Exhortación
apostólica “Evangelii Gaudium”
(La alegría del evangelio)
1. La alegría del Evangelio llena
el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes
se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del
vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace
la alegría. En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles
cristianos, para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada
por esa alegría, e indicar caminos para la marcha de la Iglesia en los
próximos años.
I. Alegría que se renueva y se comunica
2. El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta
de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo
y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la
conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios
intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres,
ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su
amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes
también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se
convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción
de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros,
ésa no es la vida en el Espíritu que brota del corazón de Cristo
resucitado.
3. Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se
encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo
o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de
intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense
que esta invitación no es para él, porque «nadie queda excluido de la
alegría reportada por el Señor».[1] Al que arriesga, el Señor no lo
defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que
Él ya esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento
para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras
escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza
contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más
entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando
nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de
perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su
misericordia. Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete» (Mt
18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos vuelve a
cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la
dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos
permite levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que
nunca nos desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No
huyamos de la resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase
lo que pase. ¡Que nada pueda más que su vida que nos lanza hacia
adelante!
4. Los libros del Antiguo Testamento habían preanunciado la alegría de
la salvación, que se volvería desbordante en los tiempos mesiánicos. El
profeta Isaías se dirige al Mesías esperado saludándolo con regocijo:
«Tú multiplicaste la alegría, acrecentaste el gozo» (9,2). Y anima a
los habitantes de Sión a recibirlo entre cantos: «¡Dad gritos de gozo y
de júbilo!» (12,6). A quien ya lo ha visto en el horizonte, el profeta
lo invita a convertirse en mensajero para los demás: «Súbete a un alto
monte, alegre mensajero para Sión, clama con voz poderosa, alegre
mensajero para Jerusalén» (40,9). La creación entera participa de esta
alegría de la salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra!
¡Prorrumpid, montes, en cantos de alegría! Porque el Señor ha consolado
a su pueblo, y de sus pobres se ha compadecido» (49,13).
Zacarías, viendo el día del Señor, invita a dar vítores al Rey que
llega «pobre y montado en un borrico»: «¡Exulta sin freno, Sión, grita
de alegría, Jerusalén, que viene a ti tu Rey, justo y victorioso!» (Za
9,9).
Pero quizás la invitación más contagiosa sea la del profeta Sofonías,
quien nos muestra al mismo Dios como un centro luminoso de fiesta y de
alegría que quiere comunicar a su pueblo ese gozo salvífico. Me llena
de vida releer este texto: «Tu Dios está en medio de ti, poderoso
salvador. Él exulta de gozo por ti, te renueva con su amor, y baila por
ti con gritos de júbilo» (So 3,17). Es la alegría que se vive en medio
de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la
afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus
posibilidades trátate bien […] No te prives de pasar un buen día» (Si
14,11.14). ¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!
5. El Evangelio, donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita
insistentemente a la alegría. Bastan algunos ejemplos: «Alégrate» es el
saludo del ángel a María (Lc 1,28). La visita de María a Isabel hace
que Juan salte de alegría en el seno de su madre (cf. Lc 1,41). En su
canto María proclama: «Mi espíritu se estremece de alegría en Dios, mi
salvador» (Lc 1,47). Cuando Jesús comienza su ministerio, Juan exclama:
«Ésta es mi alegría, que ha llegado a su plenitud» (Jn 3,29). Jesús
mismo «se llenó de alegría en el Espíritu Santo» (Lc 10,21). Su mensaje
es fuente de gozo: «Os he dicho estas cosas para que mi alegría esté en
vosotros, y vuestra alegría sea plena» (Jn 15,11). Nuestra alegría
cristiana bebe de la fuente de su corazón rebosante. Él promete a los
discípulos: «Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en
alegría» (Jn 16,20). E insiste: «Volveré a veros y se alegrará vuestro
corazón, y nadie os podrá quitar vuestra alegría» (Jn 16,22). Después
ellos, al verlo resucitado, «se alegraron» (Jn 20,20). El libro de los
Hechos de los Apóstoles cuenta que en la primera comunidad «tomaban el
alimento con alegría» (2,46). Por donde los discípulos pasaban, había
«una gran alegría» (8,8), y ellos, en medio de la persecución, «se
llenaban de gozo» (13,52). Un eunuco, apenas bautizado, «siguió gozoso
su camino» (8,39), y el carcelero «se alegró con toda su familia por
haber creído en Dios» (16,34). ¿Por qué no entrar también nosotros en
ese río de alegría?
6. Hay cristianos cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua.
Pero reconozco que la alegría no se vive del mismo modo en todas las
etapas y circunstancias de la vida, a veces muy duras. Se adapta y se
transforma, y siempre permanece al menos como un brote de luz que nace
de la certeza personal de ser infinitamente amado, más allá de todo.
Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por las graves
dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que permitir
que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero
firme confianza, aun en medio de las peores angustias: «Me encuentro
lejos de la paz, he olvidado la dicha […] Pero algo traigo a la
memoria, algo que me hace esperar. Que el amor del Señor no se ha
acabado, no se ha agotado su ternura. Mañana tras mañana se renuevan.
¡Grande es su fidelidad! […] Bueno es esperar en silencio la salvación
del Señor» (Lm 3,17.21-23.26).
7. La tentación aparece frecuentemente bajo forma de excusas y
reclamos, como si debieran darse innumerables condiciones para que sea
posible la alegría. Esto suele suceder porque «la sociedad tecnológica
ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy
difícil engendrar la alegría».[2] Puedo decir que los gozos más bellos
y espontáneos que he visto en mis años de vida son los de personas muy
pobres que tienen poco a qué aferrarse. También recuerdo la genuina
alegría de aquellos que, aun en medio de grandes compromisos
profesionales, han sabido conservar un corazón creyente, desprendido y
sencillo. De maneras variadas, esas alegrías beben en la fuente del
amor siempre más grande de Dios que se nos manifestó en Jesucristo. No
me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos llevan
al centro del Evangelio: «No se comienza a ser cristiano por una
decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y,
con ello, una orientación decisiva».[3]
8. Sólo gracias a ese encuentro –o reencuentro– con el amor de Dios,
que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra
conciencia aislada y de la autorreferencialidad. Llegamos a ser
plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a
Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro
ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción evangelizadora.
Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la
vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?
II. La dulce y confortadora alegría de evangelizar
9. El bien siempre tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de
verdad y de belleza busca por sí misma su expansión, y cualquier
persona que viva una profunda liberación adquiere mayor sensibilidad
ante las necesidades de los demás. Comunicándolo, el bien se arraiga y
se desarrolla. Por eso, quien quiera vivir con dignidad y plenitud no
tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar su bien. No
deberían asombrarnos entonces algunas expresiones de san Pablo: «El
amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5,14); «¡Ay de mí si no anunciara el
Evangelio!» (1 Co 9,16).
10. La propuesta es vivir en un nivel superior, pero no con menor
intensidad: «La vida se acrecienta dándola y se debilita en el
aislamiento y la comodidad. De hecho, los que más disfrutan de la vida
son los que dejan la seguridad de la orilla y se apasionan en la misión
de comunicar vida a los demás».[4] Cuando la Iglesia convoca a la tarea
evangelizadora, no hace más que indicar a los cristianos el verdadero
dinamismo de la realización personal: «Aquí descubrimos otra ley
profunda de la realidad: que la vida se alcanza y madura a medida que
se la entrega para dar vida a los otros. Eso es en definitiva la
misión».[5] Por consiguiente, un evangelizador no debería tener
permanentemente cara de funeral. Recobremos y acrecentemos el fervor,
«la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que
sembrar entre lágrimas […] Y ojalá el mundo actual –que busca a veces
con angustia, a veces con esperanza– pueda así recibir la Buena Nueva,
no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o
ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia
el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría
de Cristo».[6]
Una eterna novedad
11. Un anuncio renovado ofrece a los creyentes, también a los tibios o
no practicantes, una nueva alegría en la fe y una fecundidad
evangelizadora. En realidad, su centro y esencia es siempre el mismo:
el Dios que manifestó su amor inmenso en Cristo muerto y resucitado. Él
hace a sus fieles siempre nuevos; aunque sean ancianos, «les renovará
el vigor, subirán con alas como de águila, correrán sin fatigarse y
andarán sin cansarse» (Is 40,31). Cristo es el «Evangelio eterno» (Ap
14,6), y es «el mismo ayer y hoy y para siempre» (Hb 13,8), pero su
riqueza y su hermosura son inagotables. Él es siempre joven y fuente
constante de novedad. La Iglesia no deja de asombrarse por «la
profundidad de la riqueza, de la sabiduría y del conocimiento de Dios»
(Rm 11,33). Decía san Juan de la Cruz: «Esta espesura de sabiduría y
ciencia de Dios es tan profunda e inmensa, que, aunque más el alma sepa
de ella, siempre puede entrar más adentro».[7] O bien, como afirmaba
san Ireneo: «[Cristo], en su venida, ha traído consigo toda
novedad».[8] Él siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y
nuestra comunidad y, aunque atraviese épocas oscuras y debilidades
eclesiales, la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo también
puede romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos
encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina. Cada
vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original
del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas
de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado
significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción
evangelizadora es siempre «nueva».
12. Si bien esta misión nos reclama una entrega generosa, sería un
error entenderla como una heroica tarea personal, ya que la obra es
ante todo de Él, más allá de lo que podamos descubrir y entender. Jesús
es «el primero y el más grande evangelizador».[9] En cualquier forma de
evangelización el primado es siempre de Dios, que quiso llamarnos a
colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su Espíritu. La
verdadera novedad es la que Dios mismo misteriosamente quiere producir,
la que Él inspira, la que Él provoca, la que Él orienta y acompaña de
mil maneras. En toda la vida de la Iglesia debe manifestarse siempre
que la iniciativa es de Dios, que «Él nos amó primero» (1 Jn 4,19) y
que «es Dios quien hace crecer» (1 Co 3,7). Esta convicción nos permite
conservar la alegría en medio de una tarea tan exigente y desafiante
que toma nuestra vida por entero. Nos pide todo, pero al mismo tiempo
nos ofrece todo.
13. Tampoco deberíamos entender la novedad de esta misión como un
desarraigo, como un olvido de la historia viva que nos acoge y nos
lanza hacia adelante. La memoria es una dimensión de nuestra fe que
podríamos llamar «deuteronómica», en analogía con la memoria de Israel.
Jesús nos deja la Eucaristía como memoria cotidiana de la Iglesia, que
nos introduce cada vez más en la Pascua (cf. Lc 22,19). La alegría
evangelizadora siempre brilla sobre el trasfondo de la memoria
agradecida: es una gracia que necesitamos pedir. Los Apóstoles jamás
olvidaron el momento en que Jesús les tocó el corazón: «Era alrededor
de las cuatro de la tarde» (Jn 1,39). Junto con Jesús, la memoria nos
hace presente «una verdadera nube de testigos» (Hb 12,1). Entre ellos,
se destacan algunas personas que incidieron de manera especial para
hacer brotar nuestro gozo creyente: «Acordaos de aquellos dirigentes
que os anunciaron la Palabra de Dios» (Hb 13,7). A veces se trata de
personas sencillas y cercanas que nos iniciaron en la vida de la fe:
«Tengo presente la sinceridad de tu fe, esa fe que tuvieron tu abuela
Loide y tu madre Eunice» (2 Tm 1,5). El creyente es fundamentalmente
«memorioso».
III. La nueva evangelización para la transmisión de la fe
14. En la escucha del Espíritu, que nos ayuda a reconocer
comunitariamente los signos de los tiempos, del 7 al 28 de octubre de
2012 se celebró la XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los
Obispos sobre el tema La nueva evangelización para la transmisión de la
fe cristiana. Allí se recordó que la nueva evangelización convoca a
todos y se realiza fundamentalmente en tres ámbitos.[10] En primer
lugar, mencionemos el ámbito de la pastoral ordinaria, «animada por el
fuego del Espíritu, para encender los corazones de los fieles que
regularmente frecuentan la comunidad y que se reúnen en el día del
Señor para nutrirse de su Palabra y del Pan de vida eterna».[11]
También se incluyen en este ámbito los fieles que conservan una fe
católica intensa y sincera, expresándola de diversas maneras, aunque no
participen frecuentemente del culto. Esta pastoral se orienta al
crecimiento de los creyentes, de manera que respondan cada vez mejor y
con toda su vida al amor de Dios.
En segundo lugar, recordemos el ámbito de «las personas bautizadas que
no viven las exigencias del Bautismo»,[12] no tienen una pertenencia
cordial a la Iglesia y ya no experimentan el consuelo de la fe. La
Iglesia, como madre siempre atenta, se empeña para que vivan una
conversión que les devuelva la alegría de la fe y el deseo de
comprometerse con el Evangelio.
Finalmente, remarquemos que la evangelización está esencialmente
conectada con la proclamación del Evangelio a quienes no conocen a
Jesucristo o siempre lo han rechazado. Muchos de ellos buscan a Dios
secretamente, movidos por la nostalgia de su rostro, aun en países de
antigua tradición cristiana. Todos tienen el derecho de recibir el
Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a
nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien
comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete
deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino «por atracción».[13]
15. Juan Pablo II nos invitó a reconocer que «es necesario mantener
viva la solicitud por el anuncio» a los que están alejados de Cristo,
«porque ésta es la tarea primordial de la Iglesia».[14] La
actividad misionera «representa aún hoy día el mayor desafío para la
Iglesia»[15] y «la causa misionera debe ser la primera».[16] ¿Qué
sucedería si nos tomáramos realmente en serio esas palabras?
Simplemente reconoceríamos que la salida misionera es el paradigma de
toda obra de la Iglesia. En esta línea, los Obispos latinoamericanos
afirmaron que ya «no podemos quedarnos tranquilos en espera pasiva en
nuestros templos»[17] y que hace falta pasar «de una pastoral de mera
conservación a una pastoral decididamente misionera».[18] Esta tarea
sigue siendo la fuente de las mayores alegrías para la Iglesia: «Habrá
más gozo en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por
noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15,7).
Propuesta y límites de esta Exhortación
16. Acepté con gusto el pedido de los Padres sinodales de redactar esta
Exhortación.[19] Al hacerlo, recojo la riqueza de los trabajos del
Sínodo. También he consultado a diversas personas, y procuro además
expresar las preocupaciones que me mueven en este momento concreto de
la obra evangelizadora de la Iglesia. Son innumerables los temas
relacionados con la evangelización en el mundo actual que podrían
desarrollarse aquí. Pero he renunciado a tratar detenidamente esas
múltiples cuestiones que deben ser objeto de estudio y cuidadosa
profundización. Tampoco creo que deba esperarse del magisterio papal
una palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones que
afectan a la Iglesia y al mundo. No es conveniente que el Papa
reemplace a los episcopados locales en el discernimiento de todas las
problemáticas que se plantean en sus territorios. En este sentido,
percibo la necesidad de avanzar en una saludable «descentralización».
17. Aquí he optado por proponer algunas líneas que puedan alentar y
orientar en toda la Iglesia una nueva etapa evangelizadora, llena de
fervor y dinamismo. Dentro de ese marco, y en base a la doctrina de la
Constitución dogmática Lumen gentium, decidí, entre otros temas,
detenerme largamente en las siguientes cuestiones:
a) La reforma de la Iglesia en salida misionera.
b) Las tentaciones de los agentes pastorales.
c) La Iglesia entendida como la totalidad del Pueblo de Dios que
evangeliza.
d) La homilía y su preparación.
e) La inclusión social de los pobres.
f) La paz y el diálogo social.
g) Las motivaciones espirituales para la tarea misionera.
18. Me extendí en esos temas con un desarrollo que quizá podrá
pareceros excesivo. Pero no lo hice con la intención de ofrecer un
tratado, sino sólo para mostrar la importante incidencia práctica de
esos asuntos en la tarea actual de la Iglesia. Todos ellos ayudan a
perfilar un determinado estilo evangelizador que invito a asumir en
cualquier actividad que se realice. Y así, de esta manera, podamos
acoger, en medio de nuestro compromiso diario, la exhortación de la
Palabra de Dios: «Alegraos siempre en el Señor. Os lo repito,
¡alegraos!» (Flp 4,4).
CAPÍTULO PRIMERO
LA TRANSFORMACIÓN MISIONERA DE LA IGLESIA
19. La evangelización obedece al mandato misionero de Jesús: «Id y
haced que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a
observar todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20). En estos versículos
se presenta el momento en el cual el Resucitado envía a los suyos a
predicar el Evangelio en todo tiempo y por todas partes, de manera que
la fe en Él se difunda en cada rincón de la tierra.
I. Una Iglesia en salida
20. En la Palabra de Dios aparece permanentemente este dinamismo de
«salida» que Dios quiere provocar en los creyentes. Abraham aceptó el
llamado a salir hacia una tierra nueva (cf. Gn 12,1-3). Moisés escuchó
el llamado de Dios: «Ve, yo te envío» (Ex 3,10), e hizo salir al pueblo
hacia la tierra de la promesa (cf. Ex 3,17). A Jeremías le dijo:
«Adondequiera que yo te envíe irás» (Jr 1,7). Hoy, en este «id» de
Jesús, están presentes los escenarios y los desafíos siempre nuevos de
la misión evangelizadora de la Iglesia, y todos somos llamados a esta
nueva «salida» misionera. Cada cristiano y cada comunidad discernirá
cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos invitados a
aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a llegar
a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio.
21. La alegría del Evangelio que llena la vida de la comunidad de los
discípulos es una alegría misionera. La experimentan los setenta y dos
discípulos, que regresan de la misión llenos de gozo (cf. Lc 10,17). La
vive Jesús, que se estremece de gozo en el Espíritu Santo y alaba al
Padre porque su revelación alcanza a los pobres y pequeñitos (cf. Lc
10,21). La sienten llenos de admiración los primeros que se convierten
al escuchar predicar a los Apóstoles «cada uno en su propia lengua»
(Hch 2,6) en Pentecostés. Esa alegría es un signo de que el Evangelio
ha sido anunciado y está dando fruto. Pero siempre tiene la dinámica
del éxodo y del don, del salir de sí, del caminar y sembrar siempre de
nuevo, siempre más allá. El Señor dice: «Vayamos a otra parte, a
predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido»
(Mc 1,38). Cuando está sembrada la semilla en un lugar, ya no se
detiene para explicar mejor o para hacer más signos allí, sino que el
Espíritu lo mueve a salir hacia otros pueblos.
22. La Palabra tiene en sí una potencialidad que no podemos predecir.
El Evangelio habla de una semilla que, una vez sembrada, crece por sí
sola también cuando el agricultor duerme (cf. Mc 4,26-29). La Iglesia
debe aceptar esa libertad inaferrable de la Palabra, que es eficaz a su
manera, y de formas muy diversas que suelen superar nuestras
previsiones y romper nuestros esquemas.
23. La intimidad de la Iglesia con Jesús es una intimidad itinerante, y
la comunión «esencialmente se configura como comunión misionera».[20]
Fiel al modelo del Maestro, es vital que hoy la Iglesia salga a
anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las
ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio
es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie. Así se lo anuncia el
ángel a los pastores de Belén: «No temáis, porque os traigo una Buena
Noticia, una gran alegría para todo el pueblo» (Lc 2,10). El
Apocalipsis se refiere a «una Buena Noticia, la eterna, la que él debía
anunciar a los habitantes de la tierra, a toda nación, familia, lengua
y pueblo» (Ap 14,6).
Primerear, involucrarse, acompañar, fructificar y festejar
24. La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que
primerean, que se involucran, que acompañan, que fructifican y
festejan. «Primerear»: sepan disculpar este neologismo. La comunidad
evangelizadora experimenta que el Señor tomó la iniciativa, la ha
primereado en el amor (cf. 1 Jn 4,10); y, por eso, ella sabe
adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar
a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los
excluidos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de
haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza
difusiva. ¡Atrevámonos un poco más a primerear! Como consecuencia, la
Iglesia sabe «involucrarse». Jesús lavó los pies a sus discípulos. El
Señor se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante
los demás para lavarlos. Pero luego dice a los discípulos: «Seréis
felices si hacéis esto» (Jn 13,17). La comunidad evangelizadora se mete
con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica
distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la
vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los
evangelizadores tienen así «olor a oveja» y éstas escuchan su voz.
Luego, la comunidad evangelizadora se dispone a «acompañar». Acompaña a
la humanidad en todos sus procesos, por más duros y prolongados que
sean. Sabe de esperas largas y de aguante apostólico. La evangelización
tiene mucho de paciencia, y evita maltratar límites. Fiel al don del
Señor, también sabe «fructificar». La comunidad evangelizadora siempre
está atenta a los frutos, porque el Señor la quiere fecunda. Cuida el
trigo y no pierde la paz por la cizaña. El sembrador, cuando ve
despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reacciones quejosas ni
alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una
situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean
imperfectos o inacabados. El discípulo sabe dar la vida entera y
jugarla hasta el martirio como testimonio de Jesucristo, pero su sueño
no es llenarse de enemigos, sino que la Palabra sea acogida y
manifieste su potencia liberadora y renovadora. Por último, la
comunidad evangelizadora gozosa siempre sabe «festejar». Celebra y
festeja cada pequeña victoria, cada paso adelante en la evangelización.
La evangelización gozosa se vuelve belleza en la liturgia en medio de
la exigencia diaria de extender el bien. La Iglesia evangeliza y se
evangeliza a sí misma con la belleza de la liturgia, la cual también es
celebración de la actividad evangelizadora y fuente de un renovado
impulso donativo.
II. Pastoral en conversión
25. No ignoro que hoy los documentos no despiertan el mismo interés que
en otras épocas, y son rápidamente olvidados. No obstante, destaco que
lo que trataré de expresar aquí tiene un sentido programático y
consecuencias importantes. Espero que todas las comunidades procuren
poner los medios necesarios para avanzar en el camino de una conversión
pastoral y misionera, que no puede dejar las cosas como están. Ya no
nos sirve una «simple administración».[21] Constituyámonos en todas las
regiones de la tierra en un «estado permanente de misión».[22]
26. Pablo VI invitó a ampliar el llamado a la renovación, para expresar
con fuerza que no se dirige sólo a los individuos aislados, sino a la
Iglesia entera. Recordemos este memorable texto que no ha perdido su
fuerza interpelante: «La Iglesia debe profundizar en la conciencia de
sí misma, debe meditar sobre el misterio que le es propio […] De esta
iluminada y operante conciencia brota un espontáneo deseo de comparar
la imagen ideal de la Iglesia -tal como Cristo la vio, la quiso y la
amó como Esposa suya santa e inmaculada (cf. Ef 5,27)- y el rostro real
que hoy la Iglesia presenta […] Brota, por lo tanto, un anhelo generoso
y casi impaciente de renovación, es decir, de enmienda de los defectos
que denuncia y refleja la conciencia, a modo de examen interior, frente
al espejo del modelo que Cristo nos dejó de sí».[23]
El Concilio Vaticano II presentó la conversión eclesial como la
apertura a una permanente reforma de sí por fidelidad a Jesucristo:
«Toda la renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el aumento
de la fidelidad a su vocación […] Cristo llama a la Iglesia
peregrinante hacia una perenne reforma, de la que la Iglesia misma, en
cuanto institución humana y terrena, tiene siempre necesidad».[24]
Hay estructuras eclesiales que pueden llegar a condicionar un dinamismo
evangelizador; igualmente las buenas estructuras sirven cuando hay una
vida que las anima, las sostiene y las juzga. Sin vida nueva y
auténtico espíritu evangélico, sin «fidelidad de la Iglesia a la propia
vocación», cualquier estructura nueva se corrompe en poco tiempo.
Una impostergable renovación eclesial
27. Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para
que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda
estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la
evangelización del mundo actual más que para la autopreservación. La
reforma de estructuras que exige la conversión pastoral sólo puede
entenderse en este sentido: procurar que todas ellas se vuelvan más
misioneras, que la pastoral ordinaria en todas sus instancias sea más
expansiva y abierta, que coloque a los agentes pastorales en constante
actitud de salida y favorezca así la respuesta positiva de todos
aquellos a quienes Jesús convoca a su amistad. Como decía Juan Pablo II
a los Obispos de Oceanía, «toda renovación en el seno de la Iglesia
debe tender a la misión como objetivo para no caer presa de una especie
de introversión eclesial».[25]
28. La parroquia no es una estructura caduca; precisamente porque tiene
una gran plasticidad, puede tomar formas muy diversas que requieren la
docilidad y la creatividad misionera del Pastor y de la comunidad.
Aunque ciertamente no es la única institución evangelizadora, si es
capaz de reformarse y adaptarse continuamente, seguirá siendo «la misma
Iglesia que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas».[26] Esto
supone que realmente esté en contacto con los hogares y con la vida del
pueblo, y no se convierta en una prolija estructura separada de la
gente o en un grupo de selectos que se miran a sí mismos. La parroquia
es presencia eclesial en el territorio, ámbito de la escucha de la
Palabra, del crecimiento de la vida cristiana, del diálogo, del
anuncio, de la caridad generosa, de la adoración y la celebración.[27]
A través de todas sus actividades, la parroquia alienta y forma a sus
miembros para que sean agentes de evangelización.[28] Es comunidad de
comunidades, santuario donde los sedientos van a beber para seguir
caminando, y centro de constante envío misionero. Pero tenemos que
reconocer que el llamado a la revisión y renovación de las parroquias
todavía no ha dado suficientes frutos en orden a que estén todavía más
cerca de la gente, que sean ámbitos de viva comunión y participación, y
se orienten completamente a la misión.
29. Las demás instituciones eclesiales, comunidades de base y pequeñas
comunidades, movimientos y otras formas de asociación, son una riqueza
de la Iglesia que el Espíritu suscita para evangelizar todos los
ambientes y sectores. Muchas veces aportan un nuevo fervor
evangelizador y una capacidad de diálogo con el mundo que renuevan a la
Iglesia. Pero es muy sano que no pierdan el contacto con esa realidad
tan rica de la parroquia del lugar, y que se integren gustosamente en
la pastoral orgánica de la Iglesia particular.[29] Esta integración
evitará que se queden sólo con una parte del Evangelio y de la Iglesia,
o que se conviertan en nómadas sin raíces.
30. Cada Iglesia particular, porción de la Iglesia católica bajo la
guía de su obispo, también está llamada a la conversión misionera. Ella
es el sujeto primario de la evangelización,[30] ya que es la
manifestación concreta de la única Iglesia en un lugar del mundo, y en
ella «verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es Una,
Santa, Católica y Apostólica».[31] Es la Iglesia encarnada en un
espacio determinado, provista de todos los medios de salvación dados
por Cristo, pero con un rostro local. Su alegría de comunicar a
Jesucristo se expresa tanto en su preocupación por anunciarlo en otros
lugares más necesitados como en una salida constante hacia las
periferias de su propio territorio o hacia los nuevos ámbitos
socioculturales.[32] Procura estar siempre allí donde hace más falta la
luz y la vida del Resucitado.[33] En orden a que este impulso misionero
sea cada vez más intenso, generoso y fecundo, exhorto también a cada
Iglesia particular a entrar en un proceso decidido de discernimiento,
purificación y reforma.
31. El obispo siempre debe fomentar la comunión misionera en su Iglesia
diocesana siguiendo el ideal de las primeras comunidades cristianas,
donde los creyentes tenían un solo corazón y una sola alma (cf. Hch
4,32). Para eso, a veces estará delante para indicar el camino y cuidar
la esperanza del pueblo, otras veces estará simplemente en medio de
todos con su cercanía sencilla y misericordiosa, y en ocasiones deberá
caminar detrás del pueblo para ayudar a los rezagados y, sobre todo,
porque el rebaño mismo tiene su olfato para encontrar nuevos caminos.
En su misión de fomentar una comunión dinámica, abierta y misionera,
tendrá que alentar y procurar la maduración de los mecanismos de
participación que propone el Código de Derecho Canónico[34] y otras
formas de diálogo pastoral, con el deseo de escuchar a todos y no sólo
a algunos que le acaricien los oídos. Pero el objetivo de estos
procesos participativos no será principalmente la organización
eclesial, sino el sueño misionero de llegar a todos.
32. Dado que estoy llamado a vivir lo que pido a los demás, también
debo pensar en una conversión del papado. Me corresponde, como Obispo
de Roma, estar abierto a las sugerencias que se orienten a un ejercicio
de mi ministerio que lo vuelva más fiel al sentido que Jesucristo quiso
darle y a las necesidades actuales de la evangelización. El Papa Juan
Pablo II pidió que se le ayudara a encontrar «una forma del ejercicio
del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su
misión, se abra a una situación nueva».[35] Hemos avanzado poco en ese
sentido. También el papado y las estructuras centrales de la Iglesia
universal necesitan escuchar el llamado a una conversión pastoral. El
Concilio Vaticano II expresó que, de modo análogo a las antiguas
Iglesias patriarcales, las Conferencias episcopales pueden «desarrollar
una obra múltiple y fecunda, a fin de que el afecto colegial tenga una
aplicación concreta».[36] Pero este deseo no se realizó plenamente, por
cuanto todavía no se ha explicitado suficientemente un estatuto de las
Conferencias episcopales que las conciba como sujetos de atribuciones
concretas, incluyendo también alguna auténtica autoridad doctrinal.[37]
Una excesiva centralización, más que ayudar, complica la vida de la
Iglesia y su dinámica misionera.
33. La pastoral en clave de misión pretende abandonar el cómodo
criterio pastoral del «siempre se ha hecho así». Invito a todos a ser
audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las
estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores de las propias
comunidades. Una postulación de los fines sin una adecuada búsqueda
comunitaria de los medios para alcanzarlos está condenada a convertirse
en mera fantasía. Exhorto a todos a aplicar con generosidad y valentía
las orientaciones de este documento, sin prohibiciones ni miedos. Lo
importante es no caminar solos, contar siempre con los hermanos y
especialmente con la guía de los obispos, en un sabio y realista
discernimiento pastoral.
III. Desde el corazón del Evangelio
34. Si pretendemos poner todo en clave misionera, esto también vale
para el modo de comunicar el mensaje. En el mundo de hoy, con la
velocidad de las comunicaciones y la selección interesada de contenidos
que realizan los medios, el mensaje que anunciamos corre más que nunca
el riesgo de aparecer mutilado y reducido a algunos de sus aspectos
secundarios. De ahí que algunas cuestiones que forman parte de la
enseñanza moral de la Iglesia queden fuera del contexto que les da
sentido. El problema mayor se produce cuando el mensaje que anunciamos
aparece entonces identificado con esos aspectos secundarios que, sin
dejar de ser importantes, por sí solos no manifiestan el corazón del
mensaje de Jesucristo. Entonces conviene ser realistas y no dar por
supuesto que nuestros interlocutores conocen el trasfondo completo de
lo que decimos o que pueden conectar nuestro discurso con el núcleo
esencial del Evangelio que le otorga sentido, hermosura y atractivo.
35. Una pastoral en clave misionera no se obsesiona por la transmisión
desarticulada de una multitud de doctrinas que se intenta imponer a
fuerza de insistencia. Cuando se asume un objetivo pastoral y un estilo
misionero, que realmente llegue a todos sin excepciones ni exclusiones,
el anuncio se concentra en lo esencial, que es lo más bello, lo más
grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario. La
propuesta se simplifica, sin perder por ello profundidad y verdad, y
así se vuelve más contundente y radiante.
36. Todas las verdades reveladas proceden de la misma fuente divina y
son creídas con la misma fe, pero algunas de ellas son más importantes
por expresar más directamente el corazón del Evangelio. En este núcleo
fundamental lo que resplandece es la belleza del amor salvífico de Dios
manifestado en Jesucristo muerto y resucitado. En este sentido, el
Concilio Vaticano II explicó que «hay un orden o “jerarquía” en las
verdades en la doctrina católica, por ser diversa su conexión con el
fundamento de la fe cristiana».[38] Esto vale tanto para los dogmas de
fe como para el conjunto de las enseñanzas de la Iglesia, e incluso
para la enseñanza moral.
37. Santo Tomás de Aquino enseñaba que en el mensaje moral de la
Iglesia también hay una jerarquía, en las virtudes y en los actos que
de ellas proceden.[39] Allí lo que cuenta es ante todo «la fe que se
hace activa por la caridad» (Ga 5,6). Las obras de amor al prójimo son
la manifestación externa más perfecta de la gracia interior del
Espíritu: «La principalidad de la ley nueva está en la gracia del
Espíritu Santo, que se manifiesta en la fe que obra por el amor».[40]
Por ello explica que, en cuanto al obrar exterior, la misericordia es
la mayor de todas las virtudes: «En sí misma la misericordia es la más
grande de las virtudes, ya que a ella pertenece volcarse en otros y,
más aún, socorrer sus deficiencias. Esto es peculiar del superior, y
por eso se tiene como propio de Dios tener misericordia, en la cual
resplandece su omnipotencia de modo máximo».[41]
38. Es importante sacar las consecuencias pastorales de la enseñanza
conciliar, que recoge una antigua convicción de la Iglesia. Ante todo
hay que decir que en el anuncio del Evangelio es necesario que haya una
adecuada proporción. Ésta se advierte en la frecuencia con la cual se
mencionan algunos temas y en los acentos que se ponen en la
predicación. Por ejemplo, si un párroco a lo largo de un año litúrgico
habla diez veces sobre la templanza y sólo dos o tres veces sobre la
caridad o la justicia, se produce una desproporción donde las que se
ensombrecen son precisamente aquellas virtudes que deberían estar más
presentes en la predicación y en la catequesis. Lo mismo sucede cuando
se habla más de la ley que de la gracia, más de la Iglesia que de
Jesucristo, más del Papa que de la Palabra de Dios.
39. Así como la organicidad entre las virtudes impide excluir alguna de
ellas del ideal cristiano, ninguna verdad es negada. No hay que mutilar
la integralidad del mensaje del Evangelio. Es más, cada verdad se
comprende mejor si se la pone en relación con la armoniosa totalidad
del mensaje cristiano, y en ese contexto todas las verdades tienen su
importancia y se iluminan unas a otras. Cuando la predicación es fiel
al Evangelio, se manifiesta con claridad la centralidad de algunas
verdades y queda claro que la predicación moral cristiana no es una
ética estoica, es más que una ascesis, no es una mera filosofía
práctica ni un catálogo de pecados y errores. El Evangelio invita ante
todo a responder al Dios amante que nos salva, reconociéndolo en los
demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos. ¡Esa
invitación en ninguna circunstancia se debe ensombrecer! Todas las
virtudes están al servicio de esta respuesta de amor. Si esa invitación
no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de la Iglesia corre
el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y allí está nuestro
peor peligro. Porque no será propiamente el Evangelio lo que se
anuncie, sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de
determinadas opciones ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de
perder su frescura y dejará de tener «olor a Evangelio».
