MENSAJE
DEL PAPA LEON XIV PARA LA IX JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES 2025
16 de noviembre de 2025
"Tú, Señor, eres mi esperanza (cfr Sal 71,5)
1. «Tú, Señor, eres mi esperanza» (Sal 71,5). Estas palabras brotan de
un corazón oprimido por graves dificultades: «Me hiciste pasar por
muchas angustias» (v. 20), dice el salmista. A pesar de ello, su alma
está abierta y confiada, porque permanece firme en la fe, que reconoce
el apoyo de Dios y lo proclama: «Tú eres mi Roca y mi fortaleza» (v.
3). De ahí nace la confianza indefectible de que la esperanza en Él no
defrauda: «Yo me refugio en ti, Señor, ¡que nunca tenga que
avergonzarme!» (v. 1).
En medio de las pruebas de la vida, la esperanza se anima con la
certeza firme y alentadora del amor de Dios, derramado en los corazones
por el Espíritu Santo. Por eso no defrauda (cf. Rm 5,5), y san Pablo
puede escribir a Timoteo: «Nosotros nos fatigamos y luchamos porque
hemos puesto nuestra esperanza en el Dios viviente» (1Tm 4,10). El Dios
viviente es, de hecho, el «Dios de la esperanza» (Rm 15,13), que, en
Cristo, mediante su muerte y resurrección, se ha convertido en «nuestra
esperanza» (1Tm 1,1). No podemos olvidar que hemos sido salvados en
esta esperanza, en la que necesitamos permanecer enraizados.
2. El pobre puede convertirse en testigo de una esperanza fuerte y
fiable, precisamente porque la profesa en una condición de vida
precaria, marcada por privaciones, fragilidad y marginación. No confía
en las seguridades del poder o del tener; al contrario, las sufre y con
frecuencia es víctima de ellas. Su esperanza sólo puede reposar en otro
lugar. Reconociendo que Dios es nuestra primera y única esperanza,
nosotros también realizamos el paso de las esperanzas efímeras a la
esperanza duradera. Frente al deseo de tener a Dios como compañero de
camino, las riquezas se relativizan, porque se descubre el verdadero
tesoro del que realmente tenemos necesidad. Resuenan claras y fuertes
las palabras con las que el Señor Jesús exhortaba a sus discípulos: «No
acumulen tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los
consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban. Acumulen, en
cambio, tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que los
consuma, ni ladrones que perforen y roben» (Mt 6,19-20).
3. La pobreza más grave es no conocer a Dios. Así nos lo recordaba el
Papa Francisco cuando en Evangelii gaudium escribía: «La peor
discriminación que sufren los pobres es la falta de atención
espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial
apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su
amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y
la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe» (n.
200). Aquí se manifiesta una conciencia fundamental y totalmente
original sobre cómo encontrar en Dios el propio tesoro. Insiste, en
efecto, el apóstol Juan: «El que dice: “Amo a Dios”, y no ama a su
hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el
que no ama a su hermano, a quien ve?» (1 Jn 4,20).
Es una regla de la fe y un secreto de la esperanza que todos los bienes
de esta tierra, las realidades materiales, los placeres del mundo, el
bienestar económico, aunque importantes, no bastan para hacer feliz al
corazón. Las riquezas muchas veces engañan y conducen a situaciones
dramáticas de pobreza, la más grave de todas es pensar que no
necesitamos a Dios y que podemos llevar adelante la propia vida
independientemente de Él. Vuelven a la mente las palabras de san
Agustín: «Sea Dios toda tu presunción: siéntete indigente de Él, y así
serás de Él colmado. Todo lo que poseas sin Él, te causará un mayor
vacío.» (Enarr. in Ps. 85,3).
4. La esperanza cristiana, a la que remite la Palabra de Dios, es
certeza en el camino de la vida, porque no depende de la fuerza humana
sino de la promesa de Dios, que es siempre fiel. Por eso, los
cristianos desde los orígenes quisieron identificar la esperanza con el
símbolo del ancla, que da estabilidad y seguridad. La esperanza
cristiana es como un ancla que fija nuestro corazón en la promesa del
Señor Jesús, quien nos ha salvado con su muerte y resurrección y que
volverá de nuevo en medio de nosotros. Esta esperanza sigue señalando
como verdadero horizonte de vida el «cielo nuevo» y la «tierra nueva»
(2 P 3,13) donde la existencia de todas las criaturas encontrará su
sentido auténtico, pues nuestra verdadera patria está en el cielo (cf.
Flp 3,20).
