Biografía del Santo Cura de Ars
Su fiesta se celebra el 4 de agosto
Su verdadero
nombre fue San Juan Bautista María Vianney, pero en todo el mundo es conocido con el
nombre de Cura de Ars. Nació en Dardilly, en las cercanías de Lyon (Francia), el 8 de
mayo de 1786. Tras una infancia normal, a los diecisiete años Juan María concibe el gran
deseo de llegar a ser sacerdote. Su padre, aunque buen cristiano, pone algunos
obstáculos, que por fin son vencidos. El joven inicia sus estudios en el seminario,
dejando las tareas del campo a las que hasta entonces se había dedicado.
Juan María continúa sus estudios sacerdotales en Verrières primero y después en el
seminario mayor de Lyón. Todos sus superiores reconocen la admirable conducta del
seminarista, pero..., falto de los necesarios conocimientos del latín, no saca ningún
provecho de los estudios y, por fin, es despedido del seminario. Intenta entrar en los
hermanos de las Escuelas Cristianas, sin lograrlo. La cosa parecía ya no tener solución
ninguna cuando, de nuevo, se cruza en su camino un cura excepcional: el padre Balley, que
había dirigido sus primeros estudios. Él se presta a continuar preparándole, y consigue
del vicario general, después de un par de años de estudios, su admisión a las órdenes.
Por fin, el 13 de agosto de 1815, el obispo de Grenoble, monseñor Simón, le ordenaba
sacerdote, a los 29 años. Sin embargo, el Santo Cura se sentía feliz al lograr lo
que durante tantos años anheló, y a fuerza de tantas privaciones, esfuerzos y
humillaciones, había tenido que conseguir: el sacerdocio.
Durante tres años, de 1815 a 1818, continuará aprendiendo la teología junto al padre
Balley, en Ecully, con la consideración de coadjutor suyo. Muerto el padre Balley, y
terminados sus estudios, el arzobispado de Lyón le encarga la pastoral de un minúsculo
pueblecillo, a treinta y cinco kilómetros al norte de la capital, llamado Ars.
El 9 de febrero de
1818, San Juan María llegó a Ars. pueblecillo del que prácticamente no volverá a salir
jamás.
Podemos distinguir en la actividad parroquial de San Juan María dos aspectos
fundamentales, que en cierta manera corresponden también a dos fases de su vida.
Mientras no se inició la gran peregrinación a Ars, el cura pudo vivir enteramente
consagrado a sus feligreses. Y así le vemos visitándoles casa por casa; atendiendo
paternalmente a los niños y a los enfermos; empleando gran cantidad de dinero en la
ampliación y embellecimiento de la iglesia; ayudando fraternalmente a sus compañeros de
los pueblos vecinos. Es cierto que todo esto va acompañado de una vida de asombrosas
penitencias, de intensísima oración, de caridad, en algunas ocasiones llevada hasta el
extremo para con los pobres. Pero San Juan María no excede en esta primera parte de su
vida del marco corriente en las actividades de un cura rural.
Ya hemos dicho que el Santo solía ayudar, con fraternal caridad, a sus compañeros en las
misiones parroquiales que se organizaban en los pueblos de los alrededores. En todos ellos
dejaba el Santo un gran renombre por su oración, su penitencia y su ejemplaridad. Era
lógico que aquellos buenos campesinos recurrieran luego a él, al presentarse
dificultades, o simplemente para confesarse y volver a recibir los buenos consejos que de
sus labios habían escuchado. Éste fue el comienzo de la célebre peregrinación de
feligreses a Ars. Lo que al principio sólo era un fenómeno local, circunscrito casi a
las diócesis de Lyon y Belley, luego fue tomando un vuelo cada vez mayor, de tal manera
que llegó a hacerse célebre el cura de Ars en toda Francia y aún en Europa entera. De
todas partes empezaron a afluir peregrinos, se editaron libros para servir de guía, y es
conocido el hecho de que en la estación de Lyón se llegó a establecer una taquilla
especial para despachar billetes de ida y vuelta a Ars. Aquel pobre sacerdote, que
trabajosamente había hecho sus estudios, y a quien la autoridad diocesana había relegado
en uno de los pueblos más pequeños y menos devotos de la diócesis, iba a convertirse en
consejero buscadísimo por millares y millares de almas. Y entre ellas se contarían
gentes de toda condición, desde prelados insignes e intelectuales famosos, hasta
humildísimos enfermos y pobres gentes atribuladas que irían a buscar en él algún
consuelo.
