(1866-1942). Su fiesta se celebra el 30 de julio.
Capuchino, mártir del confesionario: se ofreció a Dios por la unidad de los católicos con los hermanos separados de Oriente.
En la parte más oriental de Croacia, junto a Albania, está Novigrado -Castillo Nuevo-, a quien los turcos, sus dominadores de los siglos XV al XVII, llamaron Herzeg-Novi, y sus liberadores venecianos Castelnovo. Pequeño puerto estratégico situado en las Bocas de Cátaro, profunda entrada del mar Adriático en las montañas de Dalmacia, con paisaje y clima maravillosos. Castelnovo era en el siglo XIX de gran mayoría católica, aunque más de la mitad de estos pueblos eslavos son cristianos ortodoxos. Pertenece al arzobispado de Zagreb, sede que fue de monseñor Stepinac, el santo cardenal tan perseguido por los comunistas.
El 12 de mayo de 1866 nació el último de 12 hermanos, Bogdan -o Adeodato dado por Dios- Mandic, de nobles y ricos abuelos, pero cuyos padres habían caído casi en la pobreza. Frecuentaba el convento de los capuchinos, llegados como capellanes militares de los venecianos dos siglos antes. Y a los 16 años ingresó en el seminario capuchino de Udine. En 1884 entró en el noviciado de Bassano, con el nombre de Leopoldo. En 1890 se ordena de sacerdote en Venecia, donde permanece hasta 1897; luego pasa por los conventos de Zara, Bassano, Capodistria, Tiene y finalmente, en 1909, llega a Padua, que será su convento hasta su muerte, el 30 de julio de 1942.
Según los testigos, ya desde niño se mostró ejemplar. Una de las características de su vocación fue el ecumenismo, el deseo de trabajar para la vuelta de su pueblo, los eslavos, al seno de la Iglesia católica. Tanto le acuciaba esta idea, que hizo voto, repetido sin cesar, de consagrarse a realizar la promesa del Señor: "Se hará un solo rebaño con un solo pastor". Y añadía: "me ofrezco como víctima por la salvación de mis hermanos orientales".
Para realizar este ideal suyo no dejó en toda su vida de estudiar las lenguas orientales. Además del croata, no sólo aprendió el italiano y el latín, sino que era capaz de hablar el servio, el eslavo y el griego moderno. Notable fue el amor y fidelidad a su pueblo, hasta el punto que por ello no quiso aceptar la ciudadanía italiana durante la primera guerra europea, con la molestia de tener que retirarse a la Italia meridional de 1917 a 1918. La proximidad de Padua al frente hizo que las autoridades prohibieran estar allí a los súbditos del enemigo imperio austríaco. Sin embargo, siempre se sintió como ciudadano de la hospitalaria y cosmopolita Italia, donde difícilmente puede uno sentirse extranjero.
Fruto de tantas oraciones y trato íntimo con Dios, fue recibir la consoladora luz que reflejó en su frase: "Sin ninguna duda los orientales se unirán a la Iglesia de Roma", y añadía que será: "por los méritos y oraciones de María, de quien son tan devotos".
Su petición a los superiores de ser destinado a Oriente no le fue concedida; su salud era muy precaria, y sus cualidades no eran brillantes, con pronunciación defectuosa para predicar y sin estilo literario para escribir.
Sin embargo, en tres breves ocasiones se hizo realidad su sueño de trabajar con los orientales: los tres años que estuvo en Zara y el año de Capodistria, en plena tierra eslava. También en 1923, con gran gozo suyo, fue destinado a Fiume, al ser incorporado este puerto a Italia, para atender a los croatas, eslavos y servios, pero hizo tanta presión el pueblo de Padua pidiendo su vuelta, que al mes le ordenó el padre provincial su regreso.
Y aquí viene lo vulgar y lo prodigioso, la ocupación del capuchino bajo (1,35 m.) y feo que no servía para altas misiones, y tuvo la rutinaria, aburrida... y altísima, de confesar, de perdonar los pecados en nombre y como representante de Dios, reencauzando las almas a su eterna salvación, "full time", sin salir de su confesionario (una celda adosada a la iglesia), donde esperaban confesarse largas filas de hombres de todas las clases sociales, en particular sacerdotes y religiosos. Sin vacaciones, a pesar del fuerte calor del verano; y sin un pequeño calentador en el intenso frío del invierno. Resistiendo días enteros con fuertes dolores o abrasados por la fiebre, hasta el mismo día de su muerte. Y así se hizo santo. Porque en cualquier ocupación podemos santificarnos, y porque confesar es una de las ocupaciones que si más santifican a los penitentes, no habrá de ser menos a los confesores.
