Homilía del Papa Francisco en la Santa Misa de la Epifanía de Señor (6 de enero de 2025)
«Vimos
su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo» (Mt 2,2): de esto dan
fe los Magos a los habitantes de Jerusalén, anunciándoles que ha nacido
el rey de los judíos.
Los Magos testimonian que se pusieron en camino, lo que cambió sus
vidas, porque vieron en el cielo una nueva luz. Quisiera que
reflexionáramos sobre esta imagen, mientras celebramos la Epifanía del
Señor en el Jubileo de la esperanza; y me gustaría subrayar tres
características de la estrella de la que nos habla el evangelista san
Mateo: es luminosa, es visible para todos e indica un camino.
En primer lugar, la estrella es luminosa. Muchos soberanos, en el
tiempo de Jesús, se hacían llamar “estrellas”, porque se sentían
importantes, poderosos y famosos. Pero no fue la luz de ninguno de
ellos la que reveló a los Magos el milagro de la Navidad. El esplendor,
artificial y frío que ellos tenían, fruto de cálculos y juegos de
poder, no fue capaz de responder a la necesidad de novedad y esperanza
de estas personas en búsqueda. En su lugar lo hizo otro tipo de luz,
simbolizada en la estrella, que ilumina y da calor quemándose y
dejándose consumir. La estrella nos habla de la única luz que puede
indicarnos a todos el camino de la salvación y de la felicidad: la del
amor. Esa es la única luz que nos hará felices.
Ante todo, el amor de Dios, que haciéndose hombre se nos ha dado
sacrificando su vida. Luego, como reflejo, el amor con el que también
nosotros estamos llamados a entregarnos mutuamente, convirtiéndonos con
su ayuda en un signo recíproco de esperanza, incluso en las noches
oscuras de la vida. Pensemos en esto: ¿somos nosotros luminosos en la
esperanza? ¿Somos capaces de dar esperanza a los demás con de la luz de
nuestra fe?
Como la estrella, que con su resplandor guio a los Magos a Belén; así
también nosotros, con nuestro amor, podemos llevar a Jesús a las
personas que encontramos, haciéndoles conocer, en el Hijo de Dios hecho
hombre, la belleza del rostro del Padre (cf. Is 60,2) y su modo de
amar, que es cercanía, compasión y ternura. No lo olvidemos nunca: Dios
es cercano, compasivo y tierno. Porque el amor es esto: cercanía,
compasión y ternura. Y para ello no necesitamos instrumentos
extraordinarios ni medios sofisticados, sino haciendo que nuestros
corazones brillen en la fe, que nuestras miradas sean generosas en la
acogida y que nuestros gestos y palabras estén llenos de amabilidad y
humanidad.
Por eso, mientras miramos a los Magos que, con los ojos fijos en el
cielo buscan la estrella, pidamos al Señor que seamos, los unos para
los otros, luces que lleven al encuentro con Él (cf. Mt 5,14-16). Es
triste que una persona no sea luz para los demás.
Llegamos así a la segunda característica de la estrella: esta es
visible para todos. Los Magos no siguen las indicaciones de un código
secreto, más bien a un astro que ven brillar en el firmamento. Ellos lo
notan; otros, como Herodes y los escribas, ni siquiera se dan cuenta de
su presencia. La estrella, sin embargo, siempre permanece allí,
accesible a cualquiera que levante la mirada al cielo, en busca de un
signo de esperanza. Preguntémonos: ¿soy yo un signo de esperanza para
los demás?
Y este es un mensaje importante: Dios no se revela a círculos
exclusivos o a unos pocos privilegiados, Dios ofrece su compañía y su
guía a quien lo busca con corazón sincero (cf. Sal 145,18). Es más, a
menudo se anticipa a nuestras propias preguntas, y viene a buscarnos
incluso antes de que se lo pidamos (cf. Rm 10,20; Is 65,1).
Precisamente por esto, en el pesebre, representamos a los Magos con
características que abarcan todas las edades y todas las razas —un
joven, un adulto, un anciano, con los rasgos físicos de los diversos
pueblos de la tierra—, para recordarnos que Dios busca a todos,
siempre. Dios busca a todos, a todos.
Y cuánto bien nos hace hoy meditar sobre esto, en un tiempo donde las
personas y las naciones, aunque dotadas de medios de comunicación cada
vez más poderosos, parecen estar menos dispuestas a entenderse,
aceptarse y encontrarse en su diversidad.
La estrella, que en el cielo ofrece su luz a todos, nos recuerda que el
Hijo de Dios vino al mundo para encontrarse con todo hombre y mujer de
la tierra, sin importar la etnia, la lengua o el pueblo al que
pertenezcan (cf. Hch 10,34-35; Ap 5,9), y que a nosotros nos confía la
misma misión universal (cf. Is 60,3). O sea que nos llama a poner fin a
cualquier forma de preferencia, marginación o rechazo de las personas;
y a promover entre nosotros y en los ambientes en que vivimos, una
fuerte cultura de la acogida en la que los cerrojos del miedo y del
rechazo sean reemplazados por los espacios abiertos del encuentro, de
la integración y del compartir: lugares seguros, donde todos puedan
encontrar calor y refugio.
