(por Gabriela Mistral, Premio Nobel de Literatura en 1945)
¡Señor, Tú que enseñaste, perdona que yo enseñe; que lleve el nombre de maestro que Tú llevaste sobre la tierra!
Dame el amor único de mi escuela; que ni la quemadura de la belleza sea capaz de robarle mi ternura de todos los instantes.
Maestro, hazme perdurable el fervor y pasajero el desencanto. No me duela la incomprensión ni me entristezca el olvido de lo que enseñé.
Dame el ser más madre que las madres, para poder amar y defender como ellas lo que no es carne de mis carnes.
Muéstrame que es posible tu Evangelio en mi tiempo, para que no renuncie a la batalla de cada día y de cada hora por Él.
Hazme fuerte, aún en mi desvalimiento de mujer, y de mujer pobre; hazme desperdiciadora de todo poder, de toda pasión que no sea la de tu voluntad ardiente sobre mi vida.
Dame sencillez y dame profundidad; líbrame de ser complicada o banal en mi lección diaria. Dame levantar los ojos de mi pecho herido al entrar cada mañana a mi escuela. Que no lleve a mi mesa de trabajo mis pequeños afanes materiales, mis mezquinos dolores de cada hora.
Aligérame la mano en el castigo y suavízamela más en la caricia.
Reprenda con dolor para saber que he corregido amando.
Haz que haga de espíritu mi escuela de ladrillos. La envuelva en la llamarada de mi entusiasmo su atrio pobre, su sala desnuda.
Mi corazón le sea más columna y mi buena voluntad más oro que las columnas y el oro de las escuelas ricas.
Y, por fin, recuérdame desde la palidez del lienzo de Velázquez, que enseñar y amar intensamente
sobre la tierra es llegar al último día con el lanzazo de Longinos de costado a costado.
Web católico de Javier
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