Pablo VI en la homilía de su beatificación tuvo estas palabras de especial significación y relevancia en la biografía del hoy san Leopoldo y para las circunstancias actuales: "La nota peculiar de su heroicidad y de su virtud carismática fue-¿quién no lo sabe?- su ministerio de oír confesiones. El llorado cardenal Larraona, entonces prefecto de la Sagrada Congregación de Ritos, escribió en el decreto de 1962 para la beatificación del P. Leopoldo:
'su método de vida era éste: después de celebrar bien temprano el sacrificio de la Misa, se sentaba en la pequeña celda del confesonario, y allí permanecía todo el día a disposición de los penitentes. Conservó este tenor de vida durante casi cuarenta años, sin la mínima queja...'
Demos gracias al Señor que ofrece hoy a la Iglesia una figura tan singular de ministro de la gracia sacramental de la penitencia; que, por una parte, hace un nuevo llamamiento a los sacerdotes a un ministerio de tan capital importancia, de tan actual pedagogía, de tan incomparable espiritualidad; y, por otra, recuerda a los fieles, sean fervorosos, tibios o indiferentes, qué servicio tan providencial e inefable es para ellos todavía hoy, o mejor, hoy más que nunca, la confesión individual y auricular, fuente de gracia y de paz, escuela de vida cristiana, consuelo incomparable en la peregrinación terrena hacia la eterna felicidad".
A su sagrado ministerio de oír confesiones, el P. Leopoldo juntaba una rígida austeridad; sus enfermedades, privación de descanso y de gustos (todas las delicadezas que viendo su delicada salud le solían regalar sus penitentes las entregaba al superior), el calor y el frío, todo con gran amor a la pobreza por su enorme valor evangélico: "Tantos pobres pasan frío y ¿voy yo a tener valor de calentarme con una estufa? ¿Qué les diría cuando vienen a confesarse?". Solamente el último invierno -tenía 75 años- por la insistencia de un grupo de amigos le obligó el superior a aceptar una estufa.
Doce horas al día confesando, sin dormir más que cuatro o cinco por la noche, ni siesta. ¡Así cuarenta años sin vacaciones! Y cuando tenía fiebre contestaba: "Los pobres tenemos que trabajar también con fiebre, en el cielo descansaremos. ¿Cómo puedo ir a la cama, esperando tantas almas ahí fuera mi pobre ayuda?"
De noche, en la capilla, de rodillas, luchando con el sueño, si le decían que se fuera ya a descansar: "A las personas que confieso doy penitencias muy ligeras; es necesario que satisfaga yo por ellas".
Aceptar vida tan penitente sólo es posible con la energía interior de la oración, de la unión constante con Dios, fundada en la roca de la fe. Casi como estribillo, repetía en el confesionario: "Fe, tenga fe". Bastaba que cesasen un momento las confesiones para que se arrodillase en oración. "Dios ha establecido que todo lo podemos alcanzar de Él, pero siempre por medio de la oración". Llegó hasta a hacer voto de estar continuamente con el pensamiento en la presencia de Dios, lo que supone un dominio heroico, y cumplía escrupulosamente.
Por este camino llegó a una extraordinaria unión con Dios. Él nunca habló de ello, y las cartas que escribió a su director espiritual no se conservan; pero son señales inequívocas de sus extraordinarios carismas, entre otras, las muchas predicciones que hacía después de recogerse un momento, y los muchos milagros que realizó.
Como cauce del trato suyo con Dios sobresalía su devoción a la Señora, como llamaba a la Santifica Virgen. Todos los días ponía flores frescas en la imagen de Ella que tenía en su celda-confesionario.
