Mensaje del Papa Francisco para la IV Jornada Mundial de los Abuelos y de las Personas Mayores
28 de julio de 2024 (se celebra el cuarto domingo de julio)
«En la vejez, no me abandones» (cf Sal 71,9)
Queridos hermanos y hermanas:
Dios nunca abandona a sus hijos. Ni siquiera cuando la edad avanza
y las fuerzas flaquean, cuando aparecen las canas y el estatus social
decae, cuando la vida se vuelve menos productiva y corre el peligro de
parecernos inútil. Él no se fija en las apariencias (cf. 1 S 16,7) y no
desdeña elegir a aquellos que para muchos resultan irrelevantes. No
descarta ninguna piedra, al contrario, las más “viejas” son la base
segura sobre las que se pueden apoyar las piedras “nuevas” para
construir todas juntas el edificio espiritual (cf. 1 P 2,5).
La Sagrada Escritura, en su conjunto, es una narración del amor fiel
del Señor, del que emerge una certeza consoladora: Dios sigue
mostrándonos su misericordia, siempre, en cada etapa de la vida, y en
cualquier condición en la que nos encontremos, incluso en nuestras
traiciones. Los salmos están llenos del asombro del corazón humano
frente a Dios, que nos cuida a pesar de nuestra pequeñez (cf. Sal
144,3-4); nos aseguran que Dios nos ha plasmado en el seno materno (cf.
Sal 139,13) y que no entregará nuestra vida a la muerte (cf. Sal
16,10). Por tanto, podemos tener la certeza de que también estará cerca
de nosotros durante la ancianidad, tanto más porque en la Biblia
envejecer es signo de bendición.
Y, sin embargo, en los salmos encontramos además esta sentida súplica
al Señor: «No me rechaces en el tiempo de mi vejez» (Sal 71,9). Una
expresión fuerte, muy cruda. Nos lleva a pensar en el sufrimiento
extremo de Jesús que exclamó en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado?» (Mt 27,46).
En la Biblia, pues, hallamos la certeza de la cercanía de Dios en cada
etapa de la vida y, al mismo tiempo, encontramos el miedo al abandono,
particularmente en la vejez y en el momento del dolor. No se trata de
una contradicción. Mirando a nuestro alrededor no nos resulta difícil
comprobar cómo esas expresiones reflejan una realidad más que evidente.
Con mucha frecuencia la soledad es la amarga compañera de la vida de
los que como nosotros son mayores y abuelos. Siendo obispo de Buenos
Aires, muchas veces tuve ocasión de visitar residencias de ancianos y
me di cuenta de las pocas visitas que recibían esas personas; algunos
no veían a sus seres queridos desde hacía muchos meses.
Las causas de esa soledad son múltiples. En muchos países, sobre todo
en los más pobres, los ancianos están solos porque sus hijos se han
visto obligados a emigrar. Pienso también en las numerosas situaciones
de conflicto; cuántos ancianos se quedan solos porque los hombres
—jóvenes y adultos— han sido llamados a combatir y las mujeres, sobre
todo las madres con niños pequeños, dejan el país para dar seguridad a
los hijos. En las ciudades y en los pueblos devastados por la guerra,
muchas personas mayores se quedan solas, como únicos signos de vida en
zonas donde parece reinar el abandono y la muerte. En otras partes del
mundo, además, existe una falsa creencia, muy enraizada en algunas
culturas locales, que genera hostilidad respecto a los ancianos,
acusados de recurrir a la brujería para quitar energías vitales a los
jóvenes; de modo que, en caso de que una muerte prematura, una
enfermedad o una suerte adversa afecte a un joven, la culpa recae sobre
algún anciano. Esta mentalidad se debe combatir y erradicar. Es uno de
esos prejuicios infundados, de los que la fe cristiana nos ha liberado,
que alimenta persistentes conflictos generacionales entre jóvenes y
ancianos.
Si lo pensamos bien, esta acusación dirigida a los mayores de “robar el
futuro a los jóvenes” está muy presente hoy en todas partes. Esta
también se encuentra, bajo otras formas, en las sociedades más
avanzadas y modernas. Por ejemplo, hoy en día está muy extendida la
creencia de que los ancianos hacen pesar sobre los jóvenes el costo de
la asistencia que ellos requieren, y de esta manera quitan recursos al
desarrollo del país y, por ende, a los jóvenes. Se trata de una
percepción distorsionada de la realidad. Es como si la supervivencia de
los ancianos pusiera en peligro la de los jóvenes. Como si para
favorecer a los jóvenes fuera necesario descuidar a los ancianos o,
incluso, eliminarlos. La contraposición entre las generaciones es un
engaño y un fruto envenenado de la cultura de la confrontación. Poner a
los jóvenes en contra de los ancianos es una manipulación inaceptable;
«está en juego la unidad de las edades de la vida, es decir, el real
punto de referencia para la comprensión y el aprecio de la vida humana
en su totalidad» (Catequesis 23 febrero 2022).
El salmo citado anteriormente —en el que se suplica no ser abandonados
en la vejez— habla de una conspiración que ciñe la vida de los
ancianos. Parecen palabras excesivas, pero comprensibles si se
considera que la soledad y el descarte de los mayores no son casuales
ni inevitables, son más bien fruto de decisiones —políticas,
económicas, sociales y personales— que no reconocen la dignidad
infinita de toda persona «más allá de toda circunstancia y en cualquier
estado o situación en que se encuentre» (Decl. Dignitas infinita, 1).
