ANÉCDOTAS
DEL PADRE PÍO DE PIETRELCINA
¡Cuida por dónde caminas!
Un hombre fue a San Giovanni
Rotondo para conocer al Padre Pío pero era tal la cantidad de gente que había que tuvo
que volverse sin ni siquiera poder verlo. Mientras se alejaba del convento sintió el
maravilloso perfume que emanaba de los estigmas del padre y se sintió reconfortado.
Unos meses después, mientras caminaba por una zona montañosa, sintió nuevamente el
mismo perfume. Se paró y quedó extasiado por unos momentos inhalando el exquisito olor.
Cuando volvió en sí, se dio cuenta que estaba al borde de un precipicio y que si no
hubiera sido por el perfume del padre hubiera seguido caminando... Decidió ir
inmediatamente a San Giovanni Rotondo a agradecer al Padre Pío. Cuando llegó al
convento, el Padre Pío, el cual jamás lo había visto, le gritó sonriendo:-
“¡Hijo mío! ¡Cuida por dónde caminas!”.
Debajo del colchón
Una señora sufría de tan terribles jaquecas que decidió poner una foto del Padre Pío
debajo de su almohada con la esperanza de que el dolor desaparecería. Después de varias
semanas el dolor de cabeza persistía y entonces su temperamento italiano la hizo exclamar
fuera de sí: -“Pues mira Padre Pío, como no has querido quitarme la jaqueca te
pondré debajo del colchón como castigo”. Dicho y hecho. Enfadada puso la
fotografía del padre debajo de su colchón.
A los pocos meses fue a San Giovanni Rotondo a confesarse con el padre. Apenas se
arrodilló frente al confesionario, el padre la miró fijamente y cerró la puertecilla
del confesionario con un soberano golpe. La señora quedó petrificada pues no esperaba
semejante reacción y no pudo articular palabra. A los pocos minutos se abrió nuevamente
la puertecilla del confesionario y el padre le dijo sonriente: “No te gustó
¿verdad? ¡Pues a mí tampoco me gustó que me pusieras debajo del colchón!”.
Los consejos del Padre Pío
Un sacerdote argentino había oído hablar tanto sobre los consejos del Padre Pío que
decidió viajar desde su país a Italia con el único objeto de que el padre le diera
alguna recomendación útil para su vida espiritual. Llegó a Italia, se confesó con el
padre y se tuvo que volver sin que el padre le diera ningún consejo. El padre le dio la
absolución, lo bendijo y eso fue todo. Llegó a la Argentina tan desilusionado que se
desahogaba contando el episodio a todo el mundo. “No entiendo por qué el padre no me
dijo nada”, decía, “¡y yo que viajé desde la Argentina sólo para eso!”
“-El Padre Pío lee las consciencias y sabía que yo había ido con la esperanza de
que me diera alguna recomendación”, etc, etc. Así se quejaba una y otra vez hasta
que sus fieles le empezaron a preguntar: “Padre, ¿está seguro que el padre Pío no
le dijo nada?¿no habrá hecho algún gesto, algo fuera de lo común??”. Entonces el
sacerdote se puso a pensar y finalmente se acordó que el Padre Pío sí había hecho algo
un poco extraño. “-Me dio la bendición final haciendo la señal de la cruz
sumamente despacio, tan despacio que yo pensé: ¿es que no va a acabar nunca?”,
contó a sus fieles. “¡He ahí el consejo!”, le dijeron, “usted la hace
tan rápido cuando nos bendice que más que una cruz parece un garabato”. El
sacerdote quedó contentísimo con esta forma tan original de aconsejar que tenía el
Padre Pío.
El vigilante y los ladrones
“Unos ladrones merodeaban en mi barrio, en Roma, y esto me impedía ir a visitar al
Padre Pío. Al final me decidí después de haber hecho un pacto mental con él:
“Padre, yo iré a visitarte si tú me cuidas la casa...”.