No podemos omitir su devoción al Corazón de Jesús -característica de todos los santos modernos-. Escribía: "Ruegue a la caridad sin límites del Corazón de Jesús para que pueda llegar yo a ser un amigo y discípulo suyo perfecto". Como velada referencia a su vida mística anotó en una estampa del Corazón de Jesús: "¡La caridad divina del Corazón de Jesús que se dignó darme señales tan inefables de su amor, tenga misericordia de mí!... ¡Todo lo espero, todo me lo prometo de la caridad infinita de nuestro Señor Jesucristo, de su divino Corazón". Y en una estampa de la Virgen: "Hoy, día del cincuentenario de mi profesión religiosa, renuevo mis votos en honor del divino Corazón..." Para él era la gloria: "Ya descansaremos un día en el cielo. Allí lo haremos mejor, reposando nuestra cabeza sobre el divino Corazón de Jesús".
Tenía también gran devoción y recurría frecuentemente a su Ángel de la Guarda, a los santos, en particular a san José, san Francisco, san Antonio de Padua, santos Cirilo y Metodio -apóstoles de los eslavos-, san Francisco Javier, san Ignacio de Loyola -había copiado y releía su famosa carta de la obediencia-, san Luis Gonzaga, san Estanislao de Kostka y san Juan Berchmans -por sus vidas sencillas-.
Su amor serio y sólido a las almas, que le llevó a una vida de abnegación tan heroica, en sus manifestaciones externas estaba lleno de bondad. Durante cuatro años, de 1910 a 1914, además de dar clases de patrología a los estudiantes capuchinos teólogos, fue su director. Dejó en ellos un gratísimo recuerdo del amor maternal con que los trataba, y se interesaba por cada uno en particular. Al hermano cocinero solía decir: "Sea generoso con los estudiantes. A mí y a algún otro limítenos la ración cuanto quiera, pero, por amor de Dios, trate bien a los estudiantes".
En las noches más crudas de invierno les dispensaba del coro y de los actos siguientes a la cena y recreación: "Id a descansar. Ya rezaré yo y haré un poco de penitencia por vosotros". Por sus criterios amplios algunos le censuraban que mitigaba el rigor tradicional de la orden, y le dejaron sólo confesar.
También en la confesión parecía tener manga ancha. A un canónigo, penitente suyo, que le interpelaba: "Usted es demasiado bueno, ¿no tendrá que dar alguna cuenta al Señor por ello?", le contestó: "Si de alguna cosa debiera arrepentirme, sería de no haber interpretado así siempre la Bondad infinita de Dios".
Días antes de morir decía: "Más de cincuenta años hace que estoy confesando, y no me remuerde la conciencia todas las veces que he dado la absolución, sino que siento pena de las tres o cuatro veces que no la he podido dar. Es posible que no hiciera todo lo que debía para suscitar en los penitentes las disposiciones debidas".
Tremenda fuerza y responsabilidad la de los confesores que no pueden absolver a quienes no están dispuestos a cumplir sus obligaciones graves. Situación difícil en tiempos de liberalismo, como los del san Leopoldo, cuando muchos no aceptan las interpretaciones o graves disposiciones de la Iglesia. Lo admirable del santo no es que absolviera sin exigir las debidas disposiciones a los penitentes, sino que consiguiera suscitarlas en ellos si no las tenían.
Así en cierto caso, que levantándose airado le señaló a uno la puerta: "Con Dios no se juega. Váyase y morirá en su pecado". Contó el mismo penitente que se sintió como herido por un rayo, cayó de rodillas llorando y prometió renunciar a sus errores. Cuando daba un consejo -y se lo pedían también los prelados- era tan grande su seguridad que no admitía réplica: "¿Quién ha hablado? ¡Ha hablado Dios! Basta".
Otros detalles de su bondad son el que siendo ya sacerdote, en Venecia, fuese a pedir limosna por las casas, y ayudase con el mayor interés a los hermanos a lavar, a preparar el refectorio o las habitaciones para los huéspedes, etc.
Un día, yendo por la calle, unos chiquillos burlándose de él le metían piedrecitas en la capucha. Llegó el doctor Ferrini y les reprendió ásperamente, pero el buen padre lo calmó: "Doctor, deje que se diviertan, merezco cosas mucho peores".
Se puede decir que los resume su santidad puesta al servicio de los demás hasta el milagro. Son muchísimos los recogidos en su proceso. Algunos como muestra:
-A veces -hay muchos testimonios-, interrumpía al penitente: "Basta, lo he comprendido todo", y si no se tranquilizaba le manifestaba cuanto pensaba decirle y aún más: "Aprenda a creer en la palabra del confesor".