IV. La misión que se encarna en los límites humanos
40. La Iglesia, que es discípula misionera, necesita crecer en su
interpretación de la Palabra revelada y en su comprensión de la verdad.
La tarea de los exégetas y de los teólogos ayuda a «madurar el juicio
de la Iglesia».[42] De otro modo también lo hacen las demás ciencias.
Refiriéndose a las ciencias sociales, por ejemplo, Juan Pablo II ha
dicho que la Iglesia presta atención a sus aportes «para sacar
indicaciones concretas que le ayuden a desempeñar su misión de
Magisterio».[43] Además, en el seno de la Iglesia hay innumerables
cuestiones acerca de las cuales se investiga y se reflexiona con amplia
libertad. Las distintas líneas de pensamiento filosófico, teológico y
pastoral, si se dejan armonizar por el Espíritu en el respeto y el
amor, también pueden hacer crecer a la Iglesia, ya que ayudan a
explicitar mejor el riquísimo tesoro de la Palabra. A quienes sueñan
con una doctrina monolítica defendida por todos sin matices, esto puede
parecerles una imperfecta dispersión. Pero la realidad es que esa
variedad ayuda a que se manifiesten y desarrollen mejor los diversos
aspectos de la inagotable riqueza del Evangelio.[44]
41. Al mismo tiempo, los enormes y veloces cambios culturales requieren
que prestemos una constante atención para intentar expresar las
verdades de siempre en un lenguaje que permita advertir su permanente
novedad. Pues en el depósito de la doctrina cristiana «una cosa es la
substancia […] y otra la manera de formular su expresión».[45] A veces,
escuchando un lenguaje completamente ortodoxo, lo que los fieles
reciben, debido al lenguaje que ellos utilizan y comprenden, es algo
que no responde al verdadero Evangelio de Jesucristo. Con la santa
intención de comunicarles la verdad sobre Dios y sobre el ser humano,
en algunas ocasiones les damos un falso dios o un ideal humano que no
es verdaderamente cristiano. De ese modo, somos fieles a una
formulación, pero no entregamos la substancia. Ése es el riesgo más
grave. Recordemos que «la expresión de la verdad puede ser multiforme,
y la renovación de las formas de expresión se hace necesaria para
transmitir al hombre de hoy el mensaje evangélico en su inmutable
significado».[46]
42. Esto tiene una gran incidencia en el anuncio del Evangelio si de
verdad tenemos el propósito de que su belleza pueda ser mejor percibida
y acogida por todos. De cualquier modo, nunca podremos convertir las
enseñanzas de la Iglesia en algo fácilmente comprendido y felizmente
valorado por todos. La fe siempre conserva un aspecto de cruz, alguna
oscuridad que no le quita la firmeza de su adhesión. Hay cosas que sólo
se comprenden y valoran desde esa adhesión que es hermana del amor, más
allá de la claridad con que puedan percibirse las razones y argumentos.
Por ello, cabe recordar que todo adoctrinamiento ha de situarse en la
actitud evangelizadora que despierte la adhesión del corazón con la
cercanía, el amor y el testimonio.
43. En su constante discernimiento, la Iglesia también puede llegar a
reconocer costumbres propias no directamente ligadas al núcleo del
Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la historia, que hoy ya
no son interpretadas de la misma manera y cuyo mensaje no suele ser
percibido adecuadamente. Pueden ser bellas, pero ahora no prestan el
mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio. No tengamos
miedo de revisarlas. Del mismo modo, hay normas o preceptos eclesiales
que pueden haber sido muy eficaces en otras épocas pero que ya no
tienen la misma fuerza educativa como cauces de vida. Santo Tomás de
Aquino destacaba que los preceptos dados por Cristo y los Apóstoles al
Pueblo de Dios «son poquísimos».[47] Citando a san Agustín, advertía
que los preceptos añadidos por la Iglesia posteriormente deben exigirse
con moderación «para no hacer pesada la vida a los fieles» y convertir
nuestra religión en una esclavitud, cuando «la misericordia de Dios
quiso que fuera libre».[48] Esta advertencia, hecha varios siglos
atrás, tiene una tremenda actualidad. Debería ser uno de los criterios
a considerar a la hora de pensar una reforma de la Iglesia y de su
predicación que permita realmente llegar a todos.
44. Por otra parte, tanto los Pastores como todos los fieles que
acompañen a sus hermanos en la fe o en un camino de apertura a Dios, no
pueden olvidar lo que con tanta claridad enseña el Catecismo de la
Iglesia católica: «La imputabilidad y la responsabilidad de una acción
pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la
ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los
afectos desordenados y otros factores psíquicos o sociales».[49]
Por lo tanto, sin disminuir el valor del ideal evangélico, hay que
acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles de
crecimiento de las personas que se van construyendo día a día.[50] A
los sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala
de torturas sino el lugar de la misericordia del Señor que nos estimula
a hacer el bien posible. Un pequeño paso, en medio de grandes límites
humanos, puede ser más agradable a Dios que la vida exteriormente
correcta de quien transcurre sus días sin enfrentar importantes
dificultades. A todos debe llegar el consuelo y el estímulo del amor
salvífico de Dios, que obra misteriosamente en cada persona, más allá
de sus defectos y caídas.
45. Vemos así que la tarea evangelizadora se mueve entre los límites
del lenguaje y de las circunstancias. Procura siempre comunicar mejor
la verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin renunciar a la
verdad, al bien y a la luz que pueda aportar cuando la perfección no es
posible. Un corazón misionero sabe de esos límites y se hace «débil con
los débiles […] todo para todos» (1 Co 9,22). Nunca se encierra, nunca
se repliega en sus seguridades, nunca opta por la rigidez
autodefensiva. Sabe que él mismo tiene que crecer en la comprensión del
Evangelio y en el discernimiento de los senderos del Espíritu, y
entonces no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de
mancharse con el barro del camino.
V. Una madre de corazón abierto
46. La Iglesia «en salida» es una Iglesia con las puertas abiertas.
Salir hacia los demás para llegar a las periferias humanas no implica
correr hacia el mundo sin rumbo y sin sentido. Muchas veces es más bien
detener el paso, dejar de lado la ansiedad para mirar a los ojos y
escuchar, o renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al
costado del camino. A veces es como el padre del hijo pródigo, que se
queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese, pueda entrar
sin dificultad.
47. La Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre.
Uno de los signos concretos de esa apertura es tener templos con las
puertas abiertas en todas partes. De ese modo, si alguien quiere seguir
una moción del Espíritu y se acerca buscando a Dios, no se encontrará
con la frialdad de unas puertas cerradas. Pero hay otras puertas que
tampoco se deben cerrar. Todos pueden participar de alguna manera en la
vida eclesial, todos pueden integrar la comunidad, y tampoco las
puertas de los sacramentos deberían cerrarse por una razón cualquiera.
Esto vale sobre todo cuando se trata de ese sacramento que es «la
puerta», el Bautismo. La Eucaristía, si bien constituye la plenitud de
la vida sacramental, no es un premio para los perfectos sino un
generoso remedio y un alimento para los débiles.[51] Estas convicciones
también tienen consecuencias pastorales que estamos llamados a
considerar con prudencia y audacia. A menudo nos comportamos como
controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no
es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su
vida a cuestas.
48. Si la Iglesia entera asume este dinamismo misionero, debe llegar a
todos, sin excepciones. Pero ¿a quiénes debería privilegiar? Cuando uno
lee el Evangelio, se encuentra con una orientación contundente: no
tanto a los amigos y vecinos ricos sino sobre todo a los pobres y
enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos
que «no tienen con qué recompensarte» (Lc 14,14). No deben quedar dudas
ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y
siempre, «los pobres son los destinatarios privilegiados del
Evangelio»,[52] y la evangelización dirigida gratuitamente a ellos es
signo del Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin vueltas que
existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los
dejemos solos.
49. Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo. Repito
aquí para toda la Iglesia lo que muchas veces he dicho a los sacerdotes
y laicos de Buenos Aires: prefiero una Iglesia accidentada, herida y
manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el
encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No
quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine
clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe
inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos
hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la
amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin
un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a equivocarnos,
espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos
dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces
implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras
afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse:
«¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37).
CAPÍTULO SEGUNDO
EN LA CRISIS DEL COMPROMISO COMUNITARIO
50. Antes de hablar acerca de algunas cuestiones fundamentales
relacionadas con la acción evangelizadora, conviene recordar brevemente
cuál es el contexto en el cual nos toca vivir y actuar. Hoy suele
hablarse de un «exceso de diagnóstico» que no siempre está acompañado
de propuestas superadoras y realmente aplicables. Por otra parte,
tampoco nos serviría una mirada puramente sociológica, que podría tener
pretensiones de abarcar toda la realidad con su metodología de una
manera supuestamente neutra y aséptica. Lo que quiero ofrecer va más
bien en la línea de un discernimiento evangélico. Es la mirada del
discípulo misionero, que se «alimenta a la luz y con la fuerza del
Espíritu Santo».[53]
51. No es función del Papa ofrecer un análisis detallado y completo
sobre la realidad contemporánea, pero aliento a todas las comunidades a
una «siempre vigilante capacidad de estudiar los signos de los
tiempos».[54] Se trata de una responsabilidad grave, ya que algunas
realidades del presente, si no son bien resueltas, pueden desencadenar
procesos de deshumanización difíciles de revertir más adelante. Es
preciso esclarecer aquello que pueda ser un fruto del Reino y también
aquello que atenta contra el proyecto de Dios. Esto implica no sólo
reconocer e interpretar las mociones del buen espíritu y del malo, sino
–y aquí radica lo decisivo– elegir las del buen espíritu y rechazar las
del malo. Doy por supuestos los diversos análisis que ofrecieron otros
documentos del Magisterio universal, así como los que han propuesto los
episcopados regionales y nacionales. En esta Exhortación sólo pretendo
detenerme brevemente, con una mirada pastoral, en algunos aspectos de
la realidad que pueden detener o debilitar los dinamismos de renovación
misionera de la Iglesia, sea porque afectan a la vida y a la dignidad
del Pueblo de Dios, sea porque inciden también en los sujetos que
participan de un modo más directo en las instituciones eclesiales y en
tareas evangelizadoras.
I. Algunos desafíos del mundo actual
52. La humanidad vive en este momento un giro histórico, que podemos
ver en los adelantos que se producen en diversos campos. Son de alabar
los avances que contribuyen al bienestar de la gente, como, por
ejemplo, en el ámbito de la salud, de la educación y de la
comunicación. Sin embargo, no podemos olvidar que la mayoría de los
hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el día a día,
con consecuencias funestas. Algunas patologías van en aumento. El miedo
y la desesperación se apoderan del corazón de numerosas personas,
incluso en los llamados países ricos. La alegría de vivir
frecuentemente se apaga, la falta de respeto y la violencia crecen, la
inequidad es cada vez más patente. Hay que luchar para vivir y, a
menudo, para vivir con poca dignidad. Este cambio de época se ha
generado por los enormes saltos cualitativos, cuantitativos, acelerados
y acumulativos que se dan en el desarrollo científico, en las
innovaciones tecnológicas y en sus veloces aplicaciones en distintos
campos de la naturaleza y de la vida. Estamos en la era del
conocimiento y la información, fuente de nuevas formas de un poder
muchas veces anónimo.
No a una economía de la exclusión
53. Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para
asegurar el valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una
economía de la exclusión y la inequidad». Esa economía mata. No puede
ser que no sea noticia que muere de frío un anciano en situación de
calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa. Eso es
exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida cuando hay gente
que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del juego de
la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se come
al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la
población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes,
sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de
consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la
cultura del «descarte» que, además, se promueve. Ya no se trata
simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de
algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la
pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella
abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los
excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes».
54. En este contexto, algunos todavía defienden las teorías del
«derrame», que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por
la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e
inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido
confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la
bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos
sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los
excluidos siguen esperando. Para poder sostener un estilo de vida que
excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se
ha desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin
advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores
de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa
cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos
incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si
el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas
esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero
espectáculo que de ninguna manera nos altera.
No a la nueva idolatría del dinero
55. Una de las causas de esta situación se encuentra en la relación que
hemos establecido con el dinero, ya que aceptamos pacíficamente su
predominio sobre nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera
que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda
crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano! Hemos
creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex
32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo
del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un
objetivo verdaderamente humano. La crisis mundial que afecta a las
finanzas y a la economía pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre
todo, la grave carencia de su orientación antropológica que reduce al
ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo.
56. Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las
de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría
feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías que defienden la
autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera. De ahí
que nieguen el derecho de control de los Estados, encargados de velar
por el bien común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces
virtual, que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus
reglas. Además, la deuda y sus intereses alejan a los países de las
posibilidades viables de su economía y a los ciudadanos de su poder
adquisitivo real. A todo ello se añade una corrupción ramificada y una
evasión fiscal egoísta, que han asumido dimensiones mundiales. El afán
de poder y de tener no conoce límites. En este sistema, que tiende a
fagocitarlo todo en orden a acrecentar beneficios, cualquier cosa que
sea frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los intereses
del mercado divinizado, convertidos en regla absoluta.
No a un dinero que gobierna en lugar de servir
57. Tras esta actitud se esconde el rechazo de la ética y el rechazo de
Dios. La ética suele ser mirada con cierto desprecio burlón. Se
considera contraproducente, demasiado humana, porque relativiza el
dinero y el poder. Se la siente como una amenaza, pues condena la
manipulación y la degradación de la persona. En definitiva, la ética
lleva a un Dios que espera una respuesta comprometida que está fuera de
las categorías del mercado. Para éstas, si son absolutizadas, Dios es
incontrolable, inmanejable, incluso peligroso, por llamar al ser humano
a su plena realización y a la independencia de cualquier tipo de
esclavitud. La ética –una ética no ideologizada– permite crear un
equilibrio y un orden social más humano. En este sentido, animo a los
expertos financieros y a los gobernantes de los países a considerar las
palabras de un sabio de la antigüedad: «No compartir con los pobres los
propios bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los
bienes que tenemos, sino suyos».[55]
58. Una reforma financiera que no ignore la ética requeriría un cambio
de actitud enérgico por parte de los dirigentes políticos, a quienes
exhorto a afrontar este reto con determinación y visión de futuro, sin
ignorar, por supuesto, la especificidad de cada contexto. ¡El dinero
debe servir y no gobernar! El Papa ama a todos, ricos y pobres, pero
tiene la obligación, en nombre de Cristo, de recordar que los ricos
deben ayudar a los pobres, respetarlos, promocionarlos. Os exhorto a la
solidaridad desinteresada y a una vuelta de la economía y las finanzas
a una ética en favor del ser humano.
No a la inequidad que genera violencia
59. Hoy en muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no
se reviertan la exclusión y la inequidad dentro de una sociedad y entre
los distintos pueblos será imposible erradicar la violencia. Se acusa
de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres pero, sin igualdad
de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra
encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su
explosión. Cuando la sociedad –local, nacional o mundial– abandona en
la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni
recursos policiales o de inteligencia que puedan asegurar
indefinidamente la tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la
inequidad provoca la reacción violenta de los excluidos del sistema,
sino porque el sistema social y económico es injusto en su raíz. Así
como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la
injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar
silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por
más sólido que parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal
enquistado en las estructuras de una sociedad tiene siempre un
potencial de disolución y de muerte. Es el mal cristalizado en
estructuras sociales injustas, a partir del cual no puede esperarse un
futuro mejor. Estamos lejos del llamado «fin de la historia», ya que
las condiciones de un desarrollo sostenible y en paz todavía no están
adecuadamente planteadas y realizadas.
60. Los mecanismos de la economía actual promueven una exacerbación del
consumo, pero resulta que el consumismo desenfrenado unido a la
inequidad es doblemente dañino del tejido social. Así la inequidad
genera tarde o temprano una violencia que las carreras armamentistas no
resuelven ni resolverán jamás. Sólo sirven para pretender engañar a los
que reclaman mayor seguridad, como si hoy no supiéramos que las armas y
la represión violenta, más que aportar soluciones, crean nuevos y
peores conflictos. Algunos simplemente se regodean culpando a los
pobres y a los países pobres de sus propios males, con indebidas
generalizaciones, y pretenden encontrar la solución en una «educación»
que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e
inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven
crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada
en muchos países –en sus gobiernos, empresarios e instituciones–
cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes.
Algunos desafíos culturales
61. Evangelizamos también cuando tratamos de afrontar los diversos
desafíos que puedan presentarse.[56] A veces éstos se manifiestan en
verdaderos ataques a la libertad religiosa o en nuevas situaciones de
persecución a los cristianos, las cuales en algunos países han
alcanzado niveles alarmantes de odio y violencia. En muchos lugares se
trata más bien de una difusa indiferencia relativista, relacionada con
el desencanto y la crisis de las ideologías que se provocó como
reacción contra todo lo que parezca totalitario. Esto no perjudica sólo
a la Iglesia, sino a la vida social en general. Reconozcamos que una
cultura, en la cual cada uno quiere ser el portador de una propia
verdad subjetiva, vuelve difícil que los ciudadanos deseen integrar un
proyecto común más allá de los beneficios y deseos personales.
62. En la cultura predominante, el primer lugar está ocupado por lo
exterior, lo inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo
provisorio. Lo real cede el lugar a la apariencia. En muchos países, la
globalización ha significado un acelerado deterioro de las raíces
culturales con la invasión de tendencias pertenecientes a otras
culturas, económicamente desarrolladas pero éticamente debilitadas. Así
lo han manifestado en distintos Sínodos los Obispos de varios
continentes. Los Obispos africanos, por ejemplo, retomando la
Encíclica Sollicitudo rei socialis, señalaron años atrás que
muchas veces se quiere convertir a los países de África en simples
«piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco. Esto sucede a
menudo en el campo de los medios de comunicación social, los cuales, al
estar dirigidos mayormente por centros de la parte Norte del mundo, no
siempre tienen en la debida consideración las prioridades y los
problemas propios de estos países, ni respetan su fisonomía
cultural».[57] Igualmente, los Obispos de Asia «subrayaron los influjos
que desde el exterior se ejercen sobre las culturas asiáticas. Están
apareciendo nuevas formas de conducta, que son resultado de una
excesiva exposición a los medios de comunicación social […] Eso tiene
como consecuencia que los aspectos negativos de las industrias de los
medios de comunicación y de entretenimiento ponen en peligro los
valores tradicionales».[58]
63. La fe católica de muchos pueblos se enfrenta hoy con el desafío de
la proliferación de nuevos movimientos religiosos, algunos tendientes
al fundamentalismo y otros que parecen proponer una espiritualidad sin
Dios. Esto es, por una parte, el resultado de una reacción humana
frente a la sociedad materialista, consumista e individualista y, por
otra parte, un aprovechamiento de las carencias de la población que
vive en las periferias y zonas empobrecidas, que sobrevive en medio de
grandes dolores humanos y busca soluciones inmediatas para sus
necesidades. Estos movimientos religiosos, que se caracterizan por su
sutil penetración, vienen a llenar, dentro del individualismo
imperante, un vacío dejado por el racionalismo secularista. Además, es
necesario que reconozcamos que, si parte de nuestro pueblo bautizado no
experimenta su pertenencia a la Iglesia, se debe también a la
existencia de unas estructuras y a un clima poco acogedores en algunas
de nuestras parroquias y comunidades, o a una actitud burocrática para
dar respuesta a los problemas, simples o complejos, de la vida de
nuestros pueblos. En muchas partes hay un predominio de lo
administrativo sobre lo pastoral, así como una sacramentalización sin
otras formas de evangelización.
64. El proceso de secularización tiende a reducir la fe y la Iglesia al
ámbito de lo privado y de lo íntimo. Además, al negar toda
trascendencia, ha producido una creciente deformación ética, un
debilitamiento del sentido del pecado personal y social y un progresivo
aumento del relativismo, que ocasionan una desorientación generalizada,
especialmente en la etapa de la adolescencia y la juventud, tan
vulnerable a los cambios. Como bien indican los Obispos de Estados
Unidos de América, mientras la Iglesia insiste en la existencia de
normas morales objetivas, válidas para todos, «hay quienes presentan
esta enseñanza como injusta, esto es, como opuesta a los derechos
humanos básicos. Tales alegatos suelen provenir de una forma de
relativismo moral que está unida, no sin inconsistencia, a una creencia
en los derechos absolutos de los individuos. En este punto de vista se
percibe a la Iglesia como si promoviera un prejuicio particular y como
si interfiriera con la libertad individual».[59] Vivimos en una
sociedad de la información que nos satura indiscriminadamente de datos,
todos en el mismo nivel, y termina llevándonos a una tremenda
superficialidad a la hora de plantear las cuestiones morales. Por
consiguiente, se vuelve necesaria una educación que enseñe a pensar
críticamente y que ofrezca un camino de maduración en valores.
65. A pesar de toda la corriente secularista que invade las sociedades,
en muchos países -aun donde el cristianismo es minoría- la Iglesia
católica es una institución creíble ante la opinión pública, confiable
en lo que respecta al ámbito de la solidaridad y de la preocupación por
los más carenciados. En repetidas ocasiones ha servido de mediadora en
favor de la solución de problemas que afectan a la paz, la concordia,
la tierra, la defensa de la vida, los derechos humanos y ciudadanos,
etc. ¡Y cuánto aportan las escuelas y universidades católicas en todo
el mundo! Es muy bueno que así sea. Pero nos cuesta mostrar que, cuando
planteamos otras cuestiones que despiertan menor aceptación pública, lo
hacemos por fidelidad a las mismas convicciones sobre la dignidad
humana y el bien común.
66. La familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las
comunidades y vínculos sociales. En el caso de la familia, la
fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se
trata de la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a
convivir en la diferencia y a pertenecer a otros y donde los padres
transmiten la fe a sus hijos. El matrimonio tiende a ser visto como una
mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de
cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada
uno. Pero el aporte indispensable del matrimonio a la sociedad supera
el nivel de la emotividad y el de las necesidades circunstanciales de
la pareja. Como enseñan los Obispos franceses, no procede «del
sentimiento amoroso, efímero por definición, sino de la profundidad del
compromiso asumido por los esposos que aceptan entrar en una unión de
vida total».[60]
67. El individualismo posmoderno y globalizado favorece un estilo de
vida que debilita el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre
las personas, y que desnaturaliza los vínculos familiares. La acción
pastoral debe mostrar mejor todavía que la relación con nuestro Padre
exige y alienta una comunión que sane, promueva y afiance los vínculos
interpersonales. Mientras en el mundo, especialmente en algunos países,
reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los cristianos
insistimos en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las
heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos
«mutuamente a llevar las cargas» (Ga 6,2). Por otra parte, hoy surgen
muchas formas de asociación para la defensa de derechos y para la
consecución de nobles objetivos. Así se manifiesta una sed de
participación de numerosos ciudadanos que quieren ser constructores del
desarrollo social y cultural.
Desafíos de la inculturación de la fe
68. El substrato cristiano de algunos pueblos –sobre todo occidentales–
es una realidad viva. Allí encontramos, especialmente en los más
necesitados, una reserva moral que guarda valores de auténtico
humanismo cristiano. Una mirada de fe sobre la realidad no puede dejar
de reconocer lo que siembra el Espíritu Santo. Sería desconfiar de su
acción libre y generosa pensar que no hay auténticos valores cristianos
donde una gran parte de la población ha recibido el Bautismo y expresa
su fe y su solidaridad fraterna de múltiples maneras. Allí hay que
reconocer mucho más que unas «semillas del Verbo», ya que se trata de
una auténtica fe católica con modos propios de expresión y de
pertenencia a la Iglesia. No conviene ignorar la tremenda importancia
que tiene una cultura marcada por la fe, porque esa cultura
evangelizada, más allá de sus límites, tiene muchos más recursos que
una mera suma de creyentes frente a los embates del secularismo actual.
Una cultura popular evangelizada contiene valores de fe y de
solidaridad que pueden provocar el desarrollo de una sociedad más justa
y creyente, y posee una sabiduría peculiar que hay que saber reconocer
con una mirada agradecida.
69. Es imperiosa la necesidad de evangelizar las culturas para
inculturar el Evangelio. En los países de tradición católica se tratará
de acompañar, cuidar y fortalecer la riqueza que ya existe, y en los
países de otras tradiciones religiosas o profundamente secularizados se
tratará de procurar nuevos procesos de evangelización de la cultura,
aunque supongan proyectos a muy largo plazo. No podemos, sin embargo,
desconocer que siempre hay un llamado al crecimiento. Toda cultura y
todo grupo social necesitan purificación y maduración. En el caso de
las culturas populares de pueblos católicos, podemos reconocer algunas
debilidades que todavía deben ser sanadas por el Evangelio: el
machismo, el alcoholismo, la violencia doméstica, una escasa
participación en la Eucaristía, creencias fatalistas o supersticiosas
que hacen recurrir a la brujería, etc. Pero es precisamente la piedad
popular el mejor punto de partida para sanarlas y liberarlas.
70. También es cierto que a veces el acento, más que en el impulso de
la piedad cristiana, se coloca en formas exteriores de tradiciones de
ciertos grupos, o en supuestas revelaciones privadas que se
absolutizan. Hay cierto cristianismo de devociones, propio de una
vivencia individual y sentimental de la fe, que en realidad no responde
a una auténtica «piedad popular». Algunos promueven estas expresiones
sin preocuparse por la promoción social y la formación de los fieles, y
en ciertos casos lo hacen para obtener beneficios económicos o algún
poder sobre los demás. Tampoco podemos ignorar que en las últimas
décadas se ha producido una ruptura en la transmisión generacional de
la fe cristiana en el pueblo católico. Es innegable que muchos se
sienten desencantados y dejan de identificarse con la tradición
católica, que son más los padres que no bautizan a sus hijos y no les
enseñan a rezar, y que hay un cierto éxodo hacia otras comunidades de
fe. Algunas causas de esta ruptura son: la falta de espacios de diálogo
familiar, la influencia de los medios de comunicación, el subjetivismo
relativista, el consumismo desenfrenado que alienta el mercado, la
falta de acompañamiento pastoral a los más pobres, la ausencia de una
acogida cordial en nuestras instituciones, y nuestra dificultad para
recrear la adhesión mística de la fe en un escenario religioso plural.
Desafíos de las culturas urbanas
71. La nueva Jerusalén, la Ciudad santa (cf. Ap 21,2-4), es el destino
hacia donde peregrina toda la humanidad. Es llamativo que la revelación
nos diga que la plenitud de la humanidad y de la historia se realiza en
una ciudad. Necesitamos reconocer la ciudad desde una mirada
contemplativa, esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que
habita en sus hogares, en sus calles, en sus plazas. La presencia de
Dios acompaña las búsquedas sinceras que personas y grupos realizan
para encontrar apoyo y sentido a sus vidas. Él vive entre los
ciudadanos promoviendo la solidaridad, la fraternidad, el deseo de
bien, de verdad, de justicia. Esa presencia no debe ser fabricada sino
descubierta, develada. Dios no se oculta a aquellos que lo buscan con
un corazón sincero, aunque lo hagan a tientas, de manera imprecisa y
difusa.
72. En la ciudad, lo religioso está mediado por diferentes estilos de
vida, por costumbres asociadas a un sentido de lo temporal, de lo
territorial y de las relaciones, que difiere del estilo de los
habitantes rurales. En sus vidas cotidianas los ciudadanos muchas veces
luchan por sobrevivir, y en esas luchas se esconde un sentido profundo
de la existencia que suele entrañar también un hondo sentido religioso.
Necesitamos contemplarlo para lograr un diálogo como el que el Señor
desarrolló con la samaritana, junto al pozo, donde ella buscaba saciar
su sed (cf. Jn 4,7-26).
73. Nuevas culturas continúan gestándose en estas enormes geografías
humanas en las que el cristiano ya no suele ser promotor o generador de
sentido, sino que recibe de ellas otros lenguajes, símbolos, mensajes y
paradigmas que ofrecen nuevas orientaciones de vida, frecuentemente en
contraste con el Evangelio de Jesús. Una cultura inédita late y se
elabora en la ciudad. El Sínodo ha constatado que hoy las
transformaciones de esas grandes áreas y la cultura que expresan son un
lugar privilegiado de la nueva evangelización.[61] Esto requiere
imaginar espacios de oración y de comunión con características
novedosas, más atractivas y significativas para los habitantes urbanos.
Los ambientes rurales, por la influencia de los medios de comunicación
de masas, no están ajenos a estas transformaciones culturales que
también operan cambios significativos en sus modos de vida.
74. Se impone una evangelización que ilumine los nuevos modos de
relación con Dios, con los otros y con el espacio, y que suscite los
valores fundamentales. Es necesario llegar allí donde se gestan los
nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los
núcleos más profundos del alma de las ciudades. No hay que olvidar que
la ciudad es un ámbito multicultural. En las grandes urbes puede
observarse un entramado en el que grupos de personas comparten las
mismas formas de soñar la vida y similares imaginarios y se constituyen
en nuevos sectores humanos, en territorios culturales, en ciudades
invisibles. Variadas formas culturales conviven de hecho, pero ejercen
muchas veces prácticas de segregación y de violencia. La Iglesia está
llamada a ser servidora de un difícil diálogo. Por otra parte, aunque
hay ciudadanos que consiguen los medios adecuados para el desarrollo de
la vida personal y familiar, son muchísimos los «no ciudadanos», los
«ciudadanos a medias» o los «sobrantes urbanos». La ciudad produce una
suerte de permanente ambivalencia, porque, al mismo tiempo que ofrece a
sus ciudadanos infinitas posibilidades, también aparecen numerosas
dificultades para el pleno desarrollo de la vida de muchos. Esta
contradicción provoca sufrimientos lacerantes. En muchos lugares del
mundo, las ciudades son escenarios de protestas masivas donde miles de
habitantes reclaman libertad, participación, justicia y diversas
reivindicaciones que, si no son adecuadamente interpretadas, no podrán
acallarse por la fuerza.
75. No podemos ignorar que en las ciudades fácilmente se desarrollan el
tráfico de drogas y de personas, el abuso y la explotación de menores,
el abandono de ancianos y enfermos, varias formas de corrupción y de
crimen. Al mismo tiempo, lo que podría ser un precioso espacio de
encuentro y solidaridad, frecuentemente se convierte en el lugar de la
huida y de la desconfianza mutua. Las casas y los barrios se construyen
más para aislar y proteger que para conectar e integrar. La
proclamación del Evangelio será una base para restaurar la dignidad de
la vida humana en esos contextos, porque Jesús quiere derramar en las
ciudades vida en abundancia (cf. Jn 10,10). El sentido unitario y
completo de la vida humana que propone el Evangelio es el mejor remedio
para los males urbanos, aunque debamos advertir que un programa y un
estilo uniforme e inflexible de evangelización no son aptos para esta
realidad. Pero vivir a fondo lo humano e introducirse en el corazón de
los desafíos como fermento testimonial, en cualquier cultura, en
cualquier ciudad, mejora al cristiano y fecunda la ciudad.
II. Tentaciones de los agentes pastorales
76. Siento una enorme gratitud por la tarea de todos los que trabajan
en la Iglesia. No quiero detenerme ahora a exponer las actividades de
los diversos agentes pastorales, desde los obispos hasta el más
sencillo y desconocido de los servicios eclesiales. Me gustaría más
bien reflexionar acerca de los desafíos que todos ellos enfrentan en
medio de la actual cultura globalizada. Pero tengo que decir, en primer
lugar y como deber de justicia, que el aporte de la Iglesia en el mundo
actual es enorme. Nuestro dolor y nuestra vergüenza por los pecados de
algunos miembros de la Iglesia, y por los propios, no deben hacer
olvidar cuántos cristianos dan la vida por amor: ayudan a tanta gente a
curarse o a morir en paz en precarios hospitales, o acompañan personas
esclavizadas por diversas adicciones en los lugares más pobres de la
tierra, o se desgastan en la educación de niños y jóvenes, o cuidan
ancianos abandonados por todos, o tratan de comunicar valores en
ambientes hostiles, o se entregan de muchas otras maneras que muestran
ese inmenso amor a la humanidad que nos ha inspirado el Dios hecho
hombre. Agradezco el hermoso ejemplo que me dan tantos cristianos que
ofrecen su vida y su tiempo con alegría. Ese testimonio me hace mucho
bien y me sostiene en mi propio deseo de superar el egoísmo para
entregarme más.
77. No obstante, como hijos de esta época, todos nos vemos afectados de
algún modo por la cultura globalizada actual que, sin dejar de
mostrarnos valores y nuevas posibilidades, también puede limitarnos,
condicionarnos e incluso enfermarnos. Reconozco que necesitamos crear
espacios motivadores y sanadores para los agentes pastorales, «lugares
donde regenerar la propia fe en Jesús crucificado y resucitado, donde
compartir las propias preguntas más profundas y las preocupaciones
cotidianas, donde discernir en profundidad con criterios evangélicos
sobre la propia existencia y experiencia, con la finalidad de orientar
al bien y a la belleza las propias elecciones individuales y
sociales».[62] Al mismo tiempo, quiero llamar la atención sobre algunas
tentaciones que particularmente hoy afectan a los agentes pastorales.
Sí al desafío de una espiritualidad misionera
78. Hoy se puede advertir en muchos agentes pastorales, incluso en
personas consagradas, una preocupación exacerbada por los espacios
personales de autonomía y de distensión, que lleva a vivir las tareas
como un mero apéndice de la vida, como si no fueran parte de la propia
identidad. Al mismo tiempo, la vida espiritual se confunde con algunos
momentos religiosos que brindan cierto alivio pero que no alimentan el
encuentro con los demás, el compromiso en el mundo, la pasión
evangelizadora. Así, pueden advertirse en muchos agentes
evangelizadores, aunque oren, una acentuación del individualismo,
una crisis de identidad y una caída del fervor. Son tres males
que se alimentan entre sí.