Una vez en San Giovanni Rotondo, me confesé con el Padre y al día siguiente, cuando fui
a saludarle, me reprendió: “¿Aún estás aquí? ¡Y yo que estoy sudando para
sostenerte la puerta!”.
Me puse de viaje inmediatamente, sin haber comprendido qué había querido decirme.
Habían forzado la cerradura, pero en casa no faltaba nada.”
Niños y caramelos
“Hacía tanto tiempo que no iba a visitar al Padre Pío que me sentía obsesionada
por la idea de que se hubiera olvidado de mí.
Una mañana, después de haberle confiado, como de costumbre, mi hija bajo su protección,
fui a Misa. De regreso, encontré a la pequeña saboreando un caramelo. Sorprendida le
pregunté quién le había dado el “melito”, como ella llamaba a los
caramelitos, y muy contenta me señaló el retrato del Padre Pío que dominaba sobre el
corralito donde dejaba a la pequeña durante mis breves ausencias.
No di ninguna importancia al episodio y no pensé más en él.
Después de algún tiempo, no logrando sacarme de la cabeza la idea de que el Padre Pío
se hubiera olvidado de mí, pude finalmente ir a visitarlo. Inmediatamente después de la
confesión, cuando fui a besarle la mano, me dijo riendo: “...¿también tú querías
un “melito”?”.
Un calvo
“No había remedios para mi cabello que iba desapareciendo de mi cabeza, y
sinceramente me disgustaba quedar calvo. Me dirigí al Padre Pío y le dije: “Padre,
ruegue para que no se me caiga el cabello”.
El Padre en ese momento bajaba por la escalera del coro. Yo lo miraba ansioso esperando
una contestación. Cuando estuvo cerca de mí cambió el semblante y con una mirada
expresiva señaló a alguien que estaba detrás y me dijo: “Encomiéndate a
él”. Me di vuelta. Detrás había un sacerdote completamente calvo, con una cabeza
tan brillante que parecía un espejo. Todos nos echamos a reír.
El zapatazo
Una vez un paisano del Padre Pío tenía un fuertísimo dolor de muelas. Como el dolor no
lo dejaba tranquilo su esposa le dijo: “¿Por qué no rezas al Padre Pío para que te
quite el dolor de muelas?? Mira aquí está su foto, rézale”. El hombre se enojó y
gritó furibundo: “¿Con el dolor que tengo quieres que me ponga a rezar???”.
Inmediatamente cogió un zapato y lo lanzó con todas sus fuerzas contra la foto del Padre
Pío.
Algunos meses más tarde su esposa lo convenció de irse a confesar con el Padre Pío a
San Giovanni Rotondo. Se arrodilló en el confesionario del Padre y, luego de decir todos
los pecados que se acordaba, el Padre le dijo: “¿Qué más recuerdas?”
“Nada más”, contestó el hombre. “¿¿Nada más?? ¡¿Y qué hay del
zapatazo que me diste en plena cara?!.”
El saludo “grande, grande”
Una hija espiritual del Padre Pío se había quedado en San Giovanni Rotondo tres semanas
con el único propósito de poder confesarse con él. Al no lograrlo, ya se marchaba para
Suiza profundamente triste, cuando se acordó que el Padre Pío daba todos los días la
bendición desde la ventana de su celda. Se animó con la idea de que por lo menos
recibiría su bendición antes de partir y salió corriendo hacia el convento. Por el
camino iba diciendo para sus adentros: “quiero un saludo grande, grande, sólo para
mí”. Cuando llegó se encontró con que la gente se había marchado pues el Padre
había dado ya su bendición, los había saludado a todos agitando su pañuelo desde su
ventana y se había retirado a descansar. Un grupo de mujeres que rezaban el Rosario se lo
confirmaron. Era inútil esperar. La señora no se desanimó por eso y se arrodilló con
las demás mujeres diciendo para sí: “no importa, yo quiero un saludo grande,
grande, sólo para mí”. A los pocos minutos se abrió la ventana de la celda del
Padre y éste, luego de dar nuevamente su bendición, se puso a agitar una sábana a modo
de saludo en vez de usar su pañuelo. Todos se echaron a reír y una mujer comentó:
“-¡Miren, el padre se ha vuelto loco!”. La hija espiritual del padre comenzó a
llorar emocionada. Sabía que era el saludo “grande, grande” que había pedido
para sí.
