1827, el 13 de enero, nace en Granollers, provincia
de Barcelona (España), en un ambiente de sencillez, trabajo y vida cristiana.
1840, huérfana de padre y madre se traslada a Barcelona a vivir con su madrina.
1848, conoce a dos capuchinas exclaustradas que se dedican a educar a niñas pobres.
1850, el 13 de Junio, a los 23 años, deja todo para seguir su vocación, uniéndose a la
escuela que han abierto en Ripio, 1ª casa del Instituto. Elegida Superiora siendo aun
novicia, el resto del grupo la reconocerá desde el primer momento como la persona
indicada a orientar la naciente congregación.
1851, 26 de junio emite sus votos, en Ripio.
1865, inicia su acción educadora en
Madrid.
1872, el Instituto se consolida en Madrid como Franciscanas de la Divina Pastora.
Desde sus primeros momentos establece como fines congregacionales: la educación de
niñas pobres y desamparadas, la atención a los enfermos hospitalizados o en
sus domicilios asi como otras obras de caridad que los prelados de los
respectivos lugares aconsejaren, teniendo los medios necesarios para realizarlo con
fruto
1886, el 3 de julio, muere en Fuencarral con fama de santidad: Ha muerto la
santa se oía por todo el pueblo.
Dejó como testamento: AMAOS. CARIDAD, CARIDAD VERDADERA. AMOR Y SACRIFICIO
Este es el estilo que transmitió a sus hijas, las Franciscanas Misioneras de la Madre del
Divino Pastor, expresado en su última exhortación (Extracto de la homilía del Santo
Padre, Juan Pablo II, en su Beatificación.
1996, 6 de octubre, María Ana es Beatificada en la plaza de San de Pedro, Roma , por el
Papa Juan Pablo II. La Beatificación fue precedida por una intensa preparación bajo el
lema: De camino, María Ana como tú.
Actualmente...: Os pedimos que recéis por su pronta Canonización. Si por su medio recibís
alguna gracia especial lo podéis comunicar a:
franciscanas.dp.le@confer.es
secretariado.fdpmcm@planalfa .es
felisapisabarro@yahoo.es
ORACIÓN
Padre lleno de amor y misericordia,
te pido por intercesión de la Beata Mª Ana que me ayudes a fortalecer mi fe, a amar como
ella amó y a confiar plenamente en ti. Socórreme en la necesidad (...) Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.
ARTÍCULO
DEL CARDENAL ANTONIO MARÍA ROUCO VARELA SOBRE LA BEATA MARÍA ANA MOGAS EN LA
ARCHIDIÓCESIS DE MADRID (publicado en L'Osservatore Romano, 11-10-96)
La beatificación de la venerable
María Ana Mogas Fontcuberta [6 de octubre de 1996] incrementa la ya rica constelación de
santos y beatos de la diócesis de Madrid.
Catalana de origen, ha merecido por sus méritos el título de Hija adoptiva de la Villa y
corte (así se conoce Madrid, la capital de España), lo que, al margen de otras
circunstancias, le confiere la filiación de una tierra que la adoptó como hija a título
póstumo y que ella en vida consideró como algo muy suyo y en la que volcó durante los
21 últimos años de su existencia sin duda los más fecundos todo el
entusiasmo de su alma ardiente, todo el amor de caridad que animó su misión y toda la
pedagogía de la que fue consumada maestra. María Ana Mogas amó entrañablemente a
Madrid, hasta el punto de querer exhalar aquí su último suspiro, cuando acababa de
erigirse la diócesis de Madrid-Alcalá, segregada de la metropolitana de Toledo.
Pero ¿cuándo inició su andadura madrileña esta catalana que allá por el año 1850
había renunciado a las comodidades de la vida de la alta burguesía y había abrazado la
más absoluta pobreza?... ¿Cuáles fueron sus pasos en la Villa y corte?...
Antes de seguirla en su itinerario, es necesario recordar algo que explícitamente señala
el decreto que la proclama venerable y que explica el que, con grandes dificultades y sin
medios económicos, haya realizado unas obras de caridad que, aun con la discreción que
lo hacía, hayan merecido el aprecio y ayuda de las gentes pudientes y de más de un
título de la nobleza madrileña. Dice textualmente el mencionado decreto: «La fe fue luz
y fortaleza en su vida y de su celo... Se dedicó totalmente a la educación de las
niñas, al cuidado de los enfermos y de los pobres. A todos abría su corazón de madre
para que experimentaran su entrega desinteresada y generosa».
Con este espíritu y a instancias del director general, designado por el prelado
diocesano, llegó a Ciempozuelos en diciembre de 1865 acompañada de tres hermanas para
hacerse cargo de un centro destinado a recoger y regenerar a las jóvenes de la
prostitución. Este paso de Cataluña a Castilla supone en su vida no sólo un profundo
cambio, una separación de sus orígenes familiares e institucionales, sino un
replanteamiento de los fines fundacionales y de la propia vocación de las hermanas, que
entra en conflicto en una misión para la que no se sienten llamadas ni preparadas.