79. La cultura mediática y algunos ambientes intelectuales a veces
transmiten una marcada desconfianza hacia el mensaje de la Iglesia, y
un cierto desencanto. Como consecuencia, aunque recen, muchos agentes
pastorales desarrollan una especie de complejo de inferioridad que les
lleva a relativizar u ocultar su identidad cristiana y sus
convicciones. Se produce entonces un círculo vicioso, porque así no son
felices con lo que son y con lo que hacen, no se sienten identificados
con su misión evangelizadora, y esto debilita la entrega. Terminan
ahogando su alegría misionera en una especie de obsesión por ser como
todos y por tener lo que poseen los demás. Así, las tareas
evangelizadoras se vuelven forzadas y se dedican a ellas pocos
esfuerzos y un tiempo muy limitado.
80. Se desarrolla en los agentes pastorales, más allá del estilo
espiritual o la línea de pensamiento que puedan tener, un relativismo
todavía más peligroso que el doctrinal. Tiene que ver con las opciones
más profundas y sinceras que determinan una forma de vida. Este
relativismo práctico es actuar como si Dios no existiera, decidir como
si los pobres no existieran, soñar como si los demás no existieran,
trabajar como si quienes no recibieron el anuncio no existieran. Llama
la atención que aun quienes aparentemente poseen sólidas convicciones
doctrinales y espirituales suelen caer en un estilo de vida que los
lleva a aferrarse a seguridades económicas, o a espacios de poder y de
gloria humana que se procuran por cualquier medio, en lugar de dar la
vida por los demás en la misión. ¡No nos dejemos robar el entusiasmo
misionero!
No a la acedia egoísta
81. Cuando más necesitamos un dinamismo misionero que lleve sal y luz
al mundo, muchos laicos sienten el temor de que alguien les invite a
realizar alguna tarea apostólica, y tratan de escapar de cualquier
compromiso que les pueda quitar su tiempo libre. Hoy se ha vuelto muy
difícil, por ejemplo, conseguir catequistas capacitados para las
parroquias y que perseveren en la tarea durante varios años. Pero algo
semejante sucede con los sacerdotes, que cuidan con obsesión su tiempo
personal. Esto frecuentemente se debe a que las personas necesitan
imperiosamente preservar sus espacios de autonomía, como si una tarea
evangelizadora fuera un veneno peligroso y no una alegre respuesta al
amor de Dios que nos convoca a la misión y nos vuelve plenos y
fecundos. Algunos se resisten a probar hasta el fondo el gusto de la
misión y quedan sumidos en una acedia paralizante.
82. El problema no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo
las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una
espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que
las tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen. No se trata
de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en
definitiva, no aceptado. Esta acedia pastoral puede tener diversos
orígenes. Algunos caen en ella por sostener proyectos irrealizables y
no vivir con ganas lo que buenamente podrían hacer. Otros, por no
aceptar la costosa evolución de los procesos y querer que todo caiga
del cielo. Otros, por apegarse a algunos proyectos o a sueños de éxitos
imaginados por su vanidad. Otros, por perder el contacto real con el
pueblo, en una despersonalización de la pastoral que lleva a prestar
más atención a la organización que a las personas, y entonces les
entusiasma más la «hoja de ruta» que la ruta misma. Otros caen en la
acedia por no saber esperar y querer dominar el ritmo de la vida. El
inmediatismo ansioso de estos tiempos hace que los agentes pastorales
no toleren fácilmente lo que signifique alguna contradicción, un
aparente fracaso, una crítica, una cruz.
83. Así se gesta la mayor amenaza, que «es el gris pragmatismo de la
vida cotidiana de la Iglesia en el cual aparentemente todo procede con
normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en
mezquindad».[63] Se desarrolla la psicología de la tumba, que poco a
poco convierte a los cristianos en momias de museo. Desilusionados con
la realidad, con la Iglesia o consigo mismos, viven la constante
tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin esperanza, que se
apodera del corazón como «el más preciado de los elixires del
demonio».[64] Llamados a iluminar y a comunicar vida, finalmente se
dejan cautivar por cosas que sólo generan oscuridad y cansancio
interior, y que apolillan el dinamismo apostólico. Por todo esto me
permito insistir: ¡No nos dejemos robar la alegría evangelizadora!
No al pesimismo estéril
84. La alegría del Evangelio es esa que nada ni nadie nos podrá quitar
(cf. Jn 16,22). Los males de nuestro mundo –y los de la Iglesia–
no deberían ser excusas para reducir nuestra entrega y nuestro fervor.
Mirémoslos como desafíos para crecer. Además, la mirada creyente es
capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu Santo en
medio de la oscuridad, sin olvidar que «donde abundó el pecado
sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Nuestra fe es desafiada a vislumbrar
el vino en que puede convertirse el agua y a descubrir el trigo que
crece en medio de la cizaña. A cincuenta años del Concilio Vaticano II,
aunque nos duelan las miserias de nuestra época y estemos lejos de
optimismos ingenuos, el mayor realismo no debe significar menor
confianza en el Espíritu ni menor generosidad. En ese sentido, podemos
volver a escuchar las palabras del beato Juan XXIII en aquella
admirable jornada del 11 de octubre de 1962: «Llegan, a veces, a
nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas
que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de
la medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y
ruina […] Nos parece justo disentir de tales profetas de calamidades,
avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin
de los tiempos estuviese inminente. En el presente momento histórico,
la Providencia nos está llevando a un nuevo orden de relaciones humanas
que, por obra misma de los hombres pero más aún por encima de sus
mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de planes superiores e
inesperados; pues todo, aun las humanas adversidades, aquélla lo
dispone para mayor bien de la Iglesia».[65]
85. Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia
es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y
desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si
de antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza sin
confiar perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra sus
talentos. Aun con la dolorosa conciencia de las propias fragilidades,
hay que seguir adelante sin declararse vencidos, y recordar lo que el
Señor dijo a san Pablo: «Te basta mi gracia, porque mi fuerza se
manifiesta en la debilidad» (2 Co 12,9). El triunfo cristiano es
siempre una cruz, pero una cruz que al mismo tiempo es bandera de
victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los embates del
mal. El mal espíritu de la derrota es hermano de la tentación de
separar antes de tiempo el trigo de la cizaña, producto de una
desconfianza ansiosa y egocéntrica.
86. Es cierto que en algunos lugares se produjo una «desertificación»
espiritual, fruto del proyecto de sociedades que quieren construirse
sin Dios o que destruyen sus raíces cristianas. Allí «el mundo
cristiano se está haciendo estéril, y se agota como una tierra
sobreexplotada, que se convierte en arena».[66] En otros países, la
resistencia violenta al cristianismo obliga a los cristianos a vivir su
fe casi a escondidas en el país que aman. Ésta es otra forma muy
dolorosa de desierto. También la propia familia o el propio lugar de
trabajo puede ser ese ambiente árido donde hay que conservar la fe y
tratar de irradiarla. Pero «precisamente a partir de la experiencia de
este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la
alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres y
mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es
esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los
signos de la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo
manifestados de forma implícita o negativa. Y en el desierto se
necesitan sobre todo personas de fe que, con su propia vida, indiquen
el camino hacia la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la
esperanza».[67] En todo caso, allí estamos llamados a ser
personas-cántaros para dar de beber a los demás. A veces el cántaro se
convierte en una pesada cruz, pero fue precisamente en la cruz donde,
traspasado, el Señor se nos entregó como fuente de agua viva. ¡No nos
dejemos robar la esperanza!
Sí a las relaciones nuevas que genera Jesucristo
87. Hoy, que las redes y los instrumentos de la comunicación humana han
alcanzado desarrollos inauditos, sentimos el desafío de descubrir y
transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos,
de tomarnos de los brazos, de apoyarnos, de participar de esa marea
algo caótica que puede convertirse en una verdadera experiencia de
fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa peregrinación. De
este modo, las mayores posibilidades de comunicación se traducirán en
más posibilidades de encuentro y de solidaridad entre todos. Si
pudiéramos seguir ese camino, ¡sería algo tan bueno, tan sanador, tan
liberador, tan esperanzador! Salir de sí mismo para unirse a otros hace
bien. Encerrarse en sí mismo es probar el amargo veneno de la
inmanencia, y la humanidad saldrá perdiendo con cada opción egoísta que
hagamos.
88. El ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la
desconfianza permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes
defensivas que nos impone el mundo actual. Muchos tratan de escapar de
los demás hacia la privacidad cómoda o hacia el reducido círculo de los
más íntimos, y renuncian al realismo de la dimensión social del
Evangelio. Porque, así como algunos quisieran un Cristo puramente
espiritual, sin carne y sin cruz, también se pretenden relaciones
interpersonales sólo mediadas por aparatos sofisticados, por pantallas
y sistemas que se puedan encender y apagar a voluntad. Mientras tanto,
el Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el
rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y
sus reclamos, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a
cuerpo. La verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es inseparable
del don de sí, de la pertenencia a la comunidad, del servicio, de la
reconciliación con la carne de los otros. El Hijo de Dios, en su
encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura.
89. El aislamiento, que es una traducción del inmanentismo, puede
expresarse en una falsa autonomía que excluye a Dios, pero puede
también encontrar en lo religioso una forma de consumismo espiritual a
la medida de su individualismo enfermizo. La vuelta a lo sagrado y las
búsquedas espirituales que caracterizan a nuestra época son fenómenos
ambiguos. Más que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de
responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no
busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne
y sin compromiso con el otro. Si no encuentran en la Iglesia una
espiritualidad que los sane, los libere, los llene de vida y de paz al
mismo tiempo que los convoque a la comunión solidaria y a la fecundidad
misionera, terminarán engañados por propuestas que no humanizan ni dan
gloria a Dios.
90. Las formas propias de la religiosidad popular son encarnadas,
porque han brotado de la encarnación de la fe cristiana en una cultura
popular. Por eso mismo incluyen una relación personal, no con energías
armonizadoras sino con Dios, Jesucristo, María, un santo. Tienen carne,
tienen rostros. Son aptas para alimentar potencialidades relacionales y
no tanto fugas individualistas. En otros sectores de nuestras
sociedades crece el aprecio por diversas formas de «espiritualidad del
bienestar» sin comunidad, por una «teología de la prosperidad» sin
compromisos fraternos o por experiencias subjetivas sin rostros, que se
reducen a una búsqueda interior inmanentista.
91. Un desafío importante es mostrar que la solución nunca consistirá
en escapar de una relación personal y comprometida con Dios que al
mismo tiempo nos comprometa con los otros. Eso es lo que hoy sucede
cuando los creyentes procuran esconderse y quitarse de encima a los
demás, y cuando sutilmente escapan de un lugar a otro o de una tarea a
otra, quedándose sin vínculos profundos y estables: «Imaginatio locorum
et mutatio multos fefellit».[68] Es un falso remedio que enferma el
corazón, y a veces el cuerpo. Hace falta ayudar a reconocer que el
único camino consiste en aprender a encontrarse con los demás con la
actitud adecuada, que es valorarlos y aceptarlos como compañeros de
camino, sin resistencias internas. Mejor todavía, se trata de aprender
a descubrir a Jesús en el rostro de los demás, en su voz, en sus
reclamos. También es aprender a sufrir en un abrazo con Jesús
crucificado cuando recibimos agresiones injustas o ingratitudes, sin
cansarnos jamás de optar por la fraternidad.[69]
92. Allí está la verdadera sanación, ya que el modo de relacionarnos
con los demás que realmente nos sana en lugar de enfermarnos es una
fraternidad mística, contemplativa, que sabe mirar la grandeza
sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en cada ser humano, que
sabe tolerar las molestias de la convivencia aferrándose al amor de
Dios, que sabe abrir el corazón al amor divino para buscar la felicidad
de los demás como la busca su Padre bueno. Precisamente en esta época,
y también allí donde son un «pequeño rebaño» (Lc 12,32), los discípulos
del Señor son llamados a vivir como comunidad que sea sal de la tierra
y luz del mundo (cf. Mt 5,13-16). Son llamados a dar testimonio de una
pertenencia evangelizadora de manera siempre nueva.[70] ¡No nos dejemos
robar la comunidad!
No a la mundanidad espiritual
93. La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de
religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la
gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal. Es lo que
el Señor reprochaba a los fariseos: «¿Cómo es posible que creáis,
vosotros que os glorificáis unos a otros y no os preocupáis por la
gloria que sólo viene de Dios?» (Jn 5,44). Es un modo sutil de buscar
«sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp 2,21). Toma
muchas formas, de acuerdo con el tipo de personas y con los estamentos
en los que se enquista. Por estar relacionada con el cuidado de la
apariencia, no siempre se conecta con pecados públicos, y por fuera
todo parece correcto. Pero, si invadiera la Iglesia, «sería
infinitamente más desastrosa que cualquiera otra mundanidad simplemente
moral».[71]
94. Esta mundanidad puede alimentarse especialmente de dos maneras
profundamente emparentadas. Una es la fascinación del gnosticismo, una
fe encerrada en el subjetivismo, donde sólo interesa una determinada
experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que
supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto
queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus
sentimientos. La otra es el neopelagianismo autorreferencial y
prometeico de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y
se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser
inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico propio del pasado.
Es una supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria que da lugar a un
elitismo narcisista y autoritario, donde en lugar de evangelizar lo que
se hace es analizar y clasificar a los demás, y en lugar de facilitar
el acceso a la gracia se gastan las energías en controlar. En los dos
casos, ni Jesucristo ni los demás interesan verdaderamente. Son
manifestaciones de un inmanentismo antropocéntrico. No es posible
imaginar que de estas formas desvirtuadas de cristianismo pueda brotar
un auténtico dinamismo evangelizador.
95. Esta oscura mundanidad se manifiesta en muchas actitudes
aparentemente opuestas pero con la misma pretensión de «dominar el
espacio de la Iglesia». En algunos hay un cuidado ostentoso de la
liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, pero sin
preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el Pueblo
fiel de Dios y en las necesidades concretas de la historia. Así, la
vida de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión
de pocos. En otros, la misma mundanidad espiritual se esconde detrás de
una fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas, o en una
vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, o en un embeleso
por las dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial.
También puede traducirse en diversas formas de mostrarse a sí mismo en
una densa vida social llena de salidas, reuniones, cenas, recepciones.
O bien se despliega en un funcionalismo empresarial, cargado de
estadísticas, planificaciones y evaluaciones, donde el principal
beneficiario no es el Pueblo de Dios sino la Iglesia como organización.
En todos los casos, no lleva el sello de Cristo encarnado, crucificado
y resucitado, se encierra en grupos elitistas, no sale realmente a
buscar a los perdidos ni a las inmensas multitudes sedientas de Cristo.
Ya no hay fervor evangélico, sino el disfrute espurio de una
autocomplacencia egocéntrica.
96. En este contexto, se alimenta la vanagloria de quienes se conforman
con tener algún poder y prefieren ser generales de ejércitos derrotados
antes que simples soldados de un escuadrón que sigue luchando. ¡Cuántas
veces soñamos con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y bien
dibujados, propios de generales derrotados! Así negamos nuestra
historia de Iglesia, que es gloriosa por ser historia de sacrificios,
de esperanza, de lucha cotidiana, de vida deshilachada en el servicio,
de constancia en el trabajo que cansa, porque todo trabajo es «sudor de
nuestra frente». En cambio, nos entretenemos vanidosos hablando sobre
«lo que habría que hacer» –el pecado del «habriaqueísmo»– como maestros
espirituales y sabios pastorales que señalan desde afuera. Cultivamos
nuestra imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad
sufrida de nuestro pueblo fiel.
97. Quien ha caído en esta mundanidad mira de arriba y de lejos,
rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a quien lo cuestione,
destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona por la
apariencia. Ha replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado
de su inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de esto, no
aprende de sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón. Es una
tremenda corrupción con apariencia de bien. Hay que evitarla poniendo a
la Iglesia en movimiento de salida de sí, de misión centrada en
Jesucristo, de entrega a los pobres. ¡Dios nos libre de una Iglesia
mundana bajo ropajes espirituales o pastorales! Esta mundanidad
asfixiante se sana tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo,
que nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una
apariencia religiosa vacía de Dios. ¡No nos dejemos robar el Evangelio!
No a la guerra entre nosotros
98. Dentro del Pueblo de Dios y en las distintas comunidades, ¡cuántas
guerras! En el barrio, en el puesto de trabajo, ¡cuántas guerras por
envidias y celos, también entre cristianos! La mundanidad espiritual
lleva a algunos cristianos a estar en guerra con otros cristianos que
se interponen en su búsqueda de poder, prestigio, placer o seguridad
económica. Además, algunos dejan de vivir una pertenencia cordial a la
Iglesia por alimentar un espíritu de «internas». Más que pertenecer a
la Iglesia toda, con su rica diversidad, pertenecen a tal o cual grupo
que se siente diferente o especial.
99. El mundo está lacerado por las guerras y la violencia, o herido por
un difuso individualismo que divide a los seres humanos y los enfrenta
unos contra otros en pos del propio bienestar. En diversos países
resurgen enfrentamientos y viejas divisiones que se creían en parte
superadas. A los cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero
pediros especialmente un testimonio de comunión fraterna que se vuelva
atractivo y resplandeciente. Que todos puedan admirar cómo os cuidáis
unos a otros, cómo os dais aliento mutuamente y cómo os acompañáis: «En
esto reconocerán que sois mis discípulos, en el amor que os tengáis
unos a otros» (Jn 13,35). Es lo que con tantos deseos pedía Jesús al
Padre: «Que sean uno en nosotros […] para que el mundo crea» (Jn
17,21). ¡Atención a la tentación de la envidia! ¡Estamos en la misma
barca y vamos hacia el mismo puerto! Pidamos la gracia de alegrarnos
con los frutos ajenos, que son de todos.
100. A los que están heridos por divisiones históricas, les resulta
difícil aceptar que los exhortemos al perdón y la reconciliación, ya
que interpretan que ignoramos su dolor, o que pretendemos hacerles
perder la memoria y los ideales. Pero si ven el testimonio de
comunidades auténticamente fraternas y reconciliadas, eso es siempre
una luz que atrae. Por ello me duele tanto comprobar cómo en algunas
comunidades cristianas, y aun entre personas consagradas, consentimos
diversas formas de odio, divisiones, calumnias, difamaciones,
venganzas, celos, deseos de imponer las propias ideas a costa de
cualquier cosa, y hasta persecuciones que parecen una implacable caza
de brujas. ¿A quién vamos a evangelizar con esos comportamientos?
101. Pidamos al Señor que nos haga entender la ley del amor. ¡Qué bueno
es tener esta ley! ¡Cuánto bien nos hace amarnos los unos a los otros
en contra de todo! Sí, ¡en contra de todo! A cada uno de nosotros se
dirige la exhortación paulina: «No te dejes vencer por el mal, antes
bien vence al mal con el bien» (Rm 12,21). Y también: «¡No nos cansemos
de hacer el bien!» (Ga 6,9). Todos tenemos simpatías y antipatías, y
quizás ahora mismo estamos enojados con alguno. Al menos digamos al
Señor: «Señor yo estoy enojado con éste, con aquélla. Yo te pido por él
y por ella». Rezar por aquel con el que estamos irritados es un hermoso
paso en el amor, y es un acto evangelizador. ¡Hagámoslo hoy! ¡No nos
dejemos robar el ideal del amor fraterno!
Otros desafíos eclesiales
102. Los laicos son simplemente la inmensa mayoría del Pueblo de Dios.
A su servicio está la minoría de los ministros ordenados. Ha crecido la
conciencia de la identidad y la misión del laico en la Iglesia. Se
cuenta con un numeroso laicado, aunque no suficiente, con arraigado
sentido de comunidad y una gran fidelidad en el compromiso de la
caridad, la catequesis, la celebración de la fe. Pero la toma de
conciencia de esta responsabilidad laical que nace del Bautismo y de la
Confirmación no se manifiesta de la misma manera en todas partes. En
algunos casos porque no se formaron para asumir responsabilidades
importantes, en otros por no encontrar espacio en sus Iglesias
particulares para poder expresarse y actuar, a raíz de un excesivo
clericalismo que los mantiene al margen de las decisiones. Si bien se
percibe una mayor participación de muchos en los ministerios laicales,
este compromiso no se refleja en la penetración de los valores
cristianos en el mundo social, político y económico. Se limita muchas
veces a las tareas intraeclesiales sin un compromiso real por la
aplicación del Evangelio a la transformación de la sociedad. La
formación de laicos y la evangelización de los grupos profesionales e
intelectuales constituyen un desafío pastoral importante.
103. La Iglesia reconoce el indispensable aporte de la mujer en la
sociedad, con una sensibilidad, una intuición y unas capacidades
peculiares que suelen ser más propias de las mujeres que de los
varones. Por ejemplo, la especial atención femenina hacia los otros,
que se expresa de un modo particular, aunque no exclusivo, en la
maternidad. Reconozco con gusto cómo muchas mujeres comparten
responsabilidades pastorales junto con los sacerdotes, contribuyen al
acompañamiento de personas, de familias o de grupos y brindan nuevos
aportes a la reflexión teológica. Pero todavía es necesario ampliar los
espacios para una presencia femenina más incisiva en la Iglesia. Porque
«el genio femenino es necesario en todas las expresiones de la vida
social; por ello, se ha de garantizar la presencia de las mujeres
también en el ámbito laboral»[72] y en los diversos lugares donde se
toman las decisiones importantes, tanto en la Iglesia como en las
estructuras sociales.
104. Las reivindicaciones de los legítimos derechos de las mujeres, a
partir de la firme convicción de que varón y mujer tienen la misma
dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la desafían y
que no se pueden eludir superficialmente. El sacerdocio reservado a los
varones, como signo de Cristo Esposo que se entrega en la Eucaristía,
es una cuestión que no se pone en discusión, pero puede volverse
particularmente conflictiva si se identifica demasiado la potestad
sacramental con el poder. No hay que olvidar que cuando hablamos de la
potestad sacerdotal «nos encontramos en el ámbito de la función,
no de la dignidad ni de la santidad».[73] El sacerdocio ministerial es
uno de los medios que Jesús utiliza al servicio de su pueblo, pero la
gran dignidad viene del Bautismo, que es accesible a todos. La
configuración del sacerdote con Cristo Cabeza –es decir, como fuente
capital de la gracia– no implica una exaltación que lo coloque por
encima del resto. En la Iglesia las funciones «no dan lugar a la
superioridad de los unos sobre los otros».[74] De hecho, una mujer,
María, es más importante que los obispos. Aun cuando la función del
sacerdocio ministerial se considere «jerárquica», hay que tener bien
presente que «está ordenada totalmente a la santidad de los miembros
del Cuerpo místico de Cristo».[75] Su clave y su eje no son el poder
entendido como dominio, sino la potestad de administrar el sacramento
de la Eucaristía; de aquí deriva su autoridad, que es siempre un
servicio al pueblo. Aquí hay un gran desafío para los pastores y para
los teólogos, que podrían ayudar a reconocer mejor lo que esto implica
con respecto al posible lugar de la mujer allí donde se toman
decisiones importantes, en los diversos ámbitos de la Iglesia.
105. La pastoral juvenil, tal como estábamos acostumbrados a
desarrollarla, ha sufrido el embate de los cambios sociales. Los
jóvenes, en las estructuras habituales, no suelen encontrar respuestas
a sus inquietudes, necesidades, problemáticas y heridas. A los adultos
nos cuesta escucharlos con paciencia, comprender sus inquietudes o sus
reclamos, y aprender a hablarles en el lenguaje que ellos comprenden.
Por esa misma razón, las propuestas educativas no producen los frutos
esperados. La proliferación y crecimiento de asociaciones y movimientos
predominantemente juveniles pueden interpretarse como una acción del
Espíritu que abre caminos nuevos acordes a sus expectativas y búsquedas
de espiritualidad profunda y de un sentido de pertenencia más concreto.
Se hace necesario, sin embargo, ahondar en la participación de éstos en
la pastoral de conjunto de la Iglesia.[76]
106. Aunque no siempre es fácil abordar a los jóvenes, se creció en dos
aspectos: la conciencia de que toda la comunidad los evangeliza y
educa, y la urgencia de que ellos tengan un protagonismo mayor. Cabe
reconocer que, en el contexto actual de crisis del compromiso y de los
lazos comunitarios, son muchos los jóvenes que se solidarizan ante los
males del mundo y se embarcan en diversas formas de militancia y
voluntariado. Algunos participan en la vida de la Iglesia, integran
grupos de servicio y diversas iniciativas misioneras en sus propias
diócesis o en otros lugares. ¡Qué bueno es que los jóvenes sean
«callejeros de la fe», felices de llevar a Jesucristo a cada esquina, a
cada plaza, a cada rincón de la tierra!
107. En muchos lugares escasean las vocaciones al sacerdocio y a la
vida consagrada. Frecuentemente esto se debe a la ausencia en las
comunidades de un fervor apostólico contagioso, lo cual no entusiasma
ni suscita atractivo. Donde hay vida, fervor, ganas de llevar a Cristo
a los demás, surgen vocaciones genuinas. Aun en parroquias donde los
sacerdotes son poco entregados y alegres, es la vida fraterna y
fervorosa de la comunidad la que despierta el deseo de consagrarse
enteramente a Dios y a la evangelización, sobre todo si esa comunidad
viva ora insistentemente por las vocaciones y se atreve a proponer a
sus jóvenes un camino de especial consagración. Por otra parte, a pesar
de la escasez vocacional, hoy se tiene más clara conciencia de la
necesidad de una mejor selección de los candidatos al sacerdocio. No se
pueden llenar los seminarios con cualquier tipo de motivaciones, y
menos si éstas se relacionan con inseguridades afectivas, búsquedas de
formas de poder, glorias humanas o bienestar económico.
108. Como ya dije, no he intentado ofrecer un diagnóstico completo,
pero invito a las comunidades a completar y enriquecer estas
perspectivas a partir de la conciencia de sus desafíos propios y
cercanos. Espero que, cuando lo hagan, tengan en cuenta que, cada vez
que intentamos leer en la realidad actual los signos de los tiempos, es
conveniente escuchar a los jóvenes y a los ancianos. Ambos son la
esperanza de los pueblos. Los ancianos aportan la memoria y la
sabiduría de la experiencia, que invita a no repetir tontamente los
mismos errores del pasado. Los jóvenes nos llaman a despertar y
acrecentar la esperanza, porque llevan en sí las nuevas tendencias de
la humanidad y nos abren al futuro, de manera que no nos quedemos
anclados en la nostalgia de estructuras y costumbres que ya no son
cauces de vida en el mundo actual.
109. Los desafíos están para superarlos. Seamos realistas, pero sin
perder la alegría, la audacia y la entrega esperanzada. ¡No nos dejemos
robar la fuerza misionera!
CAPÍTULO TERCERO
EL ANUNCIO DEL EVANGELIO
110. Después de tomar en cuenta algunos desafíos de la realidad actual,
quiero recordar ahora la tarea que nos apremia en cualquier época y
lugar, porque «no puede haber auténtica evangelización sin la
proclamación explícita de que Jesús es el Señor», y sin que exista un
«primado de la proclamación de Jesucristo en cualquier actividad de
evangelización».[77] Recogiendo las inquietudes de los Obispos
asiáticos, Juan Pablo II expresó que, si la Iglesia «debe cumplir su
destino providencial, la evangelización, como predicación alegre,
paciente y progresiva de la muerte y resurrección salvífica de
Jesucristo, debe ser vuestra prioridad absoluta».[78] Esto vale para
todos.
I. Todo el Pueblo de Dios anuncia el Evangelio
111. La evangelización es tarea de la Iglesia. Pero este sujeto de la
evangelización es más que una institución orgánica y jerárquica, porque
es ante todo un pueblo que peregrina hacia Dios. Es ciertamente un
misterio que hunde sus raíces en la Trinidad, pero tiene su concreción
histórica en un pueblo peregrino y evangelizador, lo cual siempre
trasciende toda necesaria expresión institucional. Propongo detenernos
un poco en esta forma de entender la Iglesia, que tiene su fundamento
último en la libre y gratuita iniciativa de Dios.
Un pueblo para todos
112. La salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia. No
hay acciones humanas, por más buenas que sean, que nos hagan merecer un
don tan grande. Dios, por pura gracia, nos atrae para unirnos a sí.[79]
Él envía su Espíritu a nuestros corazones para hacernos sus hijos, para
transformarnos y para volvernos capaces de responder con nuestra vida a
ese amor. La Iglesia es enviada por Jesucristo como sacramento de la
salvación ofrecida por Dios.[80] Ella, a través de sus acciones
evangelizadoras, colabora como instrumento de la gracia divina que
actúa incesantemente más allá de toda posible supervisión. Bien lo
expresaba Benedicto XVI al abrir las reflexiones del Sínodo: «Es
importante saber que la primera palabra, la iniciativa verdadera, la
actividad verdadera viene de Dios y sólo si entramos en esta iniciativa
divina, sólo si imploramos esta iniciativa divina, podremos también ser
–con Él y en Él– evangelizadores».[81] El principio de la primacía de
la gracia debe ser un faro que alumbre permanentemente nuestras
reflexiones sobre la evangelización.
113. Esta salvación, que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia,
es para todos,[82] y Dios ha gestado un camino para unirse a cada uno
de los seres humanos de todos los tiempos. Ha elegido convocarlos como
pueblo y no como seres aislados.[83] Nadie se salva solo, esto es, ni
como individuo aislado ni por sus propias fuerzas. Dios nos atrae
teniendo en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que
supone la vida en una comunidad humana. Este pueblo que Dios se ha
elegido y convocado es la Iglesia. Jesús no dice a los Apóstoles que
formen un grupo exclusivo, un grupo de élite. Jesús dice: «Id y haced
que todos los pueblos sean mis discípulos» (Mt 28,19). San Pablo afirma
que en el Pueblo de Dios, en la Iglesia, «no hay ni judío ni griego
[...] porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28). Me
gustaría decir a aquellos que se sienten lejos de Dios y de la Iglesia,
a los que son temerosos o a los indiferentes: ¡El Señor también te
llama a ser parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor!
114. Ser Iglesia es ser Pueblo de Dios, de acuerdo con el gran proyecto
de amor del Padre. Esto implica ser el fermento de Dios en medio de la
humanidad. Quiere decir anunciar y llevar la salvación de Dios en este
mundo nuestro, que a menudo se pierde, necesitado de tener respuestas
que alienten, que den esperanza, que den nuevo vigor en el camino. La
Iglesia tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo
el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir
según la vida buena del Evangelio.
Un pueblo con muchos rostros
115. Este Pueblo de Dios se encarna en los pueblos de la tierra, cada
uno de los cuales tiene su cultura propia. La noción de cultura es una
valiosa herramienta para entender las diversas expresiones de la vida
cristiana que se dan en el Pueblo de Dios. Se trata del estilo de vida
que tiene una sociedad determinada, del modo propio que tienen sus
miembros de relacionarse entre sí, con las demás criaturas y con Dios.
Así entendida, la cultura abarca la totalidad de la vida de un
pueblo.[84] Cada pueblo, en su devenir histórico, desarrolla su propia
cultura con legítima autonomía.[85] Esto se debe a que la persona
humana «por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida
social»,[86] y está siempre referida a la sociedad, donde vive un modo
concreto de relacionarse con la realidad. El ser humano está siempre
culturalmente situado: «naturaleza y cultura se hallan unidas
estrechísimamente».[87] La gracia supone la cultura, y el don de Dios
se encarna en la cultura de quien lo recibe.
116. En estos dos milenios de cristianismo, innumerable cantidad de
pueblos han recibido la gracia de la fe, la han hecho florecer en su
vida cotidiana y la han transmitido según sus modos culturales propios.
Cuando una comunidad acoge el anuncio de la salvación, el Espíritu
Santo fecunda su cultura con la fuerza transformadora del Evangelio. De
modo que, como podemos ver en la historia de la Iglesia, el
cristianismo no tiene un único modo cultural, sino que, «permaneciendo
plenamente uno mismo, en total fidelidad al anuncio evangélico y a la
tradición eclesial, llevará consigo también el rostro de tantas
culturas y de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado».[88]
En los distintos pueblos, que experimentan el don de Dios según su
propia cultura, la Iglesia expresa su genuina catolicidad y muestra «la
belleza de este rostro pluriforme».[89] En las manifestaciones
cristianas de un pueblo evangelizado, el Espíritu Santo embellece a la
Iglesia, mostrándole nuevos aspectos de la Revelación y regalándole un
nuevo rostro. En la inculturación, la Iglesia «introduce a los pueblos
con sus culturas en su misma comunidad»,[90] porque «toda cultura
propone valores y formas positivas que pueden enriquecer la manera de
anunciar, concebir y vivir el Evangelio».[91] Así, «la Iglesia,
asumiendo los valores de las diversas culturas, se hace “sponsa ornata
monilibus suis”, “la novia que se adorna con sus joyas” (cf. Is
61,10)».[92]
117. Bien entendida, la diversidad cultural no amenaza la unidad de la
Iglesia. Es el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, quien
transforma nuestros corazones y nos hace capaces de entrar en la
comunión perfecta de la Santísima Trinidad, donde todo encuentra su
unidad. Él construye la comunión y la armonía del Pueblo de Dios. El
mismo Espíritu Santo es la armonía, así como es el vínculo de amor
entre el Padre y el Hijo.[93] Él es quien suscita una múltiple y
diversa riqueza de dones y al mismo tiempo construye una unidad que
nunca es uniformidad sino multiforme armonía que atrae. La
evangelización reconoce gozosamente estas múltiples riquezas que el
Espíritu engendra en la Iglesia. No haría justicia a la lógica de la
encarnación pensar en un cristianismo monocultural y monocorde. Si bien
es verdad que algunas culturas han estado estrechamente ligadas a la
predicación del Evangelio y al desarrollo de un pensamiento cristiano,
el mensaje revelado no se identifica con ninguna de ellas y tiene un
contenido transcultural. Por ello, en la evangelización de nuevas
culturas o de culturas que no han acogido la predicación cristiana, no
es indispensable imponer una determinada forma cultural, por más bella
y antigua que sea, junto con la propuesta del Evangelio. El mensaje que
anunciamos siempre tiene algún ropaje cultural, pero a veces en la
Iglesia caemos en la vanidosa sacralización de la propia cultura, con
lo cual podemos mostrar más fanatismo que auténtico fervor
evangelizador.
