al último punto: el pesebre nos habla de lo concreto.
En efecto, un niño en un pesebre representa una escena que impacta,
hasta el punto de ser cruda. Nos recuerda que Dios se ha hecho
verdaderamente carne. De manera que, respecto a Él, no son suficientes
las teorías, los pensamientos hermosos y los sentimientos piadosos.
Jesús, que nace pobre, vivirá pobre y morirá pobre; no hizo muchos
discursos sobre la pobreza, sino la vivió hasta las últimas
consecuencias por nosotros. Desde el pesebre hasta la cruz, su amor por
nosotros fue tangible, concreto: desde su nacimiento hasta su muerte,
el hijo del carpintero abrazó la aspereza del leño, la rudeza de
nuestra existencia. No nos amó con palabras, no nos amó en broma.
Y, por tanto, no se conforma con apariencias. Él, que se hizo carne, no
quiere sólo buenos propósitos. Él, que nació en el pesebre, busca una
fe concreta, hecha de adoración y de caridad, no de palabrería y
exterioridad. Él, que se pone al desnudo en el pesebre y se pondrá al
desnudo en la cruz, nos pide verdad, que vayamos a la verdad desnuda de
las cosas, que depositemos a los pies del pesebre las excusas, las
justificaciones y las hipocresías. Él, que fue envuelto con ternura en
pañales por María, quiere que nos revistamos de amor. Dios no quiere
apariencia, sino cosas concretas. No dejemos pasar esta Navidad sin
hacer algo de bueno. Ya que es su fiesta, su cumpleaños, hagámosle a Él
regalos que le agraden. En Navidad Dios es concreto, en su nombre
hagamos renacer un poco de esperanza a quien la ha perdido.
Jesús, te miramos, acurrucado en el pesebre. Te vemos tan cercano, que
estás junto a nosotros por siempre. Gracias, Señor. Te contemplamos
pobre, enseñándonos que la verdadera riqueza no está en las cosas, sino
en las personas, sobre todo en los pobres. Perdónanos, si no te hemos
reconocido y servido en ellos. Te vemos concreto, porque concreto es tu
amor por nosotros, ayúdanos a dar carne y vida a nuestra fe. Amén.
Homilía del Papa Francisco en el estadio nacional de Bahrein, 5 de noviembre de 2022
El
profeta Isaías dice que Dios hará surgir un Mesías, cuya «soberanía
será grande, y habrá una paz sin fin» (Is 9,6). Parece una
contradicción, ya que, de hecho, en la apariencia de este mundo (cf. 1
Co 7,31), lo que muchas veces vemos es que cuanto más se busca el
poder, más amenazada está la paz. En cambio, el profeta da un anuncio
extraordinariamente novedoso: el Mesías que llega es poderoso, sí, pero
no a la manera de un caudillo que trae la guerra y domina a los otros,
sino en cuanto «Príncipe de la paz» (v. 5), como Aquel que reconcilia a
los hombres con Dios y entre ellos. La grandeza de su poder no usa la
fuerza de la violencia, sino la debilidad del amor. Este es el poder de
Cristo: el amor. Y también a nosotros Él nos confiere el mismo poder,
el poder de amar, de amar en su nombre, de amar como Él ha amado.
¿Cómo? De manera incondicional, no sólo cuando todo va bien y sentimos
el deseo de amar, sino siempre; no sólo a nuestros amigos y vecinos,
sino a todos, incluso a los enemigos.
Amar siempre y amar a todos, reflexionemos un poco sobre esto.
En primer lugar, hoy las palabras de Jesús (cf. Mt 5,38-48) nos invitan
a amar siempre, es decir, a permanecer siempre en su amor, a cultivarlo
y practicarlo cualquiera que sea la situación que vivamos. Pero,
atención, la mirada de Jesús es concreta; no dice que será fácil y no
propone un amor sentimental y romántico, como si en nuestras relaciones
humanas no existiesen momentos de conflicto y entre los pueblos no
hubiera motivos de hostilidad. Jesús no es irenista, sino realista,
habla explícitamente de «los que les hacen el mal» y de «enemigos» (vv.
39.43). Sabe que en nuestras relaciones tiene lugar una lucha cotidiana
entre el amor y el odio; y que también dentro de nosotros, cada día, se
verifica un combate entre la luz y las tinieblas, entre muchos
propósitos y deseos de bien y esa fragilidad pecaminosa que
frecuentemente nos domina y nos arrastra hacia las obras del mal. Sabe
también qué es lo que experimentamos cuando, a pesar de tantos
esfuerzos generosos, no recibimos el bien que nos esperábamos, sino
que, incomprensiblemente, sufrimos un daño. E, incluso, ve y sufre
observando en nuestros días, en tantas partes del mundo, formas de
ejercer el poder que se nutren del abuso y la violencia, que buscan
aumentar su propio espacio restringiendo el de los demás, imponiendo su
dominio, limitando las libertades fundamentales y oprimiendo a los
débiles. Por tanto —dice Jesús— existen conflictos, opresiones y
enemistades.
Frente a todo esto, la pregunta importante que debemos hacernos es:
¿qué hacer cuando nos encontramos en estas situaciones? La propuesta de
Jesús es sorprendente, atrevida, audaz. Él pide a los suyos la valentía
de arriesgarse por algo que aparentemente parece la opción perdedora.
Pide que permanezcamos siempre, fielmente, en el amor, a pesar de todo,
incluso ante el mal y el enemigo. Reaccionar de una forma simplemente
humana nos encadena al “ojo por ojo, diente por diente”, pero eso
significa hacer justicia con las mismas armas del mal que recibimos.
Jesús se atreve a proponernos algo nuevo, distinto, impensable, suyo:
«yo les digo que no hagan frente al que les hace mal; al contrario, si
alguien te da una bofetada en la mejilla derecha, preséntale también la
otra» (v. 39). Esto nos pide el Señor, no que soñemos con un mundo
irénicamente animado por la fraternidad, sino que nos comprometamos en
primera persona, empezando por vivir concreta y valientemente la
fraternidad universal, perseverando en el bien incluso cuando recibimos
el mal, rompiendo la espiral de la venganza, desarmando la violencia,
desmilitarizando el corazón. El apóstol Pablo se hace eco de esto
cuando escribe: «No te dejes vencer por el mal. Por el contrario, vence
al mal, haciendo el bien» (Rm 12,21).
Por tanto, la invitación de Jesús no se refiere en primer lugar a las
grandes cuestiones de la humanidad, sino a las situaciones concretas de
nuestra vida: a nuestros lazos familiares, a las relaciones en la
comunidad cristiana, a los vínculos que se cultivan en la realidad
laboral y social en la que nos encontramos. Habrá fricciones, momentos
de tensión, conflictos, visiones distintas, pero quien sigue al
Príncipe de la paz debe buscar siempre la paz. Y no se puede
restablecer la paz si a una palabra ofensiva se responde con otra
palabra todavía peor, si a una bofetada le sigue otra. No, es necesario
“desactivar”, quebrar la cadena del mal, romper la espiral de
violencia, dejar de albergar rencores, dejar de quejarse y compadecerse
de sí mismo. Hay que permanecer en el amor, siempre, es el camino de
Jesús para dar gloria al Dios del cielo y construir la paz en la
tierra. Amar siempre.
Tomemos ahora el segundo aspecto: amar a todos. Podemos comprometernos
en el amor, pero no es suficiente si lo reducimos al estrecho ámbito de
aquellos de quienes recibimos ese mismo amor, de nuestros amigos, de
nuestros semejantes, familiares. También en este caso la invitación de
Jesús es sorprendente, porque extiende las fronteras de la ley y del
sentido común. Amar al prójimo, amar al que tenemos cerca de nosotros,
aunque es razonable, es ya difícil. En general, es lo que una comunidad
o un pueblo intentan hacer para conservar la paz internamente. Si uno
pertenece a la misma familia o a la misma nación, si se tienen las
mismas ideas o los mismos gustos, si se profesa el mismo credo, es
normal procurar ayudarse y quererse. Pero, ¿qué sucede si el que está
lejos se nos acerca, si el extranjero, el que es diferente o de otro
credo se convierte en nuestro vecino de casa? Esta tierra es
precisamente una imagen viva de la convivencia en la diversidad, de
nuestro mundo cada vez más marcado por la permanente migración de los
pueblos y del pluralismo de las ideas, usos y tradiciones. Es
importante, entonces, acoger esta provocación de Jesús: «Si ustedes
aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa merecen? ¿No hacen
lo mismo los publicanos?» (Mt 5,46). El verdadero desafío para ser
hijos del Padre y construir un mundo de hermanos es aprender a amar a
todos, incluso a los enemigos: «Ustedes han oído que se dijo: Amarás a
tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus
enemigos, rueguen por sus perseguidores» (vv. 43-44). Esto, en
realidad, significa elegir no tener enemigos, no ver en el otro un
obstáculo que se debe superar, sino un hermano y una hermana a quien
amar. Amar al enemigo es llevar a la tierra el reflejo del cielo, es
hacer bajar sobre el mundo la mirada y el corazón del Padre, que no
hace distinciones, no discrimina, sino que «hace salir el sol sobre
malos y buenos y hace caer la lluvia sobre justos e injustos» (v. 45).
