El pan y el vino se convierten en el cuerpo y en la sangre de Jesucristo en la Santa Misa por las palabras que el sacerdote pronuncia en el momento de la consagración.
Por eso, las normas litúrgicas dicen que durante la consagración los fieles deben ponerse de rodillas, si no hay motivo razonable que lo impida, como sería problemas de salud. En ese caso bastaría una inclinación de cabeza. Así lo indica el nuevo misal romano. Y así lo han recordado varios obispos.
En la elevación, podrías decir en silencio: «Señor mío y Dios mío, que tu santa redención consiga mi salvación eterna y la de todos los que han de morir hoy. Amén».
Jesucristo instituyó la Eucaristía para perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz, y alimentar nuestras almas para la vida eterna.
En su última Cena, Jesucristo,
instituyó el sacrificio eucarístico de su Cuerpo y de su Sangre. Jesús ofreció aquel
día en el cenáculo el mismo sacrificio que iba a ofrecer pocas horas más tarde en el
calvario: con anticipación, se entregó por todos los hombres bajo las apariencias de pan
y vino.
La palabra sacrificio viene del latín, «sacrum facere» : hacer sagrado. Ofrezco algo a
Dios y lo sacralizo.
El pan y el vino son fruto del trabajo del hombre, que los saca del trigo y de la uva, y
se los ofrece a Dios como símbolo de su entrega. Y Dios nos los devuelve como alimento,
convertido en el Cuerpo y Sangre de Cristo, y así nos hacemos Cuerpo Místico de Cristo.
Él nos hace suyos.
Con las palabras « haced esto en memoria mía» Jesús dio a los Apóstoles y sus
sucesores el poder y el mandato de repetir aquello mismo que Él había hecho: convertir
el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre, ofrecer estos dones al Padre y darlos como
manjar a los fieles.
Jesucristo está en todas las Hostias Consagradas, entero en cada una de ellas, aunque sea
muy pequeña.
También un paisaje muy grande se puede encerrar en una fotografía muchísimo más
pequeña. No es lo mismo; pero esta comparación puede ayudar a entenderlo.
La presencia de Cristo en la Eucaristía es inextensa, es decir, todo en cada parte.
Por eso al partir la Sagrada Forma, Jesucristo no se divide, sino que queda entero en cada
parte, por pequeña que sea.
Lo mismo que cuando uno habla y le escuchan dos, aunque vengan otros dos, a escuchar,
también oyen toda la voz. La voz se divide en doble número de oídos, pero
sin perder nada. Esta comparación, que es de San Agustín, puede ayudar a entenderlo.
Todo esto es un gran misterio, pero así lo hizo Jesucristo que, por ser Dios, lo puede
todo. Lo mismo que con su sola palabra hizo milagros así, con su sola
palabra,
convirtió el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre cuando dijo: Esto es mi
cuerpo
, éste es el cáliz de mi Sangre ....
Los discípulos que las oyeron las entendieron de modo real no simbólico. Por eso dice
San Juan que cuando le oyeron esto a Jesús algunos, escandalizados, le abandonaron
diciendo: esto es inaceptable . Les sonaba a antropofagia. Si lo hubieran
entendido en plan simbólico, no se hubieran escandalizado.
El mismo San Pablo también las entendió así. Por eso, después de relatar la
institución de la Eucaristía añade rotundamente: de manera que cualquiera que
comiere este pan o bebiere este cáliz indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre
del Señor.
Si la presencia eucarística, fuera sólo simbólica, las palabras de San Pablo serían
excesivas. No es lo mismo partir la fotografía de una persona que asesinarla.
Por todo esto los católicos creemos firmememente que en la Eucaristía está el verdadero
Cuerpo y la verdadera Sangre de Jesucristo. Las interpretaciones simbólicas y alegóricas
de los no católicos son inadmisibles.
