BEATO JOSÉ
OLALLO VALDÉS (1820-1889)
Su fiesta se celebra el 12 de Febrero
El 29 de noviembre de 2008, Cuba entera
vibró de entusiasmo. La ciudad de Camagüey, a unos 530 km de La Habana, amaneció
engalanada y miles de cubanos se congregaron en la Plaza de la Libertad para asistir a la
beatificación del religioso hospitalario José Olallo, la primera en Cuba.
En realidad, es el segundo cubano elevado a los altares. El primero fue José López
Piteira, hijo de padres inmigrantes españoles, que permanecieron pocos años en Cuba, y
muy niño volvió a España con sus padres. Se hizo después religioso agustino y murió
mártir, muy joven, en 1936. Fue beatificado en el Vaticano, en 2007, con 497 mártires de
la persecución religiosa desencadenada entre 1934 y 1939. No era conocido en Cuba y sólo
consta por su bautismo. Por ello, para los cubanos, fray Olallo es el primero en todo, por
su popularidad y por ser venerado en la isla como santo.
«Su beatificación es un hito para la Iglesia en Cuba y para todo el pueblo», afirmó el
cardenal Saraiva, enviado especial de Benedicto XVI. «Frente a una cultura materialista
que se va imponiendo y que deja de lado a los débiles y desamparados, aprendamos del
hermano Olallo la virtud de confiar en Dios, de saber amar al prójimo de forma
universal». Y recordó las palabras pronunciadas en esa misma ciudad de Camagüey por
Juan Pablo II el 23 de enero de 1998, en las que destacó de los hijos de la exuberante
tierra caribeña «su espíritu jovial y emprendedor, siempre dispuestos a embarcarse en
proyectos grandes».
José Olallo, nació en 1820 en La Habana, Cuba, vivió 69 años, de los cuales 54 en
Camagüey, embarcado en el mejor proyecto. Allí murió en 1889. Perfecto imitador de su
fundador, el beato Olallo ha sido honrado con los títulos de héroe de la caridad,
apóstol de la caridad, padre de los pobres...
Desde su muerte, y a más de un siglo después, el recuerdo de fray José Olallo Valdés
ha permanecido siempre arraigado en el pueblo camagüeyano, unido a la santidad de su vida
y a la confianza en su intercesión.
No sólo bueno, será un gran santo
Su origen es un argumento convincente a favor de la VIDA. Una joven, probablemente
seducida y engañada, con el corazón roto de dolor, se ve obligada a desprenderse del
hijo de sus entrañas. No quiere abandonarlo, lo deja en los brazos de Dios, fiada de que
cuidará de él. Así lo cuenta el padre Tato Karel: el 15 de marzo de 1820, mientras una
persistente niebla apenas dejaba distinguir a las personas, una mujer, envuelta en su
mantón, como si quisiera ocultar su rostro y un bulto, que llevaba entre sus brazos, se
dirigía hacia la calle de Los Oficios. Se detuvo ante un gran portón de madera, en el
número 59. Levantó los ojos nublados por las lágrimas y pudo leer en el frontón: Real
Casa Cuna. Suspiró profundamente y sacó de debajo de su manto el bulto envuelto en una
pañoleta de lana. Miró por todas partes y depositó el paquete en el torno que había
junto a la puerta, y colocó sobre él un sobre cerrado. Con manos temblorosas, volvió a
coger el bulto. Lo estrechó entre sus brazos, entreabrió la pañoleta y depositó un
largo beso sobre él y volvió a dejarlo en el torno mientras murmuraba:
«Dios mío, no sé lo que voy a hacer, pero tú sabes, Señor, que no puedo hacer otra
cosa, su padre no ha querido ni verlo; si se enteran en mi casa, son capaces de matarme,
yo sola no lo puedo criar. Lo pongo en tus manos. Cuídamelo tú y ayúdalo para que sea
bueno». Tiró del cordón de llamada. A lo lejos sonaron dos tímidas campanadas. La
mujer soltó el cordón como si le quemara la mano. Echó una última mirada al torno. Se
santiguó. Se cubrió la cara con el manto y partió rápida perdiéndose en las estrechas
calles de la ciudad.