Un niño y los caramelos
Un niño, hijo de un guardia civil, deseaba tener un trenecito eléctrico desde hacía
mucho tiempo. Acercándose la fiesta de Reyes, se dirigió a un retrato del Padre Pío
colgado en la pared, y le hizo esta promesa: “Oye, Padre Pío, si haces que me
regalen un trenecito eléctrico, yo te llevaré un paquete de caramelos”.
El día de los Santos Reyes el niño recibió el trenecito tan deseado.
Pasado algún tiempo, el niño fue con su tía a San Giovanni Rotondo. El padre Pío,
paternal y sonriente, le preguntó: “-Y los caramelos, ¿dónde están?”.
¡Por dos higos!
Una señora devota del Padre Pío comió un día un par de higos de más. Asaltada por los
escrúpulos, pues le parecía que había cometido un pecado de gula, prometió que iría
en cuánto pudiera a confesarse con el Padre Pío. Al tiempo se dirigió a San Giovanni
Rotondo y al final de la confesión le dijo al padre muy preocupada: “Padre, tengo la
sensación de que me estoy olvidando de algún pecado, quizá sea algo grave”. El
Padre le dijo: “No se preocupe más. No vale la pena. ¡Por dos higos!”.
¿Esperas que me case yo con ella?
El Padre Pío estaba celebrando una boda. En el momento culminante del acto el novio, muy
emocionado, no atinaba a pronunciar el “sí” del rito.
El Padre esperó un poco, procurando ayudarlo con una sonrisa, pero viendo que era en vano
todo intento, exclamó con fuerza: “¡¿En fin, quieres decir este “sí” o
esperas que me case yo con ella?!”
¡Padre, ruegue por mis hijitos!
Una señora muy devota del Padre Pío nunca se iba a dormir sin haberle encomendado antes
a sus hijos. Todos las noches se arrodillaba frente a la imagen del Padre y le decía:
“Padre Pío, ruegue por mis hijitos”. Después de tres años de rezar todos los
días la misma jaculatoria pudo ir a San Giovanni Rotondo. Cuando vio al Padre le dijo:
“Padre, ruegue por mis hijitos”. “Lo sé, hija mía”, le dijo el
Padre, “¡hace tres años que me vienes repitiendo lo mismo todos los días!”.
¡Y tú te burlas!
Una devota del Padre Pío se arrodillaba todos los días frente a la imagen del padre y le
pedía su bendición. Su marido, a pesar de ser también devoto del padre, se moría de la
risa y se burlaba de ella pues consideraba que aquello era una exageración. Todas las
noches se repetía la misma escena entre los esposos. Una vez fueron los dos a visitar al
Padre Pío y el señor le dijo: “Padre, mi esposa le pide su bendición todas las
noches”. “Lo sé”, contestó el Padre, “¡y tú te burlas!”.
Bilocaciones
Padre Pío reza a San Pío X
Una vez el Cardenal Merry del Val contó al Papa Pío XII que había visto al Padre Pío
rezando en San Pedro frente a la tumba de San Pío X, el día de la canonización de Santa
Teresita. El Papa preguntó al Beato Don Orione qué pensaba del asunto. Don Orione
respondió: “Yo también lo vi. Estaba arrodillado rezando a San Pío X. Me miró
sonriente y luego desapareció”.