118. Los Obispos de Oceanía pidieron que allí la Iglesia «desarrolle
una comprensión y una presentación de la verdad de Cristo que arranque
de las tradiciones y culturas de la región», e instaron «a todos los
misioneros a operar en armonía con los cristianos indígenas para
asegurar que la fe y la vida de la Iglesia se expresen en formas
legítimas adecuadas a cada cultura».[94] No podemos pretender que los
pueblos de todos los continentes, al expresar la fe cristiana, imiten
los modos que encontraron los pueblos europeos en un determinado
momento de la historia, porque la fe no puede encerrarse dentro de los
confines de la comprensión y de la expresión de una cultura.[95] Es
indiscutible que una sola cultura no agota el misterio de la redención
de Cristo.
Todos somos discípulos misioneros
119. En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa
la fuerza santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar. El
Pueblo de Dios es santo por esta unción que lo hace infalible «in
credendo». Esto significa que cuando cree no se equivoca, aunque no
encuentre palabras para explicar su fe. El Espíritu lo guía en la
verdad y lo conduce a la salvación.[96] Como parte de su misterio de
amor hacia la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de un
instinto de la fe –el sensus fidei– que los ayuda a discernir lo que
viene realmente de Dios. La presencia del Espíritu otorga a los
cristianos una cierta connaturalidad con las realidades divinas y una
sabiduría que los permite captarlas intuitivamente, aunque no tengan el
instrumental adecuado para expresarlas con precisión.
120. En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios
se ha convertido en discípulo misionero (cf. Mt 28,19). Cada uno de los
bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de
ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería inadecuado
pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores
calificados donde el resto del pueblo fiel sea sólo receptivo de sus
acciones. La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo
de cada uno de los bautizados. Esta convicción se convierte en un
llamado dirigido a cada cristiano, para que nadie postergue su
compromiso con la evangelización, pues si uno de verdad ha hecho una
experiencia del amor de Dios que lo salva, no necesita mucho tiempo de
preparación para salir a anunciarlo, no puede esperar que le den muchos
cursos o largas instrucciones. Todo cristiano es misionero en la medida
en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no
decimos que somos «discípulos» y «misioneros», sino que somos siempre
«discípulos misioneros». Si no nos convencemos, miremos a los primeros
discípulos, quienes inmediatamente después de conocer la mirada de
Jesús, salían a proclamarlo gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn
1,41). La samaritana, apenas salió de su diálogo con Jesús, se
convirtió en misionera, y muchos samaritanos creyeron en Jesús «por la
palabra de la mujer» (Jn 4,39). También san Pablo, a partir de su
encuentro con Jesucristo, «enseguida se puso a predicar que Jesús era
el Hijo de Dios» (Hch 9,20). ¿A qué esperamos nosotros?
121. Por supuesto que todos estamos llamados a crecer como
evangelizadores. Procuramos al mismo tiempo una mejor formación, una
profundización de nuestro amor y un testimonio más claro del Evangelio.
En ese sentido, todos tenemos que dejar que los demás nos evangelicen
constantemente; pero eso no significa que debamos postergar la misión
evangelizadora, sino que encontremos el modo de comunicar a Jesús que
corresponda a la situación en que nos hallemos. En cualquier caso,
todos somos llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del
amor salvífico del Señor, que más allá de nuestras imperfecciones nos
ofrece su cercanía, su Palabra, su fuerza, y le da un sentido a nuestra
vida. Tu corazón sabe que no es lo mismo la vida sin Él, entonces eso
que has descubierto, eso que te ayuda a vivir y que te da una
esperanza, eso es lo que necesitas comunicar a los otros. Nuestra
imperfección no debe ser una excusa; al contrario, la misión es un
estímulo constante para no quedarse en la mediocridad y para seguir
creciendo. El testimonio de fe que todo cristiano está llamado a
ofrecer implica decir como san Pablo: «No es que lo tenga ya conseguido
o que ya sea perfecto, sino que continúo mi carrera [...] y me lanzo a
lo que está por delante» (Flp 3,12-13).
La fuerza evangelizadora de la piedad popular
122. Del mismo modo, podemos pensar que los distintos pueblos en los
que ha sido inculturado el Evangelio son sujetos colectivos activos,
agentes de la evangelización. Esto es así porque cada pueblo es el
creador de su cultura y el protagonista de su historia. La cultura es
algo dinámico, que un pueblo recrea permanentemente, y cada generación
le transmite a la siguiente un sistema de actitudes ante las distintas
situaciones existenciales, que ésta debe reformular frente a sus
propios desafíos. El ser humano «es al mismo tiempo hijo y padre de la
cultura a la que pertenece».[97] Cuando en un pueblo se ha inculturado
el Evangelio, en su proceso de transmisión cultural también transmite
la fe de maneras siempre nuevas; de aquí la importancia de la
evangelización entendida como inculturación. Cada porción del Pueblo de
Dios, al traducir en su vida el don de Dios según su genio propio, da
testimonio de la fe recibida y la enriquece con nuevas expresiones que
son elocuentes. Puede decirse que «el pueblo se evangeliza
continuamente a sí mismo».[98] Aquí toma importancia la piedad popular,
verdadera expresión de la acción misionera espontánea del Pueblo de
Dios. Se trata de una realidad en permanente desarrollo, donde el
Espíritu Santo es el agente principal.[99]
123. En la piedad popular puede percibirse el modo en que la fe
recibida se encarnó en una cultura y se sigue transmitiendo. En algún
tiempo mirada con desconfianza, ha sido objeto de revalorización en las
décadas posteriores al Concilio. Fue Pablo VI en su Exhortación
apostólica Evangelii nuntiandi quien dio un impulso decisivo en ese
sentido. Allí explica que la piedad popular «refleja una sed de Dios
que solamente los pobres y sencillos pueden conocer»[100] y que «hace
capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de
manifestar la fe».[101] Más cerca de nuestros días, Benedicto XVI, en
América Latina, señaló que se trata de un «precioso tesoro de la
Iglesia católica» y que en ella «aparece el alma de los pueblos
latinoamericanos».[102]
124. En el Documento de Aparecida se describen las riquezas que el
Espíritu Santo despliega en la piedad popular con su iniciativa
gratuita. En ese amado continente, donde gran cantidad de cristianos
expresan su fe a través de la piedad popular, los Obispos la llaman
también «espiritualidad popular» o «mística popular».[103] Se trata de
una verdadera «espiritualidad encarnada en la cultura de los
sencillos».[104] No está vacía de contenidos, sino que los descubre y
expresa más por la vía simbólica que por el uso de la razón
instrumental, y en el acto de fe se acentúa más el credere in Deum que
el credere Deum.[105] Es «una manera legítima de vivir la fe, un modo
de sentirse parte de la Iglesia, y una forma de ser misioneros»;[106]
conlleva la gracia de la misionariedad, del salir de sí y del
peregrinar: «El caminar juntos hacia los santuarios y el participar en
otras manifestaciones de la piedad popular, también llevando a los
hijos o invitando a otros, es en sí mismo un gesto evangelizador».[107]
¡No coartemos ni pretendamos controlar esa fuerza misionera!
125. Para entender esta realidad hace falta acercarse a ella con la
mirada del Buen Pastor, que no busca juzgar sino amar. Sólo desde la
connaturalidad afectiva que da el amor podemos apreciar la vida
teologal presente en la piedad de los pueblos cristianos, especialmente
en sus pobres. Pienso en la fe firme de esas madres al pie del lecho
del hijo enfermo que se aferran a un rosario aunque no sepan hilvanar
las proposiciones del Credo, o en tanta carga de esperanza derramada en
una vela que se enciende en un humilde hogar para pedir ayuda a María,
o en esas miradas de amor entrañable al Cristo crucificado. Quien ama
al santo Pueblo fiel de Dios no puede ver estas acciones sólo como una
búsqueda natural de la divinidad. Son la manifestación de una vida
teologal animada por la acción del Espíritu Santo que ha sido derramado
en nuestros corazones (cf. Rm 5,5).
126. En la piedad popular, por ser fruto del Evangelio inculturado,
subyace una fuerza activamente evangelizadora que no podemos
menospreciar: sería desconocer la obra del Espíritu Santo. Más bien
estamos llamados a alentarla y fortalecerla para profundizar el proceso
de inculturación que es una realidad nunca acabada. Las expresiones de
la piedad popular tienen mucho que enseñarnos y, para quien sabe
leerlas, son un lugar teológico al que debemos prestar atención,
particularmente a la hora de pensar la nueva evangelización.
Persona a persona
127. Hoy que la Iglesia quiere vivir una profunda renovación misionera,
hay una forma de predicación que nos compete a todos como tarea
cotidiana. Se trata de llevar el Evangelio a las personas que cada uno
trata, tanto a los más cercanos como a los desconocidos. Es la
predicación informal que se puede realizar en medio de una conversación
y también es la que realiza un misionero cuando visita un hogar. Ser
discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el amor
de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la
calle, en la plaza, en el trabajo, en un camino.
128. En esta predicación, siempre respetuosa y amable, el primer
momento es un diálogo personal, donde la otra persona se expresa y
comparte sus alegrías, sus esperanzas, las inquietudes por sus seres
queridos y tantas cosas que llenan el corazón. Sólo después de esta
conversación es posible presentarle la Palabra, sea con la lectura de
algún versículo o de un modo narrativo, pero siempre recordando el
anuncio fundamental: el amor personal de Dios que se hizo hombre, se
entregó por nosotros y está vivo ofreciendo su salvación y su amistad.
Es el anuncio que se comparte con una actitud humilde y testimonial de
quien siempre sabe aprender, con la conciencia de que ese mensaje es
tan rico y tan profundo que siempre nos supera. A veces se expresa de
manera más directa, otras veces a través de un testimonio personal, de
un relato, de un gesto o de la forma que el mismo Espíritu Santo pueda
suscitar en una circunstancia concreta. Si parece prudente y se dan las
condiciones, es bueno que este encuentro fraterno y misionero termine
con una breve oración que se conecte con las inquietudes que la persona
ha manifestado. Así, percibirá mejor que ha sido escuchada e
interpretada, que su situación queda en la presencia de Dios, y
reconocerá que la Palabra de Dios realmente le habla a su propia
existencia.
129. No hay que pensar que el anuncio evangélico deba transmitirse
siempre con determinadas fórmulas aprendidas, o con palabras precisas
que expresen un contenido absolutamente invariable. Se transmite de
formas tan diversas que sería imposible describirlas o catalogarlas,
donde el Pueblo de Dios, con sus innumerables gestos y signos, es
sujeto colectivo. Por consiguiente, si el Evangelio se ha encarnado en
una cultura, ya no se comunica sólo a través del anuncio persona a
persona. Esto debe hacernos pensar que, en aquellos países donde el
cristianismo es minoría, además de alentar a cada bautizado a anunciar
el Evangelio, las Iglesias particulares deben fomentar activamente
formas, al menos incipientes, de inculturación. Lo que debe procurarse,
en definitiva, es que la predicación del Evangelio, expresada con
categorías propias de la cultura donde es anunciado, provoque una nueva
síntesis con esa cultura. Aunque estos procesos son siempre lentos, a
veces el miedo nos paraliza demasiado. Si dejamos que las dudas y
temores sofoquen toda audacia, es posible que, en lugar de ser
creativos, simplemente nos quedemos cómodos y no provoquemos avance
alguno y, en ese caso, no seremos partícipes de procesos históricos con
nuestra cooperación, sino simplemente espectadores de un estancamiento
infecundo de la Iglesia.
Carismas al servicio de la comunión evangelizadora
130. El Espíritu Santo también enriquece a toda la Iglesia
evangelizadora con distintos carismas. Son dones para renovar y
edificar la Iglesia.[108] No son un patrimonio cerrado, entregado a un
grupo para que lo custodie; más bien son regalos del Espíritu
integrados en el cuerpo eclesial, atraídos hacia el centro que es
Cristo, desde donde se encauzan en un impulso evangelizador. Un signo
claro de la autenticidad de un carisma es su eclesialidad, su capacidad
para integrarse armónicamente en la vida del santo Pueblo fiel de Dios
para el bien de todos. Una verdadera novedad suscitada por el Espíritu
no necesita arrojar sombras sobre otras espiritualidades y dones para
afirmarse a sí misma. En la medida en que un carisma dirija mejor su
mirada al corazón del Evangelio, más eclesial será su ejercicio. En la
comunión, aunque duela, es donde un carisma se vuelve auténtica y
misteriosamente fecundo. Si vive este desafío, la Iglesia puede ser un
modelo para la paz en el mundo.
131. Las diferencias entre las personas y comunidades a veces son
incómodas, pero el Espíritu Santo, que suscita esa diversidad, puede
sacar de todo algo bueno y convertirlo en un dinamismo evangelizador
que actúa por atracción. La diversidad tiene que ser siempre
reconciliada con la ayuda del Espíritu Santo; sólo Él puede suscitar la
diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo,
realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que
pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos,
en nuestros exclusivismos, provocamos la división y, por otra parte,
cuando somos nosotros quienes queremos construir la unidad con nuestros
planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación.
Esto no ayuda a la misión de la Iglesia.
Cultura, pensamiento y educación
132. El anuncio a la cultura implica también un anuncio a las culturas
profesionales, científicas y académicas. Se trata del encuentro entre
la fe, la razón y las ciencias, que procura desarrollar un nuevo
discurso de la credibilidad, una original apologética[109] que ayude a
crear las disposiciones para que el Evangelio sea escuchado por todos.
Cuando algunas categorías de la razón y de las ciencias son acogidas en
el anuncio del mensaje, esas mismas categorías se convierten en
instrumentos de evangelización; es el agua convertida en vino. Es
aquello que, asumido, no sólo es redimido sino que se vuelve
instrumento del Espíritu para iluminar y renovar el mundo.
133. Ya que no basta la preocupación del evangelizador por llegar a
cada persona, y el Evangelio también se anuncia a las culturas en su
conjunto, la teología –no sólo la teología pastoral– en diálogo con
otras ciencias y experiencias humanas, tiene gran importancia para
pensar cómo hacer llegar la propuesta del Evangelio a la diversidad de
contextos culturales y de destinatarios.[110] La Iglesia, empeñada en
la evangelización, aprecia y alienta el carisma de los teólogos y su
esfuerzo por la investigación teológica, que promueve el diálogo con el
mundo de las culturas y de las ciencias. Convoco a los teólogos a
cumplir este servicio como parte de la misión salvífica de la Iglesia.
Pero es necesario que, para tal propósito, lleven en el corazón la
finalidad evangelizadora de la Iglesia y también de la teología, y no
se contenten con una teología de escritorio.
134. Las Universidades son un ámbito privilegiado para pensar y
desarrollar este empeño evangelizador de un modo interdisciplinario e
integrador. Las escuelas católicas, que intentan siempre conjugar la
tarea educativa con el anuncio explícito del Evangelio, constituyen un
aporte muy valioso a la evangelización de la cultura, aun en los países
y ciudades donde una situación adversa nos estimule a usar nuestra
creatividad para encontrar los caminos adecuados.[111]
II. La homilía
135. Consideremos ahora la predicación dentro de la liturgia, que
requiere una seria evaluación de parte de los Pastores. Me detendré
particularmente, y hasta con cierta meticulosidad, en la homilía y su
preparación, porque son muchos los reclamos que se dirigen en relación
con este gran ministerio y no podemos hacer oídos sordos. La homilía es
la piedra de toque para evaluar la cercanía y la capacidad de encuentro
de un Pastor con su pueblo. De hecho, sabemos que los fieles le dan
mucha importancia; y ellos, como los mismos ministros ordenados, muchas
veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar. Es triste que así
sea. La homilía puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del
Espíritu, un reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente
constante de renovación y de crecimiento.
136. Renovemos nuestra confianza en la predicación, que se funda en la
convicción de que es Dios quien quiere llegar a los demás a través del
predicador y de que Él despliega su poder a través de la palabra
humana. San Pablo habla con fuerza sobre la necesidad de predicar,
porque el Señor ha querido llegar a los demás también mediante nuestra
palabra (cf. Rm 10,14-17). Con la palabra, nuestro Señor se ganó
el corazón de la gente. Venían a escucharlo de todas partes (cf. Mc
1,45). Se quedaban maravillados bebiendo sus enseñanzas (cf. Mc 6,2).
Sentían que les hablaba como quien tiene autoridad (cf. Mc 1,27). Con
la palabra, los Apóstoles, a los que instituyó «para que estuvieran con
él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14), atrajeron al seno de la
Iglesia a todos los pueblos (cf. Mc 16,15.20).
El contexto litúrgico
137. Cabe recordar ahora que «la proclamación litúrgica de la Palabra
de Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es
tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo
de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la
salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la
alianza».[112] Hay una valoración especial de la homilía que proviene
de su contexto eucarístico, que supera a toda catequesis por ser el
momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo, antes de la
comunión sacramental. La homilía es un retomar ese diálogo que ya está
entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el
corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo
de Dios, y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o
no pudo dar fruto.
138. La homilía no puede ser un espectáculo entretenido, no responde a
la lógica de los recursos mediáticos, pero debe darle el fervor y el
sentido a la celebración. Es un género peculiar, ya que se trata de una
predicación dentro del marco de una celebración litúrgica; por
consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una
clase. El predicador puede ser capaz de mantener el interés de la gente
durante una hora, pero así su palabra se vuelve más importante que la
celebración de la fe. Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría
dos características de la celebración litúrgica: la armonía entre sus
partes y el ritmo. Cuando la predicación se realiza dentro del contexto
de la liturgia, se incorpora como parte de la ofrenda que se entrega al
Padre y como mediación de la gracia que Cristo derrama en la
celebración. Este mismo contexto exige que la predicación oriente a la
asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la
Eucaristía que transforme la vida. Esto reclama que la palabra del
predicador no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille
más que el ministro.
La conversación de la madre
139. Dijimos que el Pueblo de Dios, por la constante acción del
Espíritu en él, se evangeliza continuamente a sí mismo. ¿Qué implica
esta convicción para el predicador? Nos recuerda que la Iglesia es
madre y predica al pueblo como una madre que le habla a su hijo,
sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le enseñe será para bien
porque se sabe amado. Además, la buena madre sabe reconocer todo lo que
Dios ha sembrado en su hijo, escucha sus inquietudes y aprende de él.
El espíritu de amor que reina en una familia guía tanto a la madre como
al hijo en sus diálogos, donde se enseña y aprende, se corrige y se
valora lo bueno; así también ocurre en la homilía. El Espíritu, que
inspiró los Evangelios y que actúa en el Pueblo de Dios, inspira
también cómo hay que escuchar la fe del pueblo y cómo hay que predicar
en cada Eucaristía. La prédica cristiana, por tanto, encuentra en el
corazón cultural del pueblo una fuente de agua viva para saber lo que
tiene que decir y para encontrar el modo como tiene que decirlo. Así
como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra lengua materna, así
también en la fe nos gusta que se nos hable en clave de «cultura
materna», en clave de dialecto materno (cf. 2 M 7,21.27), y el corazón
se dispone a escuchar mejor. Esta lengua es un tono que transmite
ánimo, aliento, fuerza, impulso.
140. Este ámbito materno-eclesial en el que se desarrolla el diálogo
del Señor con su pueblo debe favorecerse y cultivarse mediante la
cercanía cordial del predicador, la calidez de su tono de voz, la
mansedumbre del estilo de sus frases, la alegría de sus gestos. Aun las
veces que la homilía resulte algo aburrida, si está presente este
espíritu materno-eclesial, siempre será fecunda, así como los aburridos
consejos de una madre dan fruto con el tiempo en el corazón de los
hijos.
141. Uno se admira de los recursos que tenía el Señor para dialogar con
su pueblo, para revelar su misterio a todos, para cautivar a gente
común con enseñanzas tan elevadas y de tanta exigencia. Creo que el
secreto se esconde en esa mirada de Jesús hacia el pueblo, más allá de
sus debilidades y caídas: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro
Padre le ha parecido bien daros el Reino» (Lc 12,32); Jesús predica con
ese espíritu. Bendice lleno de gozo en el Espíritu al Padre que le
atrae a los pequeños: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la
tierra, porque habiendo ocultado estas cosas a sabios e inteligentes,
se las has revelado a pequeños» (Lc 10,21). El Señor se complace de
verdad en dialogar con su pueblo y al predicador le toca hacerle sentir
este gusto del Señor a su gente.
Palabras que hacen arder los corazones
142. Un diálogo es mucho más que la comunicación de una verdad. Se
realiza por el gusto de hablar y por el bien concreto que se comunica
entre los que se aman por medio de las palabras. Es un bien que no
consiste en cosas, sino en las personas mismas que mutuamente se dan en
el diálogo. La predicación puramente moralista o adoctrinadora, y
también la que se convierte en una clase de exégesis, reducen esta
comunicación entre corazones que se da en la homilía y que tiene que
tener un carácter cuasi sacramental: «La fe viene de la predicación, y
la predicación, por la Palabra de Cristo» (Rm 10,17). En la homilía, la
verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se trata de verdades
abstractas o de fríos silogismos, porque se comunica también la belleza
de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del
bien. La memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar
rebosante de las maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado en la
práctica alegre y posible del amor que se le comunicó, siente que toda
palabra en la Escritura es primero don antes que exigencia.
143. El desafío de una prédica inculturada está en evangelizar la
síntesis, no ideas o valores sueltos. Donde está tu síntesis, allí está
tu corazón. La diferencia entre iluminar el lugar de síntesis e
iluminar ideas sueltas es la misma que hay entre el aburrimiento y el
ardor del corazón. El predicador tiene la hermosísima y difícil misión
de aunar los corazones que se aman, el del Señor y los de su pueblo. El
diálogo entre Dios y su pueblo afianza más la alianza entre ambos y
estrecha el vínculo de la caridad. Durante el tiempo que dura la
homilía, los corazones de los creyentes hacen silencio y lo dejan
hablar a Él. El Señor y su pueblo se hablan de mil maneras
directamente, sin intermediarios. Pero en la homilía quieren que
alguien haga de instrumento y exprese los sentimientos, de manera tal
que después cada uno elija por dónde sigue su conversación. La palabra
es esencialmente mediadora y requiere no sólo de los dos que dialogan
sino de un predicador que la represente como tal, convencido de que «no
nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a
nosotros como siervos vuestros por Jesús» (2 Co 4,5).
144. Hablar de corazón implica tenerlo no sólo ardiente, sino iluminado
por la integridad de la Revelación y por el camino que esa Palabra ha
recorrido en el corazón de la Iglesia y de nuestro pueblo fiel a lo
largo de su historia. La identidad cristiana, que es ese abrazo
bautismal que nos dio de pequeños el Padre, nos hace anhelar, como
hijos pródigos –y predilectos en María–, el otro abrazo, el del Padre
misericordioso que nos espera en la gloria. Hacer que nuestro pueblo se
sienta como en medio de estos dos abrazos es la dura pero hermosa tarea
del que predica el Evangelio.
III. La preparación de la predicación
145. La preparación de la predicación es una tarea tan importante que
conviene dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión
y creatividad pastoral. Con mucho cariño quiero detenerme a proponer un
camino de preparación de la homilía. Son indicaciones que para algunos
podrán parecer obvias, pero considero conveniente sugerirlas para
recordar la necesidad de dedicar un tiempo de calidad a este precioso
ministerio. Algunos párrocos suelen plantear que esto no es posible
debido a la multitud de tareas que deben realizar; sin embargo, me
atrevo a pedir que todas las semanas se dedique a esta tarea un tiempo
personal y comunitario suficientemente prolongado, aunque deba darse
menos tiempo a otras tareas también importantes. La confianza en el
Espíritu Santo que actúa en la predicación no es meramente pasiva, sino
activa y creativa. Implica ofrecerse como instrumento (cf. Rm 12,1),
con todas las propias capacidades, para que puedan ser utilizadas por
Dios. Un predicador que no se prepara no es «espiritual»; es deshonesto
e irresponsable con los dones que ha recibido.
El culto a la verdad
146. El primer paso, después de invocar al Espíritu Santo, es prestar
toda la atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la
predicación. Cuando uno se detiene a tratar de comprender cuál es el
mensaje de un texto, ejercita el «culto a la verdad».[113] Es la
humildad del corazón que reconoce que la Palabra siempre nos
trasciende, que no somos «ni los dueños, ni los árbitros, sino los
depositarios, los heraldos, los servidores».[114] Esa actitud de
humilde y asombrada veneración de la Palabra se expresa deteniéndose a
estudiarla con sumo cuidado y con un santo temor de manipularla. Para
poder interpretar un texto bíblico hace falta paciencia, abandonar toda
ansiedad y darle tiempo, interés y dedicación gratuita. Hay que dejar
de lado cualquier preocupación que nos domine para entrar en otro
ámbito de serena atención. No vale la pena dedicarse a leer un texto
bíblico si uno quiere obtener resultados rápidos, fáciles o inmediatos.
Por eso, la preparación de la predicación requiere amor. Uno sólo le
dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o a las personas que
ama; y aquí se trata de amar a Dios que ha querido hablar. A partir de
ese amor, uno puede detenerse todo el tiempo que sea necesario, con una
actitud de discípulo: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 S 3,9).
147. Ante todo conviene estar seguros de comprender adecuadamente el
significado de las palabras que leemos. Quiero insistir en algo que
parece evidente pero que no siempre es tenido en cuenta: el texto
bíblico que estudiamos tiene dos mil o tres mil años, su lenguaje es
muy distinto del que utilizamos ahora. Por más que nos parezca entender
las palabras, que están traducidas a nuestra lengua, eso no significa
que comprendemos correctamente cuanto quería expresar el escritor
sagrado. Son conocidos los diversos recursos que ofrece el análisis
literario: prestar atención a las palabras que se repiten o se
destacan, reconocer la estructura y el dinamismo propio de un texto,
considerar el lugar que ocupan los personajes, etc. Pero la tarea no
apunta a entender todos los pequeños detalles de un texto, lo más
importante es descubrir cuál es el mensaje principal, el que estructura
el texto y le da unidad. Si el predicador no realiza este esfuerzo, es
posible que su predicación tampoco tenga unidad ni orden; su discurso
será sólo una suma de diversas ideas desarticuladas que no terminarán
de movilizar a los demás. El mensaje central es aquello que el autor en
primer lugar ha querido transmitir, lo cual implica no sólo reconocer
una idea, sino también el efecto que ese autor ha querido producir. Si
un texto fue escrito para consolar, no debería ser utilizado para
corregir errores; si fue escrito para exhortar, no debería ser
utilizado para adoctrinar; si fue escrito para enseñar algo sobre Dios,
no debería ser utilizado para explicar diversas opiniones teológicas;
si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea misionera, no lo
utilicemos para informar acerca de las últimas noticias.
148. Es verdad que, para entender adecuadamente el sentido del mensaje
central de un texto, es necesario ponerlo en conexión con la enseñanza
de toda la Biblia, transmitida por la Iglesia. Éste es un principio
importante de la interpretación bíblica, que tiene en cuenta que el
Espíritu Santo no inspiró sólo una parte, sino la Biblia entera, y que
en algunas cuestiones el pueblo ha crecido en su comprensión de la
voluntad de Dios a partir de la experiencia vivida. Así se evitan
interpretaciones equivocadas o parciales, que nieguen otras enseñanzas
de las mismas Escrituras. Pero esto no significa debilitar el acento
propio y específico del texto que corresponde predicar. Uno de los
defectos de una predicación tediosa e ineficaz es precisamente no poder
transmitir la fuerza propia del texto que se ha proclamado.
La personalización de la Palabra
149. El predicador «debe ser el primero en tener una gran familiaridad
personal con la Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto
lingüístico o exegético, que es también necesario; necesita acercarse a
la Palabra con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo
en sus pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí una
mentalidad nueva».[115] Nos hace bien renovar cada día, cada domingo,
nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en nosotros
mismos crece el amor por la Palabra que predicamos. No es bueno olvidar
que «en particular, la mayor o menor santidad del ministro influye
realmente en el anuncio de la Palabra».[116] Como dice san Pablo,
«predicamos no buscando agradar a los hombres, sino a Dios, que examina
nuestros corazones» (1 Ts 2,4). Si está vivo este deseo de escuchar
primero nosotros la Palabra que tenemos que predicar, ésta se
transmitirá de una manera u otra al Pueblo fiel de Dios: «de la
abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). Las lecturas del
domingo resonarán con todo su esplendor en el corazón del pueblo si
primero resonaron así en el corazón del Pastor.
150. Jesús se irritaba frente a esos pretendidos maestros, muy
exigentes con los demás, que enseñaban la Palabra de Dios, pero no se
dejaban iluminar por ella: «Atan cargas pesadas y las ponen sobre los
hombros de los demás, mientras ellos no quieren moverlas ni siquiera
con el dedo» (Mt 23,4). El Apóstol Santiago exhortaba: «No os hagáis
maestros muchos de vosotros, hermanos míos, sabiendo que tendremos un
juicio más severo» (3,1). Quien quiera predicar, primero debe estar
dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su
existencia concreta. De esta manera, la predicación consistirá en esa
actividad tan intensa y fecunda que es «comunicar a otros lo que uno ha
contemplado».[117] Por todo esto, antes de preparar concretamente lo
que uno va a decir en la predicación, primero tiene que aceptar ser
herido por esa Palabra que herirá a los demás, porque es una Palabra
viva y eficaz, que como una espada, «penetra hasta la división del alma
y el espíritu, articulaciones y médulas, y escruta los sentimientos y
pensamientos del corazón» (Hb 4,12). Esto tiene un valor pastoral.
También en esta época la gente prefiere escuchar a los testigos: «tiene
sed de autenticidad […] Exige a los evangelizadores que le hablen de un
Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo estuvieran
viendo».[118]
151. No se nos pide que seamos inmaculados, pero sí que estemos siempre
en crecimiento, que vivamos el deseo profundo de crecer en el camino
del Evangelio, y no bajemos los brazos. Lo indispensable es que el
predicador tenga la seguridad de que Dios lo ama, de que Jesucristo lo
ha salvado, de que su amor tiene siempre la última palabra. Ante tanta
belleza, muchas veces sentirá que su vida no le da gloria plenamente y
deseará sinceramente responder mejor a un amor tan grande. Pero si no
se detiene a escuchar esa Palabra con apertura sincera, si no deja que
toque su propia vida, que le reclame, que lo exhorte, que lo movilice,
si no dedica un tiempo para orar con esa Palabra, entonces sí será un
falso profeta, un estafador o un charlatán vacío. En todo caso, desde
el reconocimiento de su pobreza y con el deseo de comprometerse más,
siempre podrá entregar a Jesucristo, diciendo como Pedro: «No tengo
plata ni oro, pero lo que tengo te lo doy» (Hch 3,6). El Señor quiere
usarnos como seres vivos, libres y creativos, que se dejan penetrar por
su Palabra antes de transmitirla; su mensaje debe pasar realmente a
través del predicador, pero no sólo por su razón, sino tomando posesión
de todo su ser. El Espíritu Santo, que inspiró la Palabra, es quien
«hoy, igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada
evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en sus
labios las palabras que por sí solo no podría hallar».[119]
La lectura espiritual
152. Hay una forma concreta de escuchar lo que el Señor nos quiere
decir en su Palabra y de dejarnos transformar por el Espíritu. Es lo
que llamamos «lectio divina». Consiste en la lectura de la Palabra de
Dios en un momento de oración para permitirle que nos ilumine y nos
renueve. Esta lectura orante de la Biblia no está separada del estudio
que realiza el predicador para descubrir el mensaje central del texto;
al contrario, debe partir de allí, para tratar de descubrir qué le dice
ese mismo mensaje a la propia vida. La lectura espiritual de un texto
debe partir de su sentido literal. De otra manera, uno fácilmente le
hará decir a ese texto lo que le conviene, lo que le sirva para
confirmar sus propias decisiones, lo que se adapta a sus propios
esquemas mentales. Esto, en definitiva, será utilizar algo sagrado para
el propio beneficio y trasladar esa confusión al Pueblo de Dios. Nunca
hay que olvidar que a veces «el mismo Satanás se disfraza de ángel de
luz» (2 Co 11,14).
153. En la presencia de Dios, en una lectura reposada del texto, es
bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me dice a mí este texto?
¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje? ¿Qué me molesta en
este texto? ¿Por qué esto no me interesa?», o bien: «¿Qué me agrada?
¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?».
Cuando uno intenta escuchar al Señor, suele haber tentaciones. Una de
ellas es simplemente sentirse molesto o abrumado y cerrarse; otra
tentación muy común es comenzar a pensar lo que el texto dice a otros,
para evitar aplicarlo a la propia vida. También sucede que uno comienza
a buscar excusas que le permitan diluir el mensaje específico de un
texto. Otras veces pensamos que Dios nos exige una decisión demasiado
grande, que no estamos todavía en condiciones de tomar. Esto lleva a
muchas personas a perder el gozo en su encuentro con la Palabra, pero
sería olvidar que nadie es más paciente que el Padre Dios, que nadie
comprende y espera como Él. Invita siempre a dar un paso más, pero no
exige una respuesta plena si todavía no hemos recorrido el camino que
la hace posible. Simplemente quiere que miremos con sinceridad la
propia existencia y la presentemos sin mentiras ante sus ojos, que
estemos dispuestos a seguir creciendo, y que le pidamos a Él lo que
todavía no podemos lograr.