Aquella afluencia de gentes iba a alterar por completo su vida. Día llegará en que el
Santo Cura desconocerá su propio pueblo, encerrado como se pasará el día entre las
míseras tablas de su confesonario. Entonces se producirá el milagro más impresionante
de toda su vida: el simple hecho de que pudiera subsistir con aquel género de vida.
Porque
aquel hombre, por el que van pasando ya los años, sostendrá como habitual la siguiente
distribución de tiempo: levantarse a la una de la madrugada e ir a la iglesia a hacer
oración. Antes de la aurora, se inician las confesiones de las mujeres. A las seis de la
madrugada en verano y a las siete en invierno, celebración de la misa y acción de
gracias. Después queda un rato a disposición de los peregrinos. A eso de las diez, reza
una parte de su breviario y vuelve al confesonario. Sale de él a las once para hacer la
célebre explicación del catecismo, predicación sencillísima, pero llena de una unción
tan penetrante que produce abundantes conversiones. Al mediodía, toma su frugalísima
comida, con frecuencia de pie, y sin dejar de atender a las personas que solicitan algo de
él. Al ir y al venir a la casa parroquial, pasa por entre la multitud, y ocasiones hay en
que aquellos metros tardan media hora en ser recorridos. Dichas las vísperas y completas,
vuelve al confesonario hasta la noche. Rezadas las oraciones de la tarde, se retira para
terminar el Breviario. Y después toma unas breves horas de descanso sobre el duro lecho.
Sólo un prodigio sobrenatural podía permitir al Santo subsistir físicamente, mal
alimentado, escaso de sueño, privado del aire y del sol, sometido a una tarea tan
agotadora como es la del confesonario.
Por si fuera poco, sus penitencias eran extraordinarias, y así podían verlo con
admiración y en ocasiones con espanto quienes le cuidaban. Los años y las enfermedades
le impedían dormir con suficiente tranquilidad.
Dios bendecía manifiestamente su actividad. El que a duras penas había hecho sus
estudios, se desenvolvía con maravillosa firmeza en el púlpito, sin tiempo para
prepararse, y resolvía delicadísimos problemas de conciencia en el confesionario. Es
más: después de su muerte, hubo testimonios, abundantes hasta lo increíble, de su don
de discernimiento de conciencias. A una prsona le recordó un pecado olvidado, a otra le
manifestó claramente su vocación, a otra le abrió los ojos sobre los peligros en que se
encontraba, a otras personas que traían entre manos obras de mucha importancia para la
Iglesia de Dios les descorrió el velo del porvenir... Con sencillez, casi como si se
tratara de corazonadas o de ocurrencias, el Santo mostraba estar en íntimo contacto con
Dios Nuestro Señor y ser iluminado con frecuencia por Él.
No imaginemos, sin embargo, al Santo como un ser completamente desligado de toda
humanidad. Antes al contrario. Conservamos el testimonio de personas, pertenecientes a las
más elevadas esferas de aquella puntillosa sociedad francesa del siglo XIX, que marcharon
de Ars admiradas de su cortesía y gentileza. Ni es esto sólo. Mil anécdotas nos
conservan el recuerdo de su agudo sentido del humor. Sabía resolver con gracia las
situaciones en que le colocaban a veces sus entusiastas. Así, cuando el señor obispo le
nombró canónigo, su coadjutor le insistía un día en que, según la costumbre francesa,
usara su muceta. «¡Ah, amigo mío! -respondió sonriente-, soy más listo de lo que se
imaginaban. Esperaban burlarse de mí, al verla sobre mis hombros, y yo les he cazado».
«Sin embargo, ya ve, hasta ahora es usted el único a quien el señor obispo ha dado ese
nombramiento». «Natural. Ha tenido tan poca fortuna la primera vez, que no ha querido
volver a tentar suerte».