Por eso la estrella está en el cielo. No para permanecer lejana e
inalcanzable, sino para que su luz sea visible a todos, para que llegue
a cada casa y rompa todas las barreras, llevando esperanza hasta los
rincones más remotos y olvidados del planeta. Está en el cielo para
decir a todos, con su luz generosa, que Dios no se niega a nadie y no
olvida a nadie (cf. Is 49,15). ¿Por qué? Porque es un Padre cuya
alegría más grande es ver a sus hijos que vuelven a casa, unidos, de
todas partes del mundo (cf. Is 60,4). Verlos tender puentes, allanar
senderos, buscar a los perdidos y cargar sobre sus hombros a los que
tienen dificultades para caminar. Para que nadie quede fuera y todos
participen en la alegría de su casa.
La estrella nos habla del sueño de Dios: que toda la humanidad, en la
riqueza de sus diferencias, llegue a formar una sola familia y viva
unida en la prosperidad y la paz (cf. Is 2,2-5).
Y de aquí pasamos a la última característica de la estrella: que es la
de indicar el camino. También este es un tema de reflexión,
especialmente en el contexto del Año santo que estamos celebrando,
donde uno de los gestos característicos es la peregrinación.
La luz de la estrella nos invita a realizar un viaje interior que, como
escribía Juan Pablo II, libere nuestro corazón de todo lo que no es
caridad, para «encontrar plenamente a Cristo, confesando nuestra fe en
él y recibiendo la abundancia de su misericordia» (Carta sobre la
peregrinación a los lugares vinculados con la Historia de la Salvación,
29 junio 1999, 12).
Caminar juntos «es un gesto típico de quienes buscan el sentido de la
vida» (cf. Bula Spes non confundit, 5). Y nosotros, contemplando la
estrella, podemos renovar también nuestro compromiso de ser mujeres y
hombres “del Camino”, como se definían los cristianos en los orígenes
de la Iglesia (cf. Hch 9,2).
Que el Señor nos transforme así en luces que guíen a Él; como María,
generosos en la entrega, abiertos en la acogida y humildes al caminar
juntos; para que podamos encontrarlo, reconocerlo y adorarlo. Y de este
modo, tras encontrarlo, poder recomenzar renovados, llevando al mundo
la luz de su amor.
Homilía del Papa Francisco en la Misa de Nochebuena (24 de diciembre de 2024)
Un
ángel del Señor, envuelto de luz, alumbró la noche y dio el anuncio
gozoso a los pastores: «Les traigo una buena noticia, una gran alegría
para todo el pueblo: Hoy, en la ciudad de David, les ha nacido un
Salvador, que es el Mesías, el Señor» (Lc 2,10-11). Entre el asombro de
los pobres y el canto de los ángeles, el cielo se abrió sobre la
tierra; Dios se hizo uno de nosotros para hacernos como Él, descendió
entre nosotros para elevarnos y llevarnos al abrazo del Padre.
Esta, hermanas y hermanos, es nuestra esperanza. Dios es el Emanuel, el
“Dios con nosotros”. El infinitamente grande se hizo pequeño; la luz
divina brilló entre las tinieblas del mundo, la gloria del cielo se
asomó a la tierra. ¿Cómo? En la pequeñez de un Niño. Y si Dios viene,
aun cuando nuestro corazón se asemeja a un pobre pesebre, entonces
podemos decir: la esperanza no ha muerto, la esperanza está viva, y
envuelve nuestra vida para siempre. La esperanza no defrauda.
Hermanas y hermanos, con la apertura de la Puerta Santa damos inicio a
un nuevo Jubileo. Cada uno de nosotros puede entrar en el misterio de
este anuncio de gracia. En esta noche, la puerta de la esperanza se ha
abierto de par en par al mundo; en esta noche, Dios dice a cada uno:
¡también hay esperanza para ti! Hay esperanza para cada uno de
nosotros. Pero no se olviden, hermanas y hermanos, que Dios perdona
todo, Dios perdona siempre. No se olviden de esto, que es un modo de
entender la esperanza en el Señor.
Para acoger este regalo, estamos llamados a ponernos en camino con el
asombro de los pastores de Belén. El Evangelio dice que ellos, habiendo
recibido el anuncio del ángel, «fueron rápidamente» (Lc 2,16). Esta es
la señal para recuperar la esperanza perdida: renovarla dentro de
nosotros, sembrarla en las desolaciones de nuestro tiempo y de nuestro
mundo rápidamente. ¡Y hay tantas desolaciones en nuestro tiempo!
Pensemos a las guerras, a los niños ametrallados, a las bombas sobre
las escuelas y sobre los hospitales. Disponerse rápidamente, sin
aminorar el paso, dejándose atraer por la buena noticia.