Una hora después, el padre Antonio Eusebio Ramos contempla ante sí a una criatura casi
recién nacida, de rostro blanco y bien vestidita. Dentro del sobre había un papel
escrito con mano temblorosa de mujer, que decía: El niño ha nacido el 12 de febrero.
Está sin bautizar.
Con el nombre de José Olallo Valdés, fue bautizado el 15 de marzo del año 1820 por el
sacerdote Antonio Eusebio Ramos en la capilla de la Casa Cuna del Patriarca San José que
regentaban las Hijas de la Caridad de san Vicente de Paúl en La Habana.
Según el padre Félix Lizaso OH, postulador de la causa de beatificación, el nombre de
José se unía frecuentemente a otro más propio en los varones, lo mismo que el de María
al de las mujeres, por lo que en la postulación se ha creído más adecuado y propio que
sea llamado beato Olallo Valdés.
José Olallo será, no sólo bueno, como pedía su madre, sino un gran santo que marcará
historia en la isla del sol y de las aguas generosas, del espirítu jovial y de los
proyectos grandes, la definida por Cristóbal Colón como «la más hermosa que ojos
humanos hayan visto jamás». Pero también la isla tiranizada y mártir.
Héroe de la caridad
La infancia de José Olallo transcurrió en su primer hogar, la Casa Cuna de San José de
La Habana. Sin los avances médicos actuales, la muerte de un pequeño tras otro era un
hecho casi cotidiano en las casas de beneficencia. Esta punzante realidad caló, al
parecer, en el alma generosa del pequeño Olallo y lo decidió, tempranamente, a lanzarse
al gran proyecto de consagrar su vida a remediar el dolor humano, El camino elegido fue
hacerse religioso hospitalario de San Juan de Dios. Los hechos que constan en sus
biografías indican, además de una gran sensibilidad en la antípoda de la sensiblería ,
equilibrio, madurez precoz, discernimiento, capacidad de decidir y de actuar en plena
adolescencia. Todo accionado por un amor sin medida a Jesús crucificado y a la Virgen
María.
Se incorporó en 1835 a la Orden de San Juan de Dios, que lo destinó ese mismo año al
hospital que atendía en la villa de Puerto Príncipe, hoy Camagüey, para completar su
formación. Tenía 15 años.
El padre Lizaso, en una entrevista a Zenit, afirma que lo que, de entrada, más le llamó
la atención «fue su grandeza de espíritu y su constancia. Me admiró especialmente
dice, su reacción positiva desde el primer momento ante la acogida un tanto
despectiva del primer superior en Camagüey que, considerándolo un jovenzuelo inmaduro,
en pocos meses cambió su prevención en "afecto y confianza", reconociendo que
Olallo había llegado a ser como "sus pies y sus manos"».
Su llegada a Camagüey fue, efectivamente, prueba de fuego. Una gran epidemia de cólera
diezmaba la población. El hermano Olallo se multiplicó para servir a los enfermos como
eficiente, humilde, complaciente, abnegado enfermero. Según los testimonios de la época,
era, pese a su juventud, «el alma mater del hospital».
Pero la epidemia de cólera de 1835 fue sólo el preludio de una brava adolescencia y una
vida entera consagrada a Cristo encarnado en el sufriente. Durante 54 años «se
desenvolvió en un hospital para pobres y ancianos, en medio de la falta de medios,
hambre, guerra, epidemias, esclavitud, rivalidades políticas y sociales ... » Destacó
por asumir las tareas más difíciles, pero también se adelantaba a tomar, con humildad,
«las más desagradables labores como limpiar orinales sucios, lavar paños ensangrentados
y cargar cadáveres».