Dos años después, deja Ciempozuelos y establece su residencia en Madrid para dirigir una
de las escuelas llamadas «de gratitud» ubicada en la calle Juanelo. La calma de que
parecen gozar en los primeros tiempos de estancia en la Corte se torna pronto en tempestad
y se suceden las dificultades. En María Ana y en las hermanas prima la educación de la
juventud y la formación de las niñas sobre los intereses económicos del director de la
escuela. Es un ensayo fracasado en una obra ajena que no comparte los valores ni los
principios pedagógicos sostenidos por las hermanas.
María Ana vive en un siglo cargado de preguntas y al que se le ofrecen múltiples y
problemáticas respuestas y ella, mujer de su tiempo, modestamente quiere también dar la
suya. Después del fracasado ensayo, se decide la fundación madrileña por cuenta propia
y no al servicio de proyectos ajenos. Pero, prudente, visita a un excepcional consejero,
el arzobispo don Antonio María Claret, que residía en el hospital de Montserrat, y es el
santo confesor de Isabel II quien va a dar el consejo definitivo, orientando la actividad
de la institución hacia el cumplimiento de su vocación: su misión se desarrollará «en
alguno de los barrios bajos de la ciudad, que son los más necesitados, puesto que para la
gente acomodada del centro ya existen muchos locales educativos». Claret se preocupa de
que le busquen casa y con otros bienhechores atiende a las primeras e ingentes necesidades
de las hermanas.
A finales de junio de 1868 tenemos a la Beata y a las hermanas en la que será su vivienda
y colegio de niñas pobres, una modestísima casa de la calle Palma Alta, número 3, alto,
principal. Allí viven con sencillez y pobreza franciscana y, centradas en su misión de
educadoras, sienten la plenitud de su identidad vocacional de tal forma, que la fundadora
retoma la orientación primera del instituto, la enseñanza, principalmente de los
sectores menos favorecidos, y, como pedagoga vocacionada, va marcando la huella de sus
virtudes en las jóvenes madrileñas que acuden a su escuela.
El pequeño colegio de la Palma Alta, con todas las autorizaciones legales, se ve
concurrido por un considerable número de alumnas que rebasa todas las previsiones y lo
hace totalmente insuficiente. Cuando la fundadora intenta buscar un lugar más amplio
ocurre un hecho de decisiva repercusión nacional: la revolución de septiembre de 1868,
llamada «La Gloriosa», que aparece como perseguidora de la fe, y que va a privar a
María Ana de los acertados consejos del padre Claret, que sigue a la reina Isabel II en
su destierro a Francia.
Pese a todas las dificultades, la fundadora busca un lugar más amplio en el que poder
acoger al alumnado que de todas las clases sociales y en especial de las menos favorecidas
acude a su escuela. Un paso más en su andadura madrileña, una huella más de su buen
hacer en esta iglesia de Madrid. Se trasladan, ahora, al número 1 de la calle San
Andrés, en el mismo barrio madrileño, pero algo más espaciosa. Allí tiene el gran
consuelo de tener reservado al santísimo Sacramento, el gran amor de su vida.
Privadas por la revolución de los valiosos apoyos que sostenían la obra, lo pasan
ciertamente mal. La fundadora, con un temple que no se dobla ante las dificultades,
mantiene la serenidad en el grupo. Les hace sentir que se están cumpliendo en ellas las
bienaventuranzas del Reino y por eso deben sentirse felices. Pero mujer práctica, arbitra
como el Maestro medios para remediar el hambre de colegiadas y religiosas. Por
otra parte, el instituto está en vías de crecimiento con el ingreso de algunas jóvenes.
La fundadora alienta entre las hermanas un estilo fraternal muy propio de la
espiritualidad franciscana que hace escribir a un testigo: «En aquella casa todo es amor
y caridad», y, bajo su dirección, el modestísimo colegio adquiere notoriedad tanto por
su organización como por el progreso de sus alumnas en la formación humana, cultural y
cristiana. Con preferencia para las necesitadas y sin otra distinción en su relación y
trato, acuden a él internas y externas de todas las clases sociales. Allí se acoge a
muchas huérfanas por lo que se le conoce en Madrid como «Asilo colegio de niñas
desamparadas de la Divina Pastora».
Pero se impone un tercer traslado en la misma zona, muy marginal entonces. Es ahora a la
casa número 7 de la calle Sagunto en el barrio de Chamberí. Allí pone la Beata lo mejor
de su ser al servicio de hermanas y niñas. Por las circunstancias que vive el país, es
esta casa durante varios años el objeto en cierto modo exclusivo de su atención, no
sólo referido a su organización y funcionamiento interior sino también en su
proyección y en sus relaciones y participación en la vida de la parroquia, que lo es
ahora la iglesia de Santa Teresa y Santa Isabel, adonde acuden a la misa dominical y a los
actos solemnes, como antes lo hicieran en las de San Cayetano, San Sebastián y San
Ildefonso, porque, mujer con ideas muy claras sobre la integración en la «iglesia
local» cuentan las alumnas, «se nos inculcaba el amor a la parroquia, que,
aunque no fuese la nuestra, era su representación».