La ciudad de Dios, en consecuencia, nos compromete con las ciudades de
los hombres. Estas deben, desde ahora, comenzar a parecerse a ella. La
esperanza, sostenida por el amor de Dios derramado en nuestros
corazones por medio del Espíritu Santo (cf. Rm 5,5 transforma el
corazón humano en tierra fértil, donde puede brotar la caridad para la
vida del mundo. La Tradición de la Iglesia reafirma constantemente esta
circularidad entre las tres virtudes teologales: fe, esperanza y
caridad. La esperanza nace de la fe, que la alimenta y sostiene, sobre
el fundamento de la caridad, que es madre de todas las virtudes. Y de
la caridad tenemos necesidad hoy, ahora. No es una promesa, sino una
realidad a la que miramos con alegría y responsabilidad: nos
compromete, orientando nuestras decisiones al bien común. Quien carece
de caridad no solo carece de fe y esperanza, sino que quita esperanza a
su prójimo.
5. La invitación bíblica a la esperanza conlleva, por tanto, el deber
de asumir responsabilidades coherentes en la historia, sin dilaciones.
La caridad, en efecto, «representa el mayor mandamiento social»
(Catecismo de la Iglesia Católica, 1889). La pobreza tiene causas
estructurales que deben ser afrontadas y eliminadas. Mientras esto
sucede, todos estamos llamados a crear nuevos signos de esperanza que
testimonien la caridad cristiana, como lo hicieron muchos santos y
santas de todas las épocas. Los hospitales y las escuelas, por ejemplo,
son instituciones creadas para expresar la acogida hacia los más
débiles y marginados. Hoy deberían formar parte ya de las políticas
públicas de todo país, pero las guerras y desigualdades con frecuencia
lo impiden. Cada vez más, los signos de esperanza son hoy las
casas-familia, las comunidades para menores, los centros de escucha y
acogida, los comedores para los pobres, los albergues, las escuelas
populares: cuántos signos, a menudo escondidos, a los que quizás no
prestamos atención y, sin embargo, tan importantes para sacudirnos de
la indiferencia y motivar el compromiso en las distintas formas de
voluntariado.
Los pobres no son una distracción para la Iglesia, sino los hermanos y
hermanas más amados, porque cada uno de ellos, con su existencia, e
incluso con sus palabras y la sabiduría que poseen, nos provoca a tocar
con las manos la verdad del Evangelio. Por eso, la Jornada Mundial de
los Pobres quiere recordar a nuestras comunidades que los pobres están
en el centro de toda la acción pastoral. No solo de su dimensión
caritativa, sino también de lo que la Iglesia celebra y anuncia. Dios
ha asumido su pobreza para enriquecernos a través de sus voces, sus
historias, sus rostros. Toda forma de pobreza, sin excluir ninguna, es
un llamado a vivir concretamente el Evangelio y a ofrecer signos
eficaces de esperanza.
6. Esta es la invitación que nos llega de la celebración del Jubileo.
No es casualidad que la Jornada Mundial de los Pobres se celebre hacia
el final de este año de gracia. Cuando se cierre la Puerta Santa,
tendremos que custodiar y transmitir los dones divinos que han sido
derramados en nuestras manos a lo largo de todo un año de oración,
conversión y testimonio. Los pobres no son objetos de nuestra pastoral,
sino sujetos creativos que nos estimulan a encontrar siempre formas
nuevas de vivir el Evangelio hoy. Ante la sucesión de nuevas oleadas de
empobrecimiento, existe el riesgo de acostumbrarse y resignarse. Todos
los días nos encontramos con personas pobres o empobrecidas y, a veces,
puede suceder que seamos nosotros mismos los que tengamos menos, los
que perdamos lo que antes nos parecía seguro: una vivienda, comida
adecuada para el día, acceso a la atención médica, un buen nivel de
educación e información, libertad religiosa y de expresión.
Al promover el bien común, nuestra responsabilidad social se basa en el
gesto creador de Dios, que a todos da los bienes de la tierra; y al
igual que estos, también los frutos del trabajo del hombre deben ser
accesibles de manera equitativa. Ayudar al pobre es, en efecto, una
cuestión de justicia, antes que de caridad. Como observa San Agustín:
«Das pan al hambriento, pero sería mejor que nadie sintiese hambre y no
tuvieses a nadie a quien dar. Vistes al desnudo, pero ¡ojalá todos
estuviesen vestidos y no hubiese necesidad de vestir a nadie!»
(Homilías sobre la primera carta de san Juan a los partos, VIII, 5).
Espero, por tanto, que este Año Jubilar pueda impulsar el desarrollo de
políticas para combatir antiguas y nuevas formas de pobreza, además de
nuevas iniciativas de apoyo y ayuda a los más pobres entre los pobres.
El trabajo, la educación, la vivienda y la salud son las condiciones
para una seguridad que nunca se logrará con las armas. Estoy contento
por las iniciativas ya existentes y por el compromiso que cada día
asumen a nivel internacional un gran número de hombres y mujeres de
buena voluntad.
Confiemos en María Santísima, Consuelo de los afligidos, y con ella
entonemos un canto de esperanza haciendo nuestras las palabras del Te
Deum: «In Te, Domine, speravi, non confundar in aeternum —En ti, Señor,
confié, no me veré defraudado para siempre».
Vaticano, 13 de junio de 2025, memoria de San Antonio de Padua, Patrono de los Pobres
LEÓN PP. XIV.