La misión de ser camino

Camino de la cumbre nevada En Adviento, ¿de qué modo soy precursor? ¿Cómo ayudo a que los demás se preparen para que también llegue Dios a sus casas?

Adviento es la época en que la Iglesia nos prepara, en una forma muy particular, para la venida del Señor. Y esta preparación, que supone un tiempo de mayor oración e introspección dentro del corazón, se debe convertir también en una serie de preguntas respecto al modo en el que nos estamos acercando a la Navidad, que en definitiva, es el misterio de la manifestación del Señor, el misterio por el cual Dios se muestra al mundo.

Es importante que todos nos atrevamos a cuestionarnos el modo en el que cada uno está viviendo esta manifestación de Dios. Si estamos aceptando o no la manifestación del Señor; si estamos condicionando o no la manifestación del Señor; si estamos manipulando o no la manifestación del Señor.

Todo este tema nos tendría que llevar a preguntarnos, en primer lugar, ¿cómo me llega a mí esta manifestación? Y en segundo lugar -y quizá esta pregunta es mucho más importante- ¿cómo me convierto en transmisor de esta manifestación de Dios? Porque no podemos olvidar que a todos y a cada uno de nosotros nos corresponde ser precursores del Señor.

El Evangelio de San Lucas nos narra un pasaje en el que Jesucristo cura a un paralítico. Un hombre, vamos a decirlo así, que estaba espiritualmente atado, un hombre sin esperanzas. Ese paralítico, en cierto sentido, somos todos los seres humanos. Porque todos, de alguna forma o de otra, tenemos esta parálisis; de un modo u otro estamos atorados en nuestra existencia. Todos tenemos algo por lo que nuestra vida no acaba de caminar.

Jesús está dispuesto a curarnos; Él es la esperanza que nos va a sanar. Sin embargo, para que pueda realizarse esta esperanza, hace falta un precursor. Es decir, hace falta alguien que prepare el camino para que el alma paralítica pueda encontrarse con el Señor. Y ese alguien que prepara el camino, en el caso del Evangelio, son las personas que se dan cuenta que no se puede pasar, y tienen que hacer el esfuerzo por subir al tejado, quitar las tejas, bajar al enfermo y ponerlo delante de Cristo.

En este pasaje vemos de forma muy clara que el milagro no se podría haber realizado sin estas personas. Sin embargo, cuántas veces nos olvidamos de que los milagros de Dios, que a lo mejor no van a ser el sanar un cuerpo paralítico, sino sanar un alma paralítica, necesitan de precursores.

Generalmente el camino del Señor no se prepara solo. La mayoría de los caminos de Dios necesitan de precursores. Nosotros somos los precursores. Cada uno de nosotros tiene que tener corazón de precursor que, en primer lugar, acepte esta misión y acepte que va a ser el que logre que Cristo llegue a otros corazones. Y, en segundo lugar, un corazón de precursor que pone todos los medios necesarios para que esta misión se realice, porque de nada sirven los títulos si no los hacemos vida, si no los bajamos a la práctica, si no los ponemos en movimiento. De nada sirve que nos demos cuenta de las necesidades de los hombres. Tampoco sirve de nada que nos demos cuenta de que, además, las podemos arreglar. De poco sirven las palabras si no las bajamos a los hechos.

Cuánta gente hay en el mundo que viven nada más de palabras; viven hablando de la importancia que tiene el hacer cosas, sin atreverse a realizarlas. Cuántas veces, es a cada uno de nosotros, a los que se nos olvida que más que decir, al precursor le toca hacer, le toca preparar el camino. Y cuántas veces, también, se nos olvida que el primer camino que tenemos que preparar para que llegue el Señor no es el camino ajeno, sino el propio camino.

¡Qué responsabilidad tan grande y tan seria es el hecho de que pudiéramos no ser camino suficientemente llano para que pueda pasar el Señor! Por eso, en este Adviento, cada uno de nosotros, con mucha tranquilidad y con gran exigencia, tiene que cuestionarse sobre el modo en que está siendo precursor. Es decir, si está corriendo delante de Cristo, si está preparando el camino del Señor.