Pero, en su andadura madrileña, la huella de sus pasos ha quedado marcada en algún otro
barrio, como la Corredera Baja, donde abre una escuela para niñas pobres y que ella
frecuenta después de oír misa en San Ildefonso.
En cualquier caso, Madrid y concretamente la casita número 7 de la calle Sagunto son la
plataforma de la que parte la Beata para sus fundaciones en otros lugares de España y,
sobre todo, para una fundación muy singular, realizada en una localidad humilde y pobre,
entonces no muy lejana de Madrid, hoy barrio populoso de la capital, y que es la primera
salida de la calle Sagunto.
Estamos en el año 1876, en el que España, con la restauración borbónica, parece haber
recobrado su fisonomía propia. En ese ambiente llega para la fundadora la primera oferta
para dar cauce a sus inquietudes apostólicas. Llega a la calle Sagunto el párroco de
Fuencarral, don Juan del Pozo, quien tiene referencia de María Ana por un sacerdote
anciano, don Hipólito Martín Sánchez, que había sido capellán en el «Asilo colegio
de niñas pobres de la Divina Pastora», y ahora lo es de las Mercedarias de Cuatro
Caminos. Comisionado por los vecinos, expone a María Ana la situación de abandono en que
se encuentran los niños y jóvenes de aquel pueblecito, distante entonces unos ocho
kilómetros de la capital del reino. La necesidad es tal, que la fundadora no precisa
muchos más argumentos para decidir la fundación. Pronto llega al pueblo llevando a tres
religiosas que, en una pobre casa próxima a la iglesia, en la calle de la Amargura dan
comienzo a su labor. María Ana, con el corazón conmovido ante tantas necesidades como
allí contempla, vuelca su atención y afecto en Fuencarral. Allá va con la frecuencia
posible y su presencia en el carruaje es tan familiar entre los viajeros, que a su
invitación la acompañan en el rezo del rosario. El pueblo acude a ella en busca de
consejo; es entre las gentes una mujer muy entrañable y muy querida, que busca un lugar
mejor para educar a los niños del pueblo. La noticia o su misma persona llega hasta la
casona de los marqueses de Fuente Chica, en la plaza Grijalba, hoy «María Ana Mogas»; y
aquí empieza una amistosa relación cuyo primer fruto es el traslado de la escuela a la
planta baja de la señorial casa; después ceden la huerta y finalmente instituyen a la
fundadora por su heredera. El colegio tiene como titular al Sagrado Corazón, y con este
título se mantiene hoy llegando a ser un importante complejo educativo.
Sale, después, de Madrid a otras fundaciones, pero la casita de la calle Sagunto y el
colegio de Fuencarral son referencia obligada en la vida de esta catalana de origen y
madrileña de adopción.
En Fuencarral termina su andadura terrena y allí tienen lugar los más emotivos momentos
de la vida de una mujer que había hecho de la caridad su divisa y del «amor y
sacrificio» su lema.
Enferma de apoplejía, un poco doblada bajo el peso de la cruz, camina hacia su final con
entrañables gestos de amor, socorriendo a los pobres desde su pobreza con aquello que
necesitaban y, en el último año de su vida 1885, su corazón sensible sufre,
sobre todo, con las gentes de Fuencarral, donde la peste de cólera hace grandes estragos
y, olvidando su deteriorada salud, derrocha energía y caridad, colaborando con las
hermanas en aliviar a los enfermos.
La muerte de los «santos» tiene siempre, aun con la sencillez con que viven, algo de
épico: afloran en ella los grandes ideales que profundamente vivió y así nada extraño
que el tránsito de María Ana, arropada por los fieles madrileños y sus pastores, haya
tenido unas notas que sería largo enumerar.
El 3 de julio de 1886, en Fuencarral, concluye su andadura terrenal y madrileña e inicia
la eterna, no sin antes haber hecho allí testamento de pobre y haber dejado a sus hijas
como legado lo que había sido lema y práctica de su vida: «Caridad, caridad verdadera.
Amor y sacrificio». La noticia de su muerte se difunde en breve mensaje: «Ha muerto la
santa», y de Madrid, de Fuencarral, de los barrios de Mamoa y Peña Grande acuden
llorosas las gentes a venerar sus restos, a los que tocan rosarios y pañuelos. La nobleza
madrileña se mezcla con la gente sencilla en un silencioso cortejo para dejar sus restos
en el cementerio de Santa Ana.
La fama de su santidad no se extingue y a su sepulcro se acude pidiendo favores. En 1893,
con las debidas licencias, es exhumado su cadáver, encontrado con evidentes signos de
incorrupción, y depositado en la capilla del colegio. En la contienda de 1936 desaparecen
sus restos y providencialmente son encontrados en 1967, y una vez más hacen camino para
ser depositados en el corazón de Madrid, en la casa madre de su instituto.
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