Hace mucho tiempo, vivía a orillas del Ganges un alfarero que tenía como vecino a un lavandero. Era este último el más importante de la ciudad; buen trabajador, siempre alegre, tenía una clientela variada y numerosa. Era rico y vivía con un cierto lujo que el alfarero, menos favorecido por la fortuna, le envidiaba de todo corazón. Y hasta tal punto llegó esta envidia, que decidió, sin razón alguna, romper todo trato con su vecino, como si aquella prosperidad adquirida tras largos años de trabajo, pudiera perjudicarle a él en algo.
Mientras tanto, el lavandero seguía trabajando activamente y era siempre bueno con todos, sin hacer caso del mal humor del alfarero. Finalmente, el envidioso decidió jugar al otro una mala pasada: ¡¡de un modo o de otro tenía que hacerle reventar la bilis!!
Y con estas poco caritativas intenciones fue a presentarse al rey de la ciudad, que era un buen hombre, aunque poco inteligente, y pronunció ante él el siguiente discurso:
- El elefante de vuestra Majestad es negro, pero yo sé que el lavandero, mi vecino, conoce un procedimiento que le es exclusivo, y si le ordenáis que lo lave para blanquearlo, lo conseguirá. De este modo os convertiréis en el glorioso dueño de un elefante blanco.
Al hablar así, no es que se interesara el alfarero por el bien del rey, cosa que le tenía completamente sin cuidado, sino que se decía: el lavandero recibirá de seguro la orden que he sugerido al rey, y como desde luego no podrá volver blanco al elefante, caerá en desgracia, perderá la clientela cortesana y esto le acarreará el fin de su prosperidad.
Como el rey tenía desde hace tiempo el deseo de tener un elefante blanco, pensó que no tenía nada que perder haciendo la prueba y mandó a buscar al lavandero y darle la orden de blanquear a su elefante.
Al oír tales palabras, al lavandero le dieron ganas de reír y de decir al rey que la broma le parecía muy graciosa; pero viendo su aire grave, y recordando que era poco inteligente, se contuvo y permaneció serio. Adivinando enseguida de dónde le venía aquel golpe bajo, se contentó con responder, mirando maliciosamente a los cortesanos que esperaban su contestación:
- Señor, haré todo lo posible por ejecutar la orden de Vuestra Majestad. Aunque debe saber que, en nuestra profesión, antes de lavar ponemos las prendas en remojo en un cacharro con agua y jabón, y sólo después de tenerlas allí durante un tiempo, procedemos al lavado. Esto es lo que debo hacer con el elefante, pero lo malo es que no tengo un cacharro lo suficientemente grande para realizar esta operación previa.
Entonces el rey, pensando que la fabricación de un cacharro era propia de un alfarero, hizo llamar a su primer interlocutor y le dijo:
- Alfarero, amigo mío, voy a seguir tu consejo y dar mi elefante a lavar, pero el lavandero necesita un gran recipiente para echarlo allí en remojo. Te mando, pues, que hagas uno lo suficientemente grande para ello.
El alfarero, por un momento estuvo tentado de afrontar la cólera del rey confesándoselo todo, pero su envida pudo más y decidió intentar, como fuera, la fabricación de la vasija que se le encargaba. Llamó en su ayuda a todos sus amigos y familiares, reunió con ellos en el jardín una cantidad inmensa de arcilla y en varios días, después de múltiples esfuerzos, consiguieron entre todos hacer un recipiente capaz de contener un elefante. Entonces lo llevaron con gran pompa donde el rey, y este, entusiasmado, lo puso enseguida a disposición del lavandero. El lavandero llenó el enorme recipiente con agua y jabón y declaró que todo estaba preparado para que entrara el elefante. Los guardias de palacio llevaron al dócil animal, pero apenas puso éste la pata en el recipiente, la arcilla se quebró, rompiéndose en mil pedazos.
Al ver lo sucedido, el rey ordenó al alfarero que hiciera un segundo vaso, que también se rompió. Igual pasó con un tercero y con un cuarto y con otros muchos. O eran tan gruesos que no había medio de hacer hervir el agua en ellos, o tan finos que el elefante los hacía trizas en cuanto ponía la pata encima.
Y resultó que, obligado a entregarse por completo a este trabajo imposible, el alfarero tuvo que descuidar sus propios asuntos y acabó por arruinarse por completo. Y se hubiera muerto de hambre si el lavandero, que tenía una alma elevada, no hubiera sido el primero en tenderle la mano de la reconciliación. Pues como él bien sabía, la envidia es un sentimiento de bajísima vibración y muchas veces lleva en sí misma su castigo.
Web católico de Javier
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