Sin tardar, vayamos a ver al Señor que ha nacido por nosotros, con el
corazón ligero y despierto, dispuesto al encuentro, para ser capaces de
llevar la esperanza a las situaciones de nuestra vida. Y esta es
nuestra tarea, traducir la esperanza en las distintas situaciones de la
vida. Porque la esperanza cristiana no es un final feliz que hay que
esperar pasivamente, no es el final feliz de una película; es la
promesa del Señor que hemos de acoger aquí y ahora, en esta tierra que
sufre y que gime. Esta esperanza, por tanto, nos pide que no nos
demoremos, que no nos dejemos llevar por la rutina, que no nos
detengamos en la mediocridad y en la pereza; nos pide —diría san
Agustín— que nos indignemos por las cosas que no están bien y que
tengamos la valentía de cambiarlas; nos pide que nos hagamos peregrinos
en busca de la verdad, soñadores incansables, mujeres y hombres que se
dejan inquietar por el sueño de Dios; que es el sueño de un mundo
nuevo, donde reinan la paz y la justicia.
Aprendamos del ejemplo de los pastores, la esperanza que nace en esta
noche no tolera la indolencia del sedentario ni la pereza de quien se
acomoda en su propio bienestar —y muchos de nosotros, tenemos el
peligro de acomodarnos en nuestro propio bienestar—; la esperanza no
admite la falsa prudencia de quien no se arriesga por miedo a
comprometerse, ni el cálculo de quien sólo piensa en sí mismo; es
incompatible con la vida tranquila de quien no alza la voz contra el
mal ni contra las injusticias que se cometen sobre la piel de los más
pobres. Al contrario, la esperanza cristiana, mientras nos invita a la
paciente espera del Reino que germina y crece, exige de nosotros la
audacia de anticipar hoy esta promesa, a través de nuestra
responsabilidad, y no sólo, también a través de y nuestra
compasión. Y aquí tal vez nos hará bien interrogarnos sobre nuestra
compasión: ¿tengo compasión?, ¿sé padecer-con? Pensémoslo.
Viendo cómo a menudo nos acomodamos a este mundo, adaptándonos a su
mentalidad, un buen sacerdote escritor rezaba en la santa Navidad de
esta manera: “Señor, te pido algún tormento, alguna inquietud, algún
remordimiento. En Navidad quisiera encontrarme insatisfecho. Contento,
pero también insatisfecho. Contento por lo que haces Tú, insatisfecho
por mi falta de respuestas. Quítanos, por favor, nuestras falsas
seguridades, y coloca dentro de nuestro ‘pesebre’, siempre demasiado
lleno, un puñado de espinas. Pon en nuestra alma el deseo de algo más”
(cf. A. Pronzato, La novena de Navidad). El deseo de algo más. No
quedarnos quietos. No olvidemos que el agua estancada es la que primero
se corrompe.
La esperanza cristiana es precisamente ese “algo más” que nos impulsa a
movernos “rápidamente”. A nosotros, discípulos del Señor, se nos pide,
en efecto, que hallemos en Él nuestra mayor esperanza, para luego
llevarla sin tardanza, como peregrinos de luz en las tinieblas del
mundo.
Hermanas y hermanos, este es el Jubileo, este es el tiempo de la
esperanza. Este nos invita a redescubrir la alegría del encuentro con
el Señor, nos llama a la renovación espiritual y nos compromete en la
transformación del mundo, para que este llegue a ser realmente un
tiempo jubilar. Que llegue a serlo para nuestra madre tierra,
desfigurada por la lógica del beneficio; que llegue a serlo para los
países más pobres, abrumados por deudas injustas; que llegue a serlo
para todos aquellos que son prisioneros de viejas y nuevas esclavitudes.
Todos nosotros tenemos el don y la tarea de llevar esperanza allí donde
se ha perdido; allí donde la vida está herida, en las expectativas
traicionadas, en los sueños rotos, en los fracasos que destrozan el
corazón; en el cansancio de quien no puede más, en la soledad amarga de
quien se siente derrotado, en el sufrimiento que devasta el alma; en
los días largos y vacíos de los presos, en las habitaciones estrechas y
frías de los pobres, en los lugares profanados por la guerra y la
violencia. Llevar esperanza allí, sembrar esperanza allí.
El Jubileo se abre para que a todos les sea dada la esperanza, la
esperanza del Evangelio, la esperanza del amor, la esperanza del perdón.
Volvamos al pesebre, contemplemos el pesebre, miremos la ternura de
Dios que se manifiesta en el rostro del Niño Jesús, y preguntémonos:
“¿Tenemos esta expectativa en nuestro corazón? ¿Tenemos esta esperanza
en nuestro corazón? Contemplando la benevolencia de Dios, que vence
nuestra desconfianza y nuestros miedos, contemplamos también la
grandeza de la esperanza que nos aguarda. Que esta visión de esperanza
ilumine nuestro camino de cada día” (cf. C. M. Martini, Homilía de
Navidad, 1980).
Hermana, hermano, en esta noche la “puerta santa” del corazón de Dios
se abre para ti. Jesús, Dios con nosotros, nace para ti, para mí, para
nosotros, para todo hombre y mujer. Y, ¿saben?, con Él florece la
alegría, con Él la vida cambia, con Él la esperanza no defrauda.
Homilía del Papa Francisco en la Misa de Clausura de la JMJ en Lisboa (6 de agosto de 2023)
“Señor,
¡qué bien estamos aquí!” (Mt 17,4). Estas palabras, las dijo el apóstol
Pedro a Jesús en el monte de la Transfiguración, y también las queremos
hacer nuestras después de estos días intensos. Es hermoso lo que
estamos experimentado con Jesús, lo que hemos vivido juntos y es
hermoso cómo hemos rezado, con tanta alegría de corazón. Y entonces nos
podemos preguntar: ¿qué nos llevamos con nosotros volviendo a la vida
cotidiana?