Un oído en el pueblo
154. El predicador necesita también poner un oído en el pueblo,para
descubrir lo que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un
contemplativo de la Palabra y también un contemplativo del pueblo. De
esa manera, descubre «las aspiraciones, las riquezas y los límites, las
maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo, que
distinguen a tal o cual conjunto humano», prestando atención «al pueblo
concreto con sus signos y símbolos, y respondiendo a las cuestiones que
plantea».[120] Se trata de conectar el mensaje del texto bíblico con
una situación humana, con algo que ellos viven, con una experiencia que
necesite la luz de la Palabra. Esta preocupación no responde a una
actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente religiosa
y pastoral. En el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer en
los acontecimientos el mensaje de Dios»[121] y esto es mucho más que
encontrar algo interesante para decir. Lo que se procura descubrir es
«lo que el Señor desea decir en una determinada circunstancia».[122]
Entonces, la preparación de la predicación se convierte en un ejercicio
de discernimiento evangélico, donde se intenta reconocer –a la luz del
Espíritu– «una llamada que Dios hace oír en una situación histórica
determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al creyente».[123]
155. En esta búsqueda es posible acudir simplemente a alguna
experiencia humana frecuente, como la alegría de un reencuentro, las
desilusiones, el miedo a la soledad, la compasión por el dolor ajeno,
la inseguridad ante el futuro, la preocupación por un ser querido,
etc.; pero hace falta ampliar la sensibilidad para reconocer lo que
tenga que ver realmente con la vida de ellos. Recordemos que nunca hay
que responder preguntas que nadie se hace; tampoco conviene ofrecer
crónicas de la actualidad para despertar interés: para eso ya están los
programas televisivos. En todo caso, es posible partir de algún hecho
para que la Palabra pueda resonar con fuerza en su invitación a la
conversión, a la adoración, a actitudes concretas de fraternidad y de
servicio, etc., porque a veces algunas personas disfrutan escuchando
comentarios sobre la realidad en la predicación, pero no por ello se
dejan interpelar personalmente.
Recursos pedagógicos
156. Algunos creen que pueden ser buenos predicadores por saber lo que
tienen que decir, pero descuidan el cómo, la forma concreta de
desarrollar una predicación. Se quejan cuando los demás no los escuchan
o no los valoran, pero quizás no se han empeñado en buscar la forma
adecuada de presentar el mensaje. Recordemos que «la evidente
importancia del contenido no debe hacer olvidar la importancia de los
métodos y medios de la evangelización».[124] La preocupación por la
forma de predicar también es una actitud profundamente espiritual. Es
responder al amor de Dios, entregándonos con todas nuestras capacidades
y nuestra creatividad a la misión que Él nos confía; pero también es un
ejercicio exquisito de amor al prójimo, porque no queremos ofrecer a
los demás algo de escasa calidad. En la Biblia, por ejemplo,
encontramos la recomendación de preparar la predicación en orden a
asegurar una extensión adecuada: «Resume tu discurso. Di mucho en pocas
palabras» (Si 32,8).
157. Sólo para ejemplificar, recordemos algunos recursos prácticos, que
pueden enriquecer una predicación y volverla más atractiva. Uno de los
esfuerzos más necesarios es aprender a usar imágenes en la predicación,
es decir, a hablar con imágenes. A veces se utilizan ejemplos para
hacer más comprensible algo que se quiere explicar, pero esos ejemplos
suelen apuntar sólo al entendimiento; las imágenes, en cambio, ayudan a
valorar y aceptar el mensaje que se quiere transmitir. Una imagen
atractiva hace que el mensaje se sienta como algo familiar, cercano,
posible, conectado con la propia vida. Una imagen bien lograda puede
llevar a gustar el mensaje que se quiere transmitir, despierta un deseo
y motiva a la voluntad en la dirección del Evangelio. Una buena
homilía, como me decía un viejo maestro, debe contener «una idea, un
sentimiento, una imagen».
158. Ya decía Pablo VI que los fieles «esperan mucho de esta
predicación y sacan fruto de ella con tal que sea sencilla, clara,
directa, acomodada».[125] La sencillez tiene que ver con el lenguaje
utilizado. Debe ser el lenguaje que comprenden los destinatarios para
no correr el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente sucede que los
predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en
determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las
personas que los escuchan. Hay palabras propias de la teología o de la
catequesis, cuyo sentido no es comprensible para la mayoría de los
cristianos. El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su
propio lenguaje y pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden
espontáneamente. Si uno quiere adaptarse al lenguaje de los demás para
poder llegar a ellos con la Palabra, tiene que escuchar mucho, necesita
compartir la vida de la gente y prestarle una gustosa atención. La
sencillez y la claridad son dos cosas diferentes. El lenguaje puede ser
muy sencillo, pero la prédica puede ser poco clara. Se puede volver
incomprensible por el desorden, por su falta de lógica, o porque trata
varios temas al mismo tiempo. Por lo tanto, otra tarea necesaria es
procurar que la predicación tenga unidad temática, un orden claro y una
conexión entre las frases, de manera que las personas puedan seguir
fácilmente al predicador y captar la lógica de lo que les dice.
159. Otra característica es el lenguaje positivo. No dice tanto lo que
no hay que hacer sino que propone lo que podemos hacer mejor. En todo
caso, si indica algo negativo, siempre intenta mostrar también un valor
positivo que atraiga, para no quedarse en la queja, el lamento, la
crítica o el remordimiento. Además, una predicación positiva siempre da
esperanza, orienta hacia el futuro, no nos deja encerrados en la
negatividad. ¡Qué bueno que sacerdotes, diáconos y laicos se reúnan
periódicamente para encontrar juntos los recursos que hacen más
atractiva la predicación!
IV. Una evangelización para la profundización del kerygma
160. El envío misionero del Señor incluye el llamado al crecimiento de
la fe cuando indica: «enseñándoles a observar todo lo que os he
mandado» (Mt 28,20). Así queda claro que el primer anuncio debe
provocar también un camino de formación y de maduración. La
evangelización también busca el crecimiento, que implica tomarse muy en
serio a cada persona y el proyecto que Dios tiene sobre ella. Cada ser
humano necesita más y más de Cristo, y la evangelización no debería
consentir que alguien se conforme con poco, sino que pueda decir
plenamente: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2,20).
161. No sería correcto interpretar este llamado al crecimiento
exclusiva o prioritariamente como una formación doctrinal. Se trata de
«observar» lo que el Señor nos ha indicado, como respuesta a su amor,
donde se destaca, junto con todas las virtudes, aquel mandamiento nuevo
que es el primero, el más grande, el que mejor nos identifica como
discípulos: «Éste es mi mandamiento, que os améis unos a otros como yo
os he amado» (Jn 15,12). Es evidente que cuando los autores del Nuevo
Testamento quieren reducir a una última síntesis, a lo más esencial, el
mensaje moral cristiano, nos presentan la exigencia ineludible del amor
al prójimo: «Quien ama al prójimo ya ha cumplido la ley [...] De modo
que amar es cumplir la ley entera» (Rm 13,8.10). Así san Pablo, para
quien el precepto del amor no sólo resume la ley sino que constituye su
corazón y razón de ser: «Toda la ley alcanza su plenitud en este solo
precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14). Y presenta a
sus comunidades la vida cristiana como un camino de crecimiento en el
amor: «Que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos
con otros, y en el amor para con todos» (1 Ts 3,12). También Santiago
exhorta a los cristianos a cumplir «la ley real según la Escritura:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (2,8), para no fallar en ningún
precepto.
162. Por otra parte, este camino de respuesta y de crecimiento está
siempre precedido por el don, porque lo antecede aquel otro pedido del
Señor: «bautizándolos en el nombre…» (Mt 28,19). La filiación que el
Padre regala gratuitamente y la iniciativa del don de su gracia (cf. Ef
2,8-9; 1 Co 4,7) son la condición de posibilidad de esta santificación
constante que agrada a Dios y le da gloria. Se trata de dejarse
transformar en Cristo por una progresiva vida «según el Espíritu» (Rm
8,5).
Una catequesis kerygmática y mistagógica
163. La educación y la catequesis están al servicio de este
crecimiento. Ya contamos con varios textos magisteriales y subsidios
sobre la catequesis ofrecidos por la Santa Sede y por diversos
episcopados. Recuerdo la Exhortación apostólica Catechesi Tradendae
(1979), el Directorio general para la catequesis (1997) y otros
documentos cuyo contenido actual no es necesario repetir aquí. Quisiera
detenerme sólo en algunas consideraciones que me parece conveniente
destacar.
164. Hemos redescubierto que también en la catequesis tiene un rol
fundamental el primer anuncio o «kerygma», que debe ocupar el centro de
la actividad evangelizadora y de todo intento de renovación eclesial.
El kerygma es trinitario. Es el fuego del Espíritu que se dona en forma
de lenguas y nos hace creer en Jesucristo, que con su muerte y
resurrección nos revela y nos comunica la misericordia infinita del
Padre. En la boca del catequista vuelve a resonar siempre el primer
anuncio: «Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está
vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para
liberarte». Cuando a este primer anuncio se le llama «primero», eso no
significa que está al comienzo y después se olvida o se reemplaza por
otros contenidos que lo superan. Es el primero en un sentido
cualitativo, porque es el anuncio principal, ese que siempre hay
que volver a escuchar de diversas maneras y ese que siempre hay que
volver a anunciar de una forma o de otra a lo largo de la catequesis,
en todas sus etapas y momentos.[126] Por ello también «el sacerdote,
como la Iglesia, debe crecer en la conciencia de su permanente
necesidad de ser evangelizado».[127]
165. No hay que pensar que en la catequesis el kerygma es abandonado en
pos de una formación supuestamente más «sólida». Nada hay más sólido,
más profundo, más seguro, más denso y más sabio que ese anuncio. Toda
formación cristiana es ante todo la profundización del kerygma que se
va haciendo carne cada vez más y mejor, que nunca deja de iluminar la
tarea catequística, y que permite comprender adecuadamente el sentido
de cualquier tema que se desarrolle en la catequesis. Es el anuncio que
responde al anhelo de infinito que hay en todo corazón humano. La
centralidad del kerygma demanda ciertas características del anuncio que
hoy son necesarias en todas partes: que exprese el amor salvífico de
Dios previo a la obligación moral y religiosa, que no imponga la verdad
y que apele a la libertad, que posea unas notas de alegría, estímulo,
vitalidad, y una integralidad armoniosa que no reduzca la predicación a
unas pocas doctrinas a veces más filosóficas que evangélicas. Esto
exige al evangelizador ciertas actitudes que ayudan a acoger mejor el
anuncio: cercanía, apertura al diálogo, paciencia, acogida cordial que
no condena.
166. Otra característica de la catequesis, que se ha desarrollado en
las últimas décadas, es la de una iniciación mistagógica,[128] que
significa básicamente dos cosas: la necesaria progresividad de la
experiencia formativa donde interviene toda la comunidad y una renovada
valoración de los signos litúrgicos de la iniciación cristiana. Muchos
manuales y planificaciones todavía no se han dejado interpelar por la
necesidad de una renovación mistagógica, que podría tomar formas muy
diversas de acuerdo con el discernimiento de cada comunidad educativa.
El encuentro catequístico es un anuncio de la Palabra y está centrado
en ella, pero siempre necesita una adecuada ambientación y una
atractiva motivación, el uso de símbolos elocuentes, su inserción en un
amplio proceso de crecimiento y la integración de todas las dimensiones
de la persona en un camino comunitario de escucha y de respuesta.
167. Es bueno que toda catequesis preste una especial atención al
«camino de la belleza» (via pulchritudinis).[129] Anunciar a Cristo
significa mostrar que creer en Él y seguirlo no es sólo algo verdadero
y justo, sino también bello, capaz de colmar la vida de un nuevo
resplandor y de un gozo profundo, aun en medio de las pruebas. En esta
línea, todas las expresiones de verdadera belleza pueden ser
reconocidas como un sendero que ayuda a encontrarse con el Señor Jesús.
No se trata de fomentar un relativismo estético,[130] que pueda
oscurecer el lazo inseparable entre verdad, bondad y belleza, sino de
recuperar la estima de la belleza para poder llegar al corazón humano y
hacer resplandecer en él la verdad y la bondad del Resucitado. Si, como
dice san Agustín, nosotros no amamos sino lo que es bello,[131] el Hijo
hecho hombre, revelación de la infinita belleza, es sumamente amable, y
nos atrae hacia sí con lazos de amor. Entonces se vuelve necesario que
la formación en la via pulchritudinis esté inserta en la transmisión de
la fe. Es deseable que cada Iglesia particular aliente el uso de las
artes en su tarea evangelizadora, en continuidad con la riqueza del
pasado, pero también en la vastedad de sus múltiples expresiones
actuales, en orden a transmitir la fe en un nuevo «lenguaje
parabólico».[132] Hay que atreverse a encontrar los nuevos signos, los
nuevos símbolos, una nueva carne para la transmisión de la Palabra, las
formas diversas de belleza que se valoran en diferentes ámbitos
culturales, e incluso aquellos modos no convencionales de belleza, que
pueden ser poco significativos para los evangelizadores, pero que se
han vuelto particularmente atractivos para otros.
168. En lo que se refiere a la propuesta moral de la catequesis, que
invita a crecer en fidelidad al estilo de vida del Evangelio, conviene
manifestar siempre el bien deseable, la propuesta de vida, de madurez,
de realización, de fecundidad, bajo cuya luz puede comprenderse nuestra
denuncia de los males que pueden oscurecerla. Más que como expertos en
diagnósticos apocalípticos u oscuros jueces que se ufanan en detectar
todo peligro o desviación, es bueno que puedan vernos como alegres
mensajeros de propuestas superadoras, custodios del bien y la belleza
que resplandecen en una vida fiel al Evangelio.
El acompañamiento personal de los procesos de crecimiento
169. En una civilización paradójicamente herida de anonimato y, a la
vez obsesionada por los detalles de la vida de los demás,
impudorosamente enferma de curiosidad malsana, la Iglesia necesita la
mirada cercana para contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro
cuantas veces sea necesario. En este mundo los ministros ordenados y
los demás agentes pastorales pueden hacer presente la fragancia de la
presencia cercana de Jesús y su mirada personal. La Iglesia tendrá que
iniciar a sus hermanos –sacerdotes, religiosos y laicos– en este «arte
del acompañamiento», para que todos aprendan siempre a quitarse las
sandalias ante la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3,5). Tenemos que
darle a nuestro caminar el ritmo sanador de projimidad, con una mirada
respetuosa y llena de compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y
aliente a madurar en la vida cristiana.
170. Aunque suene obvio, el acompañamiento espiritual debe llevar más y
más a Dios, en quien podemos alcanzar la verdadera libertad. Algunos se
creen libres cuando caminan al margen de Dios, sin advertir que se
quedan existencialmente huérfanos, desamparados, sin un hogar donde
retornar siempre. Dejan de ser peregrinos y se convierten en errantes,
que giran siempre en torno a sí mismos sin llegar a ninguna parte. El
acompañamiento sería contraproducente si se convirtiera en una suerte
de terapia que fomente este encierro de las personas en su inmanencia y
deje de ser una peregrinación con Cristo hacia el Padre.
171. Más que nunca necesitamos de hombres y mujeres que, desde su
experiencia de acompañamiento, conozcan los procesos donde campea la
prudencia, la capacidad de comprensión, el arte de esperar, la
docilidad al Espíritu, para cuidar entre todos a las ovejas que se nos
confían de los lobos que intentan disgregar el rebaño. Necesitamos
ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír. Lo primero, en
la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace
posible la proximidad, sin la cual no existe un verdadero encuentro
espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar el gesto y la palabra
oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de espectadores.
Sólo a partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden
encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar el deseo del
ideal cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y
el anhelo de desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia
vida. Pero siempre con la paciencia de quien sabe aquello que enseñaba
santo Tomás de Aquino: que alguien puede tener la gracia y la caridad,
pero no ejercitar bien alguna de las virtudes «a causa de algunas
inclinaciones contrarias» que persisten.[133] Es decir, la organicidad
de las virtudes se da siempre y necesariamente «in habitu», aunque los
condicionamientos puedan dificultar las operaciones de esos hábitos
virtuosos. De ahí que haga falta «una pedagogía que lleve a las
personas, paso a paso, a la plena asimilación del misterio».[134] Para
llegar a un punto de madurez, es decir, para que las personas sean
capaces de decisiones verdaderamente libres y responsables, es preciso
dar tiempo, con una inmensa paciencia. Como decía el beato Pedro Fabro:
«El tiempo es el mensajero de Dios».
172. El acompañante sabe reconocer que la situación de cada sujeto ante
Dios y su vida en gracia es un misterio que nadie puede conocer
plenamente desde afuera. El Evangelio nos propone corregir y ayudar a
crecer a una persona a partir del reconocimiento de la maldad objetiva
de sus acciones (cf. Mt 18,15), pero sin emitir juicios sobre su
responsabilidad y su culpabilidad (cf. Mt 7,1; Lc 6,37). De todos
modos, un buen acompañante no consiente los fatalismos o la
pusilanimidad. Siempre invita a querer curarse, a cargar la camilla, a
abrazar la cruz, a dejarlo todo, a salir siempre de nuevo a anunciar el
Evangelio. La propia experiencia de dejarnos acompañar y curar, capaces
de expresar con total sinceridad nuestra vida ante quien nos acompaña,
nos enseña a ser pacientes y compasivos con los demás y nos capacita
para encontrar las maneras de despertar su confianza, su apertura y su
disposición para crecer.
173. El auténtico acompañamiento espiritual siempre se inicia y se
lleva adelante en el ámbito del servicio a la misión evangelizadora. La
relación de Pablo con Timoteo y Tito es ejemplo de este acompañamiento
y formación en medio de la acción apostólica. Al mismo tiempo que les
confía la misión de quedarse en cada ciudad para «terminar de
organizarlo todo» (Tt 1,5; cf. 1 Tm 1,3-5), les da criterios para la
vida personal y para la acción pastoral. Esto se distingue claramente
de todo tipo de acompañamiento intimista, de autorrealización aislada.
Los discípulos misioneros acompañan a los discípulos misioneros.
En torno a la Palabra de Dios
174. No sólo la homilía debe alimentarse de la Palabra de Dios. Toda la
evangelización está fundada sobre ella, escuchada, meditada, vivida,
celebrada y testimoniada. Las Sagradas Escrituras son fuente de la
evangelización. Por lo tanto, hace falta formarse continuamente en la
escucha de la Palabra. La Iglesia no evangeliza si no se deja
continuamente evangelizar. Es indispensable que la Palabra de Dios «sea
cada vez más el corazón de toda actividad eclesial».[135] La Palabra de
Dios escuchada y celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta y
refuerza interiormente a los cristianos y los vuelve capaces de un
auténtico testimonio evangélico en la vida cotidiana. Ya hemos superado
aquella vieja contraposición entre Palabra y Sacramento. La Palabra
proclamada, viva y eficaz, prepara la recepción del Sacramento, y en el
Sacramento esa Palabra alcanza su máxima eficacia.
175. El estudio de las Sagradas Escrituras debe ser una puerta abierta
a todos los creyentes.[136] Es fundamental que la Palabra revelada
fecunde radicalmente la catequesis y todos los esfuerzos por transmitir
la fe.[137] La evangelización requiere la familiaridad con la Palabra
de Dios y esto exige a las diócesis, parroquias y a todas las
agrupaciones católicas, proponer un estudio serio y perseverante de la
Biblia, así como promover su lectura orante personal y
comunitaria.[138] Nosotros no buscamos a tientas ni necesitamos esperar
que Dios nos dirija la palabra, porque realmente «Dios ha hablado, ya
no es el gran desconocido sino que se ha mostrado».[139] Acojamos el
sublime tesoro de la Palabra revelada.
CAPÍTULO CUARTO
LA DIMENSIÓN SOCIAL DE LA EVANGELIZACIÓN
176. Evangelizar es hacer presente en el mundo el Reino de Dios. Pero
«ninguna definición parcial o fragmentaria refleja la realidad rica,
compleja y dinámica que comporta la evangelización, si no es con el
riesgo de empobrecerla e incluso mutilarla».[140] Ahora quisiera
compartir mis inquietudes acerca de la dimensión social de la
evangelización precisamente porque, si esta dimensión no está
debidamente explicitada, siempre se corre el riesgo de desfigurar el
sentido auténtico e integral que tiene la misión evangelizadora.
I. Las repercusiones comunitarias y sociales del kerygma
177. El kerygma tiene un contenido ineludiblemente social: en el
corazón mismo del Evangelio está la vida comunitaria y el compromiso
con los otros. El contenido del primer anuncio tiene una inmediata
repercusión moral cuyo centro es la caridad.
Confesión de la fe y compromiso social
178. Confesar a un Padre que ama infinitamente a cada ser humano
implica descubrir que «con ello le confiere una dignidad
infinita».[141] Confesar que el Hijo de Dios asumió nuestra carne
humana significa que cada persona humana ha sido elevada al corazón
mismo de Dios. Confesar que Jesús dio su sangre por nosotros nos impide
conservar alguna duda acerca del amor sin límites que ennoblece a todo
ser humano. Su redención tiene un sentido social porque «Dios, en
Cristo, no redime solamente la persona individual, sino también las
relaciones sociales entre los hombres».[142] Confesar que el Espíritu
Santo actúa en todos implica reconocer que Él procura penetrar toda
situación humana y todos los vínculos sociales: «El Espíritu Santo
posee una inventiva infinita, propia de una mente divina, que provee a
desatar los nudos de los sucesos humanos, incluso los más complejos e
impenetrables».[143] La evangelización procura cooperar también con esa
acción liberadora del Espíritu. El misterio mismo de la Trinidad nos
recuerda que fuimos hechos a imagen de esa comunión divina, por lo cual
no podemos realizarnos ni salvarnos solos. Desde el corazón del
Evangelio reconocemos la íntima conexión que existe entre
evangelización y promoción humana, que necesariamente debe expresarse y
desarrollarse en toda acción evangelizadora. La aceptación del primer
anuncio, que invita a dejarse amar por Dios y a amarlo con el amor que
Él mismo nos comunica, provoca en la vida de la persona y en sus
acciones una primera y fundamental reacción: desear, buscar y cuidar el
bien de los demás.
179. Esta inseparable conexión entre la recepción del anuncio salvífico
y un efectivo amor fraterno está expresada en algunos textos de las
Escrituras que conviene considerar y meditar detenidamente para extraer
de ellos todas sus consecuencias. Es un mensaje al cual frecuentemente
nos acostumbramos, lo repetimos casi mecánicamente, pero no nos
aseguramos de que tenga una real incidencia en nuestras vidas y en
nuestras comunidades. ¡Qué peligroso y qué dañino es este
acostumbramiento que nos lleva a perder el asombro, la cautivación, el
entusiasmo por vivir el Evangelio de la fraternidad y la justicia! La
Palabra de Dios enseña que en el hermano está la permanente
prolongación de la Encarnación para cada uno de nosotros: «Lo que
hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, lo hicisteis a mí»
(Mt 25,40). Lo que hagamos con los demás tiene una dimensión
trascendente: «Con la medida con que midáis, se os medirá» (Mt
7,2); y responde a la misericordia divina con nosotros: «Sed compasivos
como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados; no
condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y
se os dará […] Con la medida con que midáis, se os medirá» (Lc
6,36-38). Lo que expresan estos textos es la absoluta prioridad de la
«salida de sí hacia el hermano» como uno de los dos mandamientos
principales que fundan toda norma moral y como el signo más claro para
discernir acerca del camino de crecimiento espiritual en respuesta a la
donación absolutamente gratuita de Dios. Por eso mismo «el servicio de
la caridad es también una dimensión constitutiva de la misión de la
Iglesia y expresión irrenunciable de su propia esencia».[144] Así como
la Iglesia es misionera por naturaleza, también brota ineludiblemente
de esa naturaleza la caridad efectiva con el prójimo, la compasión que
comprende, asiste y promueve.
El Reino que nos reclama
180. Leyendo las Escrituras queda por demás claro que la propuesta del
Evangelio no es sólo la de una relación personal con Dios. Nuestra
respuesta de amor tampoco debería entenderse como una mera suma de
pequeños gestos personales dirigidos a algunos individuos necesitados,
lo cual podría constituir una «caridad a la carta», una serie de
acciones tendentes sólo a tranquilizar la propia conciencia. La
propuesta es el Reino de Dios (cf. Lc 4,43); se trata de amar a Dios
que reina en el mundo. En la medida en que Él logre reinar entre
nosotros, la vida social será ámbito de fraternidad, de justicia, de
paz, de dignidad para todos. Entonces, tanto el anuncio como la
experiencia cristiana tienden a provocar consecuencias sociales.
Buscamos su Reino: «Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia, y
todo lo demás vendrá por añadidura» (Mt 6,33). El proyecto de Jesús es
instaurar el Reino de su Padre; Él pide a sus discípulos: «¡Proclamad
que está llegando el Reino de los cielos!» (Mt 10,7).
181. El Reino que se anticipa y crece entre nosotros lo toca todo y nos
recuerda aquel principio de discernimiento que Pablo VI proponía con
relación al verdadero desarrollo: «Todos los hombres y todo el
hombre».[145] Sabemos que «la evangelización no sería completa si no
tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los
tiempos se establece entre el Evangelio y la vida concreta, personal y
social del hombre».[146] Se trata del criterio de universalidad, propio
de la dinámica del Evangelio, ya que el Padre desea que todos los
hombres se salven y su plan de salvación consiste en «recapitular todas
las cosas, las del cielo y las de la tierra, bajo un solo jefe, que es
Cristo» (Ef 1,10). El mandato es: «Id por todo el mundo, anunciad la
Buena Noticia a toda la creación» (Mc 16,15), porque «toda la creación
espera ansiosamente esta revelación de los hijos de Dios» (Rm 8,19).
Toda la creación quiere decir también todos los aspectos de la vida
humana, de manera que «la misión del anuncio de la Buena Nueva de
Jesucristo tiene una destinación universal. Su mandato de caridad
abraza todas las dimensiones de la existencia, todas las personas,
todos los ambientes de la convivencia y todos los pueblos. Nada de lo
humano le puede resultar extraño»[147]. La verdadera esperanza
cristiana, que busca el Reino escatológico, siempre genera historia.
La enseñanza de la Iglesia sobre cuestiones sociales
182. Las enseñanzas de la Iglesia sobre situaciones contingentes están
sujetas a mayores o nuevos desarrollos y pueden ser objeto de
discusión, pero no podemos evitar ser concretos –sin pretender entrar
en detalles– para que los grandes principios sociales no se queden en
meras generalidades que no interpelan a nadie. Hace falta sacar sus
consecuencias prácticas para que «puedan incidir eficazmente también en
las complejas situaciones actuales».[148] Los Pastores, acogiendo los
aportes de las distintas ciencias, tienen derecho a emitir opiniones
sobre todo aquello que afecte a la vida de las personas, ya que la
tarea evangelizadora implica y exige una promoción integral de cada ser
humano. Ya no se puede decir que la religión debe recluirse en el
ámbito privado y que está sólo para preparar las almas para el cielo.
Sabemos que Dios quiere la felicidad de sus hijos también en esta
tierra, aunque estén llamados a la plenitud eterna, porque Él creó
todas las cosas «para que las disfrutemos» (1 Tm 6,17), para que todos
puedan disfrutarlas. De ahí que la conversión cristiana exija revisar
«especialmente todo lo que pertenece al orden social y a la obtención
del bien común».[149]
183. Por consiguiente, nadie puede exigirnos que releguemos la religión
a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la
vida social y nacional, sin preocuparnos por la salud de las
instituciones de la sociedad civil, sin opinar sobre los
acontecimientos que afectan a los ciudadanos. ¿Quién pretendería
encerrar en un templo y acallar el mensaje de san Francisco de Asís y
de la beata Teresa de Calcuta? Ellos no podrían aceptarlo. Una
auténtica fe –que nunca es cómoda e individualista– siempre implica un
profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar
algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra. Amamos este magnífico
planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo
habita, con todos sus dramas y cansancios, con sus anhelos y
esperanzas, con sus valores y fragilidades. La tierra es nuestra casa
común y todos somos hermanos. Si bien «el orden justo de la sociedad y
del Estado es una tarea principal de la política», la Iglesia «no puede
ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia».[150] Todos los
cristianos, también los Pastores, están llamados a preocuparse por la
construcción de un mundo mejor. De eso se trata, porque el pensamiento
social de la Iglesia es ante todo positivo y propositivo, orienta una
acción transformadora, y en ese sentido no deja de ser un signo de
esperanza que brota del corazón amante de Jesucristo. Al mismo tiempo,
une «el propio compromiso al que ya llevan a cabo en el campo social
las demás Iglesias y Comunidades eclesiales, tanto en el ámbito de la
reflexión doctrinal como en el ámbito práctico».[151]
184. No es el momento para desarrollar aquí todas las graves cuestiones
sociales que afectan al mundo actual, algunas de las cuales comenté en
el capítulo segundo. Éste no es un documento social, y para reflexionar
acerca de esos diversos temas tenemos un instrumento muy adecuado en el
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, cuyo uso y estudio
recomiendo vivamente. Además, ni el Papa ni la Iglesia tienen el
monopolio en la interpretación de la realidad social o en la propuesta
de soluciones para los problemas contemporáneos. Puedo repetir aquí lo
que lúcidamente indicaba Pablo VI: «Frente a situaciones tan diversas,
nos es difícil pronunciar una palabra única, como también proponer una
solución con valor universal. No es éste nuestro propósito ni tampoco
nuestra misión. Incumbe a las comunidades cristianas analizar con
objetividad la situación propia de su país».[152]
185. A continuación procuraré concentrarme en dos grandes cuestiones
que me parecen fundamentales en este momento de la historia. Las
desarrollaré con bastante amplitud porque considero que determinarán el
futuro de la humanidad. Se trata, en primer lugar, de la inclusión
social de los pobres y, luego, de la paz y el diálogo social.
II. La inclusión social de los pobres
186. De nuestra fe en Cristo hecho pobre, y siempre cercano a los
pobres y excluidos, brota la preocupación por el desarrollo integral de
los más abandonados de la sociedad.
Unidos a Dios escuchamos un clamor
187. Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos
de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de manera que
puedan integrarse plenamente en la sociedad; esto supone que seamos
dóciles y atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo. Basta
recorrer las Escrituras para descubrir cómo el Padre bueno quiere
escuchar el clamor de los pobres: «He visto la aflicción de mi pueblo
en Egipto, he escuchado su clamor ante sus opresores y conozco sus
sufrimientos. He bajado para librarlo […] Ahora pues, ve, yo te envío…»
(Ex 3,7-8.10), y se muestra solícito con sus necesidades: «Entonces los
israelitas clamaron al Señor y Él les suscitó un libertador» (Jc 3,15).
Hacer oídos sordos a ese clamor, cuando nosotros somos los instrumentos
de Dios para escuchar al pobre, nos sitúa fuera de la voluntad del
Padre y de su proyecto, porque ese pobre «clamaría al Señor contra ti y
tú te cargarías con un pecado» (Dt 15,9). Y la falta de solidaridad en
sus necesidades afecta directamente a nuestra relación con Dios: «Si te
maldice lleno de amargura, su Creador escuchará su imprecación» (Si
4,6). Vuelve siempre la vieja pregunta: «Si alguno que posee bienes del
mundo ve a su hermano que está necesitado y le cierra sus entrañas,
¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios?» (1 Jn 3,17). Recordemos
también con cuánta contundencia el Apóstol Santiago retomaba la figura
del clamor de los oprimidos: «El salario de los obreros que segaron
vuestros campos, y que no habéis pagado, está gritando. Y los gritos de
los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos» (5,4).
188. La Iglesia ha reconocido que la exigencia de escuchar este clamor
brota de la misma obra liberadora de la gracia en cada uno de nosotros,
por lo cual no se trata de una misión reservada sólo a algunos: «La
Iglesia, guiada por el Evangelio de la misericordia y por el amor al
hombre, escucha el clamor por la justicia y quiere responder a él con
todas sus fuerzas».[153]En este marco se comprende el pedido de Jesús a
sus discípulos: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6,37), lo cual implica
tanto la cooperación para resolver las causas estructurales de la
pobreza y para promover el desarrollo integral de los pobres, como los
gestos más simples y cotidianos de solidaridad ante las miserias muy
concretas que encontramos. La palabra «solidaridad» está un poco
desgastada y a veces se la interpreta mal, pero es mucho más que
algunos actos esporádicos de generosidad. Supone crear una nueva
mentalidad que piense en términos de comunidad, de prioridad de la vida
de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos.
189. La solidaridad es una reacción espontánea de quien reconoce la
función social de la propiedad y el destino universal de los bienes
como realidades anteriores a la propiedad privada. La posesión privada
de los bienes se justifica para cuidarlos y acrecentarlos de manera que
sirvan mejor al bien común, por lo cual la solidaridad debe vivirse
como la decisión de devolverle al pobre lo que le corresponde. Estas
convicciones y hábitos de solidaridad, cuando se hacen carne, abren
camino a otras transformaciones estructurales y las vuelven posibles.
Un cambio en las estructuras sin generar nuevas convicciones y
actitudes dará lugar a que esas mismas estructuras tarde o temprano se
vuelvan corruptas, pesadas e ineficaces.
190. A veces se trata de escuchar el clamor de pueblos enteros, de los
pueblos más pobres de la tierra, porque «la paz se funda no sólo en el
respeto de los derechos del hombre, sino también en el de los derechos
de los pueblos».[154] Lamentablemente, aun los derechos humanos pueden
ser utilizados como justificación de una defensa exacerbada de los
derechos individuales o de los derechos de los pueblos más ricos.
Respetando la independencia y la cultura de cada nación, hay que
recordar siempre que el planeta es de toda la humanidad y para toda la
humanidad, y que el solo hecho de haber nacido en un lugar con menores
recursos o menor desarrollo no justifica que algunas personas vivan con
menor dignidad. Hay que repetir que «los más favorecidos deben
renunciar a algunos de sus derechos para poner con mayor liberalidad
sus bienes al servicio de los demás».[155] Para hablar adecuadamente de
nuestros derechos necesitamos ampliar más la mirada y abrir los oídos
al clamor de otros pueblos o de otras regiones del propio país.
Necesitamos crecer en una solidaridad que «debe permitir a todos los
pueblos llegar a ser por sí mismos artífices de su destino»,[156] así
como «cada hombre está llamado a desarrollarse».[157]
191. En cada lugar y circunstancia, los cristianos, alentados por sus
Pastores, están llamados a escuchar el clamor de los pobres, como tan
bien expresaron los Obispos de Brasil: «Deseamos asumir, cada día, las
alegrías y esperanzas, las angustias y tristezas del pueblo brasileño,
especialmente de las poblaciones de las periferias urbanas y de las
zonas rurales –sin tierra, sin techo, sin pan, sin salud– lesionadas en
sus derechos. Viendo sus miserias, escuchando sus clamores y conociendo
su sufrimiento, nos escandaliza el hecho de saber que existe alimento
suficiente para todos y que el hambre se debe a la mala distribución de
los bienes y de la renta. El problema se agrava con la práctica
generalizada del desperdicio».[158]
192. Pero queremos más todavía, nuestro sueño vuela más alto. No
hablamos sólo de asegurar a todos la comida, o un «decoroso sustento»,
sino de que tengan «prosperidad sin exceptuar bien alguno».[159] Esto
implica educación, acceso al cuidado de la salud y especialmente
trabajo, porque en el trabajo libre, creativo, participativo y
solidario, el ser humano expresa y acrecienta la dignidad de su vida.