Hermanos, hermanas, el poder de Jesús es el amor y Jesús nos da el
poder de amar así, de un modo que a nosotros nos parece sobrehumano.
Pero una capacidad semejante no puede ser sólo fruto de nuestros
esfuerzos, es ante todo una gracia. Una gracia que se debe pedir con
insistencia: “Jesús, tú que me amas, enséñame a amar como tú. Jesús, tú
que me perdonas, enséñame a perdonar como tú. Manda sobre mí tu
Espíritu, el Espíritu del amor”. Pidamos esto. Porque tantas veces
presentamos al Señor muchas peticiones, pero esto es lo esencial para
el cristiano, saber amar como Cristo. Amar es el don más grande, y lo
recibimos cuando damos espacio al Señor en la oración, cuando acogemos
su presencia en su Palabra que nos trasforma y en la revolucionaria
humildad de su Pan partido. Así, lentamente, caen las murallas que
endurecen nuestro corazón y encontramos la alegría de practicar obras
de misericordia para con todos. Entonces comprendemos que una vida
dichosa pasa a través de las bienaventuranzas, y consiste en ser
constructores de paz (cf. Mt 5,9).
Queridos amigos, quisiera agradecer vuestro sereno y alegre testimonio
de fraternidad, para ser en esta tierra semilla de amor y de paz. Es el
desafío que el Evangelio entrega cada día a nuestras comunidades
cristianas, a cada uno de nosotros. Y a ustedes, a todos los que han
venido a esta celebración desde los cuatro países del Vicariato
Apostólico de Arabia del Norte —Baréin, Kuwait, Qatar y Arabia
Saudita—, así como de otros países del Golfo, y también de otros
territorios, les traigo hoy el afecto y la cercanía de la Iglesia
universal, que los mira y los abraza, los quiere y los alienta.
Que la Virgen Santa, Nuestra Señora de Arabia, los acompañe en el camino y los guarde siempre en el amor hacia los demás.
Homilía del Papa Francisco en la clausura del X Encuentro Mundial de las Familias, 25 de junio de 2022
En el ámbito del X Encuentro Mundial de las Familias, este es el
momento de la acción de gracias. Hoy presentamos ante Dios con gratitud
—como en un gran ofertorio— todo lo que el Espíritu Santo ha sembrado
en vosotras, queridas familias. Algunas de vosotras habéis participado
en los momentos de reflexión e intercambio aquí en el Vaticano; otras
los habéis animado y vivido en vuestras respectivas diócesis, en una
especie de inmensa constelación. Imagino la riqueza de experiencias, de
propósitos, de sueños, y tampoco habrán faltado las preocupaciones y
las incertidumbres. Ahora presentamos todo al Señor, y le pedimos a Él
que os sostenga con su fuerza y con su amor. Sois papás, mamás, hijos,
abuelos, tíos; sois adultos, niños, jóvenes, ancianos; cada uno con una
experiencia diferente de familia, pero todos con la misma esperanza
hecha oración. Que Dios bendiga y proteja a vuestras familias y a todas
las familias del mundo.
En la segunda lectura, san Pablo nos ha hablado de libertad. La
libertad es uno de los bienes más valorados y buscados por el hombre
moderno y contemporáneo. Todos desean ser libres, no tener
condicionamientos, no estar limitados, y por eso aspiran a liberarse de
todo tipo de “prisión”: cultural, social, económica. Sin embargo,
cuántas personas carecen de la libertad más grande, la interior. La
libertad más grande es la libertad interior. El Apóstol nos recuerda a
nosotros cristianos que esta libertad es sobre todo un don, cuando
exclama: «Para la libertad nos ha liberado Cristo» (Ga 5,1). La
libertad nos ha sido dada. Todos nosotros nacemos con muchos
condicionamientos, interiores y exteriores, y sobre todo con la
tendencia al egoísmo, es decir, a ponernos nosotros mismos en el centro
y a buscar nuestros propios intereses. Pero Cristo nos ha liberado de
esta esclavitud. Para evitar malentendidos, san Pablo nos advierte que
la libertad que nos da Dios no es la falsa y vacía libertad del mundo,
que en realidad es «un pretexto para satisfacer los deseos carnales»
(Ga 5,13). No, la libertad que Cristo nos ha adquirido al precio de su
sangre está orientada totalmente al amor, para que —como decía y nos
dice hoy el Apóstol— «se hagan más bien esclavos unos de los otros, por
medio del amor» (ibíd.).
Todos vosotros cónyuges, formando vuestra familia, con la gracia de
Cristo habéis hecho esta elección valiente: no usar la libertad para
vosotros mismos, sino para amar a las personas que Dios ha puesto a
vuestro lado. En vez de vivir como “islas”, os habéis puesto “al
servicio los unos de los otros”. De este modo se vive la libertad en
familia. No hay “planetas” o “satélites” que viajan cada uno en su
propia órbita. La familia es el lugar del encuentro, del compartir, del
salir de sí mismos para acoger a los otros y estar cerca de ellos. Es
el primer lugar donde se aprende a amar. No os olvidéis nunca de que la
familia es el primer lugar donde se aprende a amar.
Hermanos y hermanas, mientras reafirmamos esto con gran convicción,
sabemos bien que en los hechos no siempre es así, por muchos motivos y
muchas situaciones diversas. Y así, precisamente mientras afirmamos la
belleza de la familia, sentimos más que nunca que debemos defenderla.
No dejemos que se contamine con los venenos del egoísmo, del
individualismo, de la cultura de la indiferencia y de la cultura del
descarte, y pierda así su “ADN” que es la acogida y el espíritu de
servicio. Esta es la fisonomía propia de la familia: la acogida, el
espíritu de servicio dentro de la familia.
La relación entre los profetas Elías y Eliseo, presentada en la primera
lectura, nos hace pensar en la relación entre las generaciones, en el
“paso del testigo” de padres a hijos. Esta relación en el mundo de hoy
no es sencilla y a menudo es motivo de preocupaciones. Los padres temen
que los hijos no sean capaces de orientarse en la complejidad y en la
confusión de nuestras sociedades, donde todo parece caótico y precario,
y que al final pierdan su camino. Este miedo hace a algunos padres
ansiosos, a otros sobreprotectores, y a veces termina incluso por
impedir el deseo de traer nuevas vidas al mundo.
Nos hace bien reflexionar sobre la relación entre Elías y Eliseo.
Elías, en un momento de crisis y de miedo por el futuro, recibe de Dios
la orden de ungir a Eliseo como su sucesor. Dios le hace entender a
Elías que el mundo no termina con él y le manda que transmita a otro su
misión. Este es el sentido del gesto descrito en el texto: Elías puso
su manto en los hombros de Eliseo, y desde ese momento el discípulo
toma el lugar del maestro para continuar el ministerio profético en
Israel. Dios muestra de este modo que tiene confianza en el joven
Eliseo. El anciano Elías le pasa la función, la vocación profética a
Eliseo. Se fía de un joven, se fía del futuro. En aquel gesto está toda
la esperanza, y con esperanza le pasa el testigo.
¡Qué importante es para los padres contemplar el modo de actuar de
Dios! Dios ama a los jóvenes, pero no por eso los preserva de todos los
peligros, desafíos y sufrimientos. Dios no es ansioso ni
sobreprotector. Pensad bien en esto: Dios no es ansioso ni
sobreprotector; al contrario, confía en ellos y llama a cada uno al
sentido de la vida y de la misión. Pensemos en el niño Samuel, en el
adolescente David, en el joven Jeremías; pensemos sobre todo en aquella
jovencita, de dieciséis o diecisiete años, que concibió a Jesús, la
Virgen María. Se fía de una jovencita. Queridos padres, la Palabra de
Dios nos muestra el camino: no preservar a los hijos de cualquier
malestar y sufrimiento, sino tratar de transmitirles la pasión por la
vida, de encender en ellos el deseo de que encuentren su vocación y que
abracen la gran misión que Dios ha pensado para ellos. Este
descubrimiento es justamente el que hace a Eliseo valiente,
determinado, y lo convierte en un adulto. El alejamiento de los
progenitores y la inmolación de los bueyes son precisamente el signo
por el que Eliseo comprendió que ahora “le tocaba a él”, que era el
momento de acoger la llamada de Dios y de llevar adelante cuanto había
visto hacer a su maestro. Y lo hará con valentía hasta el final de su
vida. Queridos padres, si ayudáis a vuestros hijos a que descubran y
acojan su vocación, veréis que ellos estarán “aferrados” a esta misión
y tendrán la fuerza de afrontar y superar las dificultades de la vida.