Quisiera responder a este interrogante con tres verbos, siguiendo el
Evangelio que hemos escuchado: ¿qué nos llevamos? Resplandecer,
escuchar y no tener miedo. ¿Qué nos llevamos? Respondo con estas tres
palabras: resplandecer, escuchar y no tener miedo.
Primera: Resplandecer. Jesús se transfigura. El Evangelio dice que “su
rostro resplandecía como el sol” (Mt 17,2). Hacía poco que había
anunciado su pasión y su muerte en la cruz, y con esto rompía la imagen
de un Mesías poderoso, mundano, y frustra las expectativas de los
discípulos. Ahora, para ayudarlos a recoger el proyecto de Dios sobre
cada uno de nosotros, Jesús toma a tres de ellos —Pedro, Santiago y
Juan—, los conduce a un monte y se transfigura y este baño de luz los
prepara para la noche de la pasión.
Amigos, queridos jóvenes, también hoy nosotros necesitamos algo de luz,
un destello de luz que sea esperanza para afrontar tantas oscuridades
que nos asaltan en la vida, tantas derrotas cotidianas, para
afrontarlas con la luz de la resurrección de Jesús. Porque Él es la luz
que no se apaga, es la luz que brilla aun de noche. Nuestro Dios ha
iluminado nuestros ojos, dice el sacerdote Esdras. Nuestro Dios
ilumina: Ilumina nuestra mirada, ilumina nuestro corazón, ilumina
nuestra mente, ilumina nuestras ganas de hacer algo en la vida, siempre
con la luz del Señor. Pero quisiera decirles que no nos volvemos
luminosos cuando nos ponemos debajo de los reflectores. No, eso
encandila. No nos volvemos luminosos. No nos volvemos luminosos cuando
mostramos una imagen perfecta, bien prolijitos, bien terminaditos, no,
no. Aunque nos sintamos fuertes y exitosos. Fuertes, exitosos pero no
luminosos. Nos volvemos luminosos, brillamos, cuando acogiendo a Jesús
aprendemos a amar como Él. Amar como Jesús, eso nos hace luminosos, eso
nos lleva a hacer obras de amor. No te engañes, amiga, amigo: vas a ser
luz el día que hagas obras de amor. Pero cuando en vez de hacer obras
de amor hacia afuera, mirás a vos mismo como un egoísta, ahí la luz se
apaga.
El segundo verbo es escuchar. En el monte, una nube luminosa cubrió a
los discípulos, y qué, esa nube desde la cual habla el Padre, ¿qué
dice? Escúchenlo, este es mi Hijo amado, escúchenlo.
Y está todo aquí, y todo eso que hay que hacer en la vida está en esta
palabra: Escúchenlo. Escuchar a Jesús. Todo el secreto está ahí.
Escuchá qué te dice Jesús. Yo no sé qué me dice, agarrá el Evangelio y
lee lo que dice Jesús y lo que dice en tu corazón, porque Él tiene
palabras de vida eterna para nosotros, Él revela que Dios es Padre, es
amor. Él nos enseña el camino del amor, escuchalo a Jesús porque por
ahí nosotros con buena voluntad emprendemos caminos que parecen ser del
amor pero en definitiva son egoísmos disfrazados de amor. Tener cuidado
con los egoísmos disfrazados de amor. Escuchalo, porque Él te va a
decir cuál es el camino del amor. Escuchalo.
Resplandecer, la primera palabra, sean luminosos, escuchar para no
equivocarse el camino y al final la tercera palabra: No tener miedo. No
tengan miedo.
Una palabra que en la Biblia se repite tanto, en los Evangelios: no tengan miedo.
Estas fueron las últimas palabras que en ese momento de la Transfiguración, Jesús le dijo a los discípulos “no tengan miedo”.
A ustedes jóvenes que han vivido este gozo, estaba por decir esta
gloria, y bueno algo de gloria es este encuentro con nosotros. Ustedes
que cultivan sueños grandes pero a veces ofuscados por el temor de no
verlos realizarse; a ustedes que a veces piensan que no serán capaces
—un poco de pesimismo se nos mete a veces—, a ustedes, jóvenes,
tentados en este tiempo por el desánimo, por juzgarse quizás fracasados
o por intentar esconder el dolor disfrazándolo con una sonrisa; a
ustedes, jóvenes, que quieren cambiar el mundo, y está bien que quieran
cambiar el mundo.
A ustedes que quieren cambiar el mundo y que quieren luchar por la
justicia y la paz; a ustedes, jóvenes, que le ponen ganas y creatividad
a la vida, pero que les parece que no es suficiente; a ustedes,
jóvenes, que la Iglesia y el mundo necesitan la tierra, necesita la
lluvia; a ustedes, jóvenes, que son el presente y el futuro; sí,
precisamente a ustedes, jóvenes, hoy les dice: no tengan miedo, no
tengan miedo.