El salario justo permite el acceso adecuado a los demás bienes que
están destinados al uso común.
Fidelidad al Evangelio para no correr en vano
193. El imperativo de escuchar el clamor de los pobres se hace carne en
nosotros cuando se nos estremecen las entrañas ante el dolor ajeno.
Releamos algunas enseñanzas de la Palabra de Dios sobre la
misericordia, para que resuenen con fuerza en la vida de la Iglesia. El
Evangelio proclama: «Felices los misericordiosos, porque obtendrán
misericordia» (Mt 5,7). El Apóstol Santiago enseña que la misericordia
con los demás nos permite salir triunfantes en el juicio divino:
«Hablad y obrad como corresponde a quienes serán juzgados por una ley
de libertad. Porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo
misericordia; pero la misericordia triunfa en el juicio» (2,12-13). En
este texto, Santiago se muestra como heredero de lo más rico de la
espiritualidad judía del postexilio, que atribuía a la misericordia un
especial valor salvífico: «Rompe tus pecados con obras de justicia, y
tus iniquidades con misericordia para con los pobres, para que tu
ventura sea larga» (Dn 4,24). En esta misma línea, la literatura
sapiencial habla de la limosna como ejercicio concreto de la
misericordia con los necesitados: «La limosna libra de la muerte y
purifica de todo pecado» (Tb 12,9). Más gráficamente aún lo expresa el
Eclesiástico: «Como el agua apaga el fuego llameante, la limosna
perdona los pecados» (3,30). La misma síntesis aparece recogida en el
Nuevo Testamento: «Tened ardiente caridad unos por otros, porque la
caridad cubrirá la multitud de los pecados» (1 Pe 4,8). Esta verdad
penetró profundamente la mentalidad de los Padres de la Iglesia y
ejerció una resistencia profética contracultural ante el individualismo
hedonista pagano. Recordemos sólo un ejemplo: «Así como, en peligro de
incendio, correríamos a buscar agua para apagarlo […] del mismo modo,
si de nuestra paja surgiera la llama del pecado, y por eso nos
turbamos, una vez que se nos ofrezca la ocasión de una obra llena de
misericordia, alegrémonos de ella como si fuera una fuente que se nos
ofrezca en la que podamos sofocar el incendio».[160]
194. Es un mensaje tan claro, tan directo, tan simple y elocuente, que
ninguna hermenéutica eclesial tiene derecho a relativizarlo. La
reflexión de la Iglesia sobre estos textos no debería oscurecer o
debilitar su sentido exhortativo, sino más bien ayudar a asumirlos con
valentía y fervor. ¿Para qué complicar lo que es tan simple? Los
aparatos conceptuales están para favorecer el contacto con la realidad
que pretenden explicar, y no para alejarnos de ella. Esto vale sobre
todo para las exhortaciones bíblicas que invitan con tanta contundencia
al amor fraterno, al servicio humilde y generoso, a la justicia, a la
misericordia con el pobre. Jesús nos enseñó este camino de
reconocimiento del otro con sus palabras y con sus gestos. ¿Para qué
oscurecer lo que es tan claro? No nos preocupemos sólo por no caer en
errores doctrinales, sino también por ser fieles a este camino luminoso
de vida y de sabiduría. Porque «a los defensores de «la ortodoxia» se
dirige a veces el reproche de pasividad, de indulgencia o de
complicidad culpables respecto a situaciones de injusticia intolerables
y a los regímenes políticos que las mantienen».[161]
195. Cuando san Pablo se acercó a los Apóstoles de Jerusalén para
discernir «si corría o había corrido en vano» (Ga 2,2), el criterio
clave de autenticidad que le indicaron fue que no se olvidara de los
pobres (cf. Ga 2,10). Este gran criterio, para que las comunidades
paulinas no se dejaran devorar por el estilo de vida individualista de
los paganos, tiene una gran actualidad en el contexto presente, donde
tiende a desarrollarse un nuevo paganismo individualista. La belleza
misma del Evangelio no siempre puede ser adecuadamente manifestada por
nosotros, pero hay un signo que no debe faltar jamás: la opción por los
últimos, por aquellos que la sociedad descarta y desecha.
196. A veces somos duros de corazón y de mente, nos olvidamos, nos
entretenemos, nos extasiamos con las inmensas posibilidades de consumo
y de distracción que ofrece esta sociedad. Así se produce una especie
de alienación que nos afecta a todos, ya que «está alienada una
sociedad que, en sus formas de organización social, de producción y de
consumo, hace más difícil la realización de esta donación y la
formación de esa solidaridad interhumana».[162]
El lugar privilegiado de los pobres en el Pueblo de Dios
197. El corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres,
tanto que hasta Él mismo «se hizo pobre» (2 Co 8,9). Todo el camino de
nuestra redención está signado por los pobres. Esta salvación vino a
nosotros a través del «sí» de una humilde muchacha de un pequeño pueblo
perdido en la periferia de un gran imperio. El Salvador nació en un
pesebre, entre animales, como lo hacían los hijos de los más pobres;
fue presentado en el Templo junto con dos pichones, la ofrenda de
quienes no podían permitirse pagar un cordero (cf. Lc 2,24; Lv 5,7);
creció en un hogar de sencillos trabajadores y trabajó con sus manos
para ganarse el pan. Cuando comenzó a anunciar el Reino, lo seguían
multitudes de desposeídos, y así manifestó lo que Él mismo dijo: «El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado
para anunciar el Evangelio a los pobres» (Lc 4,18). A los que estaban
cargados de dolor, agobiados de pobreza, les aseguró que Dios los tenía
en el centro de su corazón: «¡Felices vosotros, los pobres, porque el
Reino de Dios os pertenece!» (Lc 6,20); con ellos se identificó: «Tuve
hambre y me disteis de comer», y enseñó que la misericordia hacia ellos
es la llave del cielo (cf. Mt 25,35s).
198. Para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría
teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Dios
les otorga «su primera misericordia».[163] Esta preferencia divina
tiene consecuencias en la vida de fe de todos los cristianos, llamados
a tener «los mismos sentimientos de Jesucristo» (Flp 2,5). Inspirada en
ella, la Iglesia hizo una opción por los pobres entendida como
una «forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad
cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la
Iglesia».[164] Esta opción –enseñaba Benedicto XVI– «está implícita en
la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros,
para enriquecernos con su pobreza».[165] Por eso quiero una Iglesia
pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de
participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo
sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La
nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica
de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia.
Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra
voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a
interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere
comunicarnos a través de ellos.
199. Nuestro compromiso no consiste exclusivamente en acciones o en
programas de promoción y asistencia; lo que el Espíritu moviliza no es
un desborde activista, sino ante todo una atención puesta en el
otro «considerándolo como uno consigo».[166] Esta atención amante es el
inicio de una verdadera preocupación por su persona, a partir de la
cual deseo buscar efectivamente su bien. Esto implica valorar al pobre
en su bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo
de vivir la fe. El verdadero amor siempre es contemplativo, nos permite
servir al otro no por necesidad o por vanidad, sino porque él es bello,
más allá de su apariencia: «Del amor por el cual a uno le es grata la
otra persona depende que le dé algo gratis».[167] El pobre, cuando es
amado, «es estimado como de alto valor»,[168] y esto diferencia la
auténtica opción por los pobres de cualquier ideología, de cualquier
intento de utilizar a los pobres al servicio de intereses personales o
políticos. Sólo desde esta cercanía real y cordial podemos acompañarlos
adecuadamente en su camino de liberación. Únicamente esto hará posible
que «los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como en su
casa. ¿No sería este estilo la más grande y eficaz presentación de la
Buena Nueva del Reino?».[169] Sin la opción preferencial por los más
pobres, «el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre
el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al
que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día».[170]
200. Puesto que esta Exhortación se dirige a los miembros de la Iglesia
católica quiero expresar con dolor que la peor discriminación que
sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa
mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a
Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su
Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino
de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los
pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa
privilegiada y prioritaria.
201. Nadie debería decir que se mantiene lejos de los pobres porque sus
opciones de vida implican prestar más atención a otros asuntos. Ésta es
una excusa frecuente en ambientes académicos, empresariales o
profesionales, e incluso eclesiales. Si bien puede decirse en general
que la vocación y la misión propia de los fieles laicos es la
transformación de las distintas realidades terrenas para que toda
actividad humana sea transformada por el Evangelio,[171]nadie puede
sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia
social: «La conversión espiritual, la intensidad del amor a Dios y al
prójimo, el celo por la justicia y la paz, el sentido evangélico de los
pobres y de la pobreza, son requeridos a todos».[172] Temo que también
estas palabras sólo sean objeto de algunos comentarios sin una
verdadera incidencia práctica. No obstante, confío en la apertura y las
buenas disposiciones de los cristianos, y os pido que busquéis
comunitariamente nuevos caminos para acoger esta renovada propuesta.
Economía y distribución del ingreso
202. La necesidad de resolver las causas estructurales de la pobreza no
puede esperar, no sólo por una exigencia pragmática de obtener
resultados y de ordenar la sociedad, sino para sanarla de una
enfermedad que la vuelve frágil e indigna y que sólo podrá llevarla a
nuevas crisis. Los planes asistenciales, que atienden ciertas
urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras. Mientras
no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a
la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y
atacando las causas estructurales de la inequidad,[173] no se
resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La
inequidad es raíz de los males sociales.
203. La dignidad de cada persona humana y el bien común son cuestiones
que deberían estructurar toda política económica, pero a veces parecen
sólo apéndices agregados desde fuera para completar un discurso
político sin perspectivas ni programas de verdadero desarrollo
integral. ¡Cuántas palabras se han vuelto molestas para este sistema!
Molesta que se hable de ética, molesta que se hable de solidaridad
mundial, molesta que se hable de distribución de los bienes, molesta
que se hable de preservar las fuentes de trabajo, molesta que se hable
de la dignidad de los débiles, molesta que se hable de un Dios que
exige un compromiso por la justicia. Otras veces sucede que estas
palabras se vuelven objeto de un manoseo oportunista que las deshonra.
La cómoda indiferencia ante estas cuestiones vacía nuestra vida y
nuestras palabras de todo significado. La vocación de un empresario es
una noble tarea, siempre que se deje interpelar por un sentido más
amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al bien común,
con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos los
bienes de este mundo.
204. Ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible
del mercado. El crecimiento en equidad exige algo más que el
crecimiento económico, aunque lo supone, requiere decisiones,
programas, mecanismos y procesos específicamente orientados a una mejor
distribución del ingreso, a una creación de fuentes de trabajo, a una
promoción integral de los pobres que supere el mero asistencialismo.
Estoy lejos de proponer un populismo irresponsable, pero la economía ya
no puede recurrir a remedios que son un nuevo veneno, como cuando se
pretende aumentar la rentabilidad reduciendo el mercado laboral y
creando así nuevos excluidos.
205. ¡Pido a Dios que crezca el número de políticos capaces de entrar
en un auténtico diálogo que se oriente eficazmente a sanar las raíces
profundas y no la apariencia de los males de nuestro mundo! La
política, tan denigrada, es una altísima vocación, es una de las formas
más preciosas de la caridad, porque busca el bien común.[174] Tenemos
que convencernos de que la caridad «no es sólo el principio de las
micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo,
sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales,
económicas y políticas».[175] ¡Ruego al Señor que nos regale más
políticos a quienes les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida
de los pobres! Es imperioso que los gobernantes y los poderes
financieros levanten la mirada y amplíen sus perspectivas, que procuren
que haya trabajo digno, educación y cuidado de la salud para todos los
ciudadanos. ¿Y por qué no acudir a Dios para que inspire sus planes?
Estoy convencido de que a partir de una apertura a la trascendencia
podría formarse una nueva mentalidad política y económica que ayudaría
a superar la dicotomía absoluta entre la economía y el bien común
social.
206. La economía, como la misma palabra indica, debería ser el arte de
alcanzar una adecuada administración de la casa común, que es el mundo
entero. Todo acto económico de envergadura realizado en una parte del
planeta repercute en el todo; por ello ningún gobierno puede actuar al
margen de una responsabilidad común. De hecho, cada vez se vuelve más
difícil encontrar soluciones locales para las enormes contradicciones
globales, por lo cual la política local se satura de problemas a
resolver. Si realmente queremos alcanzar una sana economía mundial,
hace falta en estos momentos de la historia un modo más eficiente de
interacción que, dejando a salvo la soberanía de las naciones, asegure
el bienestar económico de todos los países y no sólo de unos pocos.
207. Cualquier comunidad de la Iglesia, en la medida en que pretenda
subsistir tranquila sin ocuparse creativamente y cooperar con
eficiencia para que los pobres vivan con dignidad y para incluir a
todos, también correrá el riesgo de la disolución, aunque hable de
temas sociales o critique a los gobiernos. Fácilmente terminará sumida
en la mundanidad espiritual, disimulada con prácticas religiosas, con
reuniones infecundas o con discursos vacíos.
208. Si alguien se siente ofendido por mis palabras, le digo que las
expreso con afecto y con la mejor de las intenciones, lejos de
cualquier interés personal o ideología política. Mi palabra no es la de
un enemigo ni la de un opositor. Sólo me interesa procurar que aquellos
que están esclavizados por una mentalidad individualista, indiferente y
egoísta, puedan liberarse de esas cadenas indignas y alcancen un estilo
de vida y de pensamiento más humano, más noble, más fecundo, que
dignifique su paso por esta tierra.
Cuidar la fragilidad
209. Jesús, el evangelizador por excelencia y el Evangelio en persona,
se identifica especialmente con los más pequeños (cf. Mt 25,40). Esto
nos recuerda que todos los cristianos estamos llamados a cuidar a los
más frágiles de la tierra. Pero en el vigente modelo «exitista» y
«privatista» no parece tener sentido invertir para que los lentos,
débiles o menos dotados puedan abrirse camino en la vida.
210. Es indispensable prestar atención para estar cerca de nuevas
formas de pobreza y fragilidad donde estamos llamados a reconocer a
Cristo sufriente, aunque eso aparentemente no nos aporte beneficios
tangibles e inmediatos: los sin techo, los toxicodependientes, los
refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos cada vez más solos y
abandonados, etc. Los migrantes me plantean un desafío particular por
ser Pastor de una Iglesia sin fronteras que se siente madre de todos.
Por ello, exhorto a los países a una generosa apertura, que en lugar de
temer la destrucción de la identidad local sea capaz de crear nuevas
síntesis culturales. ¡Qué hermosas son las ciudades que superan la
desconfianza enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa
integración un nuevo factor de desarrollo! ¡Qué lindas son las ciudades
que, aun en su diseño arquitectónico, están llenas de espacios que
conectan, relacionan, favorecen el reconocimiento del otro!
211. Siempre me angustió la situación de los que son objeto de las
diversas formas de trata de personas. Quisiera que se escuchara el
grito de Dios preguntándonos a todos: «¿Dónde está tu hermano?» (Gn
4,9). ¿Dónde está tu hermano esclavo? ¿Dónde está ese que estás matando
cada día en el taller clandestino, en la red de prostitución, en los
niños que utilizas para mendicidad, en aquel que tiene que trabajar a
escondidas porque no ha sido formalizado? No nos hagamos los
distraídos. Hay mucho de complicidad. ¡La pregunta es para todos! En
nuestras ciudades está instalado este crimen mafioso y aberrante, y
muchos tienen las manos preñadas de sangre debido a la complicidad
cómoda y muda.
212. Doblemente pobres son las mujeres que sufren situaciones de
exclusión, maltrato y violencia, porque frecuentemente se encuentran
con menores posibilidades de defender sus derechos. Sin embargo,
también entre ellas encontramos constantemente los más admirables
gestos de heroísmo cotidiano en la defensa y el cuidado de la
fragilidad de sus familias.
213. Entre esos débiles, que la Iglesia quiere cuidar con predilección,
están también los niños por nacer, que son los más indefensos e
inocentes de todos, a quienes hoy se les quiere negar su dignidad
humana en orden a hacer con ellos lo que se quiera, quitándoles la vida
y promoviendo legislaciones para que nadie pueda impedirlo.
Frecuentemente, para ridiculizar alegremente la defensa que la Iglesia
hace de sus vidas, se procura presentar su postura como algo
ideológico, oscurantista y conservador. Sin embargo, esta defensa de la
vida por nacer está íntimamente ligada a la defensa de cualquier
derecho humano. Supone la convicción de que un ser humano es siempre
sagrado e inviolable, en cualquier situación y en cada etapa de su
desarrollo. Es un fin en sí mismo y nunca un medio para resolver otras
dificultades. Si esta convicción cae, no quedan fundamentos sólidos y
permanentes para defender los derechos humanos, que siempre estarían
sometidos a conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno.
La sola razón es suficiente para reconocer el valor inviolable de
cualquier vida humana, pero si además la miramos desde la fe, «toda
violación de la dignidad personal del ser humano grita venganza delante
de Dios y se configura como ofensa al Creador del hombre».[176]
214. Precisamente porque es una cuestión que hace a la coherencia
interna de nuestro mensaje sobre el valor de la persona humana, no debe
esperarse que la Iglesia cambie su postura sobre esta cuestión. Quiero
ser completamente honesto al respecto. Éste no es un asunto sujeto a
supuestas reformas o «modernizaciones». No es progresista pretender
resolver los problemas eliminando una vida humana. Pero también es
verdad que hemos hecho poco para acompañar adecuadamente a las mujeres
que se encuentran en situaciones muy duras, donde el aborto se les
presenta como una rápida solución a sus profundas angustias,
particularmente cuando la vida que crece en ellas ha surgido como
producto de una violación o en un contexto de extrema pobreza. ¿Quién
puede dejar de comprender esas situaciones de tanto dolor?
215. Hay otros seres frágiles e indefensos, que muchas veces quedan a
merced de los intereses económicos o de un uso indiscriminado. Me
refiero al conjunto de la creación. Los seres humanos no somos meros
beneficiarios, sino custodios de las demás criaturas. Por nuestra
realidad corpórea, Dios nos ha unido tan estrechamente al mundo que nos
rodea, que la desertificación del suelo es como una enfermedad para
cada uno, y podemos lamentar la extinción de una especie como si fuera
una mutilación. No dejemos que a nuestro paso queden signos de
destrucción y de muerte que afecten nuestra vida y la de las futuras
generaciones.[177] En este sentido, hago propio el bello y profético
lamento que hace varios años expresaron los Obispos de Filipinas: «Una
increíble variedad de insectos vivían en el bosque y estaban ocupados
con todo tipo de tareas […] Los pájaros volaban por el aire, sus plumas
brillantes y sus diferentes cantos añadían color y melodía al verde de
los bosques [...] Dios quiso esta tierra para nosotros, sus criaturas
especiales, pero no para que pudiéramos destruirla y convertirla en un
páramo [...] Después de una sola noche de lluvia, mira hacia los ríos
de marrón chocolate de tu localidad, y recuerda que se llevan la sangre
viva de la tierra hacia el mar [...] ¿Cómo van a poder nadar los peces
en alcantarillas como el río Pasig y tantos otros ríos que hemos
contaminado? ¿Quién ha convertido el maravilloso mundo marino en
cementerios subacuáticos despojados de vida y de color?».[178]
216. Pequeños pero fuertes en el amor de Dios, como san Francisco de
Asís, todos los cristianos estamos llamados a cuidar la fragilidad del
pueblo y del mundo en que vivimos.
III. El bien común y la paz social
217. Hemos hablado mucho sobre la alegría y sobre el amor, pero la
Palabra de Dios menciona también el fruto de la paz (cf. Ga 5,22).
218. La paz social no puede entenderse como un irenismo o como una mera
ausencia de violencia lograda por la imposición de un sector sobre los
otros. También sería una falsa paz aquella que sirva como excusa para
justificar una organización social que silencie o tranquilice a los más
pobres, de manera que aquellos que gozan de los mayores beneficios
puedan sostener su estilo de vida sin sobresaltos mientras los demás
sobreviven como pueden. Las reivindicaciones sociales, que tienen que
ver con la distribución del ingreso, la inclusión social de los pobres
y los derechos humanos, no pueden ser sofocadas con el pretexto de
construir un consenso de escritorio o una efímera paz para una minoría
feliz. La dignidad de la persona humana y el bien común están por
encima de la tranquilidad de algunos que no quieren renunciar a sus
privilegios. Cuando estos valores se ven afectados, es necesaria una
voz profética.
219. La paz tampoco «se reduce a una ausencia de guerra, fruto del
equilibrio siempre precario de las fuerzas. La paz se construye día a
día, en la instauración de un orden querido por Dios, que comporta una
justicia más perfecta entre los hombres».[179] En definitiva, una paz
que no surja como fruto del desarrollo integral de todos, tampoco
tendrá futuro y siempre será semilla de nuevos conflictos y de variadas
formas de violencia.
220. En cada nación, los habitantes desarrollan la dimensión social de
sus vidas configurándose como ciudadanos responsables en el seno de un
pueblo, no como masa arrastrada por las fuerzas dominantes. Recordemos
que «el ser ciudadano fiel es una virtud y la participación en la vida
política es una obligación moral».[180] Pero convertirse en pueblo es
todavía más, y requiere un proceso constante en el cual cada nueva
generación se ve involucrada. Es un trabajo lento y arduo que exige
querer integrarse y aprender a hacerlo hasta desarrollar una cultura
del encuentro en una pluriforme armonía.
221. Para avanzar en esta construcción de un pueblo en paz, justicia y
fraternidad, hay cuatro principios relacionados con tensiones bipolares
propias de toda realidad social. Brotan de los grandes postulados de la
Doctrina Social de la Iglesia, los cuales constituyen «el primer y
fundamental parámetro de referencia para la interpretación y la
valoración de los fenómenos sociales».[181] A la luz de ellos, quiero
proponer ahora estos cuatro principios que orientan específicamente el
desarrollo de la convivencia social y la construcción de un pueblo
donde las diferencias se armonicen en un proyecto común. Lo hago con la
convicción de que su aplicación puede ser un genuino camino hacia la
paz dentro de cada nación y en el mundo entero.
El tiempo es superior al espacio
222. Hay una tensión bipolar entre la plenitud y el límite. La plenitud
provoca la voluntad de poseerlo todo, y el límite es la pared que se
nos pone delante. El «tiempo», ampliamente considerado, hace referencia
a la plenitud como expresión del horizonte que se nos abre, y el
momento es expresión del límite que se vive en un espacio acotado. Los
ciudadanos viven en tensión entre la coyuntura del momento y la luz del
tiempo, del horizonte mayor, de la utopía que nos abre al futuro como
causa final que atrae. De aquí surge un primer principio para avanzar
en la construcción de un pueblo: el tiempo es superior al espacio.
223. Este principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse
por resultados inmediatos. Ayuda a soportar con paciencia situaciones
difíciles y adversas, o los cambios de planes que impone el dinamismo
de la realidad. Es una invitación a asumir la tensión entre plenitud y
límite, otorgando prioridad al tiempo. Uno de los pecados que a veces
se advierten en la actividad sociopolítica consiste en privilegiar los
espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos. Darle
prioridad al espacio lleva a enloquecerse para tener todo resuelto en
el presente, para intentar tomar posesión de todos los espacios de
poder y autoafirmación. Es cristalizar los procesos y pretender
detenerlos. Darle prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar procesos
más que de poseer espacios. El tiempo rige los espacios, los ilumina y
los transforma en eslabones de una cadena en constante crecimiento, sin
caminos de retorno. Se trata de privilegiar las acciones que generan
dinamismos nuevos en la sociedad e involucran a otras personas y grupos
que las desarrollarán, hasta que fructifiquen en importantes
acontecimientos históricos. Nada de ansiedad, pero sí convicciones
claras y tenacidad.
224. A veces me pregunto quiénes son los que en el mundo actual se
preocupan realmente por generar procesos que construyan pueblo, más que
por obtener resultados inmediatos que producen un rédito político
fácil, rápido y efímero, pero que no construyen la plenitud humana. La
historia los juzgará quizás con aquel criterio que enunciaba Romano
Guardini: «El único patrón para valorar con acierto una época es
preguntar hasta qué punto se desarrolla en ella y alcanza una auténtica
razón de ser la plenitud de la existencia humana, de acuerdo con el
carácter peculiar y las posibilidades de dicha época».[182]
225. Este criterio también es muy propio de la evangelización, que
requiere tener presente el horizonte, asumir los procesos posibles y el
camino largo. El Señor mismo en su vida mortal dio a entender muchas
veces a sus discípulos que había cosas que no podían comprender todavía
y que era necesario esperar al Espíritu Santo (cf. Jn 16,12-13). La
parábola del trigo y la cizaña (cf. Mt 13,24-30) grafica un aspecto
importante de la evangelización que consiste en mostrar cómo el enemigo
puede ocupar el espacio del Reino y causar daño con la cizaña, pero es
vencido por la bondad del trigo que se manifiesta con el tiempo.
La unidad prevalece sobre el conflicto
226. El conflicto no puede ser ignorado o disimulado. Ha de ser
asumido. Pero si quedamos atrapados en él, perdemos perspectivas, los
horizontes se limitan y la realidad misma queda fragmentada. Cuando nos
detenemos en la coyuntura conflictiva, perdemos el sentido de la unidad
profunda de la realidad.
227. Ante el conflicto, algunos simplemente lo miran y siguen adelante
como si nada pasara, se lavan las manos para poder continuar con su
vida. Otros entran de tal manera en el conflicto que quedan
prisioneros, pierden horizontes, proyectan en las instituciones las
propias confusiones e insatisfacciones y así la unidad se vuelve
imposible. Pero hay una tercera manera, la más adecuada, de situarse
ante el conflicto. Es aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y
transformarlo en el eslabón de un nuevo proceso. «¡Felices los que
trabajan por la paz!» (Mt 5,9).
228. De este modo, se hace posible desarrollar una comunión en las
diferencias, que sólo pueden facilitar esas grandes personas que se
animan a ir más allá de la superficie conflictiva y miran a los demás
en su dignidad más profunda. Por eso hace falta postular un principio
que es indispensable para construir la amistad social: la unidad es
superior al conflicto. La solidaridad, entendida en su sentido más
hondo y desafiante, se convierte así en un modo de hacer la historia,
en un ámbito viviente donde los conflictos, las tensiones y los
opuestos pueden alcanzar una unidad pluriforme que engendra nueva vida.
No es apostar por un sincretismo ni por la absorción de uno en el otro,
sino por la resolución en un plano superior que conserva en sí las
virtualidades valiosas de las polaridades en pugna.
229. Este criterio evangélico nos recuerda que Cristo ha unificado todo
en sí: cielo y tierra, Dios y hombre, tiempo y eternidad, carne y
espíritu, persona y sociedad. La señal de esta unidad y reconciliación
de todo en sí es la paz. Cristo «es nuestra paz» (Ef 2,14). El anuncio
evangélico comienza siempre con el saludo de paz, y la paz corona y
cohesiona en cada momento las relaciones entre los discípulos. La paz
es posible porque el Señor ha vencido al mundo y a su conflictividad
permanente «haciendo la paz mediante la sangre de su cruz» (Col 1,20).
Pero si vamos al fondo de estos textos bíblicos, tenemos que llegar a
descubrir que el primer ámbito donde estamos llamados a lograr esta
pacificación en las diferencias es la propia interioridad, la propia
vida siempre amenazada por la dispersión dialéctica.[183] Con corazones
rotos en miles de fragmentos será difícil construir una auténtica paz
social.
230. El anuncio de paz no es el de una paz negociada, sino la
convicción de que la unidad del Espíritu armoniza todas las
diversidades. Supera cualquier conflicto en una nueva y prometedora
síntesis. La diversidad es bella cuando acepta entrar constantemente en
un proceso de reconciliación, hasta sellar una especie de pacto
cultural que haga emerger una «diversidad reconciliada», como bien
enseñaron los Obispos del Congo: «La diversidad de nuestras etnias es
una riqueza [...] Sólo con la unidad, con la conversión de los
corazones y con la reconciliación podremos hacer avanzar nuestro
país».[184]
La realidad es más importante que la idea
231. Existe también una tensión bipolar entre la idea y la realidad. La
realidad simplemente es, la idea se elabora. Entre las dos se debe
instaurar un diálogo constante, evitando que la idea termine
separándose de la realidad. Es peligroso vivir en el reino de la sola
palabra, de la imagen, del sofisma. De ahí que haya que postular un
tercer principio: la realidad es superior a la idea. Esto supone evitar
diversas formas de ocultar la realidad: los purismos angélicos, los
totalitarismos de lo relativo, los nominalismos declaracionistas, los
proyectos más formales que reales, los fundamentalismos ahistóricos,
los eticismos sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría.
232. La idea –las elaboraciones conceptuales– está en función de la
captación, la comprensión y la conducción de la realidad. La idea
desconectada de la realidad origina idealismos y nominalismos
ineficaces, que a lo sumo clasifican o definen, pero no convocan. Lo
que convoca es la realidad iluminada por el razonamiento. Hay que pasar
del nominalismo formal a la objetividad armoniosa. De otro modo, se
manipula la verdad, así como se suplanta la gimnasia por la
cosmética.[185] Hay políticos –e incluso dirigentes religiosos– que se
preguntan por qué el pueblo no los comprende y no los sigue, si sus
propuestas son tan lógicas y claras. Posiblemente sea porque se
instalaron en el reino de la pura idea y redujeron la política o la fe
a la retórica. Otros olvidaron la sencillez e importaron desde fuera
una racionalidad ajena a la gente.
233. La realidad es superior a la idea. Este criterio hace a la
encarnación de la Palabra y a su puesta en práctica: «En esto
conoceréis el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa que
Jesucristo ha venido en carne es de Dios» (1 Jn 4,2). El criterio de
realidad, de una Palabra ya encarnada y siempre buscando encarnarse, es
esencial a la evangelización. Nos lleva, por un lado, a valorar la
historia de la Iglesia como historia de salvación, a recordar a
nuestros santos que inculturaron el Evangelio en la vida de nuestros
pueblos, a recoger la rica tradición bimilenaria de la Iglesia, sin
pretender elaborar un pensamiento desconectado de ese tesoro, como si
quisiéramos inventar el Evangelio. Por otro lado, este criterio nos
impulsa a poner en práctica la Palabra, a realizar obras de justicia y
caridad en las que esa Palabra sea fecunda. No poner en práctica, no
llevar a la realidad la Palabra, es edificar sobre arena, permanecer en
la pura idea y degenerar en intimismos y gnosticismos que no dan fruto,
que esterilizan su dinamismo.
El todo es superior a la parte
234. Entre la globalización y la localización también se produce una
tensión. Hace falta prestar atención a lo global para no caer en una
mezquindad cotidiana. Al mismo tiempo, no conviene perder de vista lo
local, que nos hace caminar con los pies sobre la tierra. Las dos cosas
unidas impiden caer en alguno de estos dos extremos: uno, que los
ciudadanos vivan en un universalismo abstracto y globalizante,
miméticos pasajeros del furgón de cola, admirando los fuegos
artificiales del mundo, que es de otros, con la boca abierta y aplausos
programados; otro, que se conviertan en un museo folklórico de
ermitaños localistas, condenados a repetir siempre lo mismo, incapaces
de dejarse interpelar por el diferente y de valorar la belleza que Dios
derrama fuera de sus límites.
235. El todo es más que la parte, y también es más que la mera suma de
ellas. Entonces, no hay que obsesionarse demasiado por cuestiones
limitadas y particulares. Siempre hay que ampliar la mirada para
reconocer un bien mayor que nos beneficiará a todos. Pero hay que
hacerlo sin evadirse, sin desarraigos. Es necesario hundir las raíces
en la tierra fértil y en la historia del propio lugar, que es un don de
Dios. Se trabaja en lo pequeño, en lo cercano, pero con una perspectiva
más amplia. Del mismo modo, una persona que conserva su peculiaridad
personal y no esconde su identidad, cuando integra cordialmente una
comunidad, no se anula sino que recibe siempre nuevos estímulos para su
propio desarrollo. No es ni la esfera global que anula ni la
parcialidad aislada que esteriliza.
236. El modelo no es la esfera, que no es superior a las partes, donde
cada punto es equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y
otros. El modelo es el poliedro, que refleja la confluencia de todas
las parcialidades que en él conservan su originalidad. Tanto la acción
pastoral como la acción política procuran recoger en ese poliedro lo
mejor de cada uno. Allí entran los pobres con su cultura, sus proyectos
y sus propias potencialidades. Aun las personas que puedan ser
cuestionadas por sus errores, tienen algo que aportar que no debe
perderse. Es la conjunción de los pueblos que, en el orden universal,
conservan su propia peculiaridad; es la totalidad de las personas en
una sociedad que busca un bien común que verdaderamente incorpora a
todos.
237. A los cristianos, este principio nos habla también de la totalidad
o integridad del Evangelio que la Iglesia nos transmite y nos envía a
predicar. Su riqueza plena incorpora a los académicos y a los obreros,
a los empresarios y a los artistas, a todos. La mística popular acoge a
su modo el Evangelio entero, y lo encarna en expresiones de oración, de
fraternidad, de justicia, de lucha y de fiesta. La Buena Noticia es la
alegría de un Padre que no quiere que se pierda ninguno de sus
pequeñitos. Así brota la alegría en el Buen Pastor que encuentra la
oveja perdida y la reintegra a su rebaño. El Evangelio es levadura que
fermenta toda la masa y ciudad que brilla en lo alto del monte
iluminando a todos los pueblos. El Evangelio tiene un criterio de
totalidad que le es inherente: no termina de ser Buena Noticia hasta
que no es anunciado a todos, hasta que no fecunda y sana todas las
dimensiones del hombre, y hasta que no integra a todos los hombres en
la mesa del Reino. El todo es superior a la parte.