Cuando Cristo dice que Él es «pan de vida» no es lo mismo que cuando dice Yo soy
la puerta. Evidentemente que al hablar de puerta, habla simbólicamente,
pero no así al hablar de «pan de vida», pues dice San Pablo que ese pan es
comunión con el Cuerpo de Cristo . Y el mismo Jesús, lo confirma cuando
dijo: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida» .
Y los que oyeron estas palabras las entendieron en su auténtico sentido; por eso no
pudieron contenerse y dijeron «dura es esta doctrina». Si las hubieran entendido
simbólicamente, no se hubieran escandalizado.
La presencia de Cristo en la Eucaristía es real y substancial.
El sentido de las palabras de Jesús no puede ser más claro.
Si Jesucristo hablara simbólicamente, habría que decir que sus palabras son engañosas.
Hay circunstancias en las que no es posible admitir un lenguaje simbólico. ¿Qué dirías
de un moribundo que te promete dejarte su casa en herencia y lo que luego te dejara fuera
una fotografía de ella?
Esto hubiera sido una burla.
Si no queremos decir que Jesucristo nos engañó, no tenemos más remedio que admitir que
sus palabras sobre la Eucaristía significan realmente lo que expresan.
Las palabras de Cristo realizan lo que expresan. Cuando le dice al paralítico
«levántate y anda», el paralítico sale andando, pues eso es lo que le dice Jesús. No
es un modo de hablar para que levante su ánimo.
Lo mismo en la Eucaristía cuando dice «esto es mi Cuerpo». Sus palabras realizan lo que
expresan.
La Biblia de los Testigos de Jehová traduce falsamente en el relato de la Cena: «esto
significa mi Cuerpo».
Sin embargo, todos los manuscritos y versiones, sin excepción, traducen «esto es mi
Cuerpo»'.
No es lo mismo el verbo «ser» que el verbo «significar». La bandera significa la
Patria, pero no es la Patria.
Es cierto que nosotros no podemos comprender cómo se convierten el pan y el vino en el
Cuerpo y la Sangre de Jesucristo; pero tampoco comprendemos cómo es posible que la fruta,
el pan, un huevo, un tomate o una patata se conviertan en nuestra carne y en nuestra
sangre, y sin embargo esto ocurre todos los días en nosotros mismos.
Claro que la transformación que sufren los alimentos en nuestro estómago es del orden
natural, en cambio la transubstanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de
Cristo es de orden sobrenatural y misterioso.
Este misterio se llama Santísimo Sacramento del Altar y, también, la Sagrada
Eucaristía.
La presencia de Cristo en la Eucaristía está confírmada por varios milagros
eucarísticos que, ante las dudas del sacerdote celebrante u otras circunstancias, las
especies sacramentales se convirtieron en carne y sangre humana, como consta por los
exámenes científicos realizados en los milagros de Lanciano, Casla y otros.
La Misa es el acto más importante de nuestra Santa Religión, porque es la renovación y
perpetuación del sacrificio de Cristo en la cruz.
En la Misa se reactualiza el sacrifIcio que de su propia vida hizo Jesucristo a su Eterno
Padre en el calvario, para que por sus méritos infinitos nos perdone a los hombres
nuestros pecados, y así podamos entrar en el cielo.
En la Misa se hace presente la redención del mundo.
Por eso la Misa es el acto más grande, más sublime y más santo que se celebra cada día
en la Tierra.
Decía San Bernardo: «el que oye devotamente una Misa en gracia de Dios merece más que
si diera de limosna todos sus bienes».
Oír una Misa en vida aprovecha más que las que digan por esa persona después de su
muerte.
Con cada Misa que oigas aumentas tus grados de gloria en el cielo.
La única diferencia entre el sacrificio de la Misa y el de la cruz está en el modo de
ofrecerse: en la cruz fue cruento (con derramamiento de sangre) y en la Misa es incruento
(sin derramamiento de sangre), bajo las apariencias de pan y vino. Los
sacrificios de la Última Cena, el de la Cruz y el del altar, son idénticos.