Pero donde más brilló su profundo sentido humano fue en la fundación de «La
Providencia», aquella casita que, sin plan determinado alguno, en brazos exclusivamente
de la caridad, fundó el señor cura para acoger a las pobres huerfanitas de los
contornos. Entre los documentos humanos más conmovedores, por su propia sencillez y
cariño, se contarán siempre las Memorias que Catalina Lassagne escribió sobre el Santo
Cura. A ella le puso al frente de la obra y allí estuvo hasta que, quien tenía autoridad
para ello, determinó que las cosas se hicieran de otra manera. Pero la misma reacción
del Santo mostró entonces hasta qué punto convivían en él, junto a un profundo sentido
de obediencia rendida, un no menor sentido de humanísima ternura. Por lo demás, si
alguna vez en el mundo se ha contado un milagro con sencillez, fue cuando Catalina narró
lo que un día en que faltaba harina le ocurrió a ella. Consultó al señor cura e hizo
que su compañera se pusiera a amasar, con la más candorosa simplicidad, lo poquito que
quedaba y que ciertamente no alcanzaría para cuatro panes. «Mientras ella amasaba, la
pasta se iba espesando. Ella añadía agua. Por fin estuvo llena la amasadera, y ella hizo
una hornada de diez grandes panes de 20 a 22 libras». Lo bueno es que, cuando acuden
emocionadas las dos mujeres al señor cura, éste se limita a exclamar: «El buen Dios es
muy bueno. Cuida de sus pobres».
El viernes 29 de julio de 1859 se sintió indispuesto. Pero bajó, como siempre, a la
iglesia a la una de la madrugada. Sin embargo, no pudo resistir toda la mañana en el
confesonario y hubo de salir a tomar un poquito de aire. Antes del catecismo de las once
pidió un poco de vino, sorbió unas gotas derramadas en la palma de su mano y subió al
púlpito. No se le entendía, pero era igual. Sus ojos bañados de lágrimas, volviéndose
hacia el sagrario, lo decían todo. Continuó confesando, pero ya a la noche se vio que
estaba herido de muerte. Descansó mal y pidió ayuda. «El médico nada podrá hacer.
Llamad al señor cura de Jassans».
Ahora ya se dejaba cuidar como un niño. No rechistó cuando pusieron un colchón a su
dura cama. Obedeció al médico. Y se produjo un hecho conmovedor. Éste había dicho que
había alguna esperanza si disminuyera un poco el calor. Y en aquel tórrido día de
agosto, los vecinos de Ars, no sabiendo qué hacer por conservar a su cura queridísimo,
subieron al tejado y tendieron sábanas que durante todo el día mantuvieron húmedas. No
era para menos. El pueblo entero veía, bañado en lágrimas, que su cura se les marchaba
ya. El mismo obispo de la Diócesis vino a compartir su dolor. Tras una emocionante
despedida de su buen padre y pastor, el Santo Cura ya no pensó más que en morir. Y en
efecto, con paz celestial, el jueves 4 de agosto, a las dos de la madrugada, mientras su
joven coadjutor rezaba las hermosas palabras «que los santos ángeles de Dios te salgan
al encuentro y te introduzcan en la celestial Jerusalén», suavemente, sin agonía,
«como obrero que ha terminado bien su jornada», el Cura de Ars entregó su alma a Dios.
Así se ha realizado lo que él decía en una memorable catequesis matinal: «¡Dios mío,
cómo me pesa el tiempo con los pecadores! ¿Cuándo estaré con los santos? Entonces
diremos al buen Dios: Dios mío, te veo y te tengo, ya no te escaparás de mí jamás,
jamás».
Lo canonizó el papa Pío XI el 31 de mayo de 1925, quien tres años más tarde, en 1928,
lo nombró Patrono de los Párrocos. El Papa Benedicto XVI proclamó a San Juan María
Vianney "Patrono de todos los sacerdotes del mundo" el 19 de junio de 2009. Su
cuerpo se conserva INCORRUPTO en la Basílica de Ars. Su fiesta se celebra el 4 de agosto.
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