IV. El diálogo social como contribución a la paz
238. La evangelización también implica un camino de diálogo. Para la
Iglesia, en este tiempo hay particularmente tres campos de diálogo en
los cuales debe estar presente, para cumplir un servicio a favor del
pleno desarrollo del ser humano y procurar el bien común: el diálogo
con los Estados, con la sociedad –que incluye el diálogo con las
culturas y con las ciencias– y con otros creyentes que no forman parte
de la Iglesia católica. En todos los casos «la Iglesia habla desde la
luz que le ofrece la fe»,[186] aporta su experiencia de dos mil años y
conserva siempre en la memoria las vidas y sufrimientos de los seres
humanos. Esto va más allá de la razón humana, pero también tiene un
significado que puede enriquecer a los que no creen e invita a la razón
a ampliar sus perspectivas.
239. La Iglesia proclama «el evangelio de la paz» (Ef 6,15) y está
abierta a la colaboración con todas las autoridades nacionales e
internacionales para cuidar este bien universal tan grande. Al anunciar
a Jesucristo, que es la paz en persona (cf. Ef 2,14), la nueva
evangelización anima a todo bautizado a ser instrumento de pacificación
y testimonio creíble de una vida reconciliada.[187] Es hora de saber
cómo diseñar, en una cultura que privilegie el diálogo como forma de
encuentro, la búsqueda de consensos y acuerdos, pero sin separarla de
la preocupación por una sociedad justa, memoriosa y sin exclusiones. El
autor principal, el sujeto histórico de este proceso, es la gente y su
cultura, no es una clase, una fracción, un grupo, una élite. No
necesitamos un proyecto de unos pocos para unos pocos, o una minoría
ilustrada o testimonial que se apropie de un sentimiento colectivo. Se
trata de un acuerdo para vivir juntos, de un pacto social y cultural.
240. Al Estado compete el cuidado y la promoción del bien común de la
sociedad.[188] Sobre la base de los principios de subsidiariedad y
solidaridad, y con un gran esfuerzo de diálogo político y creación de
consensos, desempeña un papel fundamental, que no puede ser delegado,
en la búsqueda del desarrollo integral de todos. Este papel, en las
circunstancias actuales, exige una profunda humildad social.
241. En el diálogo con el Estado y con la sociedad, la Iglesia no tiene
soluciones para todas las cuestiones particulares. Pero junto con las
diversas fuerzas sociales, acompaña las propuestas que mejor respondan
a la dignidad de la persona humana y al bien común. Al hacerlo, siempre
propone con claridad los valores fundamentales de la existencia humana,
para transmitir convicciones que luego puedan traducirse en acciones
políticas.
El diálogo entre la fe, la razón y las ciencias
242. El diálogo entre ciencia y fe también es parte de la acción
evangelizadora que pacifica.[189] El cientismo y el positivismo se
rehúsan a «admitir como válidas las formas de conocimiento diversas de
las propias de las ciencias positivas».[190] La Iglesia propone otro
camino, que exige una síntesis entre un uso responsable de las
metodologías propias de las ciencias empíricas y otros saberes como la
filosofía, la teología, y la misma fe, que eleva al ser humano hasta el
misterio que trasciende la naturaleza y la inteligencia humana. La fe
no le tiene miedo a la razón; al contrario, la busca y confía en ella,
porque «la luz de la razón y la de la fe provienen ambas de Dios»,[191]
y no pueden contradecirse entre sí. La evangelización está atenta a los
avances científicos para iluminarlos con la luz de la fe y de la ley
natural, en orden a procurar que respeten siempre la centralidad y el
valor supremo de la persona humana en todas las fases de su existencia.
Toda la sociedad puede verse enriquecida gracias a este diálogo que
abre nuevos horizontes al pensamiento y amplía las posibilidades de la
razón. También éste es un camino de armonía y de pacificación.
243. La Iglesia no pretende detener el admirable progreso de las
ciencias. Al contrario, se alegra e incluso disfruta reconociendo el
enorme potencial que Dios ha dado a la mente humana. Cuando el
desarrollo de las ciencias, manteniéndose con rigor académico en el
campo de su objeto específico, vuelve evidente una determinada
conclusión que la razón no puede negar, la fe no la contradice. Los
creyentes tampoco pueden pretender que una opinión científica que les
agrada, y que ni siquiera ha sido suficientemente comprobada, adquiera
el peso de un dogma de fe. Pero, en ocasiones, algunos científicos van
más allá del objeto formal de su disciplina y se extralimitan con
afirmaciones o conclusiones que exceden el campo de la propia ciencia.
En ese caso, no es la razón lo que se propone, sino una determinada
ideología que cierra el camino a un diálogo auténtico, pacífico y
fructífero.
El diálogo ecuménico
244. El empeño ecuménico responde a la oración del Señor Jesús que pide
«que todos sean uno» (Jn 17,21). La credibilidad del anuncio cristiano
sería mucho mayor si los cristianos superaran sus divisiones y la
Iglesia realizara «la plenitud de catolicidad que le es propia, en
aquellos hijos que, incorporados a ella ciertamente por el Bautismo,
están, sin embargo, separados de su plena comunión».[192] Tenemos que
recordar siempre que somos peregrinos, y peregrinamos juntos. Para eso
hay que confiar el corazón al compañero de camino sin recelos, sin
desconfianzas, y mirar ante todo lo que buscamos: la paz en el rostro
del único Dios. Confiarse al otro es algo artesanal, la paz es
artesanal. Jesús nos dijo: «¡Felices los que trabajan por la paz!» (Mt
5,9). En este empeño, también entre nosotros, se cumple la antigua
profecía: «De sus espadas forjarán arados» (Is 2,4).
245. Bajo esta luz, el ecumenismo es un aporte a la unidad de la
familia humana. La presencia en el Sínodo del Patriarca de
Constantinopla, Su Santidad Bartolomé I, y del Arzobispo de Canterbury,
Su Gracia Rowan Douglas Williams, fue un verdadero don de Dios y un
precioso testimonio cristiano.[193]
246. Dada la gravedad del antitestimonio de la división entre
cristianos, particularmente en Asia y en África, la búsqueda de caminos
de unidad se vuelve urgente. Los misioneros en esos continentes
mencionan reiteradamente las críticas, quejas y burlas que reciben
debido al escándalo de los cristianos divididos. Si nos concentramos en
las convicciones que nos unen y recordamos el principio de la jerarquía
de verdades, podremos caminar decididamente hacia expresiones comunes
de anuncio, de servicio y de testimonio. La inmensa multitud que no ha
acogido el anuncio de Jesucristo no puede dejarnos indiferentes. Por lo
tanto, el empeño por una unidad que facilite la acogida de Jesucristo
deja de ser mera diplomacia o cumplimiento forzado, para convertirse en
un camino ineludible de la evangelización. Los signos de división entre
los cristianos en países que ya están destrozados por la violencia
agregan más motivos de conflicto por parte de quienes deberíamos ser un
atractivo fermento de paz. ¡Son tantas y tan valiosas las cosas que nos
unen! Y si realmente creemos en la libre y generosa acción del
Espíritu, ¡cuántas cosas podemos aprender unos de otros! No se trata
sólo de recibir información sobre los demás para conocerlos mejor, sino
de recoger lo que el Espíritu ha sembrado en ellos como un don también
para nosotros. Sólo para dar un ejemplo, en el diálogo con los hermanos
ortodoxos, los católicos tenemos la posibilidad de aprender algo más
sobre el sentido de la colegialidad episcopal y sobre su experiencia de
la sinodalidad. A través de un intercambio de dones, el Espíritu puede
llevarnos cada vez más a la verdad y al bien.
Las relaciones con el Judaísmo
247. Una mirada muy especial se dirige al pueblo judío, cuya Alianza
con Dios jamás ha sido revocada, porque «los dones y el llamado de Dios
son irrevocables» (Rm 11,29). La Iglesia, que comparte con el Judaísmo
una parte importante de las Sagradas Escrituras, considera al pueblo de
la Alianza y su fe como una raíz sagrada de la propia identidad
cristiana (cf. Rm 11,16-18). Los cristianos no podemos considerar al
Judaísmo como una religión ajena, ni incluimos a los judíos entre
aquellos llamados a dejar los ídolos para convertirse al verdadero Dios
(cf. 1 Ts 1,9). Creemos junto con ellos en el único Dios que actúa en
la historia, y acogemos con ellos la común Palabra revelada.
248. El diálogo y la amistad con los hijos de Israel son parte de la
vida de los discípulos de Jesús. El afecto que se ha desarrollado nos
lleva a lamentar sincera y amargamente las terribles persecuciones de
las que fueron y son objeto, particularmente aquellas que involucran o
involucraron a cristianos.
249. Dios sigue obrando en el pueblo de la Antigua Alianza y provoca
tesoros de sabiduría que brotan de su encuentro con la Palabra divina.
Por eso, la Iglesia también se enriquece cuando recoge los valores del
Judaísmo. Si bien algunas convicciones cristianas son inaceptables para
el Judaísmo, y la Iglesia no puede dejar de anunciar a Jesús como Señor
y Mesías, existe una rica complementación que nos permite leer juntos
los textos de la Biblia hebrea y ayudarnos mutuamente a desentrañar las
riquezas de la Palabra, así como compartir muchas convicciones éticas y
la común preocupación por la justicia y el desarrollo de los pueblos.
El diálogo interreligioso
250. Una actitud de apertura en la verdad y en el amor debe
caracterizar el diálogo con los creyentes de las religiones no
cristianas, a pesar de los varios obstáculos y dificultades,
particularmente los fundamentalismos de ambas partes. Este diálogo
interreligioso es una condición necesaria para la paz en el mundo, y
por lo tanto es un deber para los cristianos, así como para otras
comunidades religiosas. Este diálogo es, en primer lugar, una
conversación sobre la vida humana o simplemente, como proponen los
Obispos de la India, «estar abiertos a ellos, compartiendo sus alegrías
y penas».[194] Así aprendemos a aceptar a los otros en su modo
diferente de ser, de pensar y de expresarse. De esta forma, podremos
asumir juntos el deber de servir a la justicia y la paz, que deberá
convertirse en un criterio básico de todo intercambio. Un diálogo en el
que se busquen la paz social y la justicia es en sí mismo, más allá de
lo meramente pragmático, un compromiso ético que crea nuevas
condiciones sociales. Los esfuerzos en torno a un tema específico
pueden convertirse en un proceso en el que, a través de la escucha del
otro, ambas partes encuentren purificación y enriquecimiento. Por lo
tanto, estos esfuerzos también pueden tener el significado del amor a
la verdad.
251. En este dialogo, siempre amable y cordial, nunca se debe descuidar
el vínculo esencial entre diálogo y anuncio, que lleva a la Iglesia a
mantener y a intensificar las relaciones con los no cristianos.[195] Un
sincretismo conciliador sería en el fondo un totalitarismo de quienes
pretenden conciliar prescindiendo de valores que los trascienden y de
los cuales no son dueños. La verdadera apertura implica mantenerse
firme en las propias convicciones más hondas, con una identidad clara y
gozosa, pero «abierto a comprender las del otro» y «sabiendo que el
diálogo realmente puede enriquecer a cada uno».[196] No nos sirve una
apertura diplomática, que dice que sí a todo para evitar problemas,
porque sería un modo de engañar al otro y de negarle el bien que uno ha
recibido como un don para compartir generosamente. La evangelización y
el diálogo interreligioso, lejos de oponerse, se sostienen y se
alimentan recíprocamente.[197]
252. En esta época adquiere gran importancia la relación con los
creyentes del Islam, hoy particularmente presentes en muchos países de
tradición cristiana donde pueden celebrar libremente su culto y vivir
integrados en la sociedad. Nunca hay que olvidar que ellos, «confesando
adherirse a la fe de Abraham, adoran con nosotros a un Dios único,
misericordioso, que juzgará a los hombres en el día final».[198] Los
escritos sagrados del Islam conservan parte de las enseñanzas
cristianas; Jesucristo y María son objeto de profunda veneración y es
admirable ver cómo jóvenes y ancianos, mujeres y varones del Islam son
capaces de dedicar tiempo diariamente a la oración y de participar
fielmente de sus ritos religiosos. Al mismo tiempo, muchos de ellos
tienen una profunda convicción de que la propia vida, en su totalidad,
es de Dios y para Él. También reconocen la necesidad de responderle con
un compromiso ético y con la misericordia hacia los más pobres.
253. Para sostener el diálogo con el Islam es indispensable la adecuada
formación de los interlocutores, no sólo para que estén sólida y
gozosamente radicados en su propia identidad, sino para que sean
capaces de reconocer los valores de los demás, de comprender las
inquietudes que subyacen a sus reclamos y de sacar a luz las
convicciones comunes. Los cristianos deberíamos acoger con afecto y
respeto a los inmigrantes del Islam que llegan a nuestros países, del
mismo modo que esperamos y rogamos ser acogidos y respetados en los
países de tradición islámica. ¡Ruego, imploro humildemente a esos
países que den libertad a los cristianos para poder celebrar su culto y
vivir su fe, teniendo en cuenta la libertad que los creyentes del Islam
gozan en los países occidentales! Frente a episodios de fundamentalismo
violento que nos inquietan, el afecto hacia los verdaderos creyentes
del Islam debe llevarnos a evitar odiosas generalizaciones, porque el
verdadero Islam y una adecuada interpretación del Corán se oponen a
toda violencia.
254. Los no cristianos, por la gratuita iniciativa divina, y fieles a
su conciencia, pueden vivir «justificados mediante la gracia de
Dios»,[199] y así «asociados al misterio pascual de Jesucristo».[200]
Pero, debido a la dimensión sacramental de la gracia santificante, la
acción divina en ellos tiende a producir signos, ritos, expresiones
sagradas que a su vez acercan a otros a una experiencia comunitaria de
camino hacia Dios.[201] No tienen el sentido y la eficacia de los
Sacramentos instituidos por Cristo, pero pueden ser cauces que el mismo
Espíritu suscite para liberar a los no cristianos del inmanentismo ateo
o de experiencias religiosas meramente individuales. El mismo Espíritu
suscita en todas partes diversas formas de sabiduría práctica que
ayudan a sobrellevar las penurias de la existencia y a vivir con más
paz y armonía. Los cristianos también podemos aprovechar esa riqueza
consolidada a lo largo de los siglos, que puede ayudarnos a vivir mejor
nuestras propias convicciones.
El diálogo social en un contexto de libertad religiosa
255. Los Padres sinodales recordaron la importancia del respeto a la
libertad religiosa, considerada como un derecho humano
fundamental.[202] Incluye «la libertad de elegir la religión que se
estima verdadera y de manifestar públicamente la propia
creencia».[203]Un sano pluralismo, que de verdad respete a los
diferentes y los valore como tales, no implica una privatización de las
religiones, con la pretensión de reducirlas al silencio y la oscuridad
de la conciencia de cada uno, o a la marginalidad del recinto cerrado
de los templos, sinagogas o mezquitas. Se trataría, en definitiva, de
una nueva forma de discriminación y de autoritarismo. El debido respeto
a las minorías de agnósticos o no creyentes no debe imponerse de un
modo arbitrario que silencie las convicciones de mayorías creyentes o
ignore la riqueza de las tradiciones religiosas. Eso a la larga
fomentaría más el resentimiento que la tolerancia y la paz.
256. A la hora de preguntarse por la incidencia pública de la religión,
hay que distinguir diversas formas de vivirla. Tanto los intelectuales
como las notas periodísticas frecuentemente caen en groseras y poco
académicas generalizaciones cuando hablan de los defectos de las
religiones y muchas veces no son capaces de distinguir que no todos los
creyentes –ni todas las autoridades religiosas– son iguales. Algunos
políticos aprovechan esta confusión para justificar acciones
discriminatorias. Otras veces se desprecian los escritos que han
surgido en el ámbito de una convicción creyente, olvidando que los
textos religiosos clásicos pueden ofrecer un significado para todas las
épocas, tienen una fuerza motivadora que abre siempre nuevos
horizontes, estimula el pensamiento, amplía la mente y la sensibilidad.
Son despreciados por la cortedad de vista de los racionalismos. ¿Es
razonable y culto relegarlos a la oscuridad, sólo por haber surgido en
el contexto de una creencia religiosa? Incluyen principios
profundamente humanistas que tienen un valor racional aunque estén
teñidos por símbolos y doctrinas religiosas.
257. Los creyentes nos sentimos cerca también de quienes, no
reconociéndose parte de alguna tradición religiosa, buscan sinceramente
la verdad, la bondad y la belleza, que para nosotros tienen su máxima
expresión y su fuente en Dios. Los percibimos como preciosos aliados en
el empeño por la defensa de la dignidad humana, en la construcción de
una convivencia pacífica entre los pueblos y en la custodia de lo
creado. Un espacio peculiar es el de los llamados nuevos
Areópagos, como el «Atrio de los Gentiles», donde «creyentes y no
creyentes pueden dialogar sobre los temas fundamentales de la ética,
del arte y de la ciencia, y sobre la búsqueda de la
trascendencia».[204] Éste también es un camino de paz para nuestro
mundo herido.
258. A partir de algunos temas sociales, importantes en orden al futuro
de la humanidad, procuré explicitar una vez más la ineludible dimensión
social del anuncio del Evangelio, para alentar a todos los cristianos a
manifestarla siempre en sus palabras, actitudes y acciones.
CAPÍTULO QUINTO
EVANGELIZADORES CON ESPÍRITU
259. Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que se
abren sin temor a la acción del Espíritu Santo. En Pentecostés, el
Espíritu hace salir de sí mismos a los Apóstoles y los transforma en
anunciadores de las grandezas de Dios, que cada uno comienza a entender
en su propia lengua. El Espíritu Santo, además, infunde la fuerza para
anunciar la novedad del Evangelio con audacia (parresía), en voz alta y
en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente. Invoquémoslo hoy,
bien apoyados en la oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de
quedarse vacía y el anuncio finalmente carece de alma. Jesús quiere
evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras sino
sobre todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de
Dios.
260. En este último capítulo no ofreceré una síntesis de la
espiritualidad cristiana, ni desarrollaré grandes temas como la
oración, la adoración eucarística o la celebración de la fe, sobre los
cuales tenemos ya valiosos textos magisteriales y célebres escritos de
grandes autores. No pretendo reemplazar ni superar tanta riqueza.
Simplemente propondré algunas reflexiones acerca del espíritu de la
nueva evangelización.
261. Cuando se dice que algo tiene «espíritu», esto suele indicar unos
móviles interiores que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la
acción personal y comunitaria. Una evangelización con espíritu es muy
diferente de un conjunto de tareas vividas como una obligación pesada
que simplemente se tolera, o se sobrelleva como algo que contradice las
propias inclinaciones y deseos. ¡Cómo quisiera encontrar las palabras
para alentar una etapa evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa,
audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa! Pero sé que
ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego
del Espíritu. En definitiva, una evangelización con espíritu es una
evangelización con Espíritu Santo, ya que Él es el alma de la Iglesia
evangelizadora. Antes de proponeros algunas motivaciones y sugerencias
espirituales, invoco una vez más al Espíritu Santo; le ruego que venga
a renovar, a sacudir, a impulsar a la Iglesia en una audaz salida fuera
de sí para evangelizar a todos los pueblos.
I. Motivaciones para un renovado impulso misionero
262. Evangelizadores con Espíritu quiere decir evangelizadores que oran
y trabajan. Desde el punto de vista de la evangelización, no sirven ni
las propuestas místicas sin un fuerte compromiso social y misionero, ni
los discursos y praxis sociales o pastorales sin una espiritualidad que
transforme el corazón. Esas propuestas parciales y desintegradoras sólo
llegan a grupos reducidos y no tienen fuerza de amplia penetración,
porque mutilan el Evangelio. Siempre hace falta cultivar un espacio
interior que otorgue sentido cristiano al compromiso y a la
actividad.[205] Sin momentos detenidos de adoración, de encuentro
orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas
fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las
dificultades, y el fervor se apaga. La Iglesia necesita imperiosamente
el pulmón de la oración, y me alegra enormemente que se multipliquen en
todas las instituciones eclesiales los grupos de oración, de
intercesión, de lectura orante de la Palabra, las adoraciones perpetuas
de la Eucaristía. Al mismo tiempo, «se debe rechazar la tentación de
una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con
las exigencias de la caridad y con la lógica de la Encarnación».[206]
Existe el riesgo de que algunos momentos de oración se conviertan en
excusa para no entregar la vida en la misión, porque la privatización
del estilo de vida puede llevar a los cristianos a refugiarse en alguna
falsa espiritualidad.
263. Es sano acordarse de los primeros cristianos y de tantos hermanos
a lo largo de la historia que estuvieron cargados de alegría, llenos de
coraje, incansables en el anuncio y capaces de una gran resistencia
activa. Hay quienes se consuelan diciendo que hoy es más difícil; sin
embargo, reconozcamos que las circunstancias del Imperio romano no eran
favorables al anuncio del Evangelio, ni a la lucha por la justicia, ni
a la defensa de la dignidad humana. En todos los momentos de la
historia están presentes la debilidad humana, la búsqueda enfermiza de
sí mismo, el egoísmo cómodo y, en definitiva, la concupiscencia que nos
acecha a todos. Eso está siempre, con un ropaje o con otro; viene del
límite humano más que de las circunstancias. Entonces, no digamos que
hoy es más difícil; es distinto. Pero aprendamos de los santos que nos
han precedido y enfrentaron las dificultades propias de su época. Para
ello, os propongo que nos detengamos a recuperar algunas motivaciones
que nos ayuden a imitarlos hoy.[207]
El encuentro personal con el amor de Jesús que nos salva
264. La primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que
hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a
amarlo siempre más. Pero ¿qué amor es ese que no siente la necesidad de
hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos
el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para
pedirle a Él que vuelva a cautivarnos. Nos hace falta clamar cada día,
pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida
tibia y superficial. Puestos ante Él con el corazón abierto, dejando
que Él nos contemple, reconocemos esa mirada de amor que descubrió
Natanael el día que Jesús se hizo presente y le dijo: «Cuando estabas
debajo de la higuera, te vi» (Jn 1,48). ¡Qué dulce es estar frente a un
crucifijo, o de rodillas delante del Santísimo, y simplemente ser ante
sus ojos! ¡Cuánto bien nos hace dejar que Él vuelva a tocar nuestra
existencia y nos lance a comunicar su vida nueva! Entonces, lo que
ocurre es que, en definitiva, «lo que hemos visto y oído es lo que
anunciamos» (1 Jn 1,3). La mejor motivación para decidirse a comunicar
el Evangelio es contemplarlo con amor, es detenerse en sus páginas y
leerlo con el corazón. Si lo abordamos de esa manera, su belleza nos
asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez. Para eso urge recobrar un
espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada día que somos
depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida
nueva. No hay nada mejor para transmitir a los demás.
265. Toda la vida de Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus
gestos, su coherencia, su generosidad cotidiana y sencilla, y
finalmente su entrega total, todo es precioso y le habla a la propia
vida. Cada vez que uno vuelve a descubrirlo, se convence de que eso
mismo es lo que los demás necesitan, aunque no lo reconozcan: «Lo que
vosotros adoráis sin conocer es lo que os vengo a anunciar» (Hch
17,23). A veces perdemos el entusiasmo por la misión al olvidar que el
Evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas,
porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone:
la amistad con Jesús y el amor fraterno. Cuando se logra expresar
adecuadamente y con belleza el contenido esencial del Evangelio,
seguramente ese mensaje hablará a las búsquedas más hondas de los
corazones: «El misionero está convencido de que existe ya en las
personas y en los pueblos, por la acción del Espíritu, una espera,
aunque sea inconsciente, por conocer la verdad sobre Dios, sobre el
hombre, sobre el camino que lleva a la liberación del pecado y de la
muerte. El entusiasmo por anunciar a Cristo deriva de la convicción de
responder a esta esperanza».[208]
El entusiasmo evangelizador se fundamenta en esta convicción. Tenemos
un tesoro de vida y de amor que es lo que no puede engañar, el mensaje
que no puede manipular ni desilusionar. Es una respuesta que cae en lo
más hondo del ser humano y que puede sostenerlo y elevarlo. Es la
verdad que no pasa de moda porque es capaz de penetrar allí donde nada
más puede llegar. Nuestra tristeza infinita sólo se cura con un
infinito amor.
266. Pero esa convicción se sostiene con la propia experiencia,
constantemente renovada, de gustar su amistad y su mensaje. No se puede
perseverar en una evangelización fervorosa si uno no sigue convencido,
por experiencia propia, de que no es lo mismo haber conocido a Jesús
que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él que caminar a tientas,
no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra, no es lo mismo
poder contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo. No
es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo
sólo con la propia razón. Sabemos bien que la vida con Él se vuelve
mucho más plena y que con Él es más fácil encontrarle un sentido a
todo. Por eso evangelizamos. El verdadero misionero, que nunca deja de
ser discípulo, sabe que Jesús camina con él, habla con él, respira con
él, trabaja con él. Percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea
misionera. Si uno no lo descubre a Él presente en el corazón mismo de
la entrega misionera, pronto pierde el entusiasmo y deja de estar
seguro de lo que transmite, le falta fuerza y pasión. Y una persona que
no está convencida, entusiasmada, segura, enamorada, no convence a
nadie.
267. Unidos a Jesús, buscamos lo que Él busca, amamos lo que Él ama. En
definitiva, lo que buscamos es la gloria del Padre, vivimos y actuamos
«para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,6). Si queremos
entregarnos a fondo y con constancia, tenemos que ir más allá de
cualquier otra motivación. Éste es el móvil definitivo, el más
profundo, el más grande, la razón y el sentido final de todo lo demás.
Se trata de la gloria del Padre que Jesús buscó durante toda su
existencia. Él es el Hijo eternamente feliz con todo su ser «hacia el
seno del Padre» (Jn 1,18). Si somos misioneros, es ante todo porque
Jesús nos ha dicho: «La gloria de mi Padre consiste en que deis fruto
abundante» (Jn 15,8). Más allá de que nos convenga o no, nos interese o
no, nos sirva o no, más allá de los límites pequeños de nuestros
deseos, nuestra comprensión y nuestras motivaciones, evangelizamos para
la mayor gloria del Padre que nos ama.
El gusto espiritual de ser pueblo
268. La Palabra de Dios también nos invita a reconocer que somos
pueblo: «Vosotros, que en otro tiempo no erais pueblo, ahora sois
pueblo de Dios» (1 Pe 2,10). Para ser evangelizadores de alma también
hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de
la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo
superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una
pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado,
reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí
mismo, si no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús
se amplía y se dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo.
Así redescubrimos que Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar
cada vez más cerca de su pueblo amado. Nos toma de en medio del pueblo
y nos envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende
sin esta pertenencia.
269. Jesús mismo es el modelo de esta opción evangelizadora que nos
introduce en el corazón del pueblo. ¡Qué bien nos hace mirarlo cercano
a todos! Si hablaba con alguien, miraba sus ojos con una profunda
atención amorosa: «Jesús lo miró con cariño» (Mc 10,21). Lo vemos
accesible cuando se acerca al ciego del camino (cf. Mc 10,46-52), y
cuando come y bebe con los pecadores (cf. Mc 2,16), sin
importarle que lo traten de comilón y borracho (cf. Mt 11,19). Lo vemos
disponible cuando deja que una mujer prostituta unja sus pies (cf. Lc
7,36-50) o cuando recibe de noche a Nicodemo (cf. Jn 3,1-15). La
entrega de Jesús en la cruz no es más que la culminación de ese estilo
que marcó toda su existencia. Cautivados por ese modelo, deseamos
integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con todos,
escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con
ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres,
lloramos con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de
un mundo nuevo, codo a codo con los demás. Pero no por obligación, no
como un peso que nos desgasta, sino como una opción personal que nos
llena de alegría y nos otorga identidad.
270. A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una
prudente distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que
toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los
demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o
comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la
tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la
existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura.
Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente y
vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de
pertenecer a un pueblo.
271. Es verdad que, en nuestra relación con el mundo, se nos invita a
dar razón de nuestra esperanza, pero no como enemigos que señalan y
condenan. Se nos advierte muy claramente: «Hacedlo con dulzura y
respeto» (1 Pe 3,16), y «en lo posible y en cuanto de vosotros dependa,
en paz con todos los hombres» (Rm 12,18). También se nos exhorta a
tratar de vencer «el mal con el bien» (Rm 12,21), sin cansarnos «de
hacer el bien» (Ga 6,9) y sin pretender aparecer como superiores, sino
«considerando a los demás como superiores a uno mismo» (Flp 2,3). De
hecho, los Apóstoles del Señor gozaban de «la simpatía de todo el
pueblo» (Hch 2,47; 4,21.33; 5,13). Queda claro que Jesucristo no nos
quiere príncipes que miran despectivamente, sino hombres y mujeres de
pueblo. Ésta no es la opinión de un Papa ni una opción pastoral entre
otras posibles; son indicaciones de la Palabra de Dios tan claras,
directas y contundentes que no necesitan interpretaciones que les
quiten fuerza interpelante. Vivámoslas «sine glossa», sin comentarios.
De ese modo, experimentaremos el gozo misionero de compartir la vida
con el pueblo fiel a Dios tratando de encender el fuego en el corazón
del mundo.
272. El amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el
encuentro pleno con Dios hasta el punto de que quien no ama al hermano
«camina en las tinieblas» (1 Jn 2,11), «permanece en la muerte» (1 Jn
3,14) y «no ha conocido a Dios» (1 Jn 4,8). Benedicto XVI ha dicho que
«cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante
Dios»,[209] y que el amor es en el fondo la única luz que «ilumina
constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y
actuar».[210] Por lo tanto, cuando vivimos la mística de acercarnos a
los demás y de buscar su bien, ampliamos nuestro interior para recibir
los más hermosos regalos del Señor. Cada vez que nos encontramos con un
ser humano en el amor, quedamos capacitados para descubrir algo nuevo
de Dios. Cada vez que se nos abren los ojos para reconocer al otro, se
nos ilumina más la fe para reconocer a Dios. Como consecuencia de esto,
si queremos crecer en la vida espiritual, no podemos dejar de ser
misioneros. La tarea evangelizadora enriquece la mente y el corazón,
nos abre horizontes espirituales, nos hace más sensibles para reconocer
la acción del Espíritu, nos saca de nuestros esquemas espirituales
limitados. Simultáneamente, un misionero entregado experimenta el gusto
de ser un manantial, que desborda y refresca a los demás. Sólo puede
ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás,
deseando la felicidad de los otros. Esa apertura del corazón es fuente
de felicidad, porque «hay más alegría en dar que en recibir» (Hch
20,35). Uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se
niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad.
Eso no es más que un lento suicidio.
273. La misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o
un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o un momento más de la
existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si no quiero
destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este
mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa
misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar. Allí
aparece la enfermera de alma, el docente de alma, el político de alma,
esos que han decidido a fondo ser con los demás y para los demás. Pero
si uno separa la tarea por una parte y la propia privacidad por otra,
todo se vuelve gris y estará permanentemente buscando reconocimientos o
defendiendo sus propias necesidades. Dejará de ser pueblo.
274. Para compartir la vida con la gente y entregarnos generosamente,
necesitamos reconocer también que cada persona es digna de nuestra
entrega. No por su aspecto físico, por sus capacidades, por su
lenguaje, por su mentalidad o por las satisfacciones que nos brinde,
sino porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su imagen, y
refleja algo de su gloria. Todo ser humano es objeto de la ternura
infinita del Señor, y Él mismo habita en su vida. Jesucristo dio su
preciosa sangre en la cruz por esa persona. Más allá de toda
apariencia, cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y
nuestra entrega. Por ello, si logro ayudar a una sola persona a vivir
mejor, eso ya justifica la entrega de mi vida. Es lindo ser pueblo fiel
de Dios. ¡Y alcanzamos plenitud cuando rompemos las paredes y el
corazón se nos llena de rostros y de nombres!
La acción misteriosa del Resucitado y de su Espíritu
275. En el capítulo segundo reflexionábamos sobre esa falta de
espiritualidad profunda que se traduce en el pesimismo, el fatalismo,
la desconfianza. Algunas personas no se entregan a la misión, pues
creen que nada puede cambiar y entonces para ellos es inútil
esforzarse. Piensan así: «¿Para qué me voy a privar de mis comodidades
y placeres si no voy a ver ningún resultado importante?». Con esa
actitud se vuelve imposible ser misioneros. Tal actitud es precisamente
una excusa maligna para quedarse encerrados en la comodidad, la
flojera, la tristeza insatisfecha, el vacío egoísta. Se trata de una
actitud autodestructiva porque «el hombre no puede vivir sin esperanza:
su vida, condenada a la insignificancia, se volvería
insoportable».[211] Si pensamos que las cosas no van a cambiar,
recordemos que Jesucristo ha triunfado sobre el pecado y la muerte y
está lleno de poder. Jesucristo verdaderamente vive. De otro modo, «si
Cristo no resucitó, nuestra predicación está vacía» (1 Co 15,14). El
Evangelio nos relata que cuando los primeros discípulos salieron a
predicar, «el Señor colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra» (Mc
16,20). Eso también sucede hoy. Se nos invita a descubrirlo, a vivirlo.
Cristo resucitado y glorioso es la fuente profunda de nuestra
esperanza, y no nos faltará su ayuda para cumplir la misión que nos
encomienda.
276. Su resurrección no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida
que ha penetrado el mundo. Donde parece que todo ha muerto, por todas
partes vuelven a aparecer los brotes de la resurrección. Es una fuerza
imparable. Verdad que muchas veces parece que Dios no existiera: vemos
injusticias, maldades, indiferencias y crueldades que no ceden. Pero
también es cierto que en medio de la oscuridad siempre comienza a
brotar algo nuevo, que tarde o temprano produce un fruto. En un campo
arrasado vuelve a aparecer la vida, tozuda e invencible. Habrá muchas
cosas negras, pero el bien siempre tiende a volver a brotar y a
difundirse. Cada día en el mundo renace la belleza, que resucita
transformada a través de las tormentas de la historia. Los valores
tienden siempre a reaparecer de nuevas maneras, y de hecho el ser
humano ha renacido muchas veces de lo que parecía irreversible. Ésa es
la fuerza de la resurrección y cada evangelizador es un instrumento de
ese dinamismo.