Quisiera agregar también que, para un educador, el mejor modo de ayudar
a otro a seguir su vocación es el de abrazar la propia vocación con
amor fiel. Fue lo que los discípulos vieron hacer a Jesús, y el
Evangelio de hoy nos muestra un momento emblemático, cuando Jesús «se
encaminó decididamente hacia Jerusalén» (Lc 9,51), sabiendo bien que
allí sería condenado y moriría. Y en el camino hacia Jerusalén, Jesús
sufrió el rechazo de los habitantes de Samaría, un rechazo que suscitó
la reacción indignada de Santiago y Juan, pero que Él aceptó porque
formaba parte de su vocación. Al principio fue rechazado en Nazaret
―pensemos en aquel día en la sinagoga de Nazaret (cf. Mt 13,53-58)―,
ahora en Samaría, y al final será rechazado en Jerusalén. Jesús acepta
todo esto porque ha venido para cargar sobre sí nuestros pecados. Del
mismo modo, no hay nada más estimulante para los hijos que ver a los
propios padres vivir el matrimonio y la familia como una misión, con
fidelidad y paciencia, a pesar de las dificultades, los momentos
tristes y las pruebas. Y esto que le sucedió a Jesús en Samaría
acontece en toda vocación cristiana, también en la familiar. Todos
sabemos que llegan momentos en los que es necesario cargar sobre sí las
resistencias, las cerrazones, las incomprensiones que provienen del
corazón humano y, con la gracia de Cristo, transformarlas en acogida
del otro, en amor gratuito.
En el camino hacia Jerusalén, inmediatamente después de este episodio,
que nos describe en cierto sentido la “vocación de Jesús”, el Evangelio
nos presenta otras tres llamadas, tres vocaciones de otros aspirantes a
discípulos de Jesús. El primero es invitado a no buscar una morada
estable, un lugar seguro siguiendo al Maestro. De hecho, Él «no tiene
dónde reclinar la cabeza» (Lc 9,58). Seguir a Jesús significa ponerse
en movimiento y permanecer siempre en movimiento, siempre “en camino”
con Él a través de las vicisitudes de la vida. ¡Qué verdadero es esto
para vosotros casados! También vosotros, acogiendo la llamada al
matrimonio y a la familia, habéis dejado vuestro “nido” y habéis
iniciado un viaje, del que no podíais conocer anticipadamente todas las
etapas, y que os mantiene en constante movimiento, con situaciones
siempre nuevas, acontecimientos inesperados, sorpresas, algunas de
ellas dolorosas. Así es el camino con el Señor. Es dinámico, es
impredecible, y es siempre un descubrimiento maravilloso. Recordemos
que el descanso de todo discípulo de Jesús está precisamente en hacer
cada día la voluntad de Dios, sea cual fuere.
El segundo discípulo es invitado a “no volver a enterrar a sus muertos”
(cf. vv. 59-60). No se trata de faltar al cuarto mandamiento, que
permanece siempre válido y que es un mandamiento que nos santifica
mucho; sino que es una invitación a obedecer sobre todo al primer
mandamiento: amar a Dios sobre todas las cosas. Así le sucedió también
al tercer discípulo, llamado a seguir a Cristo decididamente y con todo
el corazón, sin “volverse atrás”, ni siquiera para despedirse de sus
familiares (cf. vv. 61-62).
Queridas familias, también vosotras estáis invitadas a no tener otras
prioridades, a “no volveros atrás”, es decir, a no echar de menos la
vida de antes, la libertad de antes, con sus ilusiones engañosas.
Cuando no se acoge la novedad de la llamada de Dios la vida se
fosiliza, añorando el pasado. Y este camino de estar echando de menos
el pasado y no acoger las novedades que Dios nos manda, nos fosiliza,
siempre; nos vuelve duros, no nos hace humanos. Cuando Jesús llama,
también al matrimonio y a la familia, pide que miremos hacia adelante y
siempre nos precede en el camino, siempre nos precede en el amor y en
el servicio. Quien lo sigue no queda defraudado.
Queridos hermanos y hermanas, las lecturas de la liturgia de hoy,
todas, providencialmente, hablan de vocación, que es justamente el tema
de este décimo Encuentro Mundial de las Familias: “El amor familiar:
vocación y camino de santidad”. Con la fuerza de esta Palabra de vida,
os animo a retomar con decisión el camino del amor familiar,
compartiendo con todos los miembros de la familia la alegría de esta
llamada. Y no se trata de un trayecto fácil, no; no es un camino fácil.
Habrá momentos de oscuridad, momentos de dificultad en que pensaremos
que todo se acabó. Que el amor que vivís entre vosotros sea siempre
abierto, extrovertido, capaz de “alcanzar” a los más débiles y a los
heridos que encontráis a lo largo del camino; frágiles en el cuerpo y
frágiles en el alma. El amor, en efecto, también el familiar, se
purifica y se refuerza cuando se da.
La apuesta por el amor familiar es valiente; hace falta valor para
casarse. Vemos a tantos jóvenes que no tienen el valor de casarse,
muchas veces alguna mamá me dice: “Haga algo, hable con mi hijo, ¡ya
tiene 37 años y no se casa!”. “Pero, señora, no le planche las camisas,
empiece a alejarlo un poco, deje que salga del nido”. Porque el amor
familiar empuja a los hijos a volar, les enseña a volar y los anima a
volar. No es un amor posesivo, sino de libertad; siempre. Y luego, en
los momentos difíciles, en las crisis ―todas las familias tienen
crisis, todas pasan por ellas―, por favor, no tomes la salida fácil:
“Regreso con mamá”. No lo hagáis. Seguid adelante, con esta apuesta
valiente. Habrá momentos duros, habrá momentos difíciles, pero hay que
seguir adelante, siempre. Tu marido, tu mujer tiene esa chispa de amor
que habéis experimentado al principio; dejad que salga de vuestro
interior, descubrid de nuevo el amor. Esto os ayudará mucho en los
momentos de crisis.
La Iglesia está con vosotros, es más, la Iglesia está en vosotros. De
hecho, la Iglesia nació de una Familia, la de Nazaret, y está formada
principalmente por familias. Que el Señor os ayude cada día a
permanecer en la unidad, en la paz, en la alegría y también en la
perseverancia en los momentos difíciles, esa perseverancia fiel que nos
hace vivir mejor y que muestra a todos que Dios es amor y comunión de
vida.
Catequesis del Papa Francisco, 18 de mayo de 2022
Catequesis sobre la vejez 10. Job. La prueba de la fe, la bendición de la espera
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje bíblico que hemos escuchado cierra el Libro de Job, un
vértice de la literatura universal. Nosotros encontramos a Job en
nuestro camino de catequesis sobre la vejez: lo encontramos como
testigo de la fe que no acepta una “caricatura” de Dios, sino que grita
su protesta frente al mal, para que Dios responda y revele su rostro. Y
Dios al final responde, como siempre de forma sorprendente: muestra a
Job su gloria pero sin aplastarlo, es más, con soberana ternura, como
hace Dios, siempre, con ternura. Es necesario leer bien las páginas de
este libro, sin prejuicios, sin clichés, para captar la fuerza del
grito de Job. Nos hará bien ponernos en su escuela, para vencer la
tentación del moralismo ante la exasperación y el abatimiento por el
dolor de haberlo perdido todo.
En este pasaje conclusivo del libro —nosotros recordamos la historia,
Job que pierde todo en la vida, pierde las riquezas, pierde la familia,
pierde al hijo y pierde también la salud y se queda ahí, herido, en
diálogo con tres amigos, después un cuarto, que vienen a saludarlo:
esta es la historia— y en este pasaje de hoy, el pasaje conclusivo del
libro, cuando finalmente Dios toma la palabra (y este diálogo de Job
con sus amigos es como un camino para llegar al momento que Dios da su
palabra) Job es alabado porque ha comprendido el misterio de la ternura
de Dios escondida detrás de su silencio. Dios reprende a los amigos de
Job que suponían que sabían todo, sabían de Dios y del dolor y,
habiendo venido a consolar a Job, terminaron juzgándolo con sus
esquemas preconcebidos. ¡Dios nos guarde de este pietismo hipócrita y
presuntuoso! Dios nos guarde de esa religiosidad moralista y de esa
religiosidad de preceptos que nos da una cierta presunción y lleva al
fariseísmo y a la hipocresía.
Así se expresa el Señor respecto a ellos. Dice el Señor: «Mi ira se ha
encendido contra [vosotros] […], porque no habéis hablado con verdad de
mí, como mi siervo Job. […]: esto es lo que dice el Señor a los amigos
de Job. «Mi siervo Job intercederá por vosotros y, en atención a él, no
os castigaré por no haber hablado con verdad de mí, como mi siervo Job»
(42,7-8). La declaración de Dios nos sorprende, porque hemos leído las
páginas encendidas de la protesta de Job, que nos han dejado
consternados. Sin embargo —dice el Señor— Job habló bien, también
cuando estaba enfadado e incluso enfadado contra Dios, pero habló bien,
porque se negó a aceptar que Dios es un “Perseguidor”, Dios es otra
cosa. Y como recompensa, Dios le devuelve a Job el doble de todos sus
bienes, después de pedirle que ore por esos malos amigos suyos.