«Todos los fieles que asisten al Sacrificio Eucarístico lo ofrecen también al Padre por
medio del sacerdote, quien lo realiza en nombre de todos y para todos hace la
Consagración»'.
«No hay sacrificio eucarístico posible sin sacerdote celebrante. El único designado por
Cristo para convertir el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre del Señor,
mediante la pronunciación de las palabras de la consagración, es el sacerdote»' .
A los hombres nos gusta celebrar los grandes acontecimientos: bautizos, primeras
comuniones, bodas, aniversarios, etc. Estas celebraciones suelen consistir en banquetes.
La Eucaristía es un banquete para conmemorar la última Cena. Los cristianos nos reunimos
para participar, con las debidas disposiciones, en el banquete eucarístico.
Hay quienes dicen que no van a Misa porque no sienten nada. Están en un error.
Las personas no somos animales sentimentales, sino racionales. El cristianismo
no es cuestión de emociones, sino de valores. Los valores están por encima de las
emociones y prescinden de ellas.
Una madre prescinde de si tiene o no ganas de cuidar a su hijo, pues su hijo es para ella
un valor.
Quien sabe lo que vale una Misa, prescinde de si tiene ganas o no. Procura no perder
ninguna, y va de buena voluntad.
Para que la Misa te sirva basta con que asistas voluntariamente, aunque a veces no tengas
ganas de ir.
La voluntad no coincide siempre con el tener ganas. Tú vas al dentista voluntariamente,
porque comprendes que tienes que ir; pero puede que no tengas ningunas ganas de ir.
Algunos dicen que no van a Misa porque para ellos eso no tiene sentido. ¿Cómo va a tener
sentido si tienen una lamentable ignorancia religiosa?
A nadie puede convencerle lo que no conoce. A quien carece de cultura, tampoco le dice
nada un museo.
Pero una joya no pierde valor porque haya personas que no sepan apreciarla. Hay que saber
descubrir el valor que tienen las cosas para poder apreciarlas.
Otros dicen que no van a Misa porque no les apetece, y para ir de mala gana, es preferible
no ir. Si la Misa fuera una diversión, sería lógico ir sólo cuando apetece. Pero las
cosas obligatorias hay que hacerlas con ganas y sin ganas. No todo el mundo va a clase o
al trabajo porque le apetece. A veces hay que ir sin ganas, porque tenemos obligación de
ir.
Que uno fume o deje de fumar, según las ganas que tenga, pase. Pero el cristiano no puede
depender de tener o no ganas.
Lo mismo pasa con la Misa.
Ojalá vayas a Misa de buena gana, porque comprendes que es maravilloso poder mostrar a
Dios que le queremos, y participar del acto más sublime de la humanidad como es el
sacrificio de Cristo por el cual redime al mundo.'
Otros se excusan diciendo que el sacerdote predica muy mal. Pero a misa vamos a adorar a
Dios, no a oír piezas oratorias.
A propósito de esto dice con gracia el P. Martín Descalzo: «Dejar la misa porque el
sacerdote predica mal es como no querer tomar el autobús porque el conductor es
antipático'.
Pero además, la asistencia a la Misa dominical es obligatoria, pues es el acto de culto
público oficial que la Iglesia ofrece a Dios.
La Misa es un acto colectivo de culto a Dios. Todos tenemos obligación de dar culto a
Dios. Y no basta el culto individual que cada cual puede darle particularmente. Todos
formamos parte de una comunidad, de una colectividad, del Pueblo de Dios, y tenemos
obligación de participar en el culto colectivo a Dios' . No basta el culto privado. El
acto oficial de la Iglesia para dar culto a Dios colectivamente, es la Santa Misa. El
cumplimiento de las obligaciones no se limita a cuando se tienen ganas. Lo sensato es
poner buena voluntad en hacer lo que se debe.
Autor del texto: P. Jorge
Loring
Volver al apartado de la Eucaristía