En un pequeño silencio, cada uno repita para sí mismo, en su corazón, estas palabras: No tengan miedo.
Queridos jóvenes, quisiera mirar a los ojos de cada uno de ustedes y
decirles: no tengan miedo, no tengan miedo. Es más, les digo algo muy
hermoso: ya no soy yo, es Jesús mismo el que los está mirando en este
momento, los está mirando. Él los conoce, conoce el corazón de cada uno
de ustedes, conoce la vida de cada uno de ustedes, conoce las alegrías,
conoce las tristezas, los éxitos y los fracasos. Conoce el corazón de
ustedes. Ve nuestros corazones. Y Él hoy les dice aquí en Lisboa, en
esta Jornada Mundial de la Juventud: no tengan miedo, no tengan miedo,
anímense, no tengan miedo.
Homilía del Papa Francisco en la clausura del X Encuentro Mundial de las Familias, 25 de junio de 2022
En el ámbito del X Encuentro Mundial de las Familias, este es el
momento de la acción de gracias. Hoy presentamos ante Dios con gratitud
—como en un gran ofertorio— todo lo que el Espíritu Santo ha sembrado
en vosotras, queridas familias. Algunas de vosotras habéis participado
en los momentos de reflexión e intercambio aquí en el Vaticano; otras
los habéis animado y vivido en vuestras respectivas diócesis, en una
especie de inmensa constelación. Imagino la riqueza de experiencias, de
propósitos, de sueños, y tampoco habrán faltado las preocupaciones y
las incertidumbres. Ahora presentamos todo al Señor, y le pedimos a Él
que os sostenga con su fuerza y con su amor. Sois papás, mamás, hijos,
abuelos, tíos; sois adultos, niños, jóvenes, ancianos; cada uno con una
experiencia diferente de familia, pero todos con la misma esperanza
hecha oración. Que Dios bendiga y proteja a vuestras familias y a todas
las familias del mundo.
En la segunda lectura, san Pablo nos ha hablado de libertad. La
libertad es uno de los bienes más valorados y buscados por el hombre
moderno y contemporáneo. Todos desean ser libres, no tener
condicionamientos, no estar limitados, y por eso aspiran a liberarse de
todo tipo de “prisión”: cultural, social, económica. Sin embargo,
cuántas personas carecen de la libertad más grande, la interior. La
libertad más grande es la libertad interior. El Apóstol nos recuerda a
nosotros cristianos que esta libertad es sobre todo un don, cuando
exclama: «Para la libertad nos ha liberado Cristo» (Ga 5,1). La
libertad nos ha sido dada. Todos nosotros nacemos con muchos
condicionamientos, interiores y exteriores, y sobre todo con la
tendencia al egoísmo, es decir, a ponernos nosotros mismos en el centro
y a buscar nuestros propios intereses. Pero Cristo nos ha liberado de
esta esclavitud. Para evitar malentendidos, san Pablo nos advierte que
la libertad que nos da Dios no es la falsa y vacía libertad del mundo,
que en realidad es «un pretexto para satisfacer los deseos carnales»
(Ga 5,13). No, la libertad que Cristo nos ha adquirido al precio de su
sangre está orientada totalmente al amor, para que —como decía y nos
dice hoy el Apóstol— «se hagan más bien esclavos unos de los otros, por
medio del amor» (ibíd.).
Todos vosotros cónyuges, formando vuestra familia, con la gracia de
Cristo habéis hecho esta elección valiente: no usar la libertad para
vosotros mismos, sino para amar a las personas que Dios ha puesto a
vuestro lado. En vez de vivir como “islas”, os habéis puesto “al
servicio los unos de los otros”. De este modo se vive la libertad en
familia. No hay “planetas” o “satélites” que viajan cada uno en su
propia órbita. La familia es el lugar del encuentro, del compartir, del
salir de sí mismos para acoger a los otros y estar cerca de ellos. Es
el primer lugar donde se aprende a amar. No os olvidéis nunca de que la
familia es el primer lugar donde se aprende a amar.
Hermanos y hermanas, mientras reafirmamos esto con gran convicción,
sabemos bien que en los hechos no siempre es así, por muchos motivos y
muchas situaciones diversas. Y así, precisamente mientras afirmamos la
belleza de la familia, sentimos más que nunca que debemos defenderla.
No dejemos que se contamine con los venenos del egoísmo, del
individualismo, de la cultura de la indiferencia y de la cultura del
descarte, y pierda así su “ADN” que es la acogida y el espíritu de
servicio. Esta es la fisonomía propia de la familia: la acogida, el
espíritu de servicio dentro de la familia.
La relación entre los profetas Elías y Eliseo, presentada en la primera
lectura, nos hace pensar en la relación entre las generaciones, en el
“paso del testigo” de padres a hijos. Esta relación en el mundo de hoy
no es sencilla y a menudo es motivo de preocupaciones. Los padres temen
que los hijos no sean capaces de orientarse en la complejidad y en la
confusión de nuestras sociedades, donde todo parece caótico y precario,
y que al final pierdan su camino. Este miedo hace a algunos padres
ansiosos, a otros sobreprotectores, y a veces termina incluso por
impedir el deseo de traer nuevas vidas al mundo.