El punto de inflexión de la conversión de la fe se produce precisamente
en el culmen del desahogo de Job, donde dice: «Yo sé que vive mi
redentor, que se alzará el último sobre el polvo, que después que me
dejen sin piel, ya sin carne, veré a Dios. Sí, seré yo quien lo veré,
mis ojos lo verán, que no un extraño» (19,25-27). Este pasaje es
bellísimo. A mí me viene a la mente el final de ese oratorio genial de
Haendel, el Mesías, después de esa fiesta del Aleluya lentamente el
soprano canta este pasaje: “Yo sé que mi Redentor vive”, con paz. Y
así, después de toda esa cosa de dolor y de alegría de Job, la voz del
Señor es otra cosa. “Yo sé que mi Redentor vive”: es algo bellísimo.
Podemos interpretarlo así: “Mi Dios, yo sé que Tú no eres el
Perseguidor. Mi Dios vendrá y me hará justicia”. Es la fe sencilla en
la resurrección de Dios, la fe sencilla en Jesucristo, la fe sencilla
que el Señor siempre nos espera y vendrá.
La parábola del libro de Job representa de forma dramática y ejemplar
lo que en la vida sucede realmente. Es decir que sobre una persona,
sobre una familia o sobre un pueblo se abaten pruebas demasiado
pesadas, pruebas desproporcionadas respecto a la pequeñez y fragilidad
humana. En la vida a menudo, come se dice, “llueve sobre mojado”. Y
algunas personas se ven abrumadas por una suma de males que parece
verdaderamente excesiva e injusta. Y muchas personas son así.
Todos hemos conocido personas así. Nos ha impresionado su grito, pero a
menudo nos hemos quedado también admirados frente a la firmeza de su fe
y de su amor en su silencio. Pienso en los padres de niños con graves
discapacidades, o en quien vive una enfermedad permanente o al familiar
que está al lado… Situaciones a menudo agravadas por la escasez de
recursos económicos. En ciertas coyunturas de la historia, este cúmulo
de pesos parecen darse como una cita colectiva. Es lo que ha sucedido
en estos años con la pandemia del Covid-19 y lo que está sucediendo
ahora con la guerra en Ucrania.
¿Podemos justificar estos “excesos” como una racionalidad superior de
la naturaleza y de la historia? ¿Podemos bendecirlos religiosamente
como respuesta justificada a las culpas de las víctimas, que se lo han
merecido? No, no podemos. Existe una especie de derecho de la víctima a
la protesta, en relación con el misterio del mal, derecho que Dios
concede a cualquiera, es más, que Él mismo, después de todo, inspira. A
veces yo encuentro gente que se me acerca y me dice: “Pero, Padre, yo
he protestado contra Dios porque tengo este problema, ese otro…”. Pero,
sabes, que la protesta es una forma de oración, cuando se hace así.
Cuando los niños, los chicos protestan contra los padres, es una forma
de llamar su atención y pedir que les cuiden. Si tú tienes en el
corazón alguna llaga, algún dolor y quieres protestar, protesta también
contra Dios, Dios te escucha, Dios es Padre, Dios no se asusta de
nuestra oración de protesta, ¡no! Dios entiende. Pero sé libre, sé
libre en tu oración, ¡no encarceles tu oración en los esquemas
preconcebidos! La oración debe ser así, espontánea, como esa de un hijo
con el padre, que le dice todo lo que le viene a la boca porque sabe
que el padre lo entiende. El “silencio” de Dios, en el primer momento
del drama, significa esto. Dios no va a rehuir la confrontación, pero
al principio deja a Job el desahogo de su protesta, y Dios escucha.
Quizás, a veces, deberíamos aprender de Dios este respeto y esta
ternura. Y a Dios no le gusta esa enciclopedia —llamémosla así— de
explicaciones, de reflexiones que hacen los amigos de Job. Eso es zumo
de lengua, que no es adecuado: es esa religiosidad que explica todo,
pero el corazón permanece frío. A Dios no le gusta esto. Le gusta más
la protesta de Job o el silencio de Job.
La profesión de fe de Job —que emerge precisamente en su incesante
llamamiento a Dios, a una justicia suprema— se completa al final con la
experiencia casi mística, diría yo, que le hace decir: «Yo te conocía
solo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (42,5). ¡Cuánta gente,
cuántos de nosotros después de una experiencia un poco mala, un poco
oscura, da el paso y conoce a Dios mejor que antes! Y podemos decir,
como Job: “Yo te conocía de oídas, mas ahora te han visto mis ojos,
porque te he encontrado”. Este testimonio es particularmente creíble si
la vejez se hace cargo, en su progresiva fragilidad y pérdida. ¡Los
ancianos han visto muchas en la vida! Y han visto también la
inconsistencia de las promesas de los hombres. Hombres de ley, hombres
de ciencia, hombres de religión incluso, que confunden al perseguidor
con la víctima, imputando a esta la responsabilidad plena del propio
dolor. ¡Se equivocan!
Los ancianos que encuentran el camino de este testimonio, que convierte
el resentimiento por la pérdida en la tenacidad por la espera de la
promesa de Dios —hay un cambio, del resentimiento por la pérdida hacia
una tenacidad para seguir la promesa de Dios—, estos ancianos son un
presidio insustituible para la comunidad en el afrontar el exceso del
mal. La mirada de los creyentes que se dirige al Crucificado aprende
precisamente esto. Que podamos aprenderlo también nosotros, de tantos
abuelos y abuelas, de tantos ancianos que, como María, unen su oración,
a veces desgarradora, a la del Hijo de Dios que en la cruz se abandona
al Padre. Miremos a los ancianos, miremos a los viejos, las viejas, las
viejitas; mirémoslos con amor, miremos su experiencia personal. Ellos
han sufrido mucho en la vida, han aprendido mucho en la vida, han
pasado muchas, pero al final tienen esta paz, una paz —yo diría— casi
mística, es decir la paz del encuentro con Dios, tanto que pueden decir
“Yo te conocía de oídas, mas ahora te han visto mis ojos”. Estos viejos
se parecen a esa paz del Hijo de Dios en la cruz que se abandona al
Padre.
Catequesis del Papa Francisco, 20 de abril de 2022
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, con la ayuda de la Palabra de Dios, abrimos un pasaje a través de
la fragilidad de la edad anciana, marcada de forma especial por
las experiencias del desconcierto y del desánimo, de la pérdida y del
abandono, de la desilusión y la duda.
Naturalmente, las experiencias de nuestra fragilidad, frente a las
situaciones dramáticas – a veces trágicas – de la vida, pueden suceder
en todo tiempo de la existencia. Sin embargo, en la edad anciana,
estas pueden suscitar menos impresión e inducir en los otros una
especie de hábito, incluso de molestia.
Cuántas veces hemos oído o hemos pensado que los ancianos molestan o
estos ancianos siempre molestan. No digan que no, porque es sí. Lo
hemos dicho y lo hemos pensado.
Las heridas más graves de la infancia y de la juventud provocan,
justamente, un sentido de injusticia y de rebelión, una fuerza de
reacción y de lucha. Sin embargo, las heridas, también graves, de la
edad anciana están acompañadas, inevitablemente, por la sensación de
que, sea como sea, la vida no se contradice, porque ya ha sido
vivida. Y así los ancianos se alejan un poco también de nuestra
experiencia, queremos alejarlos.
En la común experiencia humana, el amor – como se dice – es
descendiente: no vuelve sobre la vida que está detrás de las espaldas
con la misma fuerza con la que se derrama sobre la vida que está
todavía delante. La gratuidad del amor aparece también en esto: los
padres lo saben desde siempre, los ancianos lo aprenden pronto. A
pesar de eso, la revelación abre un camino para una restitución
diferente del amor: es el camino de honrar a quien nos ha precedido. La
vida de honrar a las personas que nos han precedido, y de aquí honrar a
los
ancianos.
Este amor especial que se abre el camino en la forma del honor –
ternura y respeto al mismo tiempo – destinada a la edad anciana
está sellado por el mandamiento de Dios. «Honrar al padre y a la
madre» es un compromiso solemne, el primero de la “segunda tabla” de
los diez mandamientos.
No se trata solamente del propio padre y de la propia madre. Se trata
de la generación y de las generaciones que preceden, cuya despedida
también puede ser lenta y prolongada, creando un tiempo y un espacio de
convivencia de larga duración con las otras edades de la vida. En otras
palabras, se trata de la vejez de la vida.
Honor es una buena palabra para enmarcar este ámbito de restitución del
amor que concierne a la edad anciana. Nosotros hemos recibido el amor
de nuestros padres, de nuestros abuelos, y ahora nosotros sustituimos
este amor a ellos, a los ancianos, a los abuelos. Nosotros hoy hemos
descubierto el término “dignidad”, para indicar el valor del respeto y
del cuidado de la vida de todos. Dignidad, equivale sustancialmente al
honor. Honorar a los padres y madres, honorar a los ancianos es
reconocer la dignidad que tienen.
Pensemos bien en esta bonita declinación del amor que es el honor. El
cuidado mismo del enfermo, el apoyo a quien no es autosuficiente,
la garantía del sustento, les puede faltar el honor. El honor
falla cuando el exceso de confianza, en vez de decantarse como
delicadeza y afecto, ternura y respeto, se convierte en rudeza y
prevaricación.
Cuando la debilidad es reprochada, e incluso castigada, como
si fuera una culpa. Cuando el desconcierto y la confusión se
convierten en una apertura para la burla y la agresividad. Puede
suceder incluso entre las paredes domésticas, en las residencias, como
también en las oficinas o en los espacios abiertos de la
ciudad.