-Se cruza en la calle con un desconocido en bicicleta, y lo mira tan fijamente que el otro le pregunta: "Padre, ¿quiere algo de mí?". "Venga enseguida a la iglesia". El hombre, que hacía cuarenta años que no se confesaba y que se vanagloriaba de no creer en Dios, despreciando a la Iglesia y al clero, fue, confesó, y desde aquel día vivió como excelente cristiano. Contaba a todo el mundo que la mirada del padre le había penetrado como una espada impidiéndole resistir a la invitación.
-Esta noche -decía el 23-III-1932 llorando amargamente- durante la oración el Señor me ha abierto los ojos y he visto a Italia en un mar de fuego y sangre". Ya durante la guerra, al preguntarle si sería bombardeada Padua, respondió: "Lo será, y duramente. También este convento e iglesia, pero esta celdita no. Aquí ha tenido Dios tanta misericordia con las almas, que debe quedar como un monumento a su bondad". Así sucedió, aunque el 14-V-1944 cinco grandes bombas destruyeron la iglesia y parte del convento.
-Al franciscano padre Orlini, recién elegido provincial, le aseguró: "Va a disfrutar poco tiempo de tan vistosa carga, porque pronto le vendrá otra mayor". Pensó el interesado que era una broma, pero a los tres meses fue elegido ministro general.
-"En 1913, cuando tenía veinte años -testifica sor María Asunción- me confesé con él. Nunca le había visto. Después me invitó a pasar a la sacristía, y como transfigurado me dijo: El Amo y Señor de la barca tiene designios importantes sobre usted. Corresponda bien a las gracias recibidas". Ni se le había ocurrido aún la obra que después fundaría: el Instituto religioso de las Esclavas de la Santísima Trinidad.
-Ana Bendazzoli en la primavera de 1942 vivía angustiada, pues desde hacía mucho tiempo no conseguía tener noticias de su único hijo, combatiente en África. Llegó al confesionario del padre Leopoldo, que no la conocía: "¿Es usted viuda? ¿Tiene un hijo único? Vuelva contenta a su casa, muy pronto recibirá carta de él y pasará feliz la Pascua". Días después, al domingo de Resurrección, recibía carta de su hijo: estaba ya sin peligro, hecho prisionero, pero muy bien.
-Va a confesar a una enferma, en julio de 1933. Al día siguiente la operarán de tumor en el intestino. Está tan abatida que el padre Leopoldo se conmueve. Queda un momento absorto en oración: "¡Tenga fe! ¡Alégrese, creo que el Señor ha cambiado las cartas!" Al día siguiente cuando la visitó el médico la encontró totalmente curada.
-En 1928 le cuentan que una niña se está muriendo de meningitis. El P. Leopoldo se conmueve, pide una manzana, la bendice: "Dásela a la niña y la Virgen la curará". Nada más comerla sanó. Volvieron rápidamente a decírselo. Él exclamó: "Ha sido la Virgen. Virgen bendita, ¡qué buena eres!".
Llegó a la meta el 30 de julio de 1942. Ese día se levantó muy de mañana, como de costumbre, y prolongó su oración antes de la santa Misa. Al ir a revestirse sufrió un desvanecimiento. Se recuperó justo para recibir la santa Unción. El superior, padre Benjamín, testificó en el proceso de canonización: "Yo, que le asistí en sus últimos momentos, no dudo en creer que, en su tránsito a la eternidad, haya sido asistido, mediante una extraordinaria aparición de nuestra Señora, la Madre de Dios. Murió repitiendo las invocaciones que se le sugerían. En cuanto llegó a las palabras: ¡Oh, clementísima!... ¡Oh, piadosa!...¡Oh, dulce Virgen María! se incorporó y, extendiendo las manos hacia lo alto, como si fuese al encuentro de no sé qué objeto extraño, expiró; parecía transformado". Fue solemnemente canonizado por San Juan Pablo II, el 16 de octubre de 1983.
Que San Leopoldo Mandic interceda ante la Padrona Benedeta -tantas veces por él invocada- para que sea pronto una realidad la consoladora luz que un día recibiera: "Sin ninguna duda los orientales se unirán a la Iglesia de Roma... por los méritos y oraciones de María, de quien son tan devotos".
Texto procedente de la Revista Ave María, nº 680