Nos hace bien reflexionar sobre la relación entre Elías y Eliseo.
Elías, en un momento de crisis y de miedo por el futuro, recibe de Dios
la orden de ungir a Eliseo como su sucesor. Dios le hace entender a
Elías que el mundo no termina con él y le manda que transmita a otro su
misión. Este es el sentido del gesto descrito en el texto: Elías puso
su manto en los hombros de Eliseo, y desde ese momento el discípulo
toma el lugar del maestro para continuar el ministerio profético en
Israel. Dios muestra de este modo que tiene confianza en el joven
Eliseo. El anciano Elías le pasa la función, la vocación profética a
Eliseo. Se fía de un joven, se fía del futuro. En aquel gesto está toda
la esperanza, y con esperanza le pasa el testigo.
¡Qué importante es para los padres contemplar el modo de actuar de
Dios! Dios ama a los jóvenes, pero no por eso los preserva de todos los
peligros, desafíos y sufrimientos. Dios no es ansioso ni
sobreprotector. Pensad bien en esto: Dios no es ansioso ni
sobreprotector; al contrario, confía en ellos y llama a cada uno al
sentido de la vida y de la misión. Pensemos en el niño Samuel, en el
adolescente David, en el joven Jeremías; pensemos sobre todo en aquella
jovencita, de dieciséis o diecisiete años, que concibió a Jesús, la
Virgen María. Se fía de una jovencita. Queridos padres, la Palabra de
Dios nos muestra el camino: no preservar a los hijos de cualquier
malestar y sufrimiento, sino tratar de transmitirles la pasión por la
vida, de encender en ellos el deseo de que encuentren su vocación y que
abracen la gran misión que Dios ha pensado para ellos. Este
descubrimiento es justamente el que hace a Eliseo valiente,
determinado, y lo convierte en un adulto. El alejamiento de los
progenitores y la inmolación de los bueyes son precisamente el signo
por el que Eliseo comprendió que ahora “le tocaba a él”, que era el
momento de acoger la llamada de Dios y de llevar adelante cuanto había
visto hacer a su maestro. Y lo hará con valentía hasta el final de su
vida. Queridos padres, si ayudáis a vuestros hijos a que descubran y
acojan su vocación, veréis que ellos estarán “aferrados” a esta misión
y tendrán la fuerza de afrontar y superar las dificultades de la vida.
Quisiera agregar también que, para un educador, el mejor modo de ayudar
a otro a seguir su vocación es el de abrazar la propia vocación con
amor fiel. Fue lo que los discípulos vieron hacer a Jesús, y el
Evangelio de hoy nos muestra un momento emblemático, cuando Jesús «se
encaminó decididamente hacia Jerusalén» (Lc 9,51), sabiendo bien que
allí sería condenado y moriría. Y en el camino hacia Jerusalén, Jesús
sufrió el rechazo de los habitantes de Samaría, un rechazo que suscitó
la reacción indignada de Santiago y Juan, pero que Él aceptó porque
formaba parte de su vocación. Al principio fue rechazado en Nazaret
―pensemos en aquel día en la sinagoga de Nazaret (cf. Mt 13,53-58)―,
ahora en Samaría, y al final será rechazado en Jerusalén. Jesús acepta
todo esto porque ha venido para cargar sobre sí nuestros pecados. Del
mismo modo, no hay nada más estimulante para los hijos que ver a los
propios padres vivir el matrimonio y la familia como una misión, con
fidelidad y paciencia, a pesar de las dificultades, los momentos
tristes y las pruebas. Y esto que le sucedió a Jesús en Samaría
acontece en toda vocación cristiana, también en la familiar. Todos
sabemos que llegan momentos en los que es necesario cargar sobre sí las
resistencias, las cerrazones, las incomprensiones que provienen del
corazón humano y, con la gracia de Cristo, transformarlas en acogida
del otro, en amor gratuito.
En el camino hacia Jerusalén, inmediatamente después de este episodio,
que nos describe en cierto sentido la “vocación de Jesús”, el Evangelio
nos presenta otras tres llamadas, tres vocaciones de otros aspirantes a
discípulos de Jesús. El primero es invitado a no buscar una morada
estable, un lugar seguro siguiendo al Maestro. De hecho, Él «no tiene
dónde reclinar la cabeza» (Lc 9,58). Seguir a Jesús significa ponerse
en movimiento y permanecer siempre en movimiento, siempre “en camino”
con Él a través de las vicisitudes de la vida. ¡Qué verdadero es esto
para vosotros casados! También vosotros, acogiendo la llamada al
matrimonio y a la familia, habéis dejado vuestro “nido” y habéis
iniciado un viaje, del que no podíais conocer anticipadamente todas las
etapas, y que os mantiene en constante movimiento, con situaciones
siempre nuevas, acontecimientos inesperados, sorpresas, algunas de
ellas dolorosas. Así es el camino con el Señor. Es dinámico, es
impredecible, y es siempre un descubrimiento maravilloso. Recordemos
que el descanso de todo discípulo de Jesús está precisamente en hacer
cada día la voluntad de Dios, sea cual fuere.