Animar en los jóvenes, también indirectamente, una actitud de
suficiencia – e incluso de desprecio – en relación con la edad anciana,
de sus debilidades y de su precariedad, produce cosas horribles.
Abre el camino a excesos inimaginables. Los chicos que queman la
manta de un “vagabundo”, lo hemos visto, porque lo ven como un
desecho humano. Muchas veces vemos a los ancianos como un descarte, o
los metemos nosotros en el descarte. Estos chicos que queman la manta
de un vagabundo son la punta del iceberg, es decir del desprecio por
una vida que, lejos de las atracciones y de las pulsiones de la
juventud, aparece ya como una vida de descarte. Descarte es
la palabra que va aquí, despreciar a los ancianos y descartarlos de la
vida, ponerlos a parte, echarlos fuera.
Este desprecio, que deshonra al anciano, en realidad nos deshonra a
todos nosotros. Si yo deshonro al anciano, me deshonro a mi mismo. El
pasaje del Libro del Eclesiástico, es justamente duro en relación con
este deshonor, que clama venganza a los ojos de Dios. Existe un
pasaje, en la historia de Noé, muy expresivo en relación con esto. No
sé si lo tienen en mente.
El viejo Noé, héroe del diluvio y todavía gran trabajador, yace
descompuesto después de haber bebido algún vaso de más. El anciano ha
bebido demasiado. Los hijos, por no hacerle despertar en la vergüenza,
lo cubren con delicadeza, con la mirada baja, con gran respeto. Este
texto es muy bonito y dice todo del honor debido al anciano.
Cubrir las debilidades del anciano para que no tengan vergüenza. Es un
texto que nos ayuda mucho.
No obstante todas las providencias materiales que las sociedades más
ricas y organizadas ponen a disposición de la vejez – de las
cuales podemos ciertamente estar orgullosos -, la lucha por la
restitución de esa forma especial de amor que es el honor, me
parece todavía frágil e inmadura.
Debemos hacer de todo para sostenerla y animarla,
ofreciendo mejor apoyo social y cultural a aquellos que son sensibles a
esta decisiva forma de “civilización del amor”. Y sobre esto me permito
aconsejar a los padres, acercar a los hijos, los niños y los jóvenes a
los ancianos. Acercarles siempre, y cuando el anciano está enfermo, un
poco fuera de cabeza, acercarles siempre. Que sepan que esta es nuestra
carne, que esto sea lo que ha hecho posible que nosotros estemos aquí.
Por favor no alejéis a los ancianos, y si no hay otra posibilidad que
enviarles a una residencia, por favor ir a verles y llevar a los niños
a verles. Son el honor de nuestra civilización, los ancianos que han
abierto las puertas.
Y muchas veces, los hijos se olvidan de esto. Os digo una cosa
personal, a mi me gustaba visitar las residencias de ancianos en Buenos
Aires, iba a menudo, visitaba a cada uno. Y recuerdo una vez que
pregunté a una señora cuántos hijos tenía. Me dijo que tenía cuatro,
todos casados con hijos, y comenzó a hablarme de su familia. Le
pregunté si ellos venían y dijo “sí, vienen siempre”.
Cuando salí de la habitación, la enfermera que había escuchado me dijo:
“Padre, ha dicho una mentira para cubrir a sus hijos. Desde hace seis
meses no viene nadie”.
Esto es descartar a los ancianos y pensar que son material de descarte.
Por favor, es un pecado grave. Este es el primer mandamiento y el único
que dice el premio: Honrarás a tu padre y a tu madre y tendrás vida
eterna en la tierra. Este mandamiento de honrar a los ancianos nos da
una bendición, que se expresa en este modo de tener una larga vida. Por
favor, cuiden a los ancianos, y si pierden la cabeza, cuiden a los
ancianos. Porque son la presencia de la historia, la presencia de la
familia, y gracias a ellos yo estoy aquí y podemos decirlo todos
nosotros. Gracias a ti, abuelo y abuela, yo estoy vivo. Por favor, no
le dejéis solos.
Y esto de cuidar a los ancianos no es una cuestión de cosméticos y de
cirugía plástica. Más bien es una cuestión de honor, que debe
transformar la educación de los jóvenes respecto a la vida y a sus
fases.
El amor por lo humano que nos es común, incluido el honor por la vida
vivida, no es una cuestión para los ancianos. Más bien, es una
ambición que iluminará a la juventud que hereda sus mejores
cualidades. La sabiduría del Espíritu de Dios nos conceda abrir el
horizonte de esta auténtica revolución cultural con la energía
necesaria.
Catequesis del Papa Francisco en el Domingo de Ramos, 10 de abril de 2022
El
Papa Francisco celebró este domingo 10 de abril, Domingo de Ramos, la
Misa de la Pasión del Señor, donde señaló que Dios nunca se cansa de
perdonar y que “el privilegio de cada uno de nosotros es ser amado y
perdonado”.
También recordó la “locura de la guerra, donde se vuelve a crucificar a
Cristo” y aseguró que “Cristo es clavado en la cruz una vez más en las
madres que lloran la muerte injusta de los maridos y de los hijos. Es
crucificado en los refugiados que huyen de las bombas con los
niños en brazos. Es crucificado en los ancianos que son abandonados a
la muerte, en los jóvenes privados de futuro, en los soldados enviados
a matar a sus hermanos”.
A continuación, la homilía pronunciada por el Papa Francisco:
En el Calvario se enfrentan dos mentalidades. Las palabras de Jesús
crucificado en el Evangelio se contraponen, en efecto, a las de
los que lo crucifican. Estos repiten un estribillo: “Sálvate a ti
mismo”. Lo dicen los jefes: «¡Que se salve a sí mismo si este es el
Mesías de Dios, el elegido!» (Lc 23,35). Lo reafirman los
soldados: «¡Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo!»
(v. 37). Y finalmente, también uno de los malhechores, que escuchó,
repite la idea: «¿Acaso no eres el Mesías? ¡Sálvate a ti mismo!»
(v. 39). Salvarse a sí mismo, cuidarse a sí mismo, pensar en sí
mismo; no en los demás, sino solamente en la propia salud, en el propio
éxito, en los propios intereses; en el tener, en el poder y en la
apariencia. Sálvate a ti mismo: es el estribillo de la humanidad
que ha crucificado al Señor. Reflexionemos sobre esto.
Pero a la mentalidad del yo se opone la de Dios; el sálvate a ti mismo
discuerda con el Salvador que se ofrece a sí mismo. En el
Evangelio de hoy también Jesús, como sus opositores, toma la
palabra tres veces en el Calvario (cf. vv. 34.43.46). Pero en ningún
caso reivindica algo para sí; es más, ni siquiera se defiende o
se justifica a sí mismo. Reza al Padre y ofrece misericordia al
buen ladrón. Una expresión suya, en particular, marca la diferencia
respecto al sálvate a ti mismo: «Padre, perdónalos» (v.
34).
Detengámonos en estas palabras. ¿Cuándo las dice el Señor? En un
momento específico, durante la crucifixión, cuando siente que los
clavos le perforan las muñecas y los pies. Intentemos imaginar el
dolor lacerante que eso provocaba. Allí, en el dolor físico más agudo
de la pasión, Cristo pide perdón por quienes lo están
traspasando. En esos momentos, uno sólo quisiera gritar toda su
rabia y sufrimiento; en cambio, Jesús dice: Padre, perdónalos. A
diferencia de otros mártires, que son mencionados en la Biblia
(cf. 2 Mac 7,18-19), no reprocha a sus verdugos ni amenaza con
castigos en nombre de Dios, sino que reza por los malvados. Clavado en
el patíbulo de la humillación, aumenta la intensidad del don, que se
convierte en perdón.
Hermanos, hermanas, pensemos que Dios hace lo mismo con nosotros.
Cuando le causamos dolor con nuestras acciones, Él sufre y tiene
un solo deseo: poder perdonarnos. Para darnos cuenta de esto,
contemplemos al Crucificado. El perdón brota de sus llagas, de esas
heridas dolorosas que le provocan nuestros clavos. Contemplemos a Jesús
en la cruz y pensemos que nunca hemos recibido palabras más
bondadosas: Padre, perdónalos.
Contemplemos a Jesús en la cruz y veamos que nunca hemos recibido
una mirada más tierna y compasiva. Contemplemos a Jesús en la cruz
y comprendamos que nunca hemos recibido un abrazo más amoroso.
Contemplemos al Crucificado y digamos: “Gracias, Jesús, me amas y me
perdonas siempre, aun cuando a mí me cuesta amarme y
perdonarme”.
Allí, mientras es crucificado, en el momento más duro, Jesús vive su
mandamiento más difícil: el amor por los enemigos. Pensemos en
alguien que nos haya herido, ofendido, desilusionado; en alguien
que nos haya hecho enojar, que no nos haya comprendido o no haya
sido un buen ejemplo. ¡Cuánto tiempo perdemos pensando en quienes
nos han hecho daño! Y también mirándonos dentro de nosotros
mismos y lamiéndonos las heridas que nos han causado los otros,
la vida, la historia.