Esto sucede cuando se pierde el valor de cada uno y las personas se
convierten en una mera carga onerosa, en algunos casos demasiado
elevada. Lo peor es que, a menudo, los mismos ancianos terminan por
someterse a esta mentalidad y llegan a considerarse como un peso,
deseando ser los primeros en hacerse a un lado.
Por otra parte, hoy son muchas las mujeres y los hombres que buscan la
propia realización personal llevando una existencia lo más autónoma y
desligada de los demás que sea posible. Las pertenencias comunes están
en crisis y se afirman las individualidades; el pasaje del “nosotros”
al “yo” se muestra como uno de los signos más evidentes de nuestro
tiempo. La familia, que es la primera y la más radical oposición a la
idea de que podemos salvarnos solos, es una de las víctimas de esta
cultura individualista. Pero cuando se envejece, a medida que las
fuerzas disminuyen, el espejismo del individualismo, la ilusión de no
necesitar a nadie y de poder vivir sin vínculos se revela tal cual es:
uno se encuentra en cambio teniendo necesidad de todo, pero ya solo,
sin ninguna ayuda, sin tener a alguien con quien poder contar. Es un
triste descubrimiento que muchos hacen cuando ya es demasiado tarde.
La soledad y el descarte se han vuelto elementos recurrentes en el
contexto en el que estamos inmersos. Estos tienen múltiples raíces: en
algunos casos son el fruto de una exclusión programada, una especie de
triste “complot social”; en otros casos se trata lamentablemente de una
decisión propia. Otras veces también se los sufre fingiendo que se
trate de una elección autónoma. Estamos perdiendo cada vez más «el
sabor de la fraternidad» (Carta enc. Fratelli tutti, 33) e incluso nos
cuesta imaginar algo diferente.
En muchos ancianos podemos advertir ese sentimiento de resignación del
que habla el libro de Rut, cuando relata que la anciana Noemí —después
de la muerte del marido y de los hijos— invitó a sus nueras, Orpá y
Rut, a regresar a sus países de origen y a sus casas (cf. Rut 1,8).
Noemí —como tantos ancianos de hoy— teme quedarse sola, pero no
consigue imaginar algo distinto. Como viuda, es consciente de valer
poco ante la sociedad y está convencida de ser un peso para esas dos
jóvenes que, al contrario de ella, tienen toda la vida por delante. Por
eso piensa que sea mejor hacerse a un lado y ella misma invita a las
jóvenes nueras a dejarla y a construir su futuro en otros lugares (cf.
Rut 1,11-13). Sus palabras son un concentrado de convenciones sociales
y religiosas que parecen inmutables y que marcan su destino.
El relato bíblico nos presenta en este momento dos opiniones diferentes
frente a la invitación de Noemí y, por tanto, frente a la vejez. Una de
las dos nueras, Orpá, que le tiene cariño a Noemí, con un gesto
afectuoso la besa, pero acepta lo que ella también cree que es la única
solución posible y sigue su propio camino. Rut, en cambio, no se separa
de Noemí y le dirige palabras sorprendentes: «No insistas en que te
abandone» (Rut 1,16). No tiene miedo de desafiar las costumbres y la
opinión común, siente que esa mujer anciana la necesita y, con
valentía, permanece a su lado, dando inicio a una nueva travesía para
ambas. A todos nosotros —acostumbrados a la idea de que la soledad es
un destino inevitable— Rut nos enseña que a la súplica “¡no me
abandones!” es posible responder “¡no te abandonaré!”. No duda en
trastocar lo que parece una realidad inmutable, ¡vivir solos no puede
ser la única alternativa! No es casualidad que Rut —la que se quedó
acompañando a la anciana Noemí— sea un antepasado del Mesías (cf. Mt
1,5), de Jesús, el Emanuel, Aquel que es “Dios con nosotros”, Aquel que
lleva la cercanía y la proximidad de Dios a todos los hombres, de todas
las condiciones y de todas las edades.
La libertad y la valentía de Rut nos invitan a recorrer un camino
nuevo. Sigamos sus pasos, hagamos el viaje junto a esta joven mujer
extranjera y a la anciana Noemí, no tengamos miedo de cambiar nuestras
costumbres y de imaginar un futuro distinto para nuestros ancianos.
Nuestro agradecimiento se dirige a todas esas personas que, aun con
muchos sacrificios, han seguido efectivamente el ejemplo de Rut y se
están ocupando de un anciano, o sencillamente muestran cada día su
cercanía a parientes o conocidos que no tienen a nadie. Rut eligió
estar cerca de Noemí y fue bendecida con un matrimonio feliz, una
descendencia y una tierra. Esto vale siempre y para todos: estando
cerca de los ancianos, reconociendo el papel insustituible que estos
tienen en la familia, en la sociedad y en la Iglesia, también nosotros
recibiremos muchos dones, muchas gracias, muchas bendiciones.
En esta IV Jornada Mundial dedicada a ellos, no dejemos de mostrar
nuestra ternura a los abuelos y a los mayores de nuestras familias,
visitemos a los que están desanimados o que ya no esperan que un futuro
distinto sea posible. A la actitud egoísta que lleva al descarte y a la
soledad contrapongamos el corazón abierto y el rostro alegre de quien
tiene la valentía de decir “¡no te abandonaré!” y de emprender un
camino diferente.
A todos ustedes, queridos abuelos y mayores, y a cuantos los acompañan,
llegue mi bendición junto con mi oración. También a ustedes les pido,
por favor, que no se olviden de rezar por mí.
FRANCISCO
Si
te ha gustado el mensaje del Papa Francisco para la Jornada Mundial de
los Abuelos y las Personas Mayores , compártelo por favor en las redes sociales