277. También aparecen constantemente nuevas dificultades, la
experiencia del fracaso, las pequeñeces humanas que tanto duelen. Todos
sabemos por experiencia que a veces una tarea no brinda las
satisfacciones que desearíamos, los frutos son reducidos y los cambios
son lentos, y uno tiene la tentación de cansarse. Sin embargo, no es lo
mismo cuando uno, por cansancio, baja momentáneamente los brazos que
cuando los baja definitivamente dominado por un descontento crónico,
por una acedia que le seca el alma. Puede suceder que el corazón se
canse de luchar porque en definitiva se busca a sí mismo en un
carrerismo sediento de reconocimientos, aplausos, premios, puestos;
entonces, uno no baja los brazos, pero ya no tiene garra, le falta
resurrección. Así, el Evangelio, que es el mensaje más hermoso que
tiene este mundo, queda sepultado debajo de muchas excusas.
278. La fe es también creerle a Él, creer que es verdad que nos ama,
que vive, que es capaz de intervenir misteriosamente, que no nos
abandona, que saca bien del mal con su poder y con su infinita
creatividad. Es creer que Él marcha victorioso en la historia «en unión
con los suyos, los llamados, los elegidos y los fieles» (Ap 17,14).
Creámosle al Evangelio que dice que el Reino de Dios ya está presente
en el mundo, y está desarrollándose aquí y allá, de diversas maneras:
como la semilla pequeña que puede llegar a convertirse en un gran árbol
(cf. Mt 13,31-32), como el puñado de levadura, que fermenta una gran
masa (cf. Mt 13,33), y como la buena semilla que crece en medio de la
cizaña (cf. Mt 13,24-30), y siempre puede sorprendernos gratamente. Ahí
está, viene otra vez, lucha por florecer de nuevo. La resurrección de
Cristo provoca por todas partes gérmenes de ese mundo nuevo; y aunque
se los corte, vuelven a surgir, porque la resurrección del Señor ya ha
penetrado la trama oculta de esta historia, porque Jesús no ha
resucitado en vano. ¡No nos quedemos al margen de esa marcha de la
esperanza viva!
279. Como no siempre vemos esos brotes, nos hace falta una certeza
interior y es la convicción de que Dios puede actuar en cualquier
circunstancia, también en medio de aparentes fracasos, porque «llevamos
este tesoro en recipientes de barro» (2 Co 4,7). Esta certeza es lo que
se llama «sentido de misterio». Es saber con certeza que quien se
ofrece y se entrega a Dios por amor seguramente será fecundo (cf. Jn
15,5). Tal fecundidad es muchas veces invisible, inaferrable, no puede
ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará frutos, pero sin
pretender saber cómo, ni dónde, ni cuándo. Tiene la seguridad de que no
se pierde ninguno de sus trabajos realizados con amor, no se pierde
ninguna de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se pierde
ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no
se pierde ninguna dolorosa paciencia. Todo eso da vueltas por el mundo
como una fuerza de vida. A veces nos parece que nuestra tarea no ha
logrado ningún resultado, pero la misión no es un negocio ni un
proyecto empresarial, no es tampoco una organización humanitaria, no es
un espectáculo para contar cuánta gente asistió gracias a nuestra
propaganda; es algo mucho más profundo, que escapa a toda medida.
Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar bendiciones en otro
lugar del mundo donde nosotros nunca iremos. El Espíritu Santo obra
como quiere, cuando quiere y donde quiere; nosotros nos entregamos pero
sin pretender ver resultados llamativos. Sólo sabemos que nuestra
entrega es necesaria. Aprendamos a descansar en la ternura de los
brazos del Padre en medio de la entrega creativa y generosa. Sigamos
adelante, démoslo todo, pero dejemos que sea Él quien haga fecundos
nuestros esfuerzos como a Él le parezca.
280. Para mantener vivo el ardor misionero hace falta una decidida
confianza en el Espíritu Santo, porque Él «viene en ayuda de nuestra
debilidad» (Rm 8,26). Pero esa confianza generosa tiene que alimentarse
y para eso necesitamos invocarlo constantemente. Él puede sanar todo lo
que nos debilita en el empeño misionero. Es verdad que esta confianza
en lo invisible puede producirnos cierto vértigo: es como sumergirse en
un mar donde no sabemos qué vamos a encontrar. Yo mismo lo experimenté
tantas veces. Pero no hay mayor libertad que la de dejarse llevar por
el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y permitir que
Él nos ilumine, nos guíe, nos oriente, nos impulse hacia donde Él
quiera. Él sabe bien lo que hace falta en cada época y en cada momento.
¡Esto se llama ser misteriosamente fecundos!
La fuerza misionera de la intercesión
281. Hay una forma de oración que nos estimula particularmente a la
entrega evangelizadora y nos motiva a buscar el bien de los demás: es
la intercesión. Miremos por un momento el interior de un gran
evangelizador como san Pablo, para percibir cómo era su oración. Esa
oración estaba llena de seres humanos: «En todas mis oraciones siempre
pido con alegría por todos vosotros [...] porque os llevo dentro de mi
corazón» (Flp 1,4.7). Así descubrimos que interceder no nos aparta de
la verdadera contemplación, porque la contemplación que deja fuera a
los demás es un engaño.
282. Esta actitud se convierte también en agradecimiento a Dios por los
demás: «Ante todo, doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo por
todos vosotros» (Rm 1,8). Es un agradecimiento constante: «Doy gracias
a Dios sin cesar por todos vosotros a causa de la gracia de Dios que os
ha sido otorgada en Cristo Jesús» (1 Co 1,4); «Doy gracias a mi Dios
todas las veces que me acuerdo de vosotros» (Flp 1,3). No es una mirada
incrédula, negativa y desesperanzada, sino una mirada espiritual, de
profunda fe, que reconoce lo que Dios mismo hace en ellos. Al mismo
tiempo, es la gratitud que brota de un corazón verdaderamente atento a
los demás. De esa forma, cuando un evangelizador sale de la oración, el
corazón se le ha vuelto más generoso, se ha liberado de la conciencia
aislada y está deseoso de hacer el bien y de compartir la vida con los
demás.
283. Los grandes hombres y mujeres de Dios fueron grandes intercesores.
La intercesión es como «levadura» en el seno de la Trinidad. Es un
adentrarnos en el Padre y descubrir nuevas dimensiones que iluminan las
situaciones concretas y las cambian. Podemos decir que el corazón de
Dios se conmueve por la intercesión, pero en realidad Él siempre nos
gana de mano, y lo que posibilitamos con nuestra intercesión es que su
poder, su amor y su lealtad se manifiesten con mayor nitidez en el
pueblo.
II. María, la Madre de la evangelización
284. Con el Espíritu Santo, en medio del pueblo siempre está María.
Ella reunía a los discípulos para invocarlo (Hch 1,14), y así hizo
posible la explosión misionera que se produjo en Pentecostés. Ella es
la Madre de la Iglesia evangelizadora y sin ella no terminamos de
comprender el espíritu de la nueva evangelización.
El regalo de Jesús a su pueblo
285. En la cruz, cuando Cristo sufría en su carne el dramático
encuentro entre el pecado del mundo y la misericordia divina, pudo ver
a sus pies la consoladora presencia de la Madre y del amigo. En ese
crucial instante, antes de dar por consumada la obra que el Padre le
había encargado, Jesús le dijo a María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo».
Luego le dijo al amigo amado: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27).
Estas palabras de Jesús al borde de la muerte no expresan primeramente
una preocupación piadosa hacia su madre, sino que son más bien una
fórmula de revelación que manifiesta el misterio de una especial misión
salvífica. Jesús nos dejaba a su madre como madre nuestra. Sólo después
de hacer esto Jesús pudo sentir que «todo está cumplido» (Jn 19,28). Al
pie de la cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos
lleva a María. Él nos lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin
una madre, y el pueblo lee en esa imagen materna todos los misterios
del Evangelio. Al Señor no le agrada que falte a su Iglesia el icono
femenino. Ella, que lo engendró con tanta fe, también acompaña «al
resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de Dios y
mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17). La íntima conexión entre
María, la Iglesia y cada fiel, en cuanto que, de diversas maneras,
engendran a Cristo, ha sido bellamente expresada por el beato Isaac de
Stella: «En las Escrituras divinamente inspiradas, lo que se entiende
en general de la Iglesia, virgen y madre, se entiende en particular de
la Virgen María […] También se puede decir que cada alma fiel es esposa
del Verbo de Dios, madre de Cristo, hija y hermana, virgen y madre
fecunda […] Cristo permaneció nueve meses en el seno de María;
permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia hasta la
consumación de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma
fiel por los siglos de los siglos».[212]
286. María es la que sabe transformar una cueva de animales en la casa
de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura. Ella es la
esclavita del Padre que se estremece en la alabanza. Ella es la amiga
siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas. Ella es la
del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas. Como
madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren
dolores de parto hasta que brote la justicia. Ella es la misionera que
se acerca a nosotros para acompañarnos por la vida, abriendo los
corazones a la fe con su cariño materno. Como una verdadera madre, ella
camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la
cercanía del amor de Dios. A través de las distintas advocaciones
marianas, ligadas generalmente a los santuarios, comparte las historias
de cada pueblo que ha recibido el Evangelio, y entra a formar parte de
su identidad histórica. Muchos padres cristianos piden el Bautismo para
sus hijos en un santuario mariano, con lo cual manifiestan la fe en la
acción maternal de María que engendra nuevos hijos para Dios. Es allí,
en los santuarios, donde puede percibirse cómo María reúne a su
alrededor a los hijos que peregrinan con mucho esfuerzo para mirarla y
dejarse mirar por ella. Allí encuentran la fuerza de Dios para
sobrellevar los sufrimientos y cansancios de la vida. Como a san Juan
Diego, María les da la caricia de su consuelo maternal y les dice al
oído: «No se turbe tu corazón […] ¿No estoy yo aquí, que soy tu
Madre?».[213]
La Estrella de la nueva evangelización
287. A la Madre del Evangelio viviente le pedimos que interceda para
que esta invitación a una nueva etapa evangelizadora sea acogida por
toda la comunidad eclesial. Ella es la mujer de fe, que vive y camina
en la fe,[214] y «su excepcional peregrinación de la fe representa un
punto de referencia constante para la Iglesia».[215] Ella se dejó
conducir por el Espíritu, en un itinerario de fe, hacia un destino de
servicio y fecundidad. Nosotros hoy fijamos en ella la mirada, para que
nos ayude a anunciar a todos el mensaje de salvación, y para que los
nuevos discípulos se conviertan en agentes evangelizadores.[216] En
esta peregrinación evangelizadora no faltan las etapas de aridez,
ocultamiento, y hasta cierta fatiga, como la que vivió María en los
años de Nazaret, mientras Jesús crecía: «Éste es el comienzo del
Evangelio, o sea de la buena y agradable nueva. No es difícil notar en
este inicio una particular fatiga del corazón, unida a una especie de
“noche de la fe” –usando una expresión de san Juan de la Cruz–, como un
“velo” a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en
intimidad con el misterio. Pues de este modo María, durante muchos
años, permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en
su itinerario de fe».[217]
288. Hay un estilo mariano en la actividad evangelizadora de la
Iglesia. Porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo
revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la
humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los
fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes.
Mirándola descubrimos que la misma que alababa a Dios porque «derribó
de su trono a los poderosos» y «despidió vacíos a los ricos» (Lc
1,52.53) es la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda de
justicia. Es también la que conserva cuidadosamente «todas las cosas
meditándolas en su corazón» (Lc 2,19). María sabe reconocer las huellas
del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y también en
aquellos que parecen imperceptibles. Es contemplativa del misterio de
Dios en el mundo, en la historia y en la vida cotidiana de cada uno y
de todos. Es la mujer orante y trabajadora en Nazaret, y también es
nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo para auxiliar
a los demás «sin demora» (Lc 1,39). Esta dinámica de justicia y
ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de
ella un modelo eclesial para la evangelización. Le rogamos que con su
oración maternal nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa
para muchos, una madre para todos los pueblos, y haga posible el
nacimiento de un mundo nuevo. Es el Resucitado quien nos dice, con una
potencia que nos llena de inmensa confianza y de firmísima esperanza:
«Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Con María avanzamos
confiados hacia esta promesa, y le decimos:
Virgen y Madre María,
tú que, movida por el Espíritu,
acogiste al Verbo de la vida
en la profundidad de tu humilde fe,
totalmente entregada al Eterno,
ayúdanos a decir nuestro «sí»
ante la urgencia, más imperiosa que nunca,
de hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.
Tú, llena de la presencia de Cristo,
llevaste la alegría a Juan el Bautista,
haciéndolo exultar en el seno de su madre.
Tú, estremecida de gozo,
cantaste las maravillas del Señor.
Tú, que estuviste plantada ante la cruz
con una fe inquebrantable
y recibiste el alegre consuelo de la resurrección,
recogiste a los discípulos en la espera del Espíritu
para que naciera la Iglesia evangelizadora.
Consíguenos ahora un nuevo ardor de resucitados
para llevar a todos el Evangelio de la vida
que vence a la muerte.
Danos la santa audacia de buscar nuevos caminos
para que llegue a todos
el don de la belleza que no se apaga.
Tú, Virgen de la escucha y la contemplación,
madre del amor, esposa de las bodas eternas,
intercede por la Iglesia, de la cual eres el icono purísimo,
para que ella nunca se encierre ni se detenga
en su pasión por instaurar el Reino.
Estrella de la nueva evangelización,
ayúdanos a resplandecer en el testimonio de la comunión,
del servicio, de la fe ardiente y generosa,
de la justicia y el amor a los pobres,
para que la alegría del Evangelio
llegue hasta los confines de la tierra
y ninguna periferia se prive de su luz.
Madre del Evangelio viviente,
manantial de alegría para los pequeños,
ruega por nosotros.
Amén. Aleluya.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en la clausura del Año de la fe, el 24
de noviembre, Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, del año 2013,
primero de mi Pontificado.
FRANCISCUS
[1] Pablo VI, Exhort. ap. Gaudete in Domino (9 mayo 1975), 22: AAS 67
(1975), 297.
[2] Ibíd., 8: AAS 67 (1975), 292.
[3] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 1: AAS 98 (2006),
217.
[4] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe,
Documento de Aparecida, 360.
[5] Ibíd.
[6] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 80:
AAS 68 (1976), 75.
[7] Cántico espiritual, 36, 10.
[8] Adversus haereses, IV, c. 34, n. 1: PG 7, 1083: «Omnem novitatem
attulit, semetipsum afferens».
[9] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 7:
AAS 68 (1976), 9.
[10] Cf. Propositio 7.
[11] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa conclusiva de la XIII
Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (28 octubre 2012):
AAS 104 (2012), 890.
[12]Ibíd.
[13] Benedicto XVI, Homilía en la Eucaristía de inauguración de la V
Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe en el
Santuario de «La Aparecida» (13 mayo 2007): AAS 99 (2007), 437.
[14] Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990), 34: AAS 83
(1991), 280.
[15] Ibíd., 40: AAS 83 (1991), 287.
[16] Ibíd., 86: AAS 83 (1991), 333.
[17] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe,
Documento de Aparecida, 548.
[18] Ibíd., 370.
[19] Cf. Propositio 1.
[20] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30
diciembre 1988), 32: AAS 81 (1989), 451.
[21] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe,
Documento de Aparecida, 201.
[22] Ibíd., 551.
[23] Pablo VI, Carta enc. Ecclesiam suam (6 agosto 1964), 3: AAS 56
(1964), 611-612.
[24] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el
ecumenismo, 6.
[25] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Oceania (22
noviembre 2001), 19: AAS 94 (2002), 390.
[26] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30
diciembre 1988), 26: AAS 81 (1989), 438.
[27] Cf. Propositio 26.
[28] Cf. Propositio 44.
[29]Cf. Propositio 26.
[30] Cf. Propositio 41.
[31] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus Dominus, sobre el oficio
pastoral de los Obispos, 11.
[32] Cf. Benedicto XVI, Discurso a los participantes en un Congreso con
ocasión del 40 Aniversario del Decreto Ad Gentes (11 marzo 2006): AAS
98 (2006), 337.
[33] Cf. Propositio 42.
[34] Cf. cc. 460-468; 492-502; 511-514; 536-537.
[35] Carta enc. Ut unum sint (25 mayo 1995), 95: AAS 87 (1995), 977-978.
[36] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia,
23.
[37] Cf. Juan Pablo II, Motu proprio Apostolos suos (21 mayo 1998): AAS
90 (1998), 641-658.
[38] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el
ecumenismo, 11.
[39] Cf. Summa Theologiae I-II, q. 66, art. 4-6.
[40] Summa Theologiae I-II, q. 108, art. 1.
[41] Summa Theologiae II-II, q. 30, art. 4. Cf. ibíd. q. 30, art. 4, ad
1: «No adoramos a Dios con sacrificios y dones exteriores por Él mismo,
sino por nosotros y por el prójimo. Él no necesita nuestros
sacrificios, peroquiere que se los ofrezcamos por nuestra devoción y
para la utilidad del prójimo. Por eso, la misericordia, que socorre los
defectos ajenos, es el sacrificio que más le agrada, ya que causa más
de cerca la utilidad del prójimo».
[42] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
Revelación, 12.
[43] Juan Pablo II, Motu proprio Socialium Scientiarum (1 enero 1994):
AAS 86 (1994), 209.
[44] Santo Tomás de Aquino remarcaba que la multiplicidad y la variedad
«proviene de la intención del primer agente», quien quiso que «lo que
faltaba a cada cosa para representar la bondad divina, fuera suplido
por las otras», porque su bondad «no podría representarse
convenientemente por una sola criatura» (Summa Theologiae I, q. 47,
art. 1). Por eso nosotros necesitamos captar la variedad de las cosas
en sus múltiples relaciones (cf. Summa Theologiae I, q. 47, art. 2, ad
1; q. 47, art. 3). Por razones análogas, necesitamos escucharnos unos a
otros y complementarnos en nuestra captación parcial de la realidad y
del Evangelio.
[45] Juan XXIII, Discurso en la solemne apertura del Concilio Vaticano
II (11 octubre 1962): AAS 54 (1962), 792: «Est enim aliud ipsum
depositum fidei, seu veritates, quae veneranda doctrina nostra
continentur, aliud modus, quo eaedem enuntiantur».
[46] Juan Pablo II, Carta enc. Ut unum sint (25 mayo 1995), 19: AAS 87
(1995), 933.
[47] Summa Theologiae I-II, q. 107, art. 4.
[48] Ibíd.
[49] N. 1735.
[50] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Familiaris consortio
(22 noviembre 1981), 34: AAS 74 (1982), 123.
[51] Cf. San Ambrosio, De Sacramentis, IV, 6, 28: PL 16, 464: «Tengo
que recibirle siempre, para que siempre perdone mis pecados. Si peco
continuamente, he de tener siempre un remedio»; ibíd., IV, 5, 24: PL
16, 463: «El que comió el maná murió; el que coma de este cuerpo
obtendrá el perdón de sus pecados»; SanCirilo de Alejandría, In Joh.
Evang. IV, 2: PG 73, 584-585: «Me he examinado y me he reconocido
indigno. A los que así hablan les digo: ¿y cuándo seréis dignos?
¿Cuándo os presentaréis entonces ante Cristo? Y si vuestros pecados os
impiden acercaros y si nunca vais a dejar de caer –¿quién conoce sus
delitos?, dice el salmo–, ¿os quedaréis sin participar de la
santificación que vivifica para la eternidad?».
[52] Benedicto XVI, Discurso durante el encuentro con el Episcopado
brasileño en la Catedral de San Pablo, Brasil (11 mayo 2007), 3: AAS 99
(2007), 428.
[53] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25
marzo 1992), 10: AAS 84 (1992), 673.
[54] Pablo VI, Carta enc. Ecclesiam suam (6 agosto 1964), 19: AAS
56 (1964), 632.
[55] San Juan Crisóstomo, De Lazaro Concio II, 6: PG 48, 992D.
[56] Cf. Propositio 13.
[57] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14
septiembre 1995), 52: AAS 88 (1996), 32-33; Id., Carta enc.
Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 22: AAS 80 (1988), 539.
[58] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6
noviembre 1999), 7: AAS 92 (2000), 458.
[59] United States Conference of Catholic Bishops, Ministry to Persons
with a Homosexual Inclination: Guidelines for Pastoral Care (2006), 17.
[60] Conférence des Évêques de France. Conseil Famille et Société,
Elargir le mariage aux personnes de même sexe? Ouvrons le débat! (28
septiembre 2012).
[61] Cf. Propositio 25.
[62] Azione Cattolica Italiana, Messaggio della XIV Assemblea Nazionale
alla Chiesa ed al Paese (8 mayo 2011).
[63] J. Ratzinger, Situación actual de la fe y la teología. Conferencia
pronunciada en el Encuentro de Presidentes de Comisiones Episcopales de
América Latina para la doctrina de la fe, celebrado en Guadalajara,
México, 1996, publicada en L’Osservatore Romano, 1 noviembre 1996. Cf.
V Conferencia general del Episcopado latinoamericano y del Caribe,
Documento de Aparecida, 12.
[64] G.Bernanos, Journal d’un curé de campagne, Paris 1974, 135.
[65] Juan XXIII, Discurso de apertura del Concilio Ecuménico Vaticano
II (11 octubre 1962), 4, 2-4: AAS 54 (1962), 789.
[66]J. H. Newman, Letter of 26 January 1833,enThe Letters and Diaries
of John Henry Newman, III, Oxford 1979, 204.
[67] Benedicto XVI, Homilía durante la Santa Misa de apertura del Año
de la Fe (11 octubre 2012): AAS 104 (2012), 881.
[68] Tomás de Kempis, De Imitatione Christi, Liber Primus, IX, 5: «La
imaginación y mudanza de lugares engañó a muchos».
[69] Vale el testimonio de Santa Teresa de Lisieux, en su trato con
aquella hermana que le resultaba particularmente desagradable, donde
una experiencia interior tuvo un impacto decisivo: «Una tarde de
invierno estaba yo cumpliendo, como de costumbre, mi dulce tarea para
con la hermana Saint-Pierre. Hacía frío, anochecía… De pronto, oí a lo
lejos el sonido armonioso de un instrumento musical. Entonces me
imaginé un salón muy bien iluminado, todo resplandeciente de ricos
dorados; y en él, señoritas elegantemente vestidas, prodigándose
mutuamente cumplidos y cortesías mundanas. Luego posé la mirada en la
pobre enferma, a quien yo sostenía. En lugar de una melodía, escuchaba
de vez en cuando sus gemidos lastimeros […] Yo no puedo expresar lo que
pasó en mi alma. Lo único que sé es que el Señor la iluminó con los
rayos de la verdad, los cuales sobrepasaban de tal modo el brillo
tenebroso de las fiestas de la tierra, que no podía creer en mi
felicidad» (Santa Teresa de Lisieux, Manuscrito C, 29 vº-30 rº, en
Oeuvres complètes, Paris 1992, 274-275).
[70] Cf. Propositio 8.
[71] H. de Lubac, Méditation sur l’Église, Paris 1968, 231.
[72] Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina
Social de la Iglesia, 295.
[73] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30
diciembre 1988), 51: AAS 81 (1989), 493.
[74] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Inter
Insigniores, sobre la cuestión de la admisión de la mujer al sacerdocio
ministerial (15 octubre 1976), VI: AAS 69 (1977) 115, citada en Juan
Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre
1988), 51, nota 190: AAS 81 (1989), 493.
[75] Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 27:
AAS 80 (1988), 1718.
[76] Cf. Propositio 51.
[77] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6
noviembre 1999), 19: AAS 92 (2000), 478.
[78] Ibíd., 2: AAS 92 (2000), 451.
[79] Cf. Propositio 4.
[80] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 1.
[81] Benedicto XVI, Meditación en la primera Congregación general de la
XIII Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (8 octubre
2012): AAS 104 (2012), 897.
[82] Cf. Propositio 6; Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et
spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
[83] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 9.
[84] Cf. III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe, Documento de Puebla, 386-387.
[85] Conc. Ecum. Vat.II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia
en el mundo actual, 36.
[86] Ibíd., 25.
[87] Ibíd., 53.
[88] Juan Pablo II, Carta ap. Novo Millennio ineunte (6 enero 2001),
40: AAS 93 (2001), 294-295.
[89] Ibíd., 40: AAS 93 (2001), 295.
[90] Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990),
52: AAS 83 (1991), 300.Cf.Exhort. ap. Catechesi Tradendae (16 octubre
1979), 53: AAS 71 (1979), 1321.
[91] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Oceania (22
noviembre 2001), 16: AAS 94 (2002), 384.
[92] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14
septiembre 1995), 61: AAS 88 (1996), 39.
[93] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 39, art. 8
cons. 2: «Excluido el Espíritu Santo, que es el nexo de ambos, no se
puede entender la unidad de conexión entre el Padre y el Hijo»; cf.
también I, q. 37, art. 1, ad 3.
[94] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Oceania (22
noviembre 2001), 17: AAS 94 (2002), 385.
[95] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6
noviembre 1999), 20: AAS 92 (2000), 480.
[96] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 12.
[97] Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 71:
AAS 91 (1999), 60.
[98] III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe, Documento de Puebla, 450; cf. V Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Documento de Aparecida, 264.
[99] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6
noviembre 1999), 21: AAS 92 (2000), 483.
[100] N. 48: AAS 68 (1976), 38.
[101] Ibíd.
[102] Benedicto XVI, Discurso en la Sesión inaugural de la V
Conferencia general del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13
mayo 2007), 1: AAS 99 (2007), 446-447.
[103] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe, Documento de Aparecida, 262.
[104] Ibíd., 263.
[105] Cf. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 2, art. 2.
[106] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe, Documento de Aparecida, 264.
[107] Ibíd.
[108] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 12.
[109] Cf. Propositio 17.
[110] Cf. Propositio 30.
[111] Cf. Propositio 27.
[112] Juan Pablo II, Carta ap. Dies Domini (31 mayo 1998), 41: AAS 90
(1998), 738-739.
[113] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 78:
AAS 68 (1976), 71.
[114] Ibíd.
[115] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25
marzo 1992), 26: AAS 84 (1992), 698.
[116] Ibíd., 25: AAS 84 (1992), 696.
[117] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae II-II, q. 188, art. 6.
[118] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 76:
AAS 68 (1976), 68.
[119] Ibíd., 75: AAS 68 (1976), 65.
[120] Ibíd., 63: AAS 68 (1976), 53.
[121] Ibíd., 43: AAS 68 (1976), 33.
[122] Ibíd.
[123] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25
marzo 1992), 10: AAS 84 (1992), 672.
[124] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 40:
AAS 68 (1976), 31.
[125] Ibíd., 43: AAS 68 (1976), 33.
[126] Cf. Propositio 9.
[127] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25
marzo 1992), 26: AAS 84 (1992), 698.
[128] Cf. Propositio 38.
[129] Cf. Propositio 20.
[130] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Inter mirifica, sobre los medios
de comunicación social, 6.
[131] Cf. De musica, VI, XIII, 38: PL 32, 1183-1184; Confes., IV, XIII,
20: PL 32, 701.
[132] Benedicto XVI, Discurso en ocasión de la proyección del
documental «Arte y fe – via pulchritudinis» (25 octubre 2012):
L’Osservatore Romano (27 octubre 2012), 7.
[133] Summa Theologiae I-II q. 65, art. 3, ad 2: «propter aliquas
dispositiones contrarias».
[134] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6
noviembre 1999), 20: AAS 92 (2000), 481.
[135] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30
septiembre 2010), 1: AAS 102 (2010), 682.
[136] Cf. Propositio 11.
[137] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina
Revelación, 21-22.
[138] Cf. Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30
septiembre 2010), 86-87: AAS 102 (2010), 757-760.
[139] Benedicto XVI, Discurso durante la primera Congregación general
del Sínodo de los Obispos (8 octubre 2012): AAS 104 (2012), 896.
[140] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 17:
AAS 68 (1976), 17.
[141] Juan Pablo II, Mensaje a los discapacitados, Ángelus (16
noviembre1980): Insegnamenti 3/2 (1980), 1232.
[142] Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina
Social de la Iglesia, 52.
[143] Juan Pablo II, Catequesis (24 abril 1991): Insegnamenti 14/1
(1991), 853.
[144] Benedicto XVI, Motu proprio Intima Ecclesiae natura (11 noviembre
2012): AAS 104 (2012), 996.
[145] Carta enc. Populorum Progressio (26 marzo 1967), 14: AAS 59
(1967), 264.
[146] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 29:
AAS 68 (1976), 25.
[147] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe, Documento de Aparecida, 380.
[148] Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina
Social de la Iglesia, 9.
[149] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in America (22
enero 1999), 27: AAS 91 (1999), 762.
[150] Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005),
28: AAS 98 (2006), 239-240.
[151] Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina
Social de la Iglesia, 12.
[152] Carta ap. Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 4: AAS 63 (1971),
403.
[153] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis
nuntius (6 agosto 1984), XI, 1: AAS 76 (1984), 903.
[154] Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina
Social de la Iglesia, 157.
[155] Pablo VI, Carta ap. Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 23: AAS
63 (1971), 418.
[156] Pablo VI, Carta enc. Populorum Progressio (26 marzo 1967), 65:
AAS 59 (1967), 289.
[157] Ibíd., 15: AAS 59 (1967), 265.
[158] Conferência Nacional dos Bispos do Brasil, Documento Exigências
evangélicas e éticas de superação da miséria e da fome (abril 2002),
Introducción, 2.
[159] Juan XXIII, Carta enc. Mater et Magistra (15 mayo 1961), 3: AAS
53 (1961), 402.
[160] San Agustín, De Catechizandis Rudibus, I, XIV, 22: PL 40, 327.
[161] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis
nuntius (6 agosto 1984), XI, 18: AAS (1984), 907-908.
[162] Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 41: AAS
83 (1991), 844-845.
[163] Juan Pablo II, Homilía durante la Misa para la evangelización de
los pueblos en Santo Domingo (11 octubre 1984), 5: AAS 77 (1985), 358.
[164] Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre
1987), 42: AAS 80 (1988), 572.
[165] Discurso en la Sesión inaugural de la V Conferencia general del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13 mayo 2007), 3: AAS 99
(2007), 450.
[166] Santo Tomás de Aquino, Summa TheologiaeII-II, q. 27, art. 2.
[167] Ibíd., I-II, q. 110, art. 1.
[168] Ibíd., I-II, q. 26, art. 3
[169] Juan Pablo II, Carta ap. Novo Millennio ineunte (6 enero 2001),
50: AAS 93 (2001), 303.
[170] Ibíd.
[171] Cf. Propositio 45.
[172] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis
nuntius (6 agosto 1984), XI, 18: AAS 76 (1984), 908.
[173] Esto implica «eliminar las causas estructurales de las
disfunciones de la economía mundial»: Benedicto XVI, Discurso al Cuerpo
Diplomático (8 enero 2007): AAS 99 (2007), 73.
[174] Cf. Commission sociale des évêques de France, Declaración
Réhabiliter la politique (17 febrero 1999); Pío XI, Mensaje, 18
diciembre 1927.
[175] Benedicto XVI, Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 2:
AAS 101 (2009), 642.
[176] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30
diciembre 1988), 37: AAS 81 (1989), 461.
[177] Cf. Propositio 56.
[178] Catholic Bishops Conference of the Philippines, Carta pastoral
What is Happening to our Beautiful Land? (29 enero 1988).
[179] Pablo VI, Carta enc. Populorum Progressio (26 marzo 1967), 76:
AAS 59 (1967), 294-295.
[180] United States Conference of Catholic Bishops, Carta pastoral
Forming Consciences for Faithful Citizenship (2007), 13.
[181] Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina
Social de la Iglesia, 161.
[182] Das Ende der Neuzeit, Würzburg 91965, 41-42.
[183] Cf. I. Quiles, S.I., Filosofía de la educación personalista,
Buenos Aires 1981, 46-53.
[184] Comité permanent de la Conférence Episcopale Nationale du Congo,
Message sur la situation sécuritaire dans le pays (5 diciembre 2012),
11.
[185] Cf. Platón, Gorgias, 465.
[186] Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana (21 diciembre 2012):
AAS 105 (2013), 51.
[187] Cf. Propositio 14.
[188] Cf. Catecismo de la Iglesia católica, 1910; Pontificio Consejo
«Justicia y Paz», Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 168.
[189] Cf. Propositio 54.
[190] Juan Pablo II, Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998),
88: AAS 91 (1999), 74.
[191] Santo Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles, I, VII; cf. Juan
Pablo II, Carta enc. Fides et ratio (14 septiembre 1998), 43: AAS 91
(1999), 39.
[192] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el
ecumenismo, 4.
[193] Cf. Propositio 52.
[194] Indian Bishops’ Conference, Declaración final de la XXX Asamblea:
The Role of the Church for a Better India (8 marzo 2012), 8.9.
[195] Cf. Propositio 53.
[196] Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990),
56: AAS 83 (1991), 304.
[197] Cf. Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana (21 dicembre 2012):
AAS 105 (2013), 51; Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Ad gentes, sobre la
actividad misionera de la Iglesia, 9; Catecismo de la Iglesia católica,
856.
[198] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, 16.
[199] Comisión Teológica Internacional, El cristianismo y las
religiones (1996), 72.
[200] Ibíd.
[201] Cf. ibíd., 81-87.
[202] Cf. Propositio 16.
[203] Benedicto XVI, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Medio Oriente
(14 septiembre 2012), 26: AAS 104 (2012), 762.
[204] Propositio 55.
[205] Cf. Propositio 36.
[206] Juan Pablo II, Carta ap. Novo Millennio ineunte (6 enero 2001),
52: AAS 93 (2001), 304.
[207] Cf. V. M. Fernández, «Espiritualidad para la esperanza activa».
Acto de apertura del I Congreso Nacional de Doctrina social de la
Iglesia, Rosario (Argentina), 2011: UCActualidad 142 (2011), 16.
[208] Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre 1990),
45: AAS 83 (1991), 292
[209] Benedicto XVI, Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005),
16: AAS 98 (2006), 230.
[210] Ibíd., 39: AAS 98 (2006), 250.
[211] II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos,
Mensaje final, 1: L´Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española
(29 octubre 1999), 10.
[212] Isaac de Stella, Sermo 51: PL 194, 1863.1865.
[213] Nican Mopohua, 118-119.
[214] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la
Iglesia, cap. VIII, 52-69.
[215] Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris Mater (25 marzo 1987), 6:
AAS 79 (1987), 366.
[216] Cf. Propositio 58.
[217] Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris Mater (25 marzo 1987), 17:
AAS 79 (1987), 381.
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