El segundo discípulo es invitado a “no volver a enterrar a sus muertos”
(cf. vv. 59-60). No se trata de faltar al cuarto mandamiento, que
permanece siempre válido y que es un mandamiento que nos santifica
mucho; sino que es una invitación a obedecer sobre todo al primer
mandamiento: amar a Dios sobre todas las cosas. Así le sucedió también
al tercer discípulo, llamado a seguir a Cristo decididamente y con todo
el corazón, sin “volverse atrás”, ni siquiera para despedirse de sus
familiares (cf. vv. 61-62).
Queridas familias, también vosotras estáis invitadas a no tener otras
prioridades, a “no volveros atrás”, es decir, a no echar de menos la
vida de antes, la libertad de antes, con sus ilusiones engañosas.
Cuando no se acoge la novedad de la llamada de Dios la vida se
fosiliza, añorando el pasado. Y este camino de estar echando de menos
el pasado y no acoger las novedades que Dios nos manda, nos fosiliza,
siempre; nos vuelve duros, no nos hace humanos. Cuando Jesús llama,
también al matrimonio y a la familia, pide que miremos hacia adelante y
siempre nos precede en el camino, siempre nos precede en el amor y en
el servicio. Quien lo sigue no queda defraudado.
Queridos hermanos y hermanas, las lecturas de la liturgia de hoy,
todas, providencialmente, hablan de vocación, que es justamente el tema
de este décimo Encuentro Mundial de las Familias: “El amor familiar:
vocación y camino de santidad”. Con la fuerza de esta Palabra de vida,
os animo a retomar con decisión el camino del amor familiar,
compartiendo con todos los miembros de la familia la alegría de esta
llamada. Y no se trata de un trayecto fácil, no; no es un camino fácil.
Habrá momentos de oscuridad, momentos de dificultad en que pensaremos
que todo se acabó. Que el amor que vivís entre vosotros sea siempre
abierto, extrovertido, capaz de “alcanzar” a los más débiles y a los
heridos que encontráis a lo largo del camino; frágiles en el cuerpo y
frágiles en el alma. El amor, en efecto, también el familiar, se
purifica y se refuerza cuando se da.
La apuesta por el amor familiar es valiente; hace falta valor para
casarse. Vemos a tantos jóvenes que no tienen el valor de casarse,
muchas veces alguna mamá me dice: “Haga algo, hable con mi hijo, ¡ya
tiene 37 años y no se casa!”. “Pero, señora, no le planche las camisas,
empiece a alejarlo un poco, deje que salga del nido”. Porque el amor
familiar empuja a los hijos a volar, les enseña a volar y los anima a
volar. No es un amor posesivo, sino de libertad; siempre. Y luego, en
los momentos difíciles, en las crisis ―todas las familias tienen
crisis, todas pasan por ellas―, por favor, no tomes la salida fácil:
“Regreso con mamá”. No lo hagáis. Seguid adelante, con esta apuesta
valiente. Habrá momentos duros, habrá momentos difíciles, pero hay que
seguir adelante, siempre. Tu marido, tu mujer tiene esa chispa de amor
que habéis experimentado al principio; dejad que salga de vuestro
interior, descubrid de nuevo el amor. Esto os ayudará mucho en los
momentos de crisis.
La Iglesia está con vosotros, es más, la Iglesia está en vosotros. De
hecho, la Iglesia nació de una Familia, la de Nazaret, y está formada
principalmente por familias. Que el Señor os ayude cada día a
permanecer en la unidad, en la paz, en la alegría y también en la
perseverancia en los momentos difíciles, esa perseverancia fiel que nos
hace vivir mejor y que muestra a todos que Dios es amor y comunión de
vida.
Catequesis del Papa Francisco sobre San José, del 16 de febrero de 2022
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy concluimos el ciclo de Catequesis sobre la figura de San José.
Estas catequesis son complementarias a la Carta Apostólica Patris
corde, escrita con motivo del 150 aniversario de la proclamación de San
José como Patrón de la Iglesia Católica por el Beato Pío IX. Pero, ¿qué
significa este título? ¿Qué significa que San José es "patrón de la
Iglesia"?
Sobre esto me gustaría reflexionar hoy con vosotros.
También en este caso, los Evangelios nos proporcionan la interpretación
más correcta. De hecho, al final de cada historia en la que José es el
protagonista, el Evangelio señala que se lleva al Niño y a su madre y
hace lo que Dios le ha ordenado (cf. Mt 1,24; 2,14.21). Así, destaca el
hecho de que la tarea de José es proteger a Jesús y a María. Él es su
principal custodio: "En efecto, Jesús y María, su Madre, son el tesoro
más precioso de nuestra fe"[1] (Lett. ap. Patris corde, 5). Y este
tesoro es este hecho de San José.
En el plan de salvación, el Hijo no puede separarse de la Madre, de
aquella que "avanzó en la peregrinación de la fe y conservó fielmente
su unión con el Hijo hasta la cruz" (Lumen Gentium, 58), como nos
recuerda el Concilio Vaticano II. Jesús, María y José son en cierto
sentido el núcleo primordial de la Iglesia.
Jesús es Dios y hombre, María es la primera discípula y la madre, y San José la custodia.