Padre Pío en Uruguay
Monseñor Damiani, obispo uruguayo, fue a San Giovanni Rotondo a confesarse con el padre
Pío. Luego de confesarse se quedó unos días en el convento. Una noche se sintió
enfermo y llamaron al Padre Pío para que le diera los últimos sacramentos. El padre Pío
tardó mucho en llegar y cuando lo hizo le dijo:
“Ya sabía yo que no te morirías. Volverás a tu diócesis y trabajarás algunos
años más para gloria de Dios y bien de las almas”. “Bueno”, contestó
Monseñor Damiani, “me iré pero si usted me promete que irá a asistirme a la hora
de mi muerte”. El Padre Pío dudó unos instantes y luego le dijo “Te lo
prometo”.
Monseñor Damiani volvió al Uruguay y trabajó durante cuatro años en su diócesis.
En el año 1941 Monseñor Alfredo Viola festejó sus bodas de plata sacerdotales. Para tal
acontecimiento se reunieron todos los obispos uruguayos y algunos argentinos en la ciudad
de Salto, Uruguay. Entre ellos estaba Monseñor Damiani, enfermo de angina pectoris. Hacia
la medianoche el Arzobispo de Montevideo, luego Cardenal Antonio María Barbieri, se
despertó al oír golpear a su puerta. Apareció un fraile capuchino en su habitación que
le dijo: “Vaya inmediatamente a ver a Monseñor Damiani. Se está muriendo”.
Monseñor Barbieri fue corriendo a la alcoba de Monseñor Damiani, justo a tiempo para que
éste recibiera la extremaunción y escribiera en un papel: “Padre Pío..” y no
pudo terminar la frase. Fueron muchos los testigos que vieron un capuchino por los
corredores. Quedó en el palacio espiscopal de Salto un medio guante del padre Pío que
curó a varias personas.
En 1949 Monseñor Barbieri fue a San Giovanni Rotondo y reconoció en el padre al
capuchino que había visto aquella noche, a más de diez mil kilómetros de distancia. El
Padre no había salido en ningún momento de su convento.
Hoy día hay en Salto una gruta que recuerda esta bilocación y desde allí el padre ha
hecho varios milagros.
Nos hemos salvado por los pelos aquella tarde ¿eh General?
El General Cardona, después de la derrota de Caporetto, cayó en un estado de profunda
depresión y decidió acabar con su vida. Una tarde se retiró a su habitación exigiéndo
a su ordenanza que no dejara pasar a nadie. Se dirigió a un cajón, extrajo una pistola y
mientras se apuntaba la sien oyó una voz que le decía: “Vamos, General, ¿realmente
quiere hacer esta tontería?”. Aquella voz y la presencia de un fraile lo disuadieron
de su propósito, dejándolo petrificado. Pero ¿cómo había podido entrar ese personaje
en su habitación? Pidió explicaciones a su ordenanza y este le contestó que no había
visto pasar a nadie. Años más tarde, el General supo por la prensa que un fraile que
vivía en el Gargano hacía milagros. Se dirigió a San Giovanni Rotondo de incógnito y
¡cuál no fue su sorpresa cuando reconoció en el fraile al capuchino que había visto en
su habitación! “Nos hemos salvado por los pelos aquella tarde ¿eh General?”,
le susurró el Padre Pío.
Amor del Padre Pío por San Pío X y Pío XII
El Padre Pío solía decir que San Pío X era el Papa más simpático desde San Pedro
hasta nuestros días. “Un verdadero santo”, decía siempre, “la auténtica
figura de Nuestro Señor”. Cuando murió San Pío X Padre Pío lloraba como un niño
diciendo: “Esta guerra se ha llevado a la víctima más inocente, más pura y más
santa: el Papa”, pues corrían rumores que el Santo Padre había ofrecido su vida
para salvar a sus hijos del flagelo de la guerra.
Una vez Padre Pío dijo a un
sacerdote que iba para Roma: “Dile a su Santidad (Pío XII) que con gusto ofrezco mi
vida por él”. Cuando murió Pío XII el Padre Pío también lloraba
desconsoladamente. Al día siguiente de la muerte no lloraba más y entonces le
preguntaron: “Padre, ¿ya no llora por el Papa?” “No”, contestó el
padre, “pues Cristo ya me lo ha mostrado en Su gloria”.
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