A los 36 años fue nombrado Enfermero mayor del Hospital de San Juan de Dios, título que
formalizaba lo que ya era para todos: el mayor y más consagrado enfermero. Así lo
describe Juan Torres Lasqueti, bienhechor del hospital por esa fecha: «De carácter
bondadoso, dulce y afable por naturaleza, y de verdadera vocación para el desempeño de
sus funciones hospitalarias, vive exclusivamente dedicado al cumplimiento de la fatigosa
tarea de enfermero mayor, que no descuida ni de día ni de noche, sin dejar por eso de
atender, curar y proporcionar hilas y medicinas a cuantos enfermos pobres y necesitados
acudan a su celda en solicitud de sus auxilios. Llegó a ser director del hospital.
Otro testimonio de la época, el doctor Emilio L. Luaces, recogido por Francisco de la
Torre en su biografía El padre Olallo, refiere que el incansable religioso, después de
visitar a los enfermos y ofrecerles toda clase de auxilios, «enseñaba a leer y a
escribir a los niños pobres de la barriada, en una escuela que tenía en el mismo
hospital de San Juan de Dios».
Allí, en ese mismo hospital, el hermano Olallo afrontó brotes de viruela, fiebre
amarilla y repetidas escenas de cólera morbo. Era popularmente llamado padre Olallo, sin
ser sacerdote, pues renunció a serlo cuando le fue propuesto, para poder seguir
desviviéndose como enfermero en el hospital. Además se preocupaba de los ancianos sin
familia, los abandonados y moribundos, los africanos y asiáticos contra la esclavitud ,
los presos enfermos... Se hacía realmente todo para todos.
Para ofrecer mejor asistencia a los enfermos, llegó a prepararse como cirujano,
farmacéutico y dentista. De él se ha destacado también su pureza sin límites, que lo
convertía en el más respetuoso y comedido de los hombres y su obediencia extrema. Sólo
una orden no acató: el hermano Olallo intercedió con firmeza en nombre del Amor para
oponerse a la disposición de no ofrecer atención a los heridos que llegaban
espontáneamente al hospital o conducidos por la policía sin previo conocimiento de las
autoridades. Dijo, con firmeza, que no aguardaría autorízación alguna para salvar la
vida de un desgraciado estando en sus manos, y que él siempre cumpliría su misión,
aunque después hicieran con él lo que quisieran.
La recopilación histórica para la beatificación recoge su gesto compasivo ante el
cadáver del general mambí Ignacio Agramonte, arrojado en la Plaza de San Juan de Dios.
Se cuenta que le limpió cuidadosamente el rostro ensangrentado con su propio pañuelo,
cargó con él y lo llevó al hospital.
El tramo final
Llegó el tiempo crítico de la desamortización de los bienes de la Iglesia, léase
inmensa iniquidad e inmenso latrocinio y la exclaustración de los religiosos, que
alcanzó a Cuba. Dañados de retrueque: los pobres. En la condición de exclaustrado, el
hermano Olallo continuó prodigando misericordia, como enfermero aparentemente civil ,
siempre admirado y reconocido por el pueblo.
De sus últimos 25 años, dedicó 10 a atender a su único compañero religioso en la
ciudad, fray Juan Manuel Torres, aquejado de lepra. Al fallecer éste, en sus últimos 13
años, fray Olallo quedó como único superviviente en el hospital, sólo con Dios y
algunos bienhechores que le apoyaban.
En 1887 sufrió un aneurisma abdominal. Dos años después moría con
la bata puesta, es decir, sin haber abandonado la asistencia a los enfermos.
Sus restos fueron acompañados hasta el cementerio por miles de camagüeyanos. Después,
tras una colecta pública, le dedicaron un parque, dieron su nombre a una calle y le
construyeron un mausoleo, siempre colmado de flores frescas, al que acuden continuamente a
pedir su ayuda y protección.
La beatificación del hermano Olallo, gestada en el pontificado de Juan Pablo II, ha sido
una gran bocanada de aliento para los católicos cubanos, un indicador luminoso para todo
el pueblo que le aclama como héroe nacional, una renovada ilusión vocacional para su
Orden, una inmensa alegría para toda la Iglesia.
Texto extraído de la revista
Ave María, nº 748 - Enero de 2009
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