Y también nosotros “debemos preguntarnos siempre si protegemos con
todas nuestras fuerzas a Jesús y a María, que están misteriosamente
confiados a nuestra responsabilidad, a nuestro cuidado, a nuestra
custodia” (Patris corde, 5).
Aquí hay una idea muy bonita de la vocación cristiana. Proteger,
proteger la vida, proteger el desarrollo humano, proteger la mente
humana, proteger el corazón humano, proteger el trabajo humano.
El cristiano es, podemos decir, como San José. Debe proteger. Ser
cristiano no significa sólo recibir la fe sino también proteger la
vida. La vida propia, la vida de los demás y la vida de la Iglesia. El
Hijo del Altísimo vino al mundo en una condición de gran debilidad.
Jesús ha nacido así, débil.
Ha querido ser defendido, protegido y cuidado. Dios confió en José al
igual que María, que encontró en él al esposo que la amaba y respetaba
y que siempre cuidó de ella y del Niño. En este sentido, San José no
puede dejar de ser el Custodio de la Iglesia, porque la Iglesia es la
prolongación del Cuerpo de Cristo en la historia, y al mismo tiempo en
la maternidad de la Iglesia se eclipsa la maternidad de María. José, al
seguir protegiendo a la Iglesia, sigue protegiendo al Niño y a su
madre, y también nosotros, al amar a la Iglesia, seguimos amando al
Niño y a su madre" (ibíd.)
Este Niño es el que dirá: "Todo lo que hicisteis por uno de estos
hermanos míos más pequeños, lo hicisteis por mí". (Mt 25,40). Por lo
tanto, cada persona que tiene hambre y sed, cada extranjero, cada
inmigrante, cada persona sin ropa, cada enfermo, cada prisionero es el
"Niño" al que José cuida.
Y nosotros estamos invitados a proteger a toda esta gente, a estos hermanos y hermanas igual que lo ha hecho San José.
Por eso se le invoca como protector de todos los necesitados, de los
exiliados, de los afligidos e incluso de los moribundos -hablamos de
ello el miércoles pasado-. Y también nosotros debemos aprender de José
a "custodiar" estos bienes: amar al Niño y a su madre; amar los
sacramentos y al pueblo de Dios; amar a los pobres y a nuestra
parroquia. Cada una de estas realidades es siempre el Niño y su madre
(cf. Patris corde, 5).
Debemos proteger porque así protegemos a Jesús como ha hecho San José.
Vivimos en una época en la que es habitual criticar a la Iglesia,
señalar sus incoherencias, que son muchas, sus pecados, que en realidad
son nuestras incoherencias, nuestros pecados, porque la Iglesia siempre
ha sido un pueblo de pecadores que encuentran la misericordia de Dios.
Preguntémonos si, en nuestro corazón, amamos a la Iglesia.
Como es...el pueblo de Dios en camino, con tantos límites. Pero con tantas ganas de amar y servir a Dios.
De hecho, sólo el amor nos hace capaces de decir la verdad con
plenitud, no parcialmente, de decir lo que está mal, pero también de
reconocer toda la bondad y la santidad que están presentes en ella,
empezando precisamente por Jesús y María.
Amar la Iglesia y proteger la Iglesia. Caminar con la Iglesia. Pero la
Iglesia no es “aquella”, aquel grupo que está cercano al sacerdote y
que manda a todos. No, la Iglesia somos todos, todos en camino.
Protegerse el uno al otro. Proteger nos acerca al otro. Es una bonita
pregunta:
¿Cuando tengo un problema con alguien, trato de protegerlo, o lo
condeno rápidamente, hablo mal de él y los destruyo? Proteger,
proteger.
Queridos hermanos y hermanas, os animo a pedir la intercesión de San
José precisamente en los momentos más difíciles de vuestra vida y de
vuestras comunidades. Cuando nuestros errores se conviertan en un
escándalo, pidamos a San José que nos dé la valentía de decir la
verdad, pedir perdón y volver a empezar con humildad.
Allí donde la persecución impide el anuncio del Evangelio, pidamos a
San José la fuerza y la paciencia para soportar los abusos y el
sufrimiento por el Evangelio. Allí donde los medios materiales y
humanos son escasos y nos hacen experimentar la pobreza, especialmente
cuando estamos llamados a servir a los últimos, a los indefensos, a los
huérfanos, a los enfermos, a los rechazados de la sociedad, recemos a
San José para que sea Providencia para nosotros. ¡Cuántos Santos se han
dirigido a él!
¡Cuántas personas en la historia de la Iglesia han encontrado en él un patrón, un tutor, un padre!
Imitemos su ejemplo y por eso, todos juntos, recemos hoy a San José con
la oración que he puesto al final de la Carta Patris corde, confiándole
nuestras intenciones y, de modo especial, la Iglesia que sufre y está
en prueba:
Salve, custodio del Redentor
y esposo de la Virgen María.
A ti Dios confió a su Hijo,
en ti María depositó su confianza,
contigo Cristo se forjó como hombre.
Oh, bienaventurado José,
muéstrate padre también a nosotros
y guíanos en el camino de la vida.
Concédenos gracia, misericordia y coraje y defiéndenos de todo mal.
Amén.