Hoy Jesús nos enseña a no quedarnos ahí, sino a reaccionar, a romper el
círculo vicioso del mal y de las quejas, a responder a los clavos
de la vida con el amor y a los golpes del odio con la caricia del
perdón. Pero nosotros, discípulos de Jesús, ¿seguimos al Maestro o a
nuestro instinto rencoroso? Es una pregunta que debemos hacernos.
Si queremos verificar nuestra pertenencia a Cristo, veamos cómo
nos comportamos con quienes nos han herido. El Señor nos pide que
no respondamos según nuestros impulsos o como lo hacen los demás,
sino como Él lo hace con nosotros. Nos pide que rompamos la
cadena del “te quiero si tú me quieres; soy tu amigo si eres mi amigo;
te ayudo si me ayudas”. No, compasión y misericordia para todos,
porque Dios ve en cada uno a un hijo. No nos separa en buenos y
malos, en amigos y enemigos. Somos nosotros los que lo hacemos,
haciéndolo sufrir. Para Él todos somos hijos amados, que desea
abrazar y perdonar.
También esa invitación al banquete del Hijo, el Señor invita a todos:
blancos, negros, buenos, malos, a todos. Sanos, enfermos, todos. El
amor de Jesús es para todos. No hay privilegios en esto, es para todos.
El privilegio de cada uno de nosotros es ser amado y perdonados.
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. El Evangelio destaca
que Jesús «decía» (v. 34) esto. No lo dijo una sola vez en el
momento de la crucifixión, sino que pasó las horas que estuvo en
la cruz con estas palabras en los labios y en el corazón. Dios no se
cansa de perdonar. Debemos entender esto, pero entenderlo no sólo con
la mente sino también con el corazón. Dios no se cansa de perdonar,
somos nosotros quienes nos cansamos de pedir perdón, Él nunca se cansa
de perdonar.
N es que aguante hasta un cierto punto para luego cambiar de idea, como
estamos tentados de hacer nosotros. Jesús —enseña el Evangelio de
Lucas— vino al mundo a traernos el perdón de nuestros pecados
(cf. Lc 1,77) y al final nos dio una instrucción precisa: predicar a
todos, en su nombre, el perdón de los pecados (cf. Lc 24,47). No nos
cansemos del perdón de Dios, ni nosotros sacerdotes de administrarlo,
ni cada cristiano de recibirlo y testimoniarlo. Nos nos cansemos del
perdón de Dios.
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Observemos algo más.
Jesús no sólo implora el perdón, sino que dice también el motivo:
perdónalos porque no saben lo que hacen. Pero, ¿cómo? Los que lo
crucificaron habían premeditado su muerte, organizado su captura,
los procesos, y ahora están en el Calvario para asistir a su
final. Y, sin embargo, Cristo justifica a esos violentos porque
no saben. Así es como Jesús se comporta con nosotros: se hace nuestro
abogado. No se pone en contra de nosotros, sino de nuestra parte
contra nuestro pecado. Y es interesante el argumento que utiliza:
porque no saben. Cuando se usa la violencia ya no se sabe nada de Dios,
que es Padre, ni tampoco de los demás, que son hermanos. Se nos
olvida porqué estamos en el mundo y llegamos a cometer crueldades
absurdas. Lo vemos en la locura de la guerra, donde se vuelve a
crucificar a Cristo. Sí, Cristo es clavado en la cruz una vez más en
las madres que lloran la muerte injusta de los maridos y de los
hijos. Es crucificado en los refugiados que huyen de las bombas
con los niños en brazos. Es crucificado en los ancianos que son
abandonados a la muerte, en los jóvenes privados de futuro, en los
soldados enviados a matar a sus hermanos. Cristo es crucificado
hoy allí.
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Muchos escuchan esta
frase inaudita; pero sólo uno la acoge. Es un malhechor,
crucificado junto a Jesús. Podemos pensar que la misericordia de
Cristo suscitó en él una última esperanza que lo llevó a pronunciar
estas palabras: «Jesús, acuérdate de mí» (Lc 23,42). Como
diciendo: “Todos se olvidaron de mí, pero tú piensas incluso en quienes
te crucifican. Contigo, entonces, también hay lugar para mí”. El buen
ladrón acoge a Dios mientras su vida está por terminar, y así su
vida empieza de nuevo; en el infierno del mundo ve abrirse el paraíso:
«Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Este es el prodigio del
perdón de Dios, que transforma la última petición de un condenado a
muerte en la primera canonización de la historia.
Hermanos, hermanas, en esta semana acojamos la certeza de que Dios
puede perdonar todo pecado, toda distancia, y puede cambiar todo
lamento en danza (cf. Sal 30,12); la certeza de que con Jesús
siempre hay un lugar para cada uno; de que con Jesús nunca es el fin,
nunca es demasiado tarde. Con Dios siempre se puede volver a vivir.
Ánimo, caminemos hacia la Pascua con su perdón. Porque Cristo intercede
continuamente ante el Padre por nosotros (cf. Hb 7,25) y, mirando
nuestro mundo violento y herido, no se cansa nunca de repetir, y
nosotros lo hacemos ahora con nuestro corazón en silencio. Repetir con
Jesús: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
Catequesis del Papa Francisco sobre la vejez, 23 de marzo de 2022
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la Biblia, el pasaje de la muerte del viejo Moisés está precedido
por su testamento espiritual, llamado “Cántico de Moisés”. Este Cántico
es en primer lugar una bellísima confesión de fe, y dice así: «Porque
voy a aclamar el nombre de Yahveh; ¡ensalzad a nuestro Dios! Él es la
Roca, su obra es consumada, pues todos sus caminos son justicia. Es
Dios de lealtad, no de perfidia, es justo y recto» (Dt 32,3-4).
Pero también es memoria de la historia vivida con Dios, de las
aventuras del pueblo que se ha formado a partir de la fe en el Dios de
Abraham, Isaac y Jacob. Y por tanto Moisés recuerda también las
amarguras y las desilusiones del mismo Dios: Su fidelidad puesta
continuamente a prueba por la infidelidad de su pueblo. El Dios fiel y
la respuesta del pueblo infiel: como si el pueblo quisiera poner a
prueba la fidelidad de Dios. Y Él permanece siempre fiel, cerca de su
pueblo. Este es precisamente el núcleo del Cántico de Moisés: la
fidelidad de Dios que nos acompaña durante toda la vida.
Cuando Moisés pronuncia esta confesión de fe está en el umbral de la
tierra prometida, y también de su despedida de la vida. Tenía ciento
veinte años, señala la narración, pero «no se había apagado su ojo» (Dt
34,7). Esa capacidad de ver, ver realmente y también ver
simbólicamente, como tienen los ancianos, que saben ver las cosas, el
significado más profundo de las cosas. La vitalidad de su mirada es un
don valioso: le consiente transmitir la herencia de su larga
experiencia de vida y de fe, con la lucidez necesaria. Moisés ve la
historia y transmite la historia; los ancianos ven la historia y
transmiten la historia.
Una vejez a la cual le es concedida esta lucidez es un don valioso para
la próxima generación. La escucha personal y directa del pasaje de la
historia de fe vivida, con todos sus altibajos, es insustituible.
Leerla en los libros, verla en las películas, consultarla en internet,
aunque sea útil, nunca será lo mismo. Esta transmisión —¡que es la
auténtica tradición, la transmisión concreta del anciano al joven!—,
esta transmisión le falta mucho hoy, y cada vez más, a las nuevas
generaciones. ¿Por qué? Porque esta civilización nueva tiene la idea de
que los ancianos son material de descarte, los ancianos deben ser
descartados. ¡Esto es una brutalidad! No, no es así. La narración
directa, de persona a persona, tiene tonos y modos de comunicación que
ningún otro medio puede sustituir. Un anciano que ha vivido mucho, y
obtiene el don de un lúcido y apasionado testimonio de su historia, es
una bendición insustituible. ¿Somos capaces de reconocer y de honrar
este don de los ancianos? ¿La transmisión de la fe —y del sentido de la
vida— sigue hoy este camino de escucha de los ancianos? Yo puedo
dar un testimonio personal. El odio y la rabia contra la guerra yo lo
aprendí de mi abuelo que combatió en el Piave, en 1914: él me
transmitió esta rabia a la guerra. Porque me contó los sufrimientos de
una guerra. Y esto no se aprende ni en los libros ni de otra manera, se
aprende así, transmitiéndola de abuelos a nietos. Y esto es
insustituible. La transmisión de la experiencia de vida de los abuelos
a los nietos. Lamentablemente hoy esto no es así y se piensa que los
abuelos sean material de descarte: ¡no! Son la memoria viva de un
pueblo y los jóvenes y los niños deben escuchar a los abuelos.
En nuestra cultura, tan “políticamente correcta”, este camino resulta
obstaculizado de varias formas: en la familia, en la sociedad, en la
misma comunidad cristiana. Hay quien propone incluso abolir la
enseñanza de la historia, como una información superflua sobre mundos
que ya no son actuales, que quita recursos al conocimiento del
presente. ¡Cómo si nosotros hubiéramos nacido ayer!