Por otra parte, el Profeta Isaías, con la imagen de una calzada ancha que se llamará Camino Santo, nos narra cómo va a ser el momento en el que el Mesías esté presente en el mundo: "Los impuros no la transitarán, ni los necios vagarán por ella, no habrá por ahí leones, ni se acercarán las fieras. Por ella caminarán los redimidos, volverán a casa los rescatados por el Señor, vendrán a Sión con cánticos de júbilo coronados de perpetua alegría.

Obviamente el camino del que habla el profeta Isaías es un camino espiritual. Y ese camino espiritual no es simplemente una buena intención, sino que, en cierto sentido, cada uno de nosotros es ese camino espiritual, porque cada uno de nosotros es tanto el camino a través del cual tiene que pasar Dios para llegar a los hombres, como también el camino a través del cual llegan los hombres a Dios. Todos los cristianos tenemos la misión de ser este Camino Santo. Es decir, debemos ser precursores, ir delante del Señor anunciando a los hombres que tienen una esperanza

¿Cómo vamos a ser precursores si no tenemos al Señor en nuestro corazón? ¿Cómo puedo revelar a los hombres que tienen una esperanza, si a lo mejor yo soy el primero que carece de ella? ¿Cómo les voy a asegurar a los demás que Cristo va a solucionar sus problemas, si yo no me esfuerzo por poner en Cristo los míos para que Él me los solucione?

Si yo quiero que Cristo pase a través de mí a los hombres, y los hombres lleguen a través de mí a Jesucristo, necesito ser este Camino Santo. Y aunque podríamos reflexionar mucho sobre el simbolismo en torno a este Camino Santo, uno de los puntos más importantes es el hecho de que nos tenemos que dar cuenta de que no lo pueden recorrer los impuros. Es decir, no puede circular por él todo aquello que nos aparta de Dios. Por lo tanto, una de las principales tareas como precursor es quitar todo lo que no debe transitar por mi camino.

Cuántas veces esta impureza puede ser las faltas de caridad, y cuántos impuros de este estilo pueden encontrarse en mi camino. O cuánto de esta impureza puede ser mi pereza, mi flojera, mi comodidad que camina tranquilamente por mi vida de arriba abajo y de abajo arriba, e impide que mi camino sea un Camino Santo. Cuántas veces estos impuros pueden ser la reticencia para hacer el bien a los demás, o la falta de urgencia para aprovechar mejor el tiempo y no perderlo en tantas cosas nimias e insustanciales en las que con frecuencia lo usamos.

La Escritura nos habla de que los necios tampoco podrán ir por el Camino Santo. Es decir, no podrán caminar por él aquellos que no captan lo que el Señor quiere. Y cuántas veces podríamos estar permitiendo que por el camino de nuestra vida estén pasando muchas situaciones en las que no queremos captar lo que el Señor quiere, muchas situaciones en las que no poseemos la sabiduría de Dios. Cuántas situaciones sin sabiduría de Dios hay en nuestra vida. Cuántas veces ante una dificultad, ante una prueba, nuestro modo de comportarnos demuestra que la sabiduría de Dios no está presente.

Ser precursores no es simplemente hablar; ser precursores reclama, en primer lugar, permitir que Cristo pase a través de nuestro corazón. Yo les invito a que con mucha sinceridad, cada uno se haga las siguientes preguntas: ¿De qué modo soy precursor? ¿Soy un precursor limpio? ¿Estoy permitiendo que el Señor pase a través de mí hacia los hombres? ¿Estoy permitiendo, por mi modo de vida, que los hombres puedan llegar a Dios? En el fondo, esto es el Adviento. El Adviento no son adornos, no son figuritas, no son flores, no son árboles de Navidad, no son dulces. El Adviento es ser capaces de que el Señor venga a nuestra casa y, como precursores, poder ayudar a que los demás se preparen para que también llegue a la suya.

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