A la transmisión de la fe, por otro lado, le falta a menudo la pasión
propia de una “historia vivida”. Transmitir la fe no es decir las cosas
“bla-bla-bla”. Es contar la experiencia de fe. ¿Y entonces difícilmente
puede atraer a elegir el amor para siempre, la fidelidad a la palabra
dada, la perseverancia en la entrega, la compasión por los rostros
heridos y abatidos? Ciertamente, las historias de la vida deben ser
transformadas en testimonio, y el testimonio debe ser leal. No es
ciertamente leal la ideología que doblega la historia a los propios
esquemas; no es leal la propaganda, que adapta la historia a la
promoción del propio grupo; no es leal hacer de la historia un tribunal
en el que se condena todo el pasado y se desalienta todo futuro. Ser
leal es contar la historia como es, y solamente la puede contar bien
quien la ha vivido. Por esto es muy importante escuchar a los ancianos,
escuchar a los abuelos, es importante que los niños hablen con ellos.
Los mismos Evangelios cuentan honestamente la historia bendita de Jesús
sin esconder los errores, las incomprensiones e incluso las traiciones
de sus discípulos. Esta es la historia, es la verdad, esto es
testimonio. Este es el don de la memoria que los “ancianos” de la
Iglesia transmiten, desde el inicio, pasándolo “de mano en mano” a la
próxima generación. Nos hará bien preguntarnos: ¿cuánto valoramos esta
forma de transmitir la fe, de pasar el testigo entre los ancianos de la
comunidad y los jóvenes que se abren al futuro? Y aquí me viene a la
mente algo que he dicho muchas veces, pero quisiera repetirlo. ¿Cómo se
transmite la fe? “Ah, aquí hay un libro, estúdialo”: no. Así no se
puede transmitir la fe. La fe se transmite en dialecto, es decir en el
habla familiar, entre abuelos y nietos, entre padres y nietos. La fe se
transmite siempre en dialecto, en ese dialecto familiar y vivencial
aprendido a lo largo de los años. Por eso es muy importante el diálogo
en una familia, el diálogo de los niños con los abuelos que son
aquellos que tienen la sabiduría de la fe.
A veces reflexiono sobre esta extraña anomalía. El catecismo de la
iniciación cristiana bebe hoy generosamente en la Palabra de Dios y
transmite información precisa sobre los dogmas, sobre la moral de la fe
y los sacramentos. A menudo falta, sin embargo, un conocimiento de la
Iglesia que nazca de la escucha y del testimonio de la historia real de
la fe y de la vida de la comunidad eclesial, desde el inicio hasta
nuestros días. De niños se aprende la Palabra de Dios en las aulas del
catecismo; pero la Iglesia se “aprende”, de jóvenes, en las aulas
escolares y en los medios de comunicación de la información global.
La narración de la historia de fe debería ser como el Cántico de
Moisés, como el testimonio de los Evangelios y de los Hechos de los
Apóstoles. Es decir, una historia capaz de recordar con emoción la
bendición de Dios y con lealtad nuestras faltas. Sería bonito que en
los itinerarios de catequesis existiera desde el principio también la
costumbre de escuchar, de la experiencia vivida de los ancianos, la
lúcida confesión de las bendiciones recibidas por Dios, que debemos
custodiar, y el leal testimonio de nuestras faltas de fidelidad, que
debemos reparar y corregir. Los ancianos entran en la tierra prometida,
que Dios desea para toda generación, cuando ofrecen a los jóvenes la
bella iniciación de su testimonio y transmiten la historia de la fe, la
fe en dialecto, ese dialecto familiar, ese dialecto que pasa de los
ancianos a los jóvenes. Entonces, guiados por el Señor Jesús, ancianos
y jóvenes entran juntos en su Reino de vida y de amor. Pero todos
juntos. Todos en familia, con este tesoro grande que es la fe
transmitida en dialecto.
Catequesis del Papa Francisco sobre la vejez, 23 de febrero de 2022
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Hemos terminado las catequesis sobre san José. Hoy empezamos un
recorrido de catequesis que busca inspiración en la Palabra de Dios
sobre el sentido y el valor de la vejez. Hagamos una reflexión sobre la
vejez. Desde hace algunos decenios, esta edad de la vida concierne a un
auténtico “nuevo pueblo” que son los ancianos. Nunca hemos sido tan
numerosos en la historia humana. El riesgo de ser descartados es aún
más frecuente: nunca tan numerosos como ahora, nunca el riesgo como
ahora de ser descartados. Los ancianos son vistos a menudo como “un
peso”. En la dramática primera fase de la pandemia fueron ellos los que
pagaron el precio más alto. Ya eran la parte más débil y descuidada: no
los mirábamos demasiado en vida, ni siquiera los vimos morir. He
encontrado también esta Carta de los derechos de los ancianos y los
deberes de la comunidad: ha sido editada por los gobiernos, no está
editada por la Iglesia, es algo laico: es buena, es interesante, para
conocer que los ancianos tienen derechos. Hará bien leerla.
Junto a las migraciones, la vejez es una de las cuestiones más urgentes
que la familia humana está llamada a afrontar en este tiempo. No se
trata solo de un cambio cuantitativo; está en juego la unidad de las
edades de la vida: es decir, el real punto de referencia para la
compresión y el aprecio de la vida humana en su totalidad. Nos
preguntamos: ¿hay amistad, hay alianza entre las diferentes edades de
la vida o prevalecen la separación y el descarte?
Todos vivimos en un presente donde conviven niños, jóvenes, adultos y
ancianos. Pero la proporción ha cambiado: la longevidad se ha
masificado y, en amplias regiones del mundo, la infancia está
distribuida en pequeñas dosis. También hemos hablado del invierno
demográfico. Un desequilibrio que tiene muchas consecuencias. La
cultura dominante tiene como modelo único el joven-adulto, es decir un
individuo hecho a sí mismo que permanece siempre joven. Pero, ¿es
verdad que la juventud contiene el sentido pleno de la vida, mientras
que la vejez representa simplemente el vaciamiento y la pérdida? ¿Es
verdad esto? ¿Solamente la juventud tiene el sentido pleno de la vida,
y la vejez es el vaciamiento de la vida, la pérdida de la vida? La
exaltación de la juventud como única edad digna de encarnar el ideal
humano, unida al desprecio de la vejez vista como fragilidad, como
degradación o discapacidad, ha sido el icono dominante de los
totalitarismos del siglo XX. ¿Hemos olvidado esto?
La prolongación de la vida incide de forma estructural en la historia
de los individuos, de las familias y de las sociedades. Pero debemos
preguntarnos: ¿su calidad espiritual y su sentido comunitario son
objeto de pensamiento y de amor coherentes con este hecho? ¿Quizá los
ancianos deben pedir perdón por su obstinación a sobrevivir a costa de
los demás? ¿O pueden ser honrados por los dones que llevan al sentido
de la vida de todos? De hecho, en la representación del sentido de la
vida —y precisamente en las culturas llamadas “desarrolladas”— la vejez
tiene poca incidencia. ¿Por qué? Porque es considerada una edad que no
tiene contenidos especiales que ofrecer, ni significados propios que
vivir. Además, hay una falta de estímulo por parte de la gente para
buscarlos, y falta la educación de la comunidad para reconocerlos. En
resumen, para una edad que ya es parte determinante del espacio
comunitario y se extiende a un tercio de toda la vida, hay —a veces—
planes de asistencia, pero no proyectos de existencia. Planes de
asistencia, sí; pero no proyectos para hacerles vivir en plenitud. Y
esto es un vacío de pensamiento, imaginación, creatividad. Bajo este
pensamiento, el que hace el vacío es que el anciano, la anciana son
material de descarte: en esta cultura del descarte, los ancianos entran
como material de descarte.
La juventud es hermosa, pero la eterna juventud es una alucinación muy
peligrosa. Ser ancianos es tan importante —y hermoso— es tan importante
como ser jóvenes. Recordemos esto. La alianza entre las generaciones,
que devuelve al ser humano todas las edades de la vida, es nuestro don
perdido y tenemos que recuperarlo. Ha de ser encontrado en esta cultura
del descarte y en esta cultura de la productividad.
La Palabra de Dios tiene mucho que decir a propósito de esta alianza.
Hace poco hemos escuchado la profecía de Joel: «vuestros ancianos
soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones» (3,1). Se puede
interpretar así: cuando los ancianos resisten al Espíritu Santo,
enterrando en el pasado sus sueños, los jóvenes ya no logran ver las
cosas que se deben hacer para abrir el futuro. Sin embargo, cuando los
ancianos comunican sus sueños, los jóvenes ven bien lo que deben hacer.
A los jóvenes que ya no interrogan los sueños de los ancianos,
metiéndose de cabeza en visiones que no van más allá de sus narices,
les costará llevar su presente y soportar su futuro. Si los abuelos se
repliegan en sus melancolías, los jóvenes se encorvarán aún más en su
smartphone. La pantalla puede incluso permanecer encendida, pero la
vida se apaga antes de tiempo. ¿La repercusión más grave de la pandemia
no está quizá precisamente en el extravío de los más jóvenes? Los
ancianos tienen recursos de vida ya vivida a los cuales pueden recurrir
en todo momento. ¿Se quedarán de brazos cruzados ante los jóvenes que
pierden su visión o los acompañarán calentando sus sueños? Ante los
sueños de los ancianos, ¿qué harán los jóvenes?
La sabiduría del largo camino que acompaña la vejez a su despedida debe
ser vivida como un don del sentido de la vida, no consumida como
inercia de su supervivencia. La vejez, si no es restituida a la
dignidad de una vida humanamente digna, está destinada a cerrarse en un
abatimiento que quita amor a todos. Este desafío de humanidad y de
civilización requiere nuestro compromiso y la ayuda de Dios. Pidámoslo
al Espíritu Santo. Con estas catequesis sobre la vejez, quisiera animar
a todos a invertir pensamientos y afectos en los dones que esta lleva
consigo y que aporta a las otras edades de la vida. La vejez es un don
para todas las edades de la vida. Es un don de madurez, de sabiduría.
La Palabra de Dios nos ayudará a discernir el sentido y el valor de la
vejez; que el Espíritu Santo nos conceda también a nosotros los sueños
y las visiones que necesitamos. Y quisiera subrayar, como hemos
escuchado en la profecía de Joel, al principio, que lo importante no es
solo que el anciano ocupe el lugar de sabiduría que tiene, de historia
vivida en la sociedad, sino también que haya un coloquio, que hable con
los jóvenes. Los jóvenes deben hablar con los ancianos, y los ancianos
con los jóvenes. Y este puente será la transmisión de la sabiduría en
la humanidad. Deseo que estas reflexiones sean de utilidad para todos
nosotros, para llevar adelante esta realidad que decía el profeta Joel,
que, en el diálogo entre jóvenes y ancianos, los ancianos puedan
ofrecer los sueños y los jóvenes puedan recibirlos para llevarlos
adelante. No olvidemos que en la cultura tanto familiar como social los
ancianos son como las raíces del árbol: tienen toda su historia ahí, y
los jóvenes son como las flores y los frutos. Si no viene esta savia,
si no viene este “goteo” —digamos así— de las raíces, nunca podrán
florecer. No olvidemos ese poeta que he citado tantas veces: “Lo que el
árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado” (Francisco Luis
Bernárdez). Todo lo hermoso que tiene una sociedad está en relación con
las raíces de los ancianos. Por eso, en estas catequesis, yo quisiera
que la figura del anciano se destaque, que se entienda bien que el
anciano no es un material de descarte: es una bendición para la
sociedad.
Catequesis del Papa Francisco sobre San José, del 16 de febrero de 2022
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy concluimos el ciclo de Catequesis sobre la figura de San José.
Estas catequesis son complementarias a la Carta Apostólica Patris
corde, escrita con motivo del 150 aniversario de la proclamación de San
José como Patrón de la Iglesia Católica por el Beato Pío IX. Pero, ¿qué
significa este título? ¿Qué significa que San José es "patrón de la
Iglesia"?
Sobre esto me gustaría reflexionar hoy con vosotros.
También en este caso, los Evangelios nos proporcionan la interpretación
más correcta. De hecho, al final de cada historia en la que José es el
protagonista, el Evangelio señala que se lleva al Niño y a su madre y
hace lo que Dios le ha ordenado (cf. Mt 1,24; 2,14.21). Así, destaca el
hecho de que la tarea de José es proteger a Jesús y a María. Él es su
principal custodio: "En efecto, Jesús y María, su Madre, son el tesoro
más precioso de nuestra fe"[1] (Lett. ap. Patris corde, 5). Y este
tesoro es este hecho de San José.
En el plan de salvación, el Hijo no puede separarse de la Madre, de
aquella que "avanzó en la peregrinación de la fe y conservó fielmente
su unión con el Hijo hasta la cruz" (Lumen Gentium, 58), como nos
recuerda el Concilio Vaticano II. Jesús, María y José son en cierto
sentido el núcleo primordial de la Iglesia.
Jesús es Dios y hombre, María es la primera discípula y la madre, y San José la custodia.
Y también nosotros “debemos preguntarnos siempre si protegemos con
todas nuestras fuerzas a Jesús y a María, que están misteriosamente
confiados a nuestra responsabilidad, a nuestro cuidado, a nuestra
custodia” (Patris corde, 5).
Aquí hay una idea muy bonita de la vocación cristiana. Proteger,
proteger la vida, proteger el desarrollo humano, proteger la mente
humana, proteger el corazón humano, proteger el trabajo humano.
El cristiano es, podemos decir, como San José. Debe proteger. Ser
cristiano no significa sólo recibir la fe sino también proteger la
vida. La vida propia, la vida de los demás y la vida de la Iglesia. El
Hijo del Altísimo vino al mundo en una condición de gran debilidad.
Jesús ha nacido así, débil.
Ha querido ser defendido, protegido y cuidado. Dios confió en José al
igual que María, que encontró en él al esposo que la amaba y respetaba
y que siempre cuidó de ella y del Niño. En este sentido, San José no
puede dejar de ser el Custodio de la Iglesia, porque la Iglesia es la
prolongación del Cuerpo de Cristo en la historia, y al mismo tiempo en
la maternidad de la Iglesia se eclipsa la maternidad de María. José, al
seguir protegiendo a la Iglesia, sigue protegiendo al Niño y a su
madre, y también nosotros, al amar a la Iglesia, seguimos amando al
Niño y a su madre" (ibíd.)
Este Niño es el que dirá: "Todo lo que hicisteis por uno de estos
hermanos míos más pequeños, lo hicisteis por mí". (Mt 25,40). Por lo
tanto, cada persona que tiene hambre y sed, cada extranjero, cada
inmigrante, cada persona sin ropa, cada enfermo, cada prisionero es el
"Niño" al que José cuida.
Y nosotros estamos invitados a proteger a toda esta gente, a estos hermanos y hermanas igual que lo ha hecho San José.
Por eso se le invoca como protector de todos los necesitados, de los
exiliados, de los afligidos e incluso de los moribundos -hablamos de
ello el miércoles pasado-. Y también nosotros debemos aprender de José
a "custodiar" estos bienes: amar al Niño y a su madre; amar los
sacramentos y al pueblo de Dios; amar a los pobres y a nuestra
parroquia. Cada una de estas realidades es siempre el Niño y su madre
(cf. Patris corde, 5).
Debemos proteger porque así protegemos a Jesús como ha hecho San José.
Vivimos en una época en la que es habitual criticar a la Iglesia,
señalar sus incoherencias, que son muchas, sus pecados, que en realidad
son nuestras incoherencias, nuestros pecados, porque la Iglesia siempre
ha sido un pueblo de pecadores que encuentran la misericordia de Dios.
Preguntémonos si, en nuestro corazón, amamos a la Iglesia.
Como es...el pueblo de Dios en camino, con tantos límites. Pero con tantas ganas de amar y servir a Dios.
De hecho, sólo el amor nos hace capaces de decir la verdad con
plenitud, no parcialmente, de decir lo que está mal, pero también de
reconocer toda la bondad y la santidad que están presentes en ella,
empezando precisamente por Jesús y María.
Amar la Iglesia y proteger la Iglesia. Caminar con la Iglesia. Pero la
Iglesia no es “aquella”, aquel grupo que está cercano al sacerdote y
que manda a todos. No, la Iglesia somos todos, todos en camino.
Protegerse el uno al otro. Proteger nos acerca al otro. Es una bonita
pregunta:
¿Cuando tengo un problema con alguien, trato de protegerlo, o lo
condeno rápidamente, hablo mal de él y los destruyo? Proteger,
proteger.
Queridos hermanos y hermanas, os animo a pedir la intercesión de San
José precisamente en los momentos más difíciles de vuestra vida y de
vuestras comunidades. Cuando nuestros errores se conviertan en un
escándalo, pidamos a San José que nos dé la valentía de decir la
verdad, pedir perdón y volver a empezar con humildad.
Allí donde la persecución impide el anuncio del Evangelio, pidamos a
San José la fuerza y la paciencia para soportar los abusos y el
sufrimiento por el Evangelio. Allí donde los medios materiales y
humanos son escasos y nos hacen experimentar la pobreza, especialmente
cuando estamos llamados a servir a los últimos, a los indefensos, a los
huérfanos, a los enfermos, a los rechazados de la sociedad, recemos a
San José para que sea Providencia para nosotros. ¡Cuántos Santos se han
dirigido a él!
¡Cuántas personas en la historia de la Iglesia han encontrado en él un patrón, un tutor, un padre!
Imitemos su ejemplo y por eso, todos juntos, recemos hoy a San José con
la oración que he puesto al final de la Carta Patris corde, confiándole
nuestras intenciones y, de modo especial, la Iglesia que sufre y está
en prueba:
Salve, custodio del Redentor
y esposo de la Virgen María.
A ti Dios confió a su Hijo,
en ti María depositó su confianza,
contigo Cristo se forjó como hombre.
Oh, bienaventurado José,
muéstrate padre también a nosotros
y guíanos en el camino de la vida.
Concédenos gracia, misericordia y coraje y defiéndenos